Me maldije a mí misma por haberme embarcado en aquel viaje infructuoso. La bajada por las laderas de la montaña fue rápida porque se veía bien. Nuestros estómagos gritaban ansiando el alimento, los guardias que nos acompañaban iban refunfuñando, pero aun así pudimos bajar deprisa. Pronto estábamos en terreno llano y dirigiéndonos a Troya. Las murallas, bañadas en el resplandor del sol del amanecer, nos llamaban haciéndonos señas.
Desde la distancia, Troya parecía igual que siempre: brillante, invencible. Su ciudadela, coronando las alturas, apenas era visible. Yo veía nuestro palacio, y el de Héctor, y el de Príamo, y el templo de Palas Atenea. Lo que no veía era lo que ocurría en su interior. Desde el exterior eran tan bellos como siempre; su vulnerabilidad no resultaba aparente, hasta que prendieran en ellos las llamas y cayeran.
La puerta sur estaba abierta. Otra tregua en la lucha permitía a los troyanos dejar la ciudad, salir a los bosques a recoger hierbas y leña, pasto para los caballos y provisiones.
Corrí hacia el interior de las puertas, ansiosa por ver a mi amado, y pronto conocí su estado por los guardias de la puerta: se aferraba a duras penas a la vida.
Me agarré al hombro de Andrómaca.
—¡No puedo soportarlo, no puedo soportarlo! —grité.
—Sí, sí que puedes —dijo ella—. Si los dioses lo quieren, ¡ah, qué odiosos son!, deberás soportarlo.
—¿Como tú?
—Sí. Como yo.
Eché a correr por la empinada calle hacia la ciudadela, pasando junto a las casas derruidas de la parte inferior de la ciudad. En parte veía que estaban desiertas, que sus propietarios habían huido, pero lo único que veía, en realidad, era a Paris. Paris, Paris. Con mi voluntad conseguiría que él viviese. Era imposible que muriese. No podía morir. No podía ser.
Andrómaca y yo habíamos ido cogidas de la mano mientras subíamos hacia la ciudadela, pero entonces nos separamos y quedamos de pie entre su palacio y el mío. Me enfrenté a ella; ella, que lo había perdido todo en la vida, y yo, que todavía estaba en el borde del abismo.
—Ven conmigo adentro —le rogué.
Ella se llevó la mano a la boca.
—Perdóname, Helena, pero no puedo. —Se mordió el puño—. No puedo presenciarlo otra vez.
—Lo comprendo —dije, y era verdad.
—Ve ahora —dijo—. Es posible que todo se haya arreglado.
Lentamente, subí los escalones. A medida que me aproximaba a la habitación, el olor almizclado del incienso usado para disimular la enfermedad me envolvió. Y luego los inconfundibles sonidos de gente indefensa que corre de un lado a otro.
Me quedé en la puerta y vi que los postigos estaban cerrados; recorrí la habitación y los abrí. Sí, yo abriría los postigos, Paris se incorporaría y me daría las gracias, volviendo la cara hacia el sol. De modo que yo otorgaba un poder curativo a los postigos; era prueba de mi total desesperación. Los sirvientes que atendían al enfermo se estremecieron al notar la puñalada de luz. Ésta dejó ver el humo del incienso que se enroscaba en el aire, de un azul grisáceo. Todavía no me había atrevido a mirar a Paris. Ahora ya no podía esperar más. Desde donde me encontraba, detrás de él, junto a la ventana, podía ver sus brazos rígidos y extendidos a ambos lados de la cama, como palos. Estaban tan tiesos que no podía doblarlos por el codo, y se habían hinchado de una forma horrible, como calabazas. Tenía las manos negras y tan tumefactas que no se distinguían los dedos separados.
Con un grito, caí de rodillas junto a él y miré su rostro al fin. Lo que vi ya no era Paris, sino una máscara amoratada y magullada que antes fue un rostro. Ni siquiera su pelo era ya su pelo: el oro brillante colgaba en mechones turbios, como algas podridas. Los ojos se le habían hinchado en las órbitas, tenía la piel morada y casi negra. Hasta sus labios, agrietados y abiertos, eran negros, con fisuras rojas cruzándolos.
