Debía dar con ella. Pero ¿dónde estaría? Aunque Paris lo supiera, apenas podía hablar. Estaba retorciéndose en el lecho, arqueando la espalda a ratos; otros, permanecía desmayado flácidamente sobre las mantas, agarrándose el pecho.
—La sangre me hierve dentro, como si fuera un caldero —murmuraba, despertándose, con los ojos sin vista vueltos hacia el cielo. Hacía muecas tan fuertes que su rostro se retorcía.
—Príncipe, si puedes tomar una infusión de hojas de díctamo de Creta… —El físico se inclinaba hacia él.
—Enone —susurré a su oído, su oído ardiente—. ¿Dónde vive?
Él se volvió, con los ojos como rendijas.
—En el monte Ida —dijo—. En el espolón junto a las fuentes calientes. —Retuvo el aliento—. El que está más cerca de la cascada grande.
Pero había fuentes de agua caliente en todas partes, en el monte Ida, y muchas cascadas, algunas estacionales, con nieve fundida, y otras que se mantenían todo el año.
—Querido, esa cascada, ¿recibe algún nombre?
Sólo obtuve un gruñido y un temblor, él se volvió a un lado y empezó a retorcer el cobertor.
Era de noche, pero no podía esperar al amanecer. El veneno se extendía demasiado deprisa. Pedí dos carros y mi manto más grueso, así como antorchas y guardias. Luego corrí al palacio de Héctor, pasando alrededor de la gente refugiada que dormía en el suelo, por todas partes. Las puertas estaban cerradas, pero las golpeé, llamando para que me dejasen entrar. Una de ellas se abrió con un crujido y yo caí dentro, gritando:
—¡Andrómaca, Andrómaca!
Una de las sirvientas personales apareció, claramente disgustada. Su ama se había retirado a sus aposentos; ella ya estaba dispuesta para dormir.
—¡Debo hablar con ella! —dije, y eché atrás mi capucha para que pudiera ver que era Helena. Una orden mía, presunta futura reina de Troya, no se podía ignorar. La mujer se fue y la antorcha desapareció con ella.
Cada latido de mi corazón me recordaba que el tiempo pasaba, deslizándose. No debió de pasar mucho rato, pero me pareció un día entero hasta que apareció Andrómaca, envuelta en una túnica.
—¿Qué ocurre, Helena? —El tono era el que habría usado con un niño molesto.
—¡Tenemos que ir al monte Ida! —grité—. Necesito que vengas conmigo. Por favor, Andrómaca, no puedo ir sola. ¡Como una vez fui contigo, por favor, ayúdame tú ahora!
—¿Ahora? —Ella movió la cabeza a un lado y otro, mirando hacia la oscuridad—. Eso es imposible. Debemos esperar hasta que empiece a clarear. Aunque no estuviésemos rodeados de griegos, sería peligroso. ¿No recuerdas que nos perdimos yendo por ahí en la oscuridad?
Su rostro era difícil de descifrar con tan poca luz, pero se estaba mostrando poco amistosa conmigo. La muerte de Héctor nos había separado para siempre, al parecer. Pero ¡ella tenía que venir, tenía que hacerlo! Sabía qué camino habíamos seguido. Me arrojé a sus pies y le agarré el vestido, casi tirándola al suelo.
—¡Andrómaca! Debo ir a un lugar del monte Ida y encontrar allí a alguien, aunque sea en la oscuridad. No puedo esperar. Paris ha sido envenenado, creo que por una flecha, y la única esperanza de curación reside en encontrar a esa mujer…, esa mujer que conoce tales secretos, o si no él morirá antes de que llegue la luz del día…
Sentía que iba perdiendo fuerza mientras le suplicaba, porque ella permanecía inconmovible; mientras tanto, yo no estaba junto a Paris, sino volcando mi corazón sobre aquella piedra.
—¿Qué mujer?
—Se llama Enone, alguien a quien conoce Paris, que conoce remedios mágicos para curar heridas. Debo encontrarla y traerla aquí. Sin ella, él morirá. ¡Ah, estoy segura!
—¿Y nadie más sabe cómo encontrarla? ¿Sabes tú acaso dónde vive?
