LXII

Apaleados como unos perros callejeros que han recibido unos azotes, los griegos retrocedieron detrás de sus filas. Se desvanecieron de la llanura y nunca aquella extensión desnuda fue tan hermosa de contemplar, en toda su desnudez. Las tiendas y las hogueras griegas ya no ondulaban al viento ni parpadeaban por la noche insultando a nuestros ojos.

Troya se recomponía. La moral subió mucho; los heridos dejaron de llegar en literas y los que ya habían recibido tratamiento dentro de las murallas empezaron a recuperarse. Se hicieron reparaciones en los sectores más debilitados de las murallas, y las incursiones al campo exterior en busca de alimentos volvieron a resultar seguras, al menos de momento.

Príamo ordenó un día de fiesta para honrar a Paris, y después de cabalgar por las calles con su brillante armadura, ante agudos gritos de aclamación, Paris acabó en el templo de Atenea, en lo más alto de la ciudadela. Entrando en el lugar sagrado, dedicó su victoria a la diosa protectora de la ciudad, Palas Atenea. De pie tras él, pensé que la diosa no parecía mucho más benévola que la primera vez que la contemplé, en aquella ocasión espantosa en que intentaba ganarme la aceptación de Príamo y de Hécuba. Atenea era una diosa dura, susceptible y dada a cambiar de bando en un momento. Yo, por ejemplo, no confiaba en que ella protegiese a Troya más de lo que había protegido a Héctor.

Después hubo el acostumbrado banquete y celebración en el palacio de Príamo. Las mesas estaban más suntuosamente guarnecidas que de costumbre. Nuestro suministro de alimentos se había renovado, y teníamos venado fresco, cerdo y un delicioso queso relleno, así como buen vino de Tracia. Incluso había dulces hechos con jugosos higos y uvas en un jarabe oscuro y especiado.

Deífobo y Heleno sonreían cuando hablaban, pero fruncían el ceño cuando pensaban que nadie los observaba, en las sombras. Paris los había eclipsado; Paris sería el sucesor de Héctor.

Yo me deleitaba provocando a Deífobo. Siempre me había desagradado. Combinaba la rudeza con el regodeo, y había algo deshonroso en su persona. Me parecía que jamás habría aceptado ni siquiera la tarea más impersonal y nimia sin asegurarse de obtener algún beneficio propio. También consideraba que era irresistible para las mujeres. Dicen que la confianza en uno mismo es un don de los dioses. Y yo digo que la confianza mal atribuida es la broma que hacen los dioses a un idiota.

Como era de esperar, se acercó a mí.

—Señora Helena —empezó—, tu Paris realmente ha asestado un buen golpe a los griegos. Su Aquiles ha caído. Ahora podremos respirar mejor. —Como para subrayar esta afirmación, se acercó más a mí y suspiró.

—¿Tienes algún problema de pecho, señor? —le pregunté—. Tu aliento suena trabajoso…, quizás estés enfermo. Deberías ver a un físico.

—Siempre me falta el aliento cuando estoy cerca de ti —dijo, y me miró hambriento.

—El mejor remedio entonces es que mantengas una distancia segura entre nosotros. ¡Déjame ayudarte! —Me volví y me alejé.

Me mantuve bien firme, pero me sentía insultada. O asaltada, asaltada como las murallas de Troya cuando los griegos las habían atacado.

Corrí hacia Paris, que estaba en pie junto a uno de los escudos de la sala de Príamo, admirándolo. En torno a nosotros, las antorchas iluminaban toda la sala. La gente se reunía alrededor de las mesas y comía. Se hablaba con animación de la guerra. Por donde pasaba Paris, la gente se apartaba como si él hubiese sido un dios. Aunque él no lo disfrutase, yo sí. Cada rostro arrobado, cada reverencia, cada cumplido pronunciado entre tartamudeos…, sí, me encantaba degustar aquel manjar. Lo había esperado demasiado tiempo, que otros viesen en él lo que yo había visto desde el principio, desde el momento en que le contemplé por primera vez en Esparta.

