LXVI

Cuando volví a nuestra habitación…, a mi habitación, la habían despojado de todos los restos del lecho del enfermo y estaba limpia. No había perfume ni incienso alguno en el aire, y la brillante luz del sol penetraba en la habitación vacía. La armadura de Paris, todavía polvorienta por su última batalla, estaba en un rincón.

Al día siguiente, cuando la pira se enfriase, recogerían sus huesos y los colocarían en una urna de oro. Entonces, los huesos podrían colocarse en la tumba de su familia, y después se celebrarían unos abatidos juegos funerarios. Y luego volverían todos a la guerra, de nuevo la espantosa guerra para los troyanos.

¿Y para mí? No pensaba en ninguna vida para mí, en absoluto. Ya no me esperaba nada, excepto una vida completamente vacía, tan vacía como aquella habitación.

El resto del día anduve dando tumbos por mis aposentos, incapaz de ver por las lágrimas que habían brotado de repente, emborronándolo todo. Las doncellas me traían comida, pero yo las despachaba. No quería a nadie en mis habitaciones. A ratos caía en la cama, con vértigo, y la habitación daba vueltas a mi alrededor. Otras veces me levantaba y me disponía a realizar tareas absurdas, como elegir entre diferentes ovillos de lana, dividiéndolos en grandes montones y volviéndolos a arreglar de nuevo, y buscando recipientes para almacenarlos en ellos. Por todas partes donde miraba me parecía ver cosas de Paris, excepto cuando inclinaba la cabeza sobre los ovillos de lana o, no sé por qué motivo, cuando sacaba mis joyas de sus cajas y extendía los collares, brazaletes y pendientes en hileras separadas. Luego volvía a guardarlos en el mismo sitio. Mientras estaba dedicada a esa tarea, no veía el rostro de Paris.

¿Y cómo podía recuperar el rostro que había amado durante tanto tiempo, y borrar aquel que lo había usurpado en sus últimas horas? El espantoso e hinchado había borrado al amable. Las flechas envenenadas de Heracles me habían robado no sólo la vida de Paris, sino también su rostro.

En mi aturdimiento y asombro, me encontré sacando sus ropas y posesiones de sus baúles y arrojándolas al suelo. Con manos temblorosas, alisaba y guardaba las ropas, preparándolas para una visita que no tendría lugar. Ni siquiera me sentía estúpida; quería que apareciese él con tanta desesperación que creí que lo conseguiría. Con todo mi poder le convocaba, elevando los brazos y dejándolos caer sobre la ropa, sobre la ropa que todavía olía a él.

—¡Helena, levántate!

Intenté salir de entre lo que pensaba que eran las nieblas del Hades; estaba oscuro y no se veía adónde iba. Agarré la ropa que tenía bajo los dedos. Estaba echada.

Una luz vacilante se acercó a mí. Alguien dejó una lámpara de aceite. Un rostro se inclinó sobre mí.

—¡Helena, levántate! ¡Oh, qué vergüenza! —Evadne acunó mi cabeza—. Qué vergüenza, te han dejado aquí sola. —Me alisaba el pelo—. ¡Te han abandonado!

Miré sus profundos ojos.

—Sí —dije.

Paris me había abandonado. Ella decía la verdad, no había otra verdad para mí.

—¡Me refiero a tus doncellas! —dijo—. ¿Cómo se atreven?

—Las he echado yo —le aseguré—. No quería ver a nadie. A nadie, ni siquiera a ti.

—Es peligroso que estés sola ahora —dijo, acariciándome la frente.

Como si me importara que alguien pudiera matarme. Reí débilmente. Me harían un gran favor.

—Quería decir que es peligroso para tu espíritu sufrir sola —aclaró.

—No hay otra forma. Sufro sola incluso en tu presencia; nadie puede compartir esto conmigo.

—Alguien puede estar presente. —Era tozuda.

—¿Por qué perder el tiempo? No pueden hacer nada. —Lentamente, me fui incorporando—. Vete, Evadne. No quiero compañía.

Estaba ansiosa de oscuridad.

