Era media mañana. Los tozudos ciudadanos ataron cuerdas en torno al cuello del caballo y fijaron una lazada a la plataforma para poder tirar del caballo y llevarlo a la puerta sur. Aun así, el progreso era muy lento. El caballo era pesado…, demasiado pesado, quizá, para estar vacío…, y los cilindros se deslizaban y se salían de la plataforma. Varias veces, el caballo se tambaleó y casi se sale de ella. Pero cada vez lo salvaron, lo enderezaron y lo llevaron de nuevo por su camino lento y seguro. Cuando se acercaban a la puerta sur, Príamo insistió en realizar una pequeña ceremonia para bendecir su entrada en la ciudad. Las puertas se abrieron todo lo posible, como si hicieran una mueca, y toda la gente de la ciudad tuvo que empujar para poder hacer entrar el caballo. La parte superior de la cabeza pasaba por debajo del dintel sólo por una mano de distancia.
Ah, qué concienzudos eran los griegos. Qué bien lo habían calculado.
Príamo lo bendijo mientras pasaba dando sacudidas por la puerta, rogando que empezase así la era de plenitud de Troya.
Subirlo hasta la ciudadela resultó mucho más difícil. La calle hacía ángulo hacia arriba, y pronto hubo que dejar de tirar; había que empujar. El ingenio pesaba muchísimo, y sólo la decisión de los troyanos fue capaz de moverlo por los tramos más empinados. El sol ya declinaba cuando estaban todavía a mitad de camino, y el templo se hallaba a la vista, pero todavía algo alejado.
No podían dejar el caballo donde estaba; rodaría y caería hacia atrás, chocando contra la puerta. De modo que se esforzaron por empujar más y más, gruñendo y gimiendo. Ningún caballo ni buey tiró de aquella estructura; era imposible enjaezar a algún animal a ella. Sólo los músculos de unos hombres determinados podían hacerlo. De ese modo, Troya se esforzó por cumplir su propia condena.
Ya era tarde cuando el caballo llegó al templo de Atenea y quedó descansando en una extensión de terreno pavimentada que quedaba junto a éste. Mi palacio y el de Héctor daban a aquel terreno.
Desde mi habitación veía a la gente de Troya arrojando flores sobre la plataforma del caballo, oía la música de los flautistas y a los cantantes ensalzando al caballo. Debajo de mi ventana, los vinateros habían sacado los últimos restos de ánforas de vino de Troya, y lo vertían con descuido. Hombres y mujeres borrachos se tambaleaban, bailaban y se caían en torno al «animal». Riendo, se levantaban y seguían su inestable camino.
Mirándolo desde la altura de la ventana de mi habitación, el caballo parecía el juguete de un niño, hasta por las cuerdas que colgaban de la plataforma. Yo había visto carretas de arcilla o de madera cargadas con dulces o con muñecas que iban tiradas por los niños con cuerdas semejantes. La parte superior del caballo no mostraba ninguna línea ni la silueta de una portezuela. Pero tenía que estar hueco por dentro.
La luna tardía luchaba por remontar las murallas, y cuando finalmente surgió por detrás de ellas, inundó la ciudad con su luz fría y ultraterrena, haciendo que las antorchas parecieran de un amarillo intenso. El súbito resplandor de luz extra espoleó a los juerguistas, como si los mismos cielos se hubiesen unido a las celebraciones. Los durmientes se removieron y salieron tambaleantes de sus casas, desfilando alegremente con sus ropas de noche. Los vendedores, desaparecidos desde hacía mucho tiempo de las calles de Troya, de pronto habían montado sus tenderetes, y juglares y acróbatas llenaban la cumbre de la ciudadela y pasaban entre la multitud actuando gratis.
Encima de la plataforma del caballo, los amantes se abrazaban, y los niños competían por ver quién trepaba más deprisa por las patas. Alguien empezó una ruidosa competición de lanzamiento de ánforas vacías, que estrellaban en las calles, lo que provocaba que más gente se despertara y saliera de sus casas.
