LXVIII

No tengo ni idea de lo que pensarían los troyanos de mi «matrimonio». Lo más probable es que les importara muy poco. Su apetito e interés por mis hazañas o por la conducta de cualquiera de los miembros de la familia real había ido encogiendo a medida que menguaban también sus vientres, con las privaciones del asedio.

Estaba a salvo de las predaciones de Deífobo. Unas cuantas veces hizo algún intento poco entusiasta de superar su misteriosa enfermedad, buscando refuerzo en la bebida o inflamándose con canciones lascivas, pero como el resultado seguía siendo el mismo, acabó por irse, avergonzado. Antes de que pasara mucho tiempo, podía dejar abierta la puerta de mi dormitorio sin temor de que él la traspasara.

Trabajaba en mi telar, completando con tristeza el diseño que antes estaba vacío y esperando la historia final. Los bordes, con Esparta, los había terminado hacía mucho tiempo, y en su interior estaba Paris y nuestro viaje; pero el centro, con Troya, todavía debía rellenarse.

La antes orgullosa y resplandeciente ciudad ahora estaba desgastada, despojada. Las obras de arte se habían vendido hacía mucho tiempo para recaudar dinero, las fuentes estaban silenciosas y llenas de polvo; las calles, atestadas de soldados heridos, viudas y refugiados, mendigos y pilluelos. Los buenos caballos habían desaparecido y sólo algunos burros desastrados se tambaleaban bajo sus cargas. La ciudad inferior, que antes formaba un delantal hacia el sur, debajo de la ciudad principal, había sido saqueada por los griegos, que destrozaron y quemaron las casas y los talleres, robaron los caballos y destruyeron los jardines.

Las brillantes murallas inclinadas de Troya resistían aún, y las torres se alzaban todavía orgullosas por encima del enemigo. Éstas eran inmunes a las flechas incendiarias y a las piedras que los invasores apuntaban hacia ellas. Mientras las murallas de Troya aguantasen, Troya resistiría.

Pero ¡ah!, las murallas no contenían otra cosa que miseria, rodeaban sólo el sufrimiento y el dolor. Desde el exterior parecía fuerte y cómoda, pero en el interior de los muros todo era abyecto. El único consuelo se hallaba en saber que nuestro enemigo no podía ver a través de los muros lo que se escondía en el interior.

Por supuesto, había espías, muchos espías, en ambos bandos. Sin duda, los griegos sabían de alguna manera lo mal que nos iban las cosas en Troya. Incluso es posible que hubiesen oído hablar de mi «matrimonio», y sin duda sabían cuáles de los mejores guerreros de Troya habían sobrevivido (Deífobo, Eneas y Antímaco) y cuáles se habían perdido. Supondrían que Príamo y Hécuba estaban sumidos en el duelo y que los consejos de guerra se habían deteriorado hasta convertirse en lamentos y planes sin esperanzas, y que Troya iba a la deriva, sin líder.

Pero ellos también habían perdido líderes: Aquiles y Áyax, sus mejores guerreros. Nuestros espías nos decían que los supervivientes estaban descorazonados y cansados, y que a sus ojos las murallas de Troya parecían inexpugnables, a pesar de sus años de esfuerzos. Y además la espantosa visita de la peste había hecho estragos en sus filas. Rogaban y preguntaban a los dioses de dónde había venido aquello, en qué los habían ofendido.

Pero no había procedido de ningún dios, de modo que no recibieron respuesta. Había procedido de los falsos tesoros de Gelanor, llenos de camisas procedentes del templo de Apolo.

—Han estado leyendo entrañas y vuelos de aves, como locos —decía Gelanor—. Pero en ellos no se encuentra la respuesta que buscan. —Se inclinaba por encima de la muralla, mirando hacia la llanura al campamento griego. Su voz se hacía eco de una torva satisfacción, teñida de dolor—. Ha funcionado tal y como yo preveía —suspiró—. Como esperaba que funcionase. Pero qué esperanza más malvada, matar a mis compatriotas.