Los juegos funerarios. Ni siquiera los describiré, porque, ¿acaso importa de quién eran los caballos que ganaron la carrera de carros, de quién la jabalina que llegó más lejos, de quién las piernas que corrieron con mayor rapidez? Una cosa era cierta: los troyanos estaban cansados, aunque hubiesen descansado, y sus actividades eran lentas y torpes. La guerra los había dominado, como la incesante perforación de los roedores acaba por hacer derrumbarse unos cimientos. Concedí premios con la armadura y las armas de Paris. En mis aposentos no serían más que un motivo más de dolor. No podía pasar ante su casco sin imaginarle a él llevándolo. Un ansioso muchacho troyano lo ganó: que lo reverenciara y lo conservara él.

El primer banquete funerario, más elaborado, se realizó de acuerdo con el protocolo. Paris presidía, como Troilo había presidido el suyo. En el de Paris oí los ecos de sus palabras, pronunciadas en el de Troilo. Todas las pérdidas se funden en una sola, un gran grito de dolor por Troya, uno privado para mí. Se sirvió la comida favorita de Paris: cabrito asado y pastelillos de miel, y unas palabras igual de melosas y dulces se dijeron mientras tanto. Nadie pronunciaba los insultos que les hervían por dentro.

De toda la gente reunida allí, sólo Príamo, Hécuba y yo misma sentíamos verdadero dolor. Los demás simplemente se pintaron con los colores del duelo. La voz de Príamo temblaba al hablar de encontrar a su hijo sólo para perderlo de nuevo, y Hécuba lamentó los años que los habían separado, cuando ambos caminaban todavía a la luz del sol.

—Qué no daría por recuperar todos esos años —susurró ella. Tenía que esforzarme para escucharla—. Ambos estábamos aquí, pero no llegábamos el uno al otro. En mi locura al expulsarle, me despojé a mí misma. Ahora tengo todo el tiempo del mundo para lamentarlo.

Yo no podía decir nada. Mi garganta estaba agarrotada por una mano invisible que dolía. Me limité a permanecer de pie e inclinar la cabeza.

Los huesos y las cenizas se trasladaron ceremonialmente a la tumba, se realizaron las libaciones, se abrió y se cerró la losa. Paris ya estaba dentro. El vital Paris… ¿Cómo podía permanecer contento allí? Pero no sabemos nada de los muertos, de lo que quieren, de lo que sienten. Sólo sabemos que son totalmente distintos de nosotros. Aun aquellos a los que amábamos cambian y se convierten en algo que no podemos imaginar.

Mientras íbamos caminando por las calles después, en una triste procesión, Príamo se retrasó y vino andando a mi lado. Deífobo, como hijo mayor superviviente, ocupó su lugar junto a Hécuba.

¡Qué encorvado y frágil se había vuelto Príamo! Recordé el día luminoso en que le conocí, lo musculoso y fuerte que era, aun a su edad. Pero aquel día estaba con Paris. Paris junto a mí. Paris presentándome orgulloso, Paris protegiéndome…

—Helena. —Su voz era temblorosa, la de un viejo.

—Sí, padre —respondí.

Él buscó mi mano. Debía de tener algo importante que decirme.

—Algunos dirían que la guerra ha terminado ya —dijo—. Paris, que violó las sagradas leyes de la hospitalidad, aunque todos reconocemos que la locura de amor puede trastornar las leyes pacíficas, ha renunciado a ti. Ahora eres su viuda. Debemos seguir nuestro camino sin él.

Me puse tensa. Me iba a pedir que me sacrificase volviendo con los griegos, con Menelao. ¿Qué otra cosa podía ser? Era la única respuesta sensata. Troya se salvaría si el motivo original del castigo quedaba eliminado.

Él encontraba difícil pronunciar las palabras. Yo le ayudaría.

—Querido padre —dije—, no tienes que esforzarte por pronunciar las odiosas palabras. Haré lo que esté en mi poder para salvar Troya. Volveré con los griegos.

¿Cómo podía saber él, después de todo, que a una persona muerta no le importaba lo que hacía, ni adónde iba? No hay humillación cuando uno está muerto. Y yo había muerto con Paris.

—Iré a entregarme a Menelao, me inclinaré ante él, y los griegos tendrán que abandonar la llanura de Troya.