—Helena… —Su voz era tan débil que tuve que agacharme para oírla, pero era todavía la suya—. ¿Ha dicho que no?
—Sí, lo ha hecho, que su cuerpo se convierta en fango —dije—. Pero no la necesitamos. Ahora estoy aquí; ha sido una tontería buscar ayuda en otro lugar. Puedo…
¿Qué podía hacer yo? ¿Llamar a mi padre Zeus? ¿Era mi padre, acaso?
—… buscar una ayuda mejor que la que ella te habría prestado. ¡Ah, querido mío, ojalá lo hubiese hecho desde el principio!
Él intentó mover el brazo para tocarme la mano, pero éste no le obedeció, y permaneció tan tieso y sin respuesta como un palo.
—Espera —dije.
Me incliné y besé su frente. En lugar de notarla caliente, ahora estaba tan fría como el estanque de Enone. Sentí que me recorrían oleadas de miedo. Salí de la habitación a la carrera. No podía suplicar a Zeus allí.
Busqué la privacidad de una habitación interior, difícil de encontrar, con tantos soldados y refugiados apiñados en nuestro palacio. Ya no quedaban espacios grandes. Al fin encontré una cámara vacía, pero era la que se usaba para almacenar las provisiones, no una habitación encantadora y aireada como la que merecía Zeus en toda su majestad.
Había cogido un par de incensarios con su incienso, y los coloqué con manos temblorosas en el suelo. Me eché en el suelo ante ellos, notando la fría piedra bajo mi mejilla, mis pechos y mis piernas.
«Zeus, hijo de Cronos, si en realidad eres mi padre, ten piedad de mí. Yazgo aquí ante ti en la mayor de las miserias, suplicando por la vida de mi marido, Paris. Tú puedes salvarle. Tú puedes devolverle la salud. Tú, el más poderoso de los dioses, puedes hacer o deshacer cualquier cosa a tu antojo. ¡Concédeme esto!».
No noté nada, ninguna respuesta. ¿Significaba eso… que no había ningún Zeus? ¿Que no era mi padre? ¿Que no me había dirigido a él en los términos correctos?
«No sé cuáles son las palabras adecuadas que debo usar, pero mira en mi corazón. Contempla mi auténtica sumisión. Si es posible…, déjame morir en lugar de él. ¡Sí, transfiere esta aflicción a mí! Tú permitiste a Alcestes ocupar el lugar de su esposo. ¡Permítemelo a mí!».
Silencio. ¿No me oía, o acaso intentaba rechazar mi ruego, como si no lo hubiese oído?
«¡Déjame morir en el lugar de Paris!».
Me puse de rodillas, me dirigí a él en voz alta.
—Déjame ocupar el lugar de Paris en la cámara de la muerte —dije—. Déjame intercambiar mi vida por la suya.
Silencio.
Caí de nuevo y soplé los incensarios, ansiosa por obtener más humo de ellos, como si así pudiese atraer la atención de Zeus.
—Por favor, padre. Oye mis súplicas.
Entonces, oí, no sé si como sonido o sólo como palabras susurradas en lo más profundo de mi interior, su voz: «Hija mía, te oigo, pero no puede ser. No puedo invertir el destino, el destino de un hombre. Nosotros, los dioses, no podemos interferir en esas cosas. Podríamos, pero al mismo tiempo no podemos, porque eso destruiría el orden de las cosas. Tu Paris está destinado a morir, y debe morir. Me siento muy afligido, hija mía, pero no puedo evitarlo, como no pude evitar la muerte de mi hijo Sarpedón en el campo de batalla ante Troya. Lloro por él, como tú llorarás por Paris».
—Me has llamado hija.
«Tú eres mi hija. La única mujer mortal a la que reconozco como hija. Y no debes morir».
—Sin Paris no deseo vivir —le dije.
«No tienes elección. Vivirás, porque tu sangre lo exige. Te daremos la bienvenida entre nosotros cuando llegue el momento».
—Seré una diosa muy mala, siempre quejándome por haber perdido a Paris.