—Yo la vi…, estuve cerca del lugar donde vive, en un bosquecillo en…
Ahora ya volvía a mi memoria. El lugar adonde me había llevado Paris; si me conducían hasta el principio del sendero adecuado, sería capaz de encontrar el camino, paso a paso.
—Pero si nos capturan…
—¡No tenemos elección! —grité—. Si me capturan, lo lamentaré menos que si me quedo aquí a salvo y veo cómo el veneno se apodera de él.
«Espera un momento —pensé—. Todo esto es cierto para ti, pero no para Andrómaca. Si ella resulta herida o capturada, habrás hecho daño a una persona inocente en tu afán por salvar a Paris… Prometiste a Héctor que la protegerías».
—Me doy cuenta de que tú no puedes venir —dije al final. Tendría que ir sola—. Perdona mi egoísmo por pedírtelo.
Ahora ya no tenía esperanza alguna de tener éxito, aunque debía intentarlo. El intento era lo único que podía ofrecerle a Paris, pero lo hacía de buena gana.
—Estás equivocada —dijo ella entonces—. Iré. —Hizo un gesto pidiendo su manto de viaje y sus zapatos gruesos—. Quizás al tratar directamente con la muerte me libre de esta casa de semimuerte, encorvada entre las sombras, donde viví sola con Héctor. En cualquier caso, estoy dispuesta a morir. No sabía hasta este momento lo dispuesta que estaba. —Me cogió el brazo—. Vamos, y roguemos para que los griegos miren a otro lado cuando pasemos.
Nuestro carro recorrió la ciudad inferior, o lo que quedaba de ella. A medida que los ataques griegos se habían vuelto más prolongados y feroces, la gente, asustada, había abandonado las estribaciones inferiores, temiendo que su protección, consistente en una zanja excavada en la roca y una empalizada de madera, no fuese suficiente. Ahora, junto con los refugiados, se agolpaban en la ciudad interior, convirtiendo las calles en un hervidero continuo de cuerpos. Mientras salíamos por la puerta del sur, vi que tenían razón al huir: los griegos habían empezado a rellenar la zanja y a echar abajo la empalizada, exponiendo los flancos inferiores de Troya.
Sin embargo, no vimos reveladoras antorchas en los campos ondulantes que se encontraban al sur de la ciudad, ni tampoco olía a caballos. Aquella noche, los griegos no estaban allí. Me agarré a un costado del carro mientras íbamos rebotando, y me sujeté muy fuerte a Andrómaca con la otra mano. Notaba que ella iba balanceándose y buscando el equilibrio a mi lado. Pero pasó largo rato hasta que al fin puso su brazo en torno a mis hombros y noté que aquello era un abrazo, más que un simple medio de estabilizarse.
Ah, había echado de menos terriblemente a Andrómaca, la única mujer a la que había considerado una verdadera amiga en Troya. Pero ahora el bálsamo de su gentil presencia quedaba perdido entre los latidos de mi corazón y el pánico que me iba invadiendo. Con cada paso de los caballos dejábamos atrás a Paris, y mi alma gritaba deseando estar con él en aquella hora, y no corriendo hacia el monte Ida en la vana búsqueda de una mujer que le odiaba.
Nuestros guardias y el conductor nos advirtieron de que el camino se volvía más duro a medida que alcanzábamos los pies de la montaña. Rogué a Andrómaca que intentase recordar el lugar adonde nos habían conducido Paris y Héctor. Paris y Héctor. ¡Ah, no, no debía pensar en aquello, en aquellos días ya perdidos! Si pudiera desmontar allí, tendríamos más oportunidades de encontrar el camino hacia el lugar adecuado. Intenté dirigir a los conductores, pero la tarea resultaba más dura aún en la oscuridad, donde sólo podíamos ver los hitos más grandes del paisaje; las ondulantes antorchas eran de poca ayuda para desvanecer la oscuridad de la noche.
—Creo que ésta es la fuente de agua caliente —dijo Andrómaca, atisbando en la negrura. Yo no veía nada, pero oía un gorgoteo y un susurro—. Tenía un asiento de piedra al lado, ¿recuerdas?
