LXIII

Era cierto. Después de muchos meses, los griegos se movían de nuevo, alzándose como un oso en su cubil después del sueño invernal. Nuestros espías pronto nos dijeron por qué: Filoctetes había llegado realmente desde su exilio en la isla, y Odiseo y Diomedes habían arrancado al hijo de Aquiles de su madre, la princesa Deidamia, en Esciros. Ella no quería dejarle ir, pero cuando llegaron a él estaba practicando con la lanza y la espada y manejando un carro, y estaba ansioso por acudir a Troya y dejar la plácida seguridad de la corte de su madre. Quizás ella hubiese llorado y lamentado la pérdida de Aquiles en su vida demasiado ardientemente y durante demasiado tiempo. Los jóvenes no toleran esas cosas. Quieren hacer, no recordar. De modo que los griegos estaban muy ocupados intentando cumplir las tres profecías que les habían revelado o Calcas o Heleno.

Filoctetes no estaba bien, ni mucho menos; su herida todavía estaba infectada y se sentía débil. Le trataba Macaón, pero hasta que se recuperase no podía luchar.

—Pero ¡tú heriste a Macaón! —le dije a Paris.

—No mortalmente, como es obvio —me aclaró, con desánimo—. Mis flechas no son tan potentes como las de Heracles.

—No comprendo lo de las flechas de Heracles —dije, más para distraerme de la horrenda visión que había tenido de Paris herido y muerto que como pregunta—. Si Filoctetes las ha tenido consigo desde que era niño, y las ha usado para cazar todos estos años en la isla, ¿cuántas le pueden quedar? ¡Una aljaba no contiene tantas flechas!

—Quizá tenga una ampolla de veneno de Hidra para mojar las flechas nuevas en él —dijo Paris—. De esa manera puede ir reponiendo su colección de flechas mortales.

—En la historia no se dice que Heracles recogiera el veneno de la Hidra moribunda —expliqué—. Sólo que sumergió las puntas de sus flechas en su sangre. Debió de meterlas bajo el cuello que manaba sangre…

Paris sonrió.

—Mi querida Helena, eres demasiado literal. Deberías saber, siendo también objeto de ellas, que las historias deforman lo que ocurrió realmente. No sabemos lo que pasó entre Heracles y la Hidra en su cueva. Igual que nadie sabe con seguridad lo que pasó entre nosotros en Cranae.

Con aquel recuerdo, me hizo sonreír, como él sabía que ocurriría.

—Sólo nosotros lo sabemos —dije. ¡Oh, qué preciosos recuerdos!

—Sin embargo, tu observación es aguda —añadió—. No habrá flechas voladoras hasta que Filoctetes se recupere, ¿y quién sabe cuándo ocurrirá eso?

Era verano de nuevo. Realmente el tiempo parecía estar doblándose y desdoblándose, porque el otoño había acabado sólo hacía unos… ¿días? Pero los árboles ya tenían sus hojas más anchas y oscuras, los vientos soplaban continuamente del nordeste, todo clamaba que estábamos en verano. Que los dioses hicieran lo que quisieran. Querían que fuese verano, y por tanto lo era.

En Troya nos sofocábamos de calor, prueba suficiente de que estábamos en verano de verdad. El sol calentaba las piedras de la ciudad con tal intensidad que el calor penetraba en las suelas de nuestras sandalias y casi nos provocaba ampollas en los pies. Llevar armadura con aquel calor era la muerte, y nuestros soldados se desmayaban y caían mientras practicaban en el campo de entrenamiento al sur de la ciudad. Pero ya formaban un grupo variopinto. Muchos hombres capacitados habían perdido sus vidas, y ahora las filas de los soldados las alimentaban hombres demasiado jóvenes o demasiado viejos. Niños a los que se les había prohibido luchar, viejos arrugados cuyos nietos les habían advertido severamente de que no debían ir, ahora se veían obligados a tomar las armas. En vano, Príamo les ordenó que sólo atendieran las murallas y ayudasen a los guerreros. «Que los heridos se ocupen de eso», replicaban ellos, cojeando para intentar proteger a Troya.