«Muchos de nosotros nos quejamos, pero te diré algo muy cierto: aun así, es bueno ser dios».
La voz cesó. Yo había fallado. Zeus había rechazado mi súplica, como lo había hecho Enone. Era lo único que me importaba. Corrí hacia la cámara (¿más tiempo perdido?) y hacia Paris.
Cogí su cabeza entre mis manos. Notaba el sudor de su frente, pero le acaricié con suavidad, para no causarle dolor. Sus hinchados párpados se abrieron y me miró.
—¿Qué…, qué ha ocurrido? —murmuró.
—Me ha prometido que te recuperarías. Sí, a partir de este momento, una nueva fuerza invadirá tus miembros y el veneno cederá. —No me gustaba mentir, pero no podía decirle la espantosa verdad. Le acaricié el brazo, con la piel tan tirante que si la arañaba con las uñas estallaría—. Todo esto desaparecerá —dije—. Tu brazo volverá a ser tuyo.
Él sonrió, o más bien sus labios intentaron moverse.
—Te ha escuchado.
—Sí. Nos salvará. Porque yo no podría vivir sin ti, y, por tanto, el veneno de la Hidra me habría matado a mí también. —En realidad notaba como si lo estuviera haciendo ya.
—Helena. —Él profirió un gran suspiro. Vi que todo su cuerpo se había ennegrecido en el breve tiempo que yo había permanecido lejos de su lado. ¡No, tan pronto no!—. Siempre has sido muy fiel, no te merezco.
—¡No, no digas eso ahora! —le dije—. No digas esas tonterías. Yo fui tuya desde el principio. Doy gracias de que tu barco viniera cuando lo hizo. No podía haber esperado ni un momento más.
—Cógeme la mano —me pidió.
La cogí…, el resto abotargado de lo que había sido Paris. «Oh, Afrodita, ¿no puedes acceder a ayudarnos ahora?».
—Sí, queridísimo. No la soltaré nunca, hasta que estés fuerte de nuevo y dejes el lecho.
—Qué oscuro está —dijo él, agitado—. ¡Qué oscuro, qué oscuro! Hay un túnel que absorbe mis pies, me deslizo por él.
—No, amor mío, estás echado aquí, envuelto en la más fina ropa. —Ropa de cama empapada de sudor—. Estás a salvo.
Y se fue. No hubo últimas palabras ni despedidas, no me dejó nada. Se fue por el túnel del que hablaba…, no con miedo, sino asombrado.
Paris estaba muerto, yo era viuda. Pero aquello no significaba nada, aunque pronto sería así, junto a la enormidad del hecho de que Paris había dejado de existir.
Le cerré los ojos, tocando suavemente sus párpados. ¿Cuántas veces los había acariciado, besado? Ah, no podía soportar pensarlo.
Me volví a los sirvientes y conseguí decir:
—El príncipe Paris ha muerto. Su espíritu ha partido. Preparadle.
No podía permanecer más tiempo en aquella habitación. Salí dando tumbos.
Busqué la privacidad de la pequeña habitación donde dormían mis doncellas. No había nadie allí. Caí en el camastro. Las lágrimas no llegaban. No llegó nada, salvo una enorme desolación. Paris se había ido. El mundo había concluido para mí.
Le había dicho la verdad a Zeus. No tenía deseo alguno de vivir. La vida había cesado para mí con el último aliento de Paris. Y él no había tenido palabras para mí, sólo tonterías de túneles oscuros. Para él tendría sentido, pero no para mí.
Él no sabía que aquéllas iban a ser sus últimas palabras. Quizá no lo sepamos nunca. Mientras somos robustos y estamos en la flor de la vida, imaginamos nuestros lechos de muerte y la sabiduría que se supone que deberíamos transmitir, y las hermosas palabras, como piedras preciosas en un collar, que intentaremos legar a los que nos rodeen. Pero eso raramente ocurre. Perecemos rápidamente, en el campo de batalla o en un accidente, o de una enfermedad persistente que no anuncia sus planes de destrucción. Y por tanto nuestras palabras perecen con nosotros, y los que quedan atrás están condenados a aferrarse a los recuerdos, a lo que imaginan que nosotros deseábamos decirles.