—Sí, vagamente —dije—. Eso creo… —Reí… ¿Cómo podía reír en aquellos momentos? Era una locura—. Mi recuerdo principal era la sacerdotisa, la Loba-Madre, o quienquiera que fuese.
Andrómaca se echó a reír también.
—Le estoy muy agradecida —dijo—. Hiciera lo que hiciese, el caso es que tuvo poder. Ahora tengo a Astianacte, mi niñito…
Una tremenda sacudida casi nos arroja fuera del carro cuando una de las ruedas dio con una roca y la otra se metió en un agujero.
—No podemos seguir adelante, señoras —dijo nuestro conductor—. Ahora tenemos que desmontar.
La oscuridad nos rodeaba, como si hubiésemos salido a un abismo. Andrómaca y yo fuimos tambaleándonos, agarradas la una a la otra, ciegamente. En algún lugar ahí fuera ella nos esperaba.
Lentamente, tentando con los pies y deslizándonos poco a poco, empezamos a trepar, sujetando unas pequeñas antorchas. Notábamos el camino por la tierra pisoteada, y teníamos mucho cuidado de ir siguiéndolo. Lejos, a nuestra derecha, oíamos el ruido de un arroyo que pasaba entre las rocas, mezclándose con el susurro de los árboles cuando el viento agitaba sus copas. Qué espantosamente lento era ir andando de aquella manera…
Las piedras con las que tropezaban mis pies…, el murmullo de mil criaturas de la noche que nos rodeaban…, la sensación vertiginosa del ascenso… Me di cuenta de que observaba todas aquellas cosas, como si importasen realmente, para mantener a raya la idea terrorífica de Paris y de su herida.
La luz se filtró desde el rincón más oriental del cielo después de mucho tiempo. Como un claro entre la niebla o un manto que se retira poco a poco, la oscuridad fue cediendo y dejó expuesta la montaña.
Estábamos en pie junto a un lugar donde el camino se abría hacia un prado amplio, herboso: un lugar de descanso para aquellos que querían alcanzar la cumbre más elevada, la sede de Zeus. Me parecía todo vagamente familiar. Pero ¿no parecen iguales todos los prados verdes?
Cogí el brazo de Andrómaca.
—Éste parece el lugar donde la vimos. Pero ella no vive aquí. Sólo dio con nosotros aquí. Ella va recorriendo la montaña, yendo y viniendo a voluntad. Paris decía que era una ninfa, pero ¿de qué tipo? ¿Del bosque, del agua, del mar? No, del mar no, o sea que tiene que ser del bosque o del agua… —Me llevé la mano a la boca—. Helena, estás balbuciendo…, diciendo tonterías… Creo que Paris dijo que era del agua. ¿Por eso me dijo que la buscara junto a la cascada, una cascada en particular? «La cascada más larga…». Por aquí…
A nuestra izquierda estaba el estanque resguardado entre los árboles, donde Paris había juzgado a las inmortales, donde Enone había aparecido de pronto. Parecía bastante inocente. Reflejaba en su superficie el sol que salía con unos colores iridiscentes. Pasamos a su lado y fuimos a la izquierda, donde esperaba encontrar la cascada larga.
Piedras y rocas empezaban a salpicar el prado, hasta que la hierba dejó paso a un suelo duro y rocoso. Lo fuimos flanqueando y luego oí el débil sonido chapoteante del agua ante nosotros. Avancé y cogí la mano de Andrómaca. Detrás de nosotros, los guardias iban resoplando, agotada ya casi la paciencia por mi búsqueda.
Detrás de aquella cortina de altos árboles se encontraba el agua. Me acerqué a ella, temerosa, sin atreverme a nombrar qué agua podía ser aquélla y sin saber si habíamos encontrado nuestro destino. Fuimos pasando entre los troncos de los árboles que la ocultaban y contemplamos, al fin, un estanque ancho y oscuro, y por encima de éste una cascada, fina como un espetón, que caía recta desde un acantilado tan abrupto que no se veía su cima.
—Lo hemos encontrado —le dije a Andrómaca—. Ahora estamos cerca de ella.