Le miré: mucho más viejo y cansado que cuando le había visto por primera vez. ¿Qué le había hecho a aquel hombre, a aquel amigo honrado? Mi propio viaje había corrompido a un hombre recto, hasta el punto de envenenar a sus propios compatriotas y considerar que había sido un buen trabajo. El sol se ponía y en las sombras crecientes comprendí que yo era parte de aquella oscuridad.

Sólo quedaban las hijas de Príamo y Hécuba para proporcionar algo de consuelo a sus padres: Creusa —la esposa de Eneas—, Polixena, Laódice, Ilona y Casandra. A ellas no las habían tocado las flechas y lanzas de los griegos, pero si caía la ciudad, sufrirían mucho más que sus hermanos muertos. En una ciudad conquistada sólo había dos posibles destinos para las mujeres: las jóvenes serían violadas y se las llevarían como esclavas, y las viejas, que se consideraban inútiles, morirían al momento. No sobrevivía nadie al saqueo de una ciudad, ni siquiera la propia ciudad. Aquiles, el saqueador más feroz de todos, había desaparecido y no recorrería nuestras calles como había hecho en la ciudad natal de Andrómaca, destruyéndolo todo ante él. Pero había otros, imitadores menores de su héroe. Éstos podían copiar su crueldad con bastante facilidad, aunque no pudiesen igualar su fuerza y su destreza. Eso es lo que hacen los cobardes siempre.

Nuestra única esperanza era que los griegos, exhaustos y desmoralizados, se inclinaran ante la aparente invulnerabilidad de nuestras macizas murallas y se fueran a casa. Como ya he dicho, no se podía ver a través de ellas, ni se podía saber lo cerca que estábamos realmente del fin.

Me desperté gritando. En medio de la noche tuve una visión extraña, clara como el cristal que deja penetrar la luz del sol. Mientras trataba de recordarlo, de retenerlo para poder transmitírselo a los demás, se desvanecía, saltaba, ondulaba, se retorcía como un escalofrío que recorre la piel. Vi algo hecho de madera, enorme, muy alto. Ya lo había visto una vez antes, con menos claridad. Pero ¿qué era? La imagen huía de mí. Albergaba la muerte. Y también había visto…, ¿podría ser cierto aquello?…, a Odiseo caminando por las calles de Troya, disfrazado. Tomando nota.

Llevaba los harapos de un mendigo. ¿Había visto a alguien semejante? Pero las calles de Troya ahora estaban repletas de mendigos, precisamente. Si Odiseo había conseguido introducirse en la ciudad, se habría confundido entre ellos con bastante facilidad. ¿Y por qué habría venido? ¿Acaso ellos no tenían espías?

Más tarde, él aseguraría que le vi, que le reconocí, que le ayudé. Pero eso es mentira. Ese hombre no dice más que mentiras, cualquier cosa que sirva a sus propósitos. ¡Compadezco a la pobre Penélope, que esperaba a un hombre semejante!

Grité porque aquella cosa enorme de madera, fuera lo que fuese, que sólo había entrevisto fugazmente, marcaba la perdición de Troya.

Me incorporé en la cama. La luz del día llamaba a los postigos. La habitación que me rodeaba no había cambiado. Los frescos rojos y azules mostraban las mismas flores serenas, las mismas aves. Los suelos pulidos relucían, reflejando la reciente luz del día. Parecía algo eterno, fijo. Pero el sueño me había mostrado que todo aquello era vulnerable y que vivía sólo a pesar del tiempo.

No podía desvanecerse, tenía que permanecer. Pero eso es una ilusión. Todo se desvanece…, mi madre, Paris, mi propia juventud. ¿Por qué aquella habitación iba a ser distinta? ¿Por qué Troya misma iba a ser distinta?

—¡Se han ido! —Evadne irrumpió en la habitación con sus brazos sarmentosos súbitamente llenos de vigor, al abrir las puertas. Los agitaba a ambos lados, dando golpes en la pared. Los jarrones en sus nichos temblaron, titubearon, pero no llegaron a caer—. ¡Los griegos se han ido!

El sueño…, aquello debía de estar relacionado con el sueño… Salí de la cama de un salto.

—¿Y han dejado algo?

Ella movió negativamente la cabeza.