No me importaba en absoluto lo que me ocurriera a mí. Que Menelao me matase. Entonces iría a reunirme con Paris, y podría evitar a Menelao.

—No, hay otra forma —dijo él entonces—. Debes casarte con Deífobo.

Aparté la mano de un tirón.

—¡No! Soy de Paris para siempre. —Las palabras salieron de mis labios antes de que les dedicase un simple pensamiento.

—Eso dará ánimos a los resistentes.

—La mejor resistencia es que yo acabe con la guerra. Su pretexto ha desaparecido.

—Deífobo lo exige. —Se esforzó por pronunciar las palabras.

—¿Como recompensa, a cambio de qué? —No creía que tuviera base para tal exigencia.

—Como recompensa por defender Troya.

—¿Así que se volverá un traidor si no puede tener a Helena? —No pude apartar el desdén de mi voz—. Pero ¿qué clase de hijo has engendrado?

¡Y pensar que se atrevían a llamar a Paris cobarde e innoble!

Su réplica fue abyecta.

—Engendré muchos hijos, pero al parecer pocos que sean héroes.

Empecé a imaginar una áspera réplica, pero oí el fracaso que contenían sus palabras. Tener tantos hijos y tan pocos de los que pudiera estar orgulloso…

—No puedo casarme con Deífobo —dije.

—Debes hacerlo —insistió.

A ambos lados, en la luz desfalleciente, la gente se alineaba en la calle, inclinándose hacia delante y gritando. Ya no pudimos hablar más, y creí que mi silencio serviría como adecuado rechazo.

Me senté en nuestro dormitorio. El mégaron todavía estaba ocupado por los aliados extranjeros y refugiados, la mayoría de ellos habían asistido como es debido a los juegos funerarios, y yo les estaba muy agradecida.

De acuerdo con mis deseos, me habían dejado sola. No había doncella alguna revoloteando por allí, ningún miembro de la familia haciéndome compañía. La habitación parecía más desierta ahora, de alguna manera, como si la sombra de Paris hubiese obedecido al ritual del duelo y se hubiese encaminado obedientemente a su tumba. Había esperado volver a aquel retiro y encontrarlo esperándome, pero se había fundido.

Di la vuelta a la habitación, como uno de los perros de caza de Príamo, buscando un sitio donde echarme. Allí no volvería a haber nunca un lugar de descanso para mí, por muchas veces que me echara. Me senté en una de las sillas y miré hacia la oscuridad.

Si hubiésemos tenido un hijo al menos…, si hubiese dejado algo que le recordara de forma indeleble…

Si pudiera hablar con él, verle una vez más.

Me levanté, fui a nuestra cama. Me eché en ella, esperando que todo acabase. No quería el sueño, sino el olvido total. ¿Debía hacer como mi madre, atarme un trozo de cuerda en torno al cuello y dejar que me encontrasen balanceándome al amanecer? ¿No ver nunca otra mañana, no ver nunca otro mediodía, que se me ahorrase el enorme y negro camino que se abría ante mí?

Notaba mi respiración, notaba que mi pecho subía y bajaba.

Dentro…, fuera. Dentro…, fuera. Suave como un susurro, pero implicaba que yo estaba viva, y Paris no. La habitación estaba oscura, oscura. Los actos del día se abatían sobre mí, me llevaban como un remolino. «Un túnel me absorbe los pies, me deslizo por él».

¡Paris, me voy contigo! Te sigo, caigo en el túnel contigo.

Largos, negros, costados cerrados en el túnel. Tan estrechos que puedo agarrarme a ellos. Entonces todo ha terminado. Todo ha terminado, y sin la fealdad de una daga o una cuerda. Helena ha desaparecido.

Aterrizo suavemente. Todavía hay oscuridad. Me levanto, con las piernas temblorosas, y no veo nada. Algo roza mis piernas, y yo me agacho a tocarlo. Asfódelos. Las flores de los campos de los muertos. Estoy aquí, por fin.

Éstas son almas recién muertas, que esperan el paso. Mi madre, Troilo, Héctor, todas ésas han pasado ya. Pero Paris… Paris tiene que estar todavía aquí.