Viendo a aquellos hombres patéticos que intentaban defender la ciudad, las mujeres quisieron también unirse a ellos. No aspiraban a luchar como las amazonas, pero podían hacerlo tan bien como los viejos y los niños, según decían. Teano intentó disuadirlas, pero ellas afirmaban que una sacerdotisa de Atenea no podía hacer tal cosa, ya que la propia Atenea era la diosa de la guerra. Así que servían como vigías en las murallas, dispuestas a arrojar bombas de insectos y arena caliente hacia abajo, si era necesario.

La misma Troya se había vuelto tan raída como sus tropas. Se habían arrancado piedras de sus calles, antes orgullosas, para arreglar las murallas estropeadas, y las fuentes estaban secas. La esfinge que se erguía en la plaza inferior del mercado estaba rodeada por basura y polvo en la base. Los hombres iban allí a vender sus pertenencias para obtener comida, que ya escaseaba: el grano estaba mohoso, y los vinos se habían agriado. Las ropas estaban sucias y manchadas, ya que nadie podía gastar el agua, tan preciosa en la ciudad, para hacer la colada, y las fuentes del exterior eran inalcanzables. Nuestro breve respiro de alivio había pasado, y los griegos volvían a sitiarnos de nuevo.

En algún momento, había consultado con Antenor, que todavía intentaba obtener algún tipo de acuerdo amistoso para concluir la guerra.

—Pero hemos esperado demasiado —decía—. Los griegos tienen la sensación de que estamos desesperados, y ahora sólo necesitan seguir haciendo lo que hacen, y esperar.

—Antenor…, ¿qué crees que pasará?

—Me gustaría pensar que podremos aguantar hasta que los griegos se rindan. Pero eso sólo ocurriría gracias a una derrota decisiva, un incidente catastrófico, como una plaga generalizada o unas peleas muy encarnizadas entre sus líderes. Hasta ahora, la pérdida de Aquiles no los ha detenido, ni la plaga que los visitó antes; y en cuanto a las peleas entre ellos…, es lo único que han hecho desde que abandonaron Grecia.

—¿Y de otro modo?

—Ya sabes lo que ocurre con las ciudades derrotadas. Siempre se les aplica la antorcha y quedan arrasadas hasta los cimientos.

Esa visión, esa horrible visión que yo había tenido del fuego, y de los griegos… y las torres…, esa extraña frase que vino a mí hacía tanto tiempo. Cerré los ojos, pero la visión no estaba en el exterior, sino en mi interior.

—No puedo comprenderlo —dije.

Él agitó las manos como para desechar aquel tema, y luego las colocó suavemente en la mesa ante él. Sin hacer ruido, cuando él miraba al otro lado de la habitación, coloqué una de mis manos junto a las suyas. Se parecían muchísimo.

El enemigo estaba en marcha. Qué extraño que aquel día no resuene en mi memoria, que no se conserve con toda intensidad. Por el contrario, se desvanece y se emborrona en su normalidad. Me levanté a la hora habitual. Miré a Paris cuando él abría los ojos, como siempre, sintiendo aquel extraño sobresalto de incredulidad y excitación al contemplarle.

«Cuando entra en una habitación, siempre das un respingo, por dentro, en lo más hondo», me dijo alguien una vez intentando describir lo que significaba amar. Y era cierto: cuando miraba a Paris, notaba como si fuera la primera vez. Igual que cuando le contemplé en el salón de Esparta.

Desayunamos juntos, una comida sencilla a base de gachas de cebada y queso. Él decía que debía asistir a la reunión de la mañana en el cuartel general de Antímaco. Seguía sin opinar nada especial de todo aquello; era demasiado corriente.