—¿Qué importa lo que hayan dejado? Se han ido. Nuestros centinelas han visto partir a un barco tras otro, y luego un valiente muchacho lo ha confirmado yendo a su campamento. ¡Estaba desierto! Y los espías informan de que estaban tan debilitados por la misteriosa plaga que no tenían los hombres suficientes para continuar la lucha.

Sus palabras surgían alegres como una corriente largo tiempo retenida y que súbitamente corre con libertad por donde quiere.

—Pero ¿han dejado algo? —repetí. No me gustaban mis palabras desalentadoras, pero aquello era lo que más importaba.

Ella inclinó la cabeza.

—Vístete, señora, y te lo diré. Veo que tu clarividencia no desapareció con la serpiente.

Era un caballo hecho de madera. Desde el campamento salió tambaleándose un superviviente, asegurando que había escapado de los griegos, que pretendían sacrificarlo, escondido en el bosque. Su nombre era Sinón, dijo. Contó un bonito cuento de cuáles eran los motivos de construir aquel caballo y dejarlo allí.

Todo eran mentiras. Yo sabía que eran mentiras; mi conocimiento especial me lo decía. Sin embargo, los troyanos estaban deseando creerle.

Hay algunos que sostienen que los troyanos eran mucho más nobles que los griegos. Y citan el hecho de que ningún hijo de Troya reclamaba su parentesco con los dioses, sino que luchaban como hombre mortales, con sus destinos en sus propias manos, sin esperanza alguna en los indultos olímpicos. Hablan del altruismo de Príamo, al respetar la elección y el matrimonio de su hijo Paris, negándose a entregarme, dado que un rey más mundano me habría atado y entregado a los griegos, evitando así los problemas.

Pero una naturaleza noble puede cegar a un hombre con respecto a los motivos de aquellos que no son como él, dejándole así indefenso ante ellos. Príamo y sus consejeros no practicaban la duplicidad profunda, y pensaban que sus enemigos tenían la misma naturaleza que poseían ellos.

Príamo interrogó ansiosamente a Sinón y quedó satisfecho con sus respuestas. Sus magulladuras y sus cortes atestiguaban su veracidad. Sin embargo, un enemigo más astuto está dispuesto a disfrazarse de cualquier manera que considere eficaz. Eso no pareció ocurrírsele nunca a Príamo, a pesar del ejemplo de Hillo. Héctor no haría tal cosa, por lo tanto, nadie se iba a rebajar a hacerlo.

Pero ¿y si…, y si… los griegos lo habían seleccionado para que los persuadiera, para que fuera su portavoz, y él había soportado unos cuantos azotes y golpes para hacerlo más creíble? Le pedí a Príamo que me dejase interrogarlo, ya que conocía más a los griegos y su lengua. Él se negó.

Por el contrario, se tragó la historia que le contó Sinón: los griegos, devorados por la plaga y dándose cuenta de que las murallas de Troya eran inexpugnables, habían partido de nuestras costas después de años infructuosos de luchas. Habían aplacado a Atenea, la que había alentado su viaje hasta aquí buscando venganza sobre Paris, y había que aplacarla antes del viaje de regreso, con un caballo de madera. Los caballos son especiales para Atenea, y por tanto ella tenía que mirar con favor aquél. Un adivino entre los suyos había dicho que si el caballo era conducido a la propia Troya, ésta permanecería firme para siempre, de modo que ellos lo habían hecho demasiado grande aposta, para que resultase muy difícil arrastrarlo, meterlo por la puerta y subirlo al templo de Atenea. De aquella forma, podían satisfacer a la diosa sin poner en peligro su propia reputación, porque si Troya permanecía intacta para siempre, entonces ellos habrían fallado.

—No es propio de los griegos hacer eso —dijo Antímaco, dando una vuelta en torno al caballo.

Yo me había vestido y le había acompañado; salí por las puertas para inspeccionar la enorme estructura.

Había algo raro. Ambos lo notamos. Una enorme cosa de madera…

Dio la vuelta alrededor y me miró, frunciendo el ceño. Dando unos golpes con fuerza con un palo en el caballo, murmuró:

—No me gusta.