—Troya es libre… Troya es libre… Troya es libre…
Filas de personas empezaron a salmodiar mientras iban balanceándose, con las manos juntas, yendo y viniendo por las calles y en torno al caballo, y se tambaleaban, caían, se reían, gritaban…
El caballo. El caballo. Ahora estaba dentro de la ciudad, alojado en su mismísimo centro. Apolo, el constructor de las murallas de la ciudad, prometió su protección divina para aquellos muros, pero no se acordó de ofrecer la misma protección para la ciudad. Normalmente las murallas resistían, recias, y nada podía penetrarlas. Pero en aquel caso no era así.
Me pareció que casi podía ver en el interior del caballo, y lo que vi eran unas sombras oscuras y agazapadas que se movían ligeramente. Era como si mirase a través de una nube y atisbase algo oscuramente. La visión especial de las serpientes no me había abandonado.
Me puse un vestido largo con cola y bajé con determinación hacia el lugar donde estaba el caballo. Estaba atestado de gente. Odiaba los empujones y la proximidad caliente de las masas de gente. Uno de mis guardias abrió camino para mí, de modo que pude subir a la plataforma. Unas antorchas parpadeantes mostraron las costuras de las tablas usadas para sellar el vientre redondeado del caballo. No veía ninguna abertura, pero en la oscuridad era difícil asegurarlo.
¿Cuántos hombres podía contener aquel artefacto? ¿Cuántas sombras movibles había atisbado yo? No había demasiado sitio dentro, y los hombres tendrían que estar agachados en una posición incómoda, pero quizá cupieran hasta seis, dentro. Eso bastaría…, bastaría para abrir las puertas de la ciudad, de modo que cientos más pudieran entrar. Pero eso implicaba que tendrían que llegar a las puertas sin ser detectados, después de que la multitud fuera disgregándose y desapareciera al fin, y Troya se entregase al sueño.
La madera era demasiado gruesa para que la perforasen las lanzas, y la gente de Troya no quería ni oír hablar de prenderle fuego, especialmente ahora, que estaba dentro de la ciudad.
¿Qué otra cosa se podía usar para poner a prueba al caballo e inutilizarlo? Sonido…, trompetas, música o voces. Voces. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que los griegos habían oído las voces de sus esposas, de sus madres o de sus hijos? ¿Qué pasaría si las volvían a oír?
¿Quién era más probable que estuviera dentro? ¿Serían hombres de rango u hombres considerados poco importantes y que podían ser sacrificados fácilmente si eran descubiertos? Sabía seguro que un hombre estaría allí: Odiseo. Iba contra su naturaleza enviar a otros y esperar a oír lo que había ocurrido, quedarse quieto y perderse un atrevido ataque. Estaría allí, sí, y posiblemente también Menelao y Agamenón. Podía imitar la voz de Clitemnestra y de Penélope, que después de todo era prima mía, y en cuanto a Menelao, mi propia voz serviría. Áyax el pequeño posiblemente estaba allí también, pero yo no sabía quiénes eran sus seres amados; se decía que era un hombre cruel y malvado, pero eso no significa que alguna estúpida mujer no pudiera amarle.
Me acerqué al caballo y me puse de pie junto a su costado. Mi guardia chilló y levantó las manos, pidiendo silencio. La música se detuvo y los fuertes ruidos de la multitud fueron desapareciendo. Di unos golpes en el vientre del caballo para captar la atención de quien quiera que estuviese dentro. Ahora creía que allí había unos hombres; no podía dirigirme al aire vacío. Me llené los pulmones y, conteniendo el aliento un momento, me propuse convertirme en Clitemnestra, recordando su voz.