No veo más que una enorme confusión de almas, con las bocas abiertas mientras se dirigen hacia las libaciones para que las socorran y las alimenten, con los brazos tendidos. Están pálidas, tan pálidas como los asfódelos que las rodean, y se agitan como esas flores con sus delgados tallos bajo un fuerte viento.

No veo rostro alguno que pueda reconocer, y agito las manos para espantarlas, como murciélagos que planean y caen en picado. Luego, entre la penumbra gris, aparece una pálida sombra, con el rostro como el de Paris. El rostro original de Paris, no el horrible de su lecho de muerte.

No puedo evitarlo, me sobresalto con el deleite de volver a verle de nuevo y saber que estamos juntos.

—Has venido. —Su voz es extraña, opaca, oscurecida, como si procediera del interior de una cueva.

—Estoy aquí. Nada puede separarnos —dije, y tendí los brazos hacia él, pero le atravesaron.

La tristeza tiñe su rostro.

—Todavía perteneces a la luz del día, la de arriba —dice él, como si eso fuera una traición.

—No, te digo que he yacido en la oscuridad y me ha traído hasta aquí.

—Pero cuando llegue la luz te levantarás.

—No si tú me enseñas a no hacerlo, a evitarlo.

—Por tu propia mano, esposa, por tu propia mano. Tú tienes la fuerza.

Aquél no era el Paris que yo había conocido. ¿Le habría cambiado la muerte?

—Paris, no puedo vivir en tu ausencia. Mi vida ha volado contigo —dije.

—Entonces debes entrar completamente aquí, en lugar de engañarte agarrándote a la vida para ti misma.

—¿Por qué estás todavía aquí, en la orilla más alejada del Hades? Los ritos funerarios tendrían que haberte liberado…

—Te estaba esperando. —Me mira—. Y estás aquí. Pero no tienes el valor necesario para seguirme.

Ese espectro, esa sombra acusadora no es el verdadero Paris. Ahora lo siento más profundamente que nunca: Paris se ha ido para siempre. La muerte le ha convertido en un extraño. «Paris ya no está».

—¡Aléjate de mí! —grito—. Tú no eres Paris, sino otra visión cualquiera. Una que no deseo ver.

Me alejo con tanta prisa que tropiezo y caigo sobre los tallos erectos de los asfódelos. Son bastante reales. ¿Por qué, ah, por qué no es Paris?

El viaje de vuelta fue instantáneo. Parpadeé y ya estaba de nuevo en mi habitación, rígidamente echada en la cama, temblando y murmurando. Un sufrimiento indescriptible me abatió. Había huido de Paris. Le había visto y había huido.

No, había huido de aquello en lo que se había convertido, un caminante en aquella orilla estéril y oscura.

«Paris se ha ido». Esas palabras encarnaban toda la verdad que yo necesitaba saber, brincaban, saltaban, se burlaban de mí: «Paris se ha ido».

Oí mi propia respiración. Yo estaba viva. Helena estaba viva. Helena debía seguir adelante, sola. Eso es vivir: seguir adelante. No hay virtud, no hay solaz en el más allá, por tanto no hay mérito alguno en correr hacia allí. Y Paris, el Paris al que yo había amado, ni siquiera me esperaba allí.

Todavía estaba oscuro. Faltaba mucho para el amanecer; yacía esperando que entrase la luz, consolándome al saber que ninguna luz, por muy débil que fuese, penetraba jamás allá abajo, en el Hades. Debía aprender a atesorar la luz.

—Helena. —Era Evadne, de nuevo, que se inclinaba hacia mí, con un vestido en las manos, dispuesta a envolverme—. Helena. —Notaba el temor en su voz.

Estaba echada y muy quieta.

—Sí, querida amiga —dije, y me incorporé para tranquilizarla.

Me tapó enseguida con la ropa, como si yo fuera tan delicada que fuese a perecer en el aire de la habitación. Quería decirle que había viajado hasta las fronteras del averno, que había visto a Paris. Pero ella me diría que sólo había sido un sueño.

—Helena, te están esperando. Todos… Príamo, Hécuba y otros.

Ah. Eran los «otros» a los que yo temía, a uno en particular.