Paris volvió y dijo que debía armarse. Unos espías habían informado de que los griegos estaban dispuestos a montar un ataque, y Filoctetes se había curado de su herida debilitante. Todavía me lo tomé a la ligera. Deseché la imagen de Paris herido, como si manteniéndola apartada consiguiera eliminarla. Le ayudé a atarse la armadura. Le ajusté los cierres del corselete de lino yo misma, y le llevé su espada y su aljaba. Su joven ayudante hizo el resto: le presentó el peto, las grebas, el casco, el arco. Juntos retrocedimos y le admiramos en su gloria militar.

Me incliné hacia delante y pasé los dedos por sus labios, que apenas asomaban detrás de las protecciones para las mejillas del casco. Eran suaves y curvados.

—Ve —susurré—. Aunque te mantendré aquí.

Ah, estaba tan cansada de todas aquellas ideas y de aquellos actos, pero resignada a ellos, como un ritual, pensando que continuarían así para siempre: Paris que se armaba, yo que le decía adiós. Aunque otros cayesen a nuestro alrededor, nosotros no caeríamos nunca. Aquello sería eterno…, que él se fuera, que yo me quedara.

—Eso lo sé muy bien —me contestó.

Aquella vez, me puso la mano en el hombro. Cuando me preguntan: «¿Hubo algo distinto?», sólo puedo decir: «Aquella vez me puso una mano en el hombro». Pero ¿qué significado tenía aquello? Sólo era un gesto, un gesto sin importancia. Después buscamos mensajes, significados, como si el que parte supiera por adelantado lo que va a ocurrir y quisiera dejar algo para nosotros.

Salió cabalgando por la puerta de los guerreros, la puerta Escea. Iba de pie en su carro, orgullosamente, frente al enemigo, con la cara vuelta hacia ellos. Éstos avanzaban en grupos, carros y soldados, con las lanzas en ristre. Parecían extenderse por toda la llanura, muy numerosos a pesar de todas sus bajas.

Los flancos de los dos ejércitos se reunieron y se enfrentaron; los gritos de guerra resonaron incluso en el elevado lugar donde nos encontrábamos, en las murallas. Yo había ocupado mi lugar junto a las mujeres de Troya; ya no me quedaba atrás ni me escondía entre las sombras. Héctor había caído y mi Paris era ahora el hijo más importante de Príamo.

Las mujeres que tenía a cada lado no me miraban; tenían las miradas clavadas al frente, sin volverse. Noté que su hostilidad me invadía. Yo había matado a sus seres queridos. En su lugar, yo habría sentido lo mismo. Sin embargo, para honrar a Paris debía permanecer junto a ellas.

Hubo gritos y chillidos cuando un enfrentamiento sucedía a otro, y luego otro, pero los ejércitos seguían enzarzados en la llanura. Las espadas relampagueaban al sol, y su reflejo venía a nosotros como guiños de luz. Las lanzas giraban y se elevaban en su vuelo, dejando una estela, como meteoros. Pero ¿quién iba ganando?

Gradualmente, los troyanos iban retrocediendo, les pisaban los talones paso a paso, iban cediendo terreno. Entonces, de repente, se rompieron las líneas y corrieron todos hacia las puertas, los griegos en acalorada persecución. El ejército troyano se convirtió en una multitud que corría hacia la ciudad. ¿Dónde estaba Paris? Un momento antes le había visto abandonar el engorroso carro y abrirse camino luchando en la refriega. Había desaparecido, mientras sus compatriotas corrían de vuelta a la seguridad de las puertas.