—Mi querido Agamenón, mi amo y señor. —Eso le complacería, seguro—. Añoro tu regreso, que estés a mi lado una vez más. No puedo soportar esta separación; creo que me volveré loca. —Mientras iba hablando, daba la vuelta al caballo. La multitud escuchaba mi voz, hipnotizada—. ¡Ah, vuelve conmigo!
Creí oír un crujido en el interior del caballo, pero era imposible asegurarlo. Sólo el movimiento de la gente en la plataforma podía hacer que la estructura gimiese.
—¡No esperes más! —supliqué—. Estoy aquí. Te he seguido a Troya.
El sonido del interior había cesado.
—Odiseo, sé que estás ahí. —Mi voz cambió, y se volvió más ligera y aguda—. Te conozco demasiado bien, marido mío. Los años en la rocosa Ítaca han sido tan duros que no puedo hablarte de ellos. Hay hombres allí que quieren persuadirme de que has muerto aquí, en Troya, y que quieren obligarme a que me case. De modo que he venido hasta aquí. Si estás cerca, muéstrate a mí. De otro modo, te lloraré como desaparecido. Sé que si aún estás vivo, estarás aquí. ¡Tan cerca de mí en este momento!
La absoluta quietud del caballo me decía que los hombres estaban conteniendo el aliento, intentando no moverse ni un ápice. Hice una señal a mi guardia y él pinchó el caballo con su lanza. Mi esperanza de que eso los sobresaltara y les traicionara se vio decepcionada.
Y ahora a por Menelao…, si estaba ahí dentro. Era el que se podía desmoronar con más probabilidad.
—¡Menelao, querido esposo! Soy yo, Helena. ¡Perdóname, llévame de vuelta contigo! Caigo a tus pies y te suplico. Añoro volver a ver de nuevo tu rostro, el rostro que me ha atormentado todos estos años, llenos de nostalgia. ¡Llevo la hermosa joya que tú me regalaste!
Ah, ojalá la sombra de Paris se hallase muy lejos en el Hades, para que no tuviese que oír esas mentiras.
Entonces pude detectar un ligerísimo murmullo, un levísimo sonido, menor que el de los ratones al escarbar, dentro del caballo. (Pero ¿y si eran ratones? Es posible. ¿Estaría actuando sólo para unos roedores?). Pero no se abrió ninguna trampilla, no saltó Menelao para consolarme.
Tres veces más di la vuelta al caballo llamando a los tres hombres. Pero no conseguí que se movieran, si es que realmente estaban allí. Tristemente, me alejé.
—Continuad con vuestra juerga —dije a la gente—. Haced todo el ruido que queráis.
Inmediatamente, todos volvieron a la vida, como si se hubiesen convertido momentáneamente en estatuas y ahora se vieran libres de moverse de nuevo.
Mi palacio resonaba con ecos al volver a mis habitaciones. Debía de ser la única persona en Troya que permanecía dentro, sola, aquella noche. Me quedé en pie ante la más elevada de mis ventanas y miré hacia fuera, a la costa y al desierto campamento griego. A la luz de la luna, me pareció ver movimiento en el agua, pero sólo eran las olas. Los barcos griegos estarían ya fuera de la vista, si se habían hecho a la mar dos días antes.
Deseé con todas mis fuerzas que Paris estuviese a mi lado. Nunca me parecería normal estar sin él, aunque viviese hasta una ancianidad invernal. Si hubiese conservado su casco, después de todo… Qué tonta fui al desprenderme de él. Qué ciega estaba con el dolor, sin poder pensar en nada. Ahora era como si hubiese regalado al propio Paris, porque cualquier cosa que él hubiese tocado o de la que hubiese estado orgulloso formaba parte de él.