Si tres Antímacos se hubiesen puesto de pie uno en los hombros del otro, el de la parte superior habría podido alcanzar y tocar la cabeza del caballo. Si cinco Antímacos se hubiesen echado en fila en el suelo, se habrían extendido desde una punta de la plataforma hasta la otra. El caballo descansaba en un lecho plano, con unos troncos debajo para que resultase fácil hacerlo rodar. Estaba hecho de madera verde, unida de forma apresurada. Sus patas eran troncos de árbol, y la parte redondeada de su cuerpo abultaba como si fuese una yegua preñada. Por ojos tenía dos conchas marinas. Miraban hacia abajo, sin ver.

Precavidos al principio, unos pocos curiosos se aventuraron a ir a inspeccionarlo. Pero pronto hordas de troyanos salieron de la ciudad y se arremolinaron en torno al objeto, parloteando con animación. Apiñados dentro de los muros durante tanto tiempo, mientras el único acontecimiento del día era el regreso diario de los heridos y muertos, aquel juguete les encantaba, como había pasado con la esfinge, hacía tanto tiempo. Le acariciaron las patas y los chicos intentaron trepar y sentarse a horcajadas en su lomo. Las mujeres tejieron guirnaldas de flores para envolver su cuello, y las arrojaron a sus hijos para que las colocaran. Los flautistas tocaron su instrumento y la gente empezó a bailar alrededor del caballo, gritando de alivio. Todo había acabado. La guerra había concluido.

Príamo y Hécuba salieron de la ciudad y se detuvieron allí. Príamo se había ataviado con las ropas más regias, y Hécuba, todavía vestida de negro, se envolvía en su manto. Príamo caminó en torno al caballo estudiándolo, examinándolo con los ojos oscuros y observando cada detalle: la forma de clavar las tablas, el tamaño, los feos y saltones ojos blancos. Luego se volvió a mirar la puerta Escea.

—Pasará justo por debajo —dijo, midiendo ambas cosas con los ojos.

De nuevo aquel escalofrío: me recorrió por entero, como el viento que agita un campo de cebada. «¡Lo han construido justo para eso! No puede coincidir por casualidad».

—Lo meteremos en nuestra ciudad para que nos proteja y se cumpla la profecía. Troya no puede caer si el caballo pasa a través de nuestras murallas. —Su voz se alzó hasta conseguir casi la misma fuerza de antes.

¡No, aquello estaba mal!

—Querido padre —me adelanté—, ¿cómo sabemos que ésa es la profecía? Nos lo ha dicho Sinón. Pero él es griego. Aparte de sus palabras, no tenemos conocimiento de lo que presagia este caballo. ¿Y cómo es que lo han construido del tamaño exacto para que pase por las puertas? ¿No lo habrían hecho más grande si su auténtico propósito hubiese sido asegurarse de que permanecía fuera de Troya? Tal y como es, te han invitado a que lo metas. Piénsalo.

En lugar de responder, Príamo se quedó mirando el caballo, mudo.

Hécuba respondió por él.

—¿Tú, que atrajiste todo esto sobre nosotros, ahora quieres hacernos advertencias?

—He perdido lo que más amaba en el mundo, pero mi lealtad sigue estando con Troya —repliqué—. Siempre lo ha estado.

Ella se echó atrás la capucha.

—Tú has perdido a una persona. Nosotros hemos perdido a muchas, incluyendo a aquel a quien amabas. Toda nuestra ciudad estaba amenazada. Ya conoces el destino de las ciudades vencidas…, ser borradas de la faz de la Tierra, convertidas en un montón de cenizas humeantes. Eso era lo que los griegos tenían pensado para nosotros…, a causa de ti y de Paris. Miles de muertes por un beso. Si ellos hubiesen ganado, tú habrías cambiado tu lealtad con bastante rapidez.

—¿Todavía no me conoces? —grité. Era como si me hubiese pegado.

—¡A la ciudad, a la ciudad! —salmodiaba la gente, balanceándose bajo la luz del sol matinal.

—¡Arrastradlo! —Sus gritos ahogaron la respuesta de Hécuba, mientras ella se volvía.

De repente, Casandra agarró el brazo de su madre. No la había visto antes, aunque su rojo cabello brillaba como una joya entre todos aquellos colores apagados.