Como si no me oyera, Andrómaca se dirigió hacia el agua, se arrodilló en la orilla y sumergió la mano en ella.
—Está muy fría —advirtió, dejando que corriese entre sus dedos—. Tan fría que puede entumecer todo dolor.
¿Era eso lo que ella buscaba, alguna sustancia tan fuerte que amortiguase su dolor? Pero nada de lo que yo conocía era tan poderoso. Me uní a ella al borde del agua.
—¿No ha disminuido tu pena ni tan siquiera un poco? —le pregunté.
—No. Más bien ha aumentado. Cuando perdí a Héctor, al principio, fue un golpe horrible, tan enorme que el cielo y su luz quedaron borrados. Pero ahora el cielo se ha aclarado de nuevo, y puedo ver los pequeños huecos y los lugares vacíos en la vida que él ha dejado atrás. Una cosa grande o mil cosas pequeñas…, ¿qué es lo que más duele? —Su rostro estaba serio.
Yo no lo sabía. Y no quería averiguarlo. ¡Enone! Teníamos que encontrarla.
Arrojé una piedra en la profunda poza y vi que el agua se la tragaba; se formaron algunas ondas, pero eran débiles. Luego, de repente, el agua onduló y algo quedó suspendido justo debajo de la superficie, blanco y flotante.
Retrocedimos. Antes de que pudiéramos alejarnos más, una columna surgió del agua y el rostro y la forma de Enone se materializaron. Conmocionadas, ambas saltamos hacia atrás y caímos.
Mientras la contemplábamos, ella creció hasta adquirir su altura total, pero parecía que la sostenía el agua, con los pies apoyados justo por debajo de la superficie. Luego se desplazó y fue caminando por encima del agua como si fuera una libélula, y salió hacia la orilla con los pies desnudos. El agua chorreaba de sus ropas, que flotaban a su alrededor como si estuvieran secos. Su cabello tampoco estaba húmedo, sino que caía con rizos perfectos sobre sus hombros.
—¿Enone? —susurré.
En lugar de responderme, ella dijo con una voz fría y distante:
—¿Te sorprende ver de dónde vengo? Sabías que mi padre era un dios del río y que yo era una ninfa del agua.
Me levanté del suelo, frotándome las rodillas lastimadas.
—Sé muy poco de ti —dije.
—Ah, así que Paris no ha hablado de mí. —Su voz se hacía más fuerte ahora.
—Sí, lo ha hecho. —¡Ah, por favor, que no se enojase!—. Y siempre me asombro cuando veo una epifanía, una manifestación de los dioses. Has hecho lo que no podría hacer ningún humano…, salir de un reino acuático.
Ella se rio, pero su risa no era agradable.
—Vaya, ¿quieres decir que tú no puedes cabalgar hacia tu padre Zeus en un carro tirado por cisnes? Quizá no sea cierto, entonces. Quizá no seas más que una mortal con una belleza poco común. Supongo que lo averiguaremos cuando te llegue el momento de morir.
—No hablemos de mí, sino…
—De Paris, sí. Claro, hablemos de él. —Ella caminó lentamente desde la orilla del agua y se quedó de pie junto a mí. Andrómaca se apartó, mirándola con ojos espantados.
Me quedé quieta y me enfrenté a ella.
—Paris está herido. O bien puede ser una flecha terrenal envenenada, que son bastante letales, untadas con veneno de serpiente, o bien puede ser una de las flechas de Heracles, mojada en el veneno de la Hidra. Sólo le ha rozado, pero ahora ha tomado posesión de su cuerpo. Su sangre hierve, dice. La herida es fea, cambia ante nuestros ojos mientras la miramos. Primero era roja, luego morada, luego se ha hinchado, y su cuerpo está consumido por ella.
—Lo más probable es que sea una flecha con el veneno de la Hidra —dijo ella, como si no le importase—. Mala suerte, realmente.
La cogí del brazo, que parecía bastante sólido y nada insustancial, como aparecía bajo el agua.
—¡Ayúdale! ¡Invierte el proceso! Tú debes de tener un antídoto… ¡Conoces especialmente esos temas!