Nuestros comandantes confiaban ahora en que el peligro hubiera pasado. Antímaco pronunció un vibrante discurso en las puertas de la ciudad unos días después; dijo que los griegos habían recibido un golpe tan duro que se hallaban afectados mortalmente. Los espías de Gelanor lo confirmaban: decían que los ánimos estaban tan bajos en el campamento griego que se estaban preparando para la retirada. Los barcos estaban ya dispuestos, y los soldados se hallaban ansiosos de partir.

Animado, Príamo envió a su hijo Heleno a hablar con ellos, a pactar unos términos para acabar la guerra. Lleno de optimismo, incluso se mostraba dispuesto a redactar un tratado de paz entre troyanos y griegos. Ellos respondieron haciendo cautivo a Heleno.

Todo el mundo se quedó asombrado. El espíritu festivo quedó hecho añicos. Príamo se tambaleó como si le hubiesen asestado una herida de espada: ¡otro de sus hijos en manos de los griegos! Estaba tan alterado que le dio un síncope, y Hécuba tuvo que cuidarle en palacio, y habló por él.

—¡Devolvedme a mi hijo! —dijo—. ¡Devolvedme a mi hijo! —Esas palabras tenían un eco espantosamente familiar.

Heleno no volvió. Casandra le lloró; quemó raíz de escrofularia y resina de incienso para enviar sus plegarias a los Cielos y hacia su hermano.

—Estamos unidos —decía. Por una vez, sus inexpresivos ojos azules mostraban vida, como si Heleno se la hubiese otorgado al ser capturado—. Noto su mente, noto sus pensamientos. ¡Ah, caer en sus manos! No lo liberarán, lo sé. —Se volvió hacia Paris (a mí me ignoraba siempre) y se arrojó hacia él, gritando—: ¡Lo veo todo!

Suavemente. Paris la cogió de las manos.

—¿Y qué ves, querida hermana?

—Tiemblo ante la idea de revelarlo —murmuró ella. Meneó la cabeza como para aclararla, y su lacio pelo rojo flotó a su alrededor, y al final acabó cayendo como serpientes muertas sobre sus hombros y espalda—. Él nos traicionará.

—¿Qué? —gritó Paris—. ¿Cómo?

La voz de ella era opaca y tan baja que tuve que esforzarme para oírla.

—Conoce todas las profecías, igual que yo, concernientes a la caída de Troya. Las que quedan por cumplirse.

Después, en la privacidad de nuestros aposentos superiores, hablamos más de ellas, de las profecías que desafiaban a los griegos a que las cumpliesen.

—Se han cumplido dos de las profecías, y quedan tres —decía él—. Ha pasado mucho tiempo desde la segunda, que implicaba a los caballos tracios, pero no hay tiempo límite para una profecía. En realidad, tienen muchísima paciencia. Ahora debemos preocuparnos por las flechas de Heracles.

—Las flechas de Heracles… las tiene Filoctetes.

—Sí, cuando Heracles estaba moribundo, le dio su arco y sus flechas a un muchacho que estaba dispuesto, cuando nadie más se atrevía a desempeñar la tarea, a encender su pira funeraria y a acabar así con su sufrimiento. Ése era Filoctetes, de niño. Ahora, los griegos le traerán aquí, se sentirán obligados a retirarle de su isla junto con su arco y flechas.

—¿Qué importa? —pregunté rápidamente…, demasiado rápido—. Tú eres el primer arquero de la guerra.

—Esas flechas nunca fallan, según dicen —me corrigió Paris—. Y además son mortales, porque Heracles las empapó en la sangre de la Hidra asesinada. Hacen que la sangre de un hombre hierva y que su carne se funda, sin remedio. Ah, si viene aquí Filoctetes…

—Quizá no venga —dije—. Quizás haya muerto por su herida. Ha residido solo en la isla desde el principio de la guerra.

—Aunque lo esté, encontrarán el arco y las flechas —dijo Paris—. Alguien los empuñará. Y cumplirán la profecía.

—¿Troya caerá porque un hombre tiene un arco y unas flechas mortales? ¡Troya vale mucho más que todo eso!

Paris me miró, casi compasivo.

—La profecía no hace referencia al tamaño de Troya ni a la persona que muera —dijo—. Sólo importa que el arco y las flechas de Heracles, entregados a Filoctetes, lleguen a Troya. Es lo único que especifica la profecía. ¡Quizá baste con que las flechas sean disparadas hacia la muralla!