Abajo todavía bailaban alrededor del caballo, bebiendo y chillando. ¿Era aquél realmente el fin de la guerra de Troya? Todas aquellas vidas perdidas, y luego, al final, ¿nada salvo un caballo de madera como recompensa? Yo tenía razón: sólo era un juguete, un juguete burlón, que nos habían entregado para conservarlo. ¿Qué habría dicho Paris de aquello? Ese objeto estúpido nos degradaba, hacía que nosotros y nuestro amor pareciésemos también de juguete. Quizá no hubiese nadie en absoluto en su interior, y no fuese más que un último insulto de despedida de los griegos.
Me senté a solas, contemplando la luna que iba abriéndose paso en el suelo, rígida y agarrotada por la pena. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada, pero después me di cuenta de que el ruido de abajo había desaparecido. Me asomé a la ventana y miré hacia abajo, y vi a los últimos juerguistas, que se iban dando tumbos y tropezando con las guirnaldas caídas. Un chico con una flauta trenzaba sus pasos en torno a las patas del caballo, tocando unas pocas notas quejumbrosas, y luego él también se fue y el caballo se quedó solo a la luz de la luna.
Era el momento de mayor oscuridad, mucho después de la medianoche, cuando todas las criaturas están durmiendo normalmente. Yo también debía intentar dormir. Pero, por el contrario, fui a la caja donde guardaba el broche de Menelao y me lo puse en el hombro. Le había dicho que lo llevaba. Quizá pensaba que, al hacerlo, induciría a Menelao, si en realidad estaba dentro del caballo, a salir. Quizás aquel objeto tuviese el poder de atraerle, igual que el casco habría mantenido a Paris cerca de mí.
Me eché en la cama, sintiéndome demasiado cansada incluso para dormir, y oí los pesados pasos de Deífobo que se acercaba a mi habitación, dudando en el umbral, y que luego daba la vuelta y se alejaba. Ya no entraba nunca, pero a menudo le oía aproximarse y luego retirarse. Se fue a la habitación donde tenía su lecho y se echó. Pronto, su respiración acompasada me dijo que estaba profundamente dormido. Nunca tenía problemas a la hora de dormir. Sus pensamientos eran simples y él era completamente libre, como un niño de tres años, ajeno a cualquier problema o preocupación que pudiese acosar su mente.
Aunque yacía allí tranquila, algo me impedía dormir. Sabía que era mi guardián, el dios o diosa destinados a mantenerme a salvo. ¿Afrodita? ¿Se preocuparía todavía ella por mí? ¿O se habría desvanecido junto con Paris? ¿Perséfone, mi devoción infantil? La había descuidado, pero quizás ella no me hubiese descuidado a mí. Despierta, oí un leve sonido abajo, en el caballo. Era un sonido muy amortiguado, pero parecía un crujido, seguido por un leve golpe. Aparté las sábanas y corrí a la ventana, donde contemplé las siluetas de unas formas que descendían por unas cuerdas del vientre del caballo, bultos como cuentas en un collar, pero unas cuentas que se movían.
Sí. El caballo llevaba hombres en su interior. Mientras me agarraba al alféizar, los vi aterrizar en la plataforma y luego escabullir se por la calle principal. Se dirigían hacia las puertas…, a abrirlas de par en par.
—¡Alto! —grité—. ¡Alto! ¡Guardias!
Uno de los hombres se detuvo y miró hacia arriba, hacia mí. La luz de la luna incidió en su rostro bajo el gorro. Era Odiseo.
—¡Silencio! —susurró—. ¡Hemos venido a rescatarte! —Su voz subió hacia el lugar donde yo estaba asomada, en la ventana.
—¡Estáis aquí para matar! —le repliqué—. ¡Guardias! ¡Guardias! —chillé.
Pero todos los guardias habían abandonado sus puestos, borrachos y dormidos en las sombras de lo que suponían que era la seguridad.
—¡Ella primero! ¡Ella primero! —Una voz que conocía muy bien llegó hasta mí. Menelao había bajado por la cuerda y estaba en pie junto a Odiseo, señalando hacia la ventana—. ¡Cogedla! ¡Cogedla! ¡Olvidaos de las puertas!