—Gelanor pide también su permiso para entrar.

—Que entre él primero. —Me esforcé por salir del lecho. Notaba las piernas débiles—. Pero no antes de que me haya vestido y haya comido algo —dije; no tenía hambre, pero necesitaba reponer fuerzas.

Llevando mi ropa de luto, sin joya ni adorno alguno, con el pelo recogido y cubierto para que resultase invisible, recibí a un sombrío Gelanor. Cosa poco habitual en él, se inclinó, me cogió la mano y la besó. Luego se irguió y me miró.

—Entonces todo ha terminado —dijo—. Lamento mucho tu dolor. Aunque no lo negaré: al principio, pensé que venir a Troya era una mala idea. Pero lo hecho, hecho está, y si te ha conseguido algo de felicidad, entonces elegiste sabiamente para ti.

—Gelanor, ¡no puedo creer que él se haya ido! —estallé.

—Es lo más duro del mundo, verse separado de aquellos a los que amamos. Ojalá halle la paz.

«¡No la ha hallado!», quería gritar, pero Gelanor también diría que yo había soñado lo de la última noche.

—¡Príamo quiere que me case con Deífobo! Ese hombre sudoroso, lascivo. Como si pudiera…

—Debes hacerlo —dijo él, crudamente—. Cierra los ojos, tápate la nariz, tiende la mano y finge que estás de acuerdo.

¿Cómo podía abandonarme de aquella manera?

—¡No!

—Ahora eres una prisionera de Troya —dijo él entonces—. Viniste aquí libremente, cierto, pero ahora eres una prisionera, y pueden hacer contigo lo que quieran. Y lo que quieren es recompensar al único hijo guerrero de Príamo que les queda, para que siga adelante.

Seguir adelante… Todos tendríamos que seguir: un camino arduo a través del barro, las piedras y colinas empinadas y yermas durante el resto de nuestras vidas.

—¿Cómo pueden esperar que le permita tocarme?

—Los prisioneros tienen que permitir esas cosas.

Me eché a llorar. ¿Cómo podía atesorar la luz que brillaba sobre aquello? Quizás el Hades fuese preferible, después de todo.

—Helena, no llores. No puedo soportarlo. —La voz de Gelanor era amable—. Tú me persuadiste de que viniera aquí, y ahora debo contemplar… —Negó con la cabeza—. Hay algo que puedes hacer, si fallan medios más amables. Lo prepararé para ti, Evadne te lo entregará. —Parecía apesadumbrado. ¿Se referiría al veneno?—. Si gana Troya, si los griegos se vuelven a casa… He oído decir que una competición por las armas de Aquiles acabó en pelea entre Odiseo y Áyax. Las armas fueron entregadas a Odiseo; Áyax se puso como loco y se mató. Los griegos están al límite, igual que nosotros. Enviaré mi última arma entre ellos…, las camisas con la peste. Puede resultar el golpe final que consiga enviarlos a casa. Haré que las entreguen en fardos atados como si fuera un tesoro. Sabes lo codiciosos que son. Caerán sobre ellos, los desatarán y entonces… —Esbozó una torva sonrisa—. Agamenón probablemente sea el primero en abrir los bultos de mayor tamaño. Asegurará que tiene derecho, como jefe y comandante.

Me gustaría ver a aquel hombre abatido entre forúnculos y bubones. Había sacrificado a su hija, tras arrancarla del lado de mi hermana. Pero ni la muerte más espantosa y humillante podía deshacer aquel hecho.

—Quizás ocurra como tú dices —dije, y así le di permiso para entregar su cruel arma.

—Mientras tanto, debes aplacarles aquí. Será muy breve. Evita a Deífobo, di que has hecho votos, ¿no se te permite cierto número de días de duelo? Antes de que él pueda reclamarte, los griegos habrán huido de estas costas.

—¿Y luego? ¿No estaré ligada a Deífobo?

—Sólo brevemente, como ya he dicho. Porque cuando se vayan los griegos, ya no serás prisionera de nadie.

—Sí —dije, asintiendo.

Yo había hecho que los dos cayésemos por aquella pendiente, y ahora no había vuelta atrás.