—Pues que lo hagan —susurré.

Ah, ya tenía bastante de profecías, de guerras y de suspense.

Era de noche. Paris estaba de pie, de espaldas a mí, mirando por la ventana hacia la noche profunda y llena de estrellas. La suave curva de su blanca túnica de lana parecía resplandecer a la débil luz de la cámara. Corrí hacia él y lo abracé por detrás. La lana, suave como la mejilla de un bebé, se deslizó bajo mis dedos. Le apreté con fuerza, encerrándole entre mis brazos. Lentamente, él se volvió hacia mí. Tenía aquella sonrisa que era sólo un leve asomo de sonrisa en los labios.

—Casi me tiras —dijo—. Pero qué ataque más dulce. Querida Helena. —Levantó la mano y cogió un rizo de mi pelo entre sus dedos, y lo alisó en la palma de su mano.

Mientras yacíamos juntos en nuestra cama, recorrí su rostro más de lo acostumbrado. Las visitas, encuentros inducidos por los dioses, visiones, por muy fugaces que sean, son reales cuando ocurren. De ellas resultan los hijos, yo misma, si mi madre recibió al cisne tal como decía, en lugar de recibir a Antenor de una forma ordinaria y fea… ¡Ah, no debía pensar en eso! Debía creer que todo había ocurrido, que Troya era real, que Afrodita, tal y como había aparecido en la cueva, era real.

Se contaban muchas historias de mujeres que se habían convertido en consortes de amantes fantasmas y de espíritus y de dioses. Sea, pues. La visión desaparecía a la luz de la mañana. Pero por la noche era bastante real: quizá la única realidad. Una realidad que seguía acompañándolas en la vejez, y que era lo último que se desvanecía. Cuando sus recuerdos iban apagándose y sus maridos y sus hijos quedaban absorbidos por la niebla del olvido, aquel divino encuentro era lo único que seguía viviendo.

—Paris —susurré—, tengamos un encuentro divino más.

—¿Uno más?

—Sí, y quizás éste nos otorgue el hijo que ansiamos. Nunca he abandonado la esperanza.

—Yo tampoco —me aseguró.

Él dormía; yo me mantenía alejada del sueño. Los sueños son baratos. Quería levantar la mano y acariciar su mejilla, inclinar la cabeza y escuchar su respiración mientras dormía.

La habitación estaba tranquila, sobrenaturalmente silenciosa. No oía las llamadas de las aves fuera, ni el susurro del aire en nuestras cortinas. En el suelo, la luna menguante, que había salido tarde, trazaba con su luz las sombras danzantes de las ventanas.

Estaba echada, soñolienta y feliz, en el círculo de los fuertes brazos de Paris. Sabía que no eran a prueba de peligros, pero en lo más hondo sentía que sí lo eran, que los brazos de un guerrero confieren inmunidad de cualquier daño.

Entonces llegó la espantosa visión. Me había preguntado si mi clarividencia, la que me habían otorgado las serpientes sagradas, sobreviviría todavía. Ah, eso me lo respondía todo, pero habría deseado que la visión no llegase nunca.

Paris yacía muerto. Había sido asesinado, pero no sabía cómo…, sólo que era por medio de una flecha.

Chillé y me incorporé de golpe. Inmediatamente, Paris se despertó también.

—¿Qué ha pasado? —Confuso por el sueño, me cogió por los hombros—. Una pesadilla —murmuró—. Vuélvete del otro lado. Así el sueño no continuará.

No era una pesadilla, y sí que siguió, y se grabó en mi corazón. Lo vi todo: Paris yaciendo, blanco e inmóvil. La caída de Troya…, las altas torres que se derrumbaban. Matanzas y sangre corriendo por las calles. Un gran… algo de madera. Engañoso, que confundía. Los griegos vencían.

Llena de dolor, me caí de la cama.

Paris seguía durmiendo; volví a subirme junto a él, temblando. No me atrevía a tocarle por miedo a despertarle; si le despertaba, seguramente vería lo que yo había visto. Pero tenía que estar junto a él, protegerle de la manera fútil que una esposa siente que puede proteger a su marido de todo mal.