Era una estúpida, había traicionado mi situación. ¿Por qué no había guardado silencio?
—Es tuya —dijo Odiseo—. Ninguno de nosotros pondrá las manos en ella. —Tras decir esto, saltó de la plataforma y bajó a la carrera por la calle principal.
Tras él, los demás, bajando del caballo y con las piernas enroscadas en la cuerda colgante, iban bajando rápidamente y le seguían.
Menelao se dirigió hacia el palacio. Debía retirarme, esconderme. Lo único que podía pensar es: «¡Que no me coja!». La idea de verle y de enfrentarme a él me resultaba repugnante. Menelao no conocía Troya. Podía esconderme en alguna parte…, pero ¿dónde? ¡Menelao! Durante mucho tiempo había sido sólo un nombre, un recuerdo antiguo. Ahora estaba acechando por las calles de Troya, estaba dentro de nuestro recinto más sagrado.
¡Oh, qué rápido era! Había olvidado al joven corredor que había competido por mí. Antes de que pudiera bajar las escaleras ya las subía velozmente. Pero dio la vuelta hacia la derecha en lugar de la izquierda, y entró en la habitación donde dormía Deífobo.
Tenía que huir. ¿Dónde estaría él? Al mirar hacia la cámara, vi que se aproximaba a Deífobo, le vi tirar de su cabeza por el pelo. Unos ojos como platos miraron sobresaltados a Menelao.
—¿Tú eres Deífobo? —preguntó Menelao, como si se estuvieran viendo en la sala del consejo.
Deífobo intentó coger su espada en lugar de responder. Menelao se abalanzó hacia él y le atravesó la garganta limpiamente con la espada.
—Primero responde —escupió—. Sólo un enemigo busca el arma antes de responder.
Sacó el cuerpo de la cama, de donde cayó con un fuerte golpe. Rodó una vez y luego quedó despatarrado en una postura ridícula, con las piernas abiertas y la túnica levantada.
Corrí hacia las escaleras. Menelao giró sobre sus talones y me
vio.
—¡Helena! —me llamó—. ¡Helena!
Corrí, bajé las escaleras y salí del palacio, el bello palacio que Paris y yo habíamos construido juntos. Él estaba allí, Menelao estaba allí, matando. Me mataría a mí también. Al menos que fuese en un lugar digno de tal hazaña. Corrí a través del patio abierto y entré en el templo de Atenea. Pero mientras lo hacía supe que aquel templo no me serviría de refugio. Desde el momento en que contemplé la primitiva y fea imagen de la diosa, aquel primer día en Troya, sentí su animosidad. Pero, de todos modos, corrí hacia allí.
Me agarré a la base de su estatua, balbuciendo súplicas. A sus pies, vi la cadena matrimonial de oro que le había ofrecido hacía mucho tiempo. Estaba perfectamente colocada, e incluso tenía flores frescas entretejidas a su alrededor.
Detrás de mí, pesados, oí los pasos de Menelao. Hubo un sonido rasposo cuando sacó la espada de su vaina. Agaché la cabeza y me agarré a la madera de la estatua de Atenea. Me aproximaría a la muerte como uno de los animales sacrificiales, consagrándome yo misma. Pero lo único que podía ver era el rostro de Paris. Moriría por él. Y me alegraba de que fuera así. «¡Paris, ya voy!». Temblé, esperando.
Pero unos dedos crueles se enredaron en mi pelo.
—Una muerte rápida es demasiado fácil para ti —dijo aquella voz—. Habla primero, antes de morir.
Me levantó y me puso de pie, arrancándome las manos del altar. Yo mantenía los ojos cerrados. Sólo quería ver el rostro de Paris.
—Abre los ojos, cobarde, adúltera, perra —dijo, y me metió un dedo en el rabillo de uno de los ojos y apretó. Quería dejarme ciega, sacarme el ojo, aunque fingía que sólo quería que mirase.