—Helena dice la verdad —dijo—. Hay algo malvado aquí. No dejéis que contamine nuestra ciudad. Dejadlo aquí, en la llanura.

—Hija de Príamo, todos conocemos tu fragilidad —gritó un hombre en la multitud—. Vamos, deja de decir locuras.

Laocoonte, un sacerdote de gran estatura, llegó jadeando hasta nosotros, con dos de sus hijos trotando detrás de él.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó—. ¡Probadlo primero! —Blandió una lanza y la arrojó al flanco del caballo, donde ésta se clavó y quedó oscilando—. ¡Encontrad algo para penetrarlo! —gritó. Miró a su alrededor como enloquecido—. Deífobo… Tú tienes una lanza muy potente. Déjamela. Déjame perforar el pellejo de este caballo para que chillen los griegos que hay en su interior.

Deífobo negó con la cabeza.

—No tengo ninguna lanza mágica, viejo. La mía tiene una punta como la tuya. Pero puedes usarla.

El sacerdote la cogió y la arrojó al vientre redondeado del caballo. Rebotó con un sonido hueco.

No había visto a Deífobo desde hacía días. Se mantenía bien apartado de mi habitación, para no sufrir más vergüenzas. Me miró un instante y luego se apartó. En aquel momento, quise acudir a él, susurrarle al oído: «Algunos deseos es mejor que no se cumplan. Conseguirlos sólo conduce a mayores sufrimientos». Pero no lo hice. Me quedé clavada donde estaba.

—¡Hagamos fuego debajo, si no podemos perforarlo! —gritó Laocoonte—. Esta plataforma nos irá bien. Traeré una pila de leña. ¡Una antorcha, y los griegos que están escondidos dentro saldrán corriendo para salvar la vida! —Retrocedió, rogando a la multitud. La gente le miraba, silenciosa—. ¡Ah, idiotas! —Miró a su alrededor—. ¡Al menos probadlo, antes de meterlo dentro!

Sin embargo, la multitud seguía palmoteando y gritando: «¡Un caballo para Troya! ¡Un caballo para Troya!».

Entonces, ante nuestros ojos horrorizados, una enorme serpiente salió de la llanura, se irguió y se enroscó en torno a Laocoonte y sus hijos, estrangulándolos y luego arrastrándolos hacia el mar. Nadie se movió para ayudarlos. Sus gritos desfallecientes resonaban por los campos.

—¡Atenea! —gritaba la gente, crédula—. ¡Atenea le ha castigado por su blasfemia! Esto prueba que ella desea que llevemos el caballo a Troya.

—Esto no prueba nada, aparte de que Atenea tiene un interés especial en que introduzcáis ese caballo en Troya —gritó Casandra. Era valiente. La admiraba al ver que se adelantaba y retaba a Atenea a que golpease de nuevo—. ¡Ah, estúpidos troyanos! ¿Quién tiene a Atenea como diosa? ¿Acaso no vela ella por Odiseo? ¿Por Aquiles? ¿No es la diosa protectora de Atenas, ciudad de los griegos? ¿Por qué iba a desear algún bien a Troya?

—¡Tenemos un templo dedicado a ella aquí! —chilló un hombre—. ¡Su estatua especial está aquí!

—Todas las ciudades tienen un templo consagrado a Atenea, y una estatua —respondió ella—. Eso no prueba nada. Atenea, como todos los dioses, adopta a algunos humanos, los mima y les sigue la corriente más allá de todo lo razonable. Se siente insultada si no le dedicas un templo, pero tenerlo no significa nada para ella.

—¡Príamo, tu hija está loca! —exclamó alguien—. ¡Ahógala!

Casandra se retorció y le gritó:

—¡No puedes acallar la verdad!

—Casandra, querida. —Príamo la llamó y la rodeó con su brazo.

—¡Troya se merece su ruina, entonces! —dijo Casandra—. Te la confío a ti. Yo pereceré contigo. Pero veo mi fin, mientras que tú estás ciego —dijo, y apartó el brazo de su padre y se dirigió hacia la ciudad, con su vestido flotando.