Yo podía sentir dolor, pero no su finalidad. Era demasiado grande para comprenderlo. Me obligué a levantarme de aquel camastro y corrí ciegamente hacia Andrómaca, la única compañera que se había enfrentado a aquello.
Me esperaba en sus aposentos. Había hecho un intento forzado de tejer, pero su lanzadera yacía ociosa junto a ella, en un taburete. Cuando entré, se levantó y me tendió los brazos. Caí en ellos y sentí su abrazo.
—Paris se ha reunido con Héctor —dije.
—Se abrazan como nosotras, las que hemos quedado atrás, nos abrazamos también. Si tuviéramos ojos para verlos, podríamos contemplarlos —dijo. Me acarició el pelo—. Con gran dolor te doy la bienvenida como hermana mía.
El funeral de Paris: una montaña inmensa de madera, Paris echado y respetuosamente envuelto en su mortaja para cubrir el horror que el veneno había operado en él, las plañideras oficiales llorando y gimiendo por las calles de Troya. Junto a la pira funeraria, su madre y su padre estaban en pie, tan tiesos como los haces de leña colocados bajo su hijo. Los hermanos que quedaban formaban una guardia en torno a ellos. Toda Troya, al parecer, había abandonado la ciudad, y ahora permanecía de pie en la llanura del sur, donde estaba teniendo lugar el funeral.
Pero había habido ya muchos funerales, y las lágrimas se habían secado. Troilo, Héctor, innumerables pérdidas privadas, todas convertían a Paris en una pérdida de última hora. Siempre había existido la sensación de que él había traído todo aquello consigo, y que sin él las otras muertes no habrían tenido lugar.
Y tenían razón. Sin aquella malhadada mirada en Esparta, nada de todo esto habría ocurrido. Por ese motivo, me había mostrado dispuesta a ocupar su lugar. Pero Zeus adamantino no lo permitió.
El hermano de mayor edad que podía pronunciar unas palabras era Deífobo. Su discurso fue breve, encomendó a Paris a los dioses. Príamo habló luego, refiriéndose al dolor de haber hallado a un hijo sólo para perderlo luego. Hécuba lloraba.
Se prendió fuego a la madera. No había sacrificios entre la leña, ni caballos, ni perros ni rehenes muertos. Paris no habría querido nada de todo aquello, y yo había insistido en que se cumplieran sus deseos. Las llamas treparon hacia el cielo, lamiendo el cuerpo de Paris. Temblé, intentando no pensar en el dolor que podía sentir cuando el fuego le alcanzase. «Él ya no siente dolor», me dije a mí misma. Pero no lo creía. Siempre sentimos dolor, incluso después de muertos. Vi que las llamas le alcanzaban. Aparté la mirada; no podía ver aquello. Pero sí que podía olerlo. El olor cambió cuando el fuego encontró algo nuevo.
—¡No! ¡No! ¡Detenedla! —gritó alguien.
Yo seguía encogida y no me volví hacia el fuego.
—¡Detenedla!
Entonces sí que me volví y vi a Enone que corría hacia el fuego, con los vestidos ondeantes.
—¡Perdóname! ¡Perdóname! —gritaba.
Antes de que nadie pudiera agarrarla, se arrojó a las llamas. Con un chillido, se inmoló. Las llamas hicieron presa en ella y subieron más alto. Decían que las ninfas no pueden morir, pero parece que, a fin de cuentas, sí que pueden, si lo desean.
—Una mujer se ha arrojado a las llamas —gritaban los guardias.
—No era una mujer, sino una ninfa —dije—. Por su propia y libre voluntad. No podéis salvarla, ella se ha desvanecido y se ha convertido en sus elementos. —Estaba asombrada por aquel salvaje acto de amor, y en algún lugar profundo me preguntaba por qué yo no había pensado en hacer lo mismo.
Miré a Príamo y a Hécuba, esperando que me consolasen. Pero ellos se dieron la vuelta y se alejaron. Estaba sola.