Abrí los ojos y vi su rostro lleno de odio.
—Ah, había imaginado este momento desde hace tantos años —susurró. Su aliento caliente me abrasaba el rostro—. Ahora ha llegado por fin. Veo tu cara de nuevo. Tengo poder sobre ti. Lo vas a pagar.
—Entonces, cobra ya —dije—. Y hazlo rápido.
—¿Te atreves a darme órdenes? Ah, tu descaro excede todo lo que había imaginado durante todos estos años. —Me agarró de nuevo el pelo—. Deberías suplicarme por tu vida. —Me obligó a ponerme de rodillas—. ¡Suplica! ¡Suplícame!
Mis rodillas tocaron el suelo de piedra del templo.
—Te suplico lo contrario. Te suplico que me mates.
Él se rio.
—Ya conozco ese truco. Pedir lo contrario. Es un truco muy viejo, señora. No te servirá. Morirás.
—Bien. —Esperé—. Golpea, pues.
Sus ojos se levantaron por encima de mi cabeza y vio la cadena de oro en el altar. La miró, incrédulo.
—¡Mi regalo de matrimonio! —barbotó—. La desdeñabas profundamente. Pero ¿por qué imaginar que ibas a tenerla en mayor estima que tus votos? —Furioso, echó atrás su espada, que quedó en el aire.
«Acaba de una vez. Deja que me una a todos aquellos que amo, que se fueron, que fueron arrancados de este mundo demasiado pronto. Mi madre… Troilo… Héctor…, y sobre todo, Paris… Ahora. Que ocurra ya. Que sea. Que la vida vuele y se dirija a las regiones oscuras. La transición es el peor terreno para atravesar, pero el viaje es breve. ¡Paris, ya voy!». Le tendí los brazos.
Sonó un jadeo y el ruido metálico de algo que golpeaba las losas. Vi la espada de Menelao que caía, rebotaba y resbalaba por el suelo. Al levantar los brazos, mi túnica se había abierto.
—Cómo has podido, cómo has podido, cómo te atreves a mostrarte, desvergonzada… —Menelao empezó a farfullar y me atrajo hacia él—. ¡Cúbrete!
El broche, su broche, que sujetaba los hombros de mi vestido, se había abierto al forcejear conmigo rudamente, y él me había visto los pechos. Empezó a sollozar.
—¡Basta! —le ordené—. ¡Mátame! ¡Ahora!
Pero lo único que hizo fue enterrar la cara entre las manos y llorar desconsoladamente.
—Mi esposa, mi amada…
¡Ah, aquello era una tortura! ¿No tendría un final honorable?
Bajé la vista y vi que la parte delantera de mi túnica estaba cubierta de sangre, que manaba del maldito broche.
—¡Dejad la matanza! —Le aparté las manos—. Mírame. Desconvoca la misión de tus compatriotas. Abandonad Troya. Dejadlos vivir. Y entonces…, volveré contigo y seré tu esposa de nuevo.
¿Era yo realmente la que pronunciaba aquellas palabras tremendas, impensables? Pero todo estaba perdido, y Paris se había ido. Si sacrificándome podía salvar a otros, ¿qué importaba?
—Es demasiado tarde —dijo él—. Ellos desean saciar su odio hacia Troya.
Ahora sabía por qué el broche escupía sangre: era una sangre que todavía estaba por derramarse. —Me diste esto—. Lo señalé.
—Cada gota que mana, la has causado tú, y lo sabes —dijo—. ¿No es adecuado?
—Son los griegos los que han causado el derramamiento de sangre —respondí.
—Tú yacerás de nuevo en mi lecho, cubierta de sangre o no. De buena gana me embadurnaré con ella, si puedo embadurnarme también de tu olor al mismo tiempo. —Me empujó hacia fuera, al aire libre, y luego me arrastró hacia el palacio—. Sangre y Helena están inextricablemente unidas.