Las filas troyanas iban disminuyendo, y casi parecía que balaban como un rebaño de cabras asustadas al empujar y atropellarse entre las puertas, aquellos soldados débiles y mal entrenados que se encogían al recibir un ataque. Luego las puertas se cerraron, gruñendo en sus goznes, y se echaron los cerrojos para asegurarlas. Los troyanos más curtidos que habían decidido quedarse y pelear contra los griegos no tenían ya posible retirada. Luchaban solos, como había hecho Héctor antes que ellos. Entonces vi a Paris solo, dando la vuelta para enfrentarse a tres griegos que avanzaban hacia él. No importaba hacia dónde se volviese, su espalda quedaba expuesta al enemigo.

No pude evitarlo, me incliné hacia delante y grité:

—¡Paris, no! ¡Paris, ven adentro!

Él no podía oírme. Y aunque hubiese podido, no habría huido como un cobarde. Corrió hacia uno de los griegos con la espada levantada y la lanza preparada. Parecía tan formidable, la imagen penetró en mi mente de tal manera…, era un verdadero guerrero, el más noble de los troyanos.

Mientras levantaba su espada contra un griego sin nombre y lo derrotaba, un carro dio la vuelta y un arquero apuntó, y envió una flecha que voló hacia Paris. Sólo le rozó el antebrazo, y él siguió luchando y mató a su segundo oponente. A continuación, se volvió hacia el tercer hombre y lo atacó por el flanco derecho, y lo mató también. Sólo entonces miró a su adversario en el carro, pero el hombre se había alejado ya, fuera de su alcance. Paris se miró el brazo y se lo frotó, agitándolo como para probarlo. Arrancó su lanza de un griego muerto y se volvió a ayudar a otro troyano que estaba luchando contra dos griegos.

Los griegos de las líneas delanteras se encontraron abandonados cuando sus compañeros se retiraron tras ellos. Lentamente, se fueron echando atrás, y los troyanos que quedaban, victoriosos, regresaron cansinamente hacia la ciudad, orgullosos y lentos, no huyendo, como sus compañeros, que los vitorearon servilmente cuando entraron.

—No es nada —decía Paris, jubiloso, agitando el brazo mientras la multitud le vitoreaba. La herida era leve y apenas sangraba—. Una herida de niño —dijo, riendo, y se quitó el casco y lo agitó.

Pero después de los saludos, las celebraciones, los vasos de vino alzados como tributo, la herida de niño empezó a latirle, al principio apenas un pinchazo.

En la privacidad de nuestro aposento, después de quitarse el resto de la armadura polvorienta y pedir un poco de agua para lavarse, examinó la herida. Unas fieras vetas rojas la rodeaban ahora, y estaba caliente al tacto. Cuando acerqué un dedo al corte abierto e hinchado lanzó un grito de dolor, tan agudo que me espantó. Jadeó y se agarró el codo, como para detener el dolor que sentía allí.

—Parece fuego líquido —dijo.

—¿Debo llamar a un físico? —pregunté.

—No, no. —Intentó reír—. Hay muchos hombres heridos de verdad a los que debe atender. Ha sido una batalla muy dura.

Con aquella luz tan mala no estaba segura, pero parecía que el brazo herido se estaba poniendo amoratado, y a medida que lo miraba, la piel se iba tensando y se ponía brillante, y más y más tensa. Al mismo tiempo, todo su rostro se cubrió de sudor:

—Me siento mareado…, enfermo… —murmuró de repente, y con un escalofrío, apartó la cabeza.

A pesar de su negativa, pedí a un sirviente que trajese a un físico. Mientras esperábamos, el brazo se hinchó más aún, hasta parecía que iba a estallar, y luego la decoloración se propagó hasta los dedos y por el hombro, hasta su pecho. Sus labios empezaron a temblar y sus miembros a contraerse, de modo que se retorcía como un pez que hubiese caído fuera del agua.

—Me duele el estómago —gemía, agarrándoselo—. ¡Me está consumiendo!

El físico llegó y le miró, apartando las mantas para examinarle el abdomen. Pero en éste no había marca alguna. Luego colocó la mano en la frente de Paris y la apartó.

—¡Está ardiendo!