Ella no parecía preocupada.
—¿Y dices que habló de mí? —Parecía soñadora—. ¿Y qué dijo?
«Halágala —pensé—. Piensa en algo. Cualquier cosa».
—Hablaba del tiempo que pasasteis juntos. —Debía decir algo más—. Hablaba de que fue un tiempo muy feliz, uno de los más felices que había conocido.
Ella se volvió hacia mí.
—Pero ¡qué mentirosa eres! Si hubiese sido tan feliz, nunca me habría abandonado.
—Los hombres hacen cosas extrañas. —Me encogí de hombros—. No siempre se preocupan por quien debieran.
—En eso tienes razón, Helena de Esparta, esposa de Menelao. No tenía que haberte traído aquí, aunque no hubiese ninguna Enone. Pero cuando os vi a los dos junto al estanque, os dije que llegaría un día en que me necesitaríais, en que me pediríais ayuda, y os advertí de que os volvería la espalda. Ahora ha llegado ese momento.
Tendí los brazos hacia ella. No me importaba rebajarme. Me echaría al suelo, le besaría los pies si era necesario.
—¡Ten misericordia de Paris! ¡No le condenes a muerte! —rogué.
Ella se alejó, levantó la barbilla.
—Si muere, que muera —dijo. Su voz sonaba muy fría, mucho más fría aún que el agua de la cual había salido. Supe que no era por indiferencia, sino por venganza. Quería que él muriera.
—Si muere, es porque tú lo has consentido —dije.
—Si muere, es porque me dio la espalda a mí y dijo que no me necesitaba. Y ahora me necesita. Eligió mal, por lo que parece.
—¡Ten piedad! —dije—. Deja a un lado tu herida y tu orgullo, y tiende tu mano a Paris.
—¡Jamás! —me contestó—. ¡Él se preocupó muy poco por mí cuando me dejó para irse a Troya!
Así que la había dejado mucho antes de conocerme. Su crueldad, entremezclada con el amor egoísta y herido, me dejaba helada.
—Una vez llega la muerte ya no se puede deshacer —le dije—. Ten piedad ahora, y presenta tus agravios ante Paris, cuando él se recupere.
Ella se acercó a mí y me cogió por el pelo, acercando mi cara hacia la suya. Vi dos ojos veteados de amarillo que miraban directamente a los míos.
—No tengo piedad —exclamó—. ¡Que muera! —Retorció dos mechones de pelo entre sus dedos, haciéndome daño—. Lo único que lamento es no estar allí para verlo.
—Ven con nosotras entonces y contémplalo tú misma. Nadie te lo impedirá. Vamos, volvamos ahora a Troya. —Di una palmada en sus manos; ella dejó caer mi pelo. ¿Qué importaba ahora si la ofendía? Quería matarla. Pero las ninfas no mueren—. ¿Qué, tienes miedo? —le dije, para provocar a aquella mujer malvada—. ¿Tienes miedo de contemplar el resultado de tu propia decisión?
—¿Me estás llamando cobarde? —preguntó—. ¿Te atreves a llamarme cobarde?
—Una cobarde de la peor especie —contesté.
Ella levantó el brazo y me golpeó. Yo le devolví el golpe, enviándola después de trastabillar hacia el agua. Vi que sus brazos se agitaban el instante antes de que las aguas la rescataran y se la llevaran a las profundidades.
Las aguas se alborotaron un momento y luego se calmaron. Observé el remolino que formaban cuando Enone desaparecía. Nuestro viaje había sido en vano. Ella había rechazado toda misericordia.
Habíamos desperdiciado un tiempo precioso acudiendo hasta allí. La noche dando saltos en el carro, el penoso ascenso a la montaña, la carrera para encontrar a Enone… ¡Todo en vano! Hubiese sido mejor que me quedase junto a Paris, para secarle la frente, para hacer guardia junto a él. Hubiese sido mejor enviar a buscar a todos los físicos que se encontrasen a la distancia de un día a caballo, intentar que Gelanor pusiese en práctica alguna de sus locas ideas. ¡Cualquier cosa mejor que aquello!