Fuego…, ardiendo…, las entrañas consumidas… Ah, ¿habría sido Filoctetes en su carro quien le había herido? El veneno de la Hidra se decía que afectaba así a sus víctimas.

—¿Quién te ha herido?

—Esa flecha… salió de la nada —dijo—. No lo sé… —Jadeó y apretó la mandíbula, lleno de dolor—. No sé quién la lanzó. No vi la cara del hombre.

Si había sido Filoctetes, era mejor que no lo supiera. La voluntad puede ser tan potente como los dioses, y a menos que él creyese que era de Filoctetes, no resultaría peligrosa.

—Descansa, amor mío —dije—. Nuestro mejor físico está aquí para atenderte.

Me dirigió una sonrisa, que luego se convirtió en mueca, cuando el dolor le atravesó de nuevo.

—Cuando te dicen que el mejor físico te está atendiendo es que la situación es grave.

Me esforcé por sonreír.

—O que eres un príncipe de Troya y tienes derecho a que te atienda el mejor físico hasta para un arañazo.

Él me agarró el hombro del vestido con sorprendente fuerza, usando su otro brazo.

—No me mientas, Helena. Por encima de todo, no me mientas. ¡No podría soportarlo!

Le miré, no queriendo sentir que estaba haciendo tal cosa, que yo, fuerte y sana, miraba a un Paris abatido.

—Paris, estás herido. Pero las heridas son corrientes en la guerra. Tú mismo heriste a Macaón, pero él se ha recuperado. Y también Odiseo.

—No todas las heridas son iguales —jadeó él, agarrándose el brazo hinchado.

—¡No lo toques! —ordenó el médico, sujetándole la mano—. Mira, tengo un bebedizo que te ayudará…

—Temo bebérmelo hasta saber qué es lo que ha causado esto. Podría empeorarlo. —Paris apenas podía susurrar las palabras entre los dientes apretados.

—¡Un antídoto! —grité—. ¿Es que no hay antídoto?

El físico me habló muy bajo por encima de la cabeza de Paris.

—No puede haber antídoto hasta que sepamos qué es. El príncipe tiene razón. El antídoto equivocado podría intensificar la fuerza del veneno.

—Veneno. ¿Eso es lo que crees que es?

—Está claro que la flecha estaba envenenada —dijo—. Pero ¿con qué?

«La sangre de la Hidra», pensé yo. Pero no me atrevía a decirlo.

De repente, Paris abrió los ojos. ¿Nos habría oído? Me miró tristemente, sacudiendo la cabeza con lentitud.

—Helena. —Tosió—. Tantos años…, los quiero a todos, te traje aquí para que pudiéramos tener…, no, no puede ser… —Su cabeza cayó a un lado, pero no antes de que susurrara—: Todo acabó, todo terminado…, visitaremos Egipto… —Sus ojos se nublaron, los ojos que todavía estaban brillantes al decir «Helena». Ahora se iban apagando.

Pero no podía estar muerto. No podía ser. No podía acabar así, con tanta rapidez, con tanta sencillez, dejando caer la cabeza y con los ojos fijos. Aquel amor iba a ser eterno. No terminaría.

Todavía respiraba. El veneno le había cerrado los ojos. Ahora estaba segura de que se trataba del veneno de la Hidra: nada podía ser tan potente en una herida superficial. Pero todavía su corazón no se había detenido.

—¡Socorro! ¡Socorro! —grité, acunando su cabeza.

Alguien tenía que saber cómo deshacer aquello. Era veneno, y todos los venenos tienen antídoto.

«En esas horas finales, hasta ella me rogará que te salve». Las palabras revolotearon en mi memoria, como la luz del sol persiguiendo a las sombras. Alguien que sabía de venenos. Alguien que había amado a Paris. Alguien que sabía que llegaría el día en que tendría en su mano la llave de la vida y la muerte para él. Alguien que me odiaba.

Enone.