El silencio cayó sobre Troya después de la muerte de Pentesilea, como si un sudario voluminoso y gigantesco hubiese caído desde el cielo y nos hubiese cubierto a todos. Hablábamos entre susurros, o al menos eso parecía; caminábamos sin hacer ruido con zapatos de suelas blandas por unas calles vacías de estruendos de carros y caballos. Sólo los cuervos que volaban en círculos se atrevían a emitir ásperos sonidos. Había caído sobre nosotros la lividez de la condenación; al traernos una esperanza que se extinguió con tanta rapidez, Pentesilea había desgarrado Troya mucho más que cualquier enemigo.
Encerrados en una caja que se iba desmoronando y que era Troya, despojada de su grandeza, ya que todo se había vendido o escondido, teníamos pocas esperanzas ya de recibir refuerzos. Nuestros aliados lejanos y cercanos ya no podían enviar más guerreros. Las amazonas, los tracios y los licios habían perdido a sus comandantes, y todos ellos a muchos soldados. Tendríamos que luchar con lo que nos quedaba.
En el campamento griego, las heridas de Agamenón, Odiseo, Macaón y Diomedes presumiblemente habían curado, y habían vuelto al campo de batalla. Habíamos matado a muchos soldados, pero sin saber cómo, sus filas parecían tan nutridas como siempre, como si se hubiesen regenerado sembrando los dientes de algún dragón.
Pasaron días, meses, estaciones, y cada una nos parecía más larga que la anterior, a medida que nuestros ánimos se iban hundiendo. El mundo permanecía quieto y nosotros estábamos atrapados en las garras negras de la intemporalidad, cautivos en nuestro propio refugio. Éste nos protegía pero también nos enterraba.
Luego, repentinamente, llegó otro aliado: Memnón, un príncipe de Etiopía, y su contingente de brillantes guerreros negros. Le había costado mucho tiempo viajar hasta allí y era un misterio por qué había acudido a unir su destino a la lejana Troya. Pero no hicimos preguntas y le dimos la bienvenida con gritos de alegría.
Como Pentesilea, como Aquiles, como Eneas, como Sarpedón, era hijo de un inmortal. (Tantos hijos de dioses luchaban en torno a Troya, por otra hija de un dios). Su historia era mucho más interesante que la de ellos, sin embargo, ya que su madre era la diosa del amanecer. Ella se había enamorado de un mortal, y le había pedido a Zeus que le concediera la vida eterna. Zeus, cruel como era (porque sabía muy bien lo que ella había olvidado pedir), se la concedió, pero no evitó que envejeciera. Así que él se hizo más viejo y más débil hasta que la Aurora tuvo que encerrarlo en una habitación, donde sus patéticos quejidos, procedentes de su vieja garganta reseca, sonaban como el ruido de un grillo moribundo.
Pero su hijo era absolutamente espléndido, un guerrero resplandeciente, con un alma llena de cortesía. Demasiado parecido a Héctor, quizá…
Nuestra alegría duró poco. Como había matado a los demás, Aquiles mató a Memnón en el campo de batalla. Se decía que la diosa madre de cada hombre estaba suspendida justo por encima de él, luchando para protegerle. Quizás anulaban cada una el poder de la otra. En cualquier caso, Aquiles de nuevo nos rompió el corazón e incluso rompió el corazón de una diosa.
Otro funeral, otro tiempo de luto. No pensaba que Troya pudiese sentirse más desanimada, pero así era. Ante aquella última hazaña de Aquiles, Paris se obsesionó con matarle, reprochándose interiormente su oportunidad perdida cuando cayó Pentesilea. Se maldijo a sí mismo por sus dudas y escrúpulos, llamándose débil, afeminado y todos los insultos que le dedicaban sus enemigos. En vano yo quería tranquilizarle, recordarle que mostrar misericordia momentáneamente no es ser débil, pero que su misericordia estuvo mal dirigida. El mismo Aquiles nunca había mostrado misericordia, excepto en aquella única ocasión, y eso fue precisamente lo que confundió a Paris. Pero ¿sería él un Aquiles? ¿Quién quiere ser un hombre semejante, un hombre cuyo corazón es el de un lobo voraz? Paris aseguraba que en eso precisamente quería convertirse, en un hombre tan inmisericorde como Aquiles, si eso servía a su objetivo. Para matar a Aquiles, debía convertirse en Aquiles.
Un día dorado y tranquilo de otoño, de repente, un resplandeciente ejército de griegos corrió hacia nuestras murallas. ¿Se proponían que aquél fuese el ataque final a un enemigo debilitado? Sus carros levantaban remolinos de polvo en la llanura, sus soldados iban en filas apretadas, como hordas de ratas devoradoras. Y al frente iban Aquiles y Agamenón en sus carros.
Los contemplé desde la alta torre a medida que se acercaban. En el interior de las murallas los troyanos estaban reuniéndose bajo el mando de Deífobo, y los pocos aliados que quedaban bajo Glauco de Licia. Príamo estaba en pie entre ellos, dándoles su desesperada bendición, desesperada porque no tenía esperanza alguna de que pudiesen ganar.
Agamenón. Guiñé los ojos intentando ver mejor su rostro, pero lo único que pude atisbar fueron las sombras oscuras de sus ojos y el tajo adusto que era su boca. Dirigiendo a sus mirmidones por el flanco izquierdo, Aquiles volvía la cabeza hacia un lado y hacia el otro, mirando hacia Troya como si se tratase de un cadáver que deseaba desmembrar. Su armadura brillaba (Príamo la describió más tarde como más brillante y ominosa que la Estrella del Perro) y atrapaba el sol mientras iba saltando por el terreno irregular en su carro.
Paris estaba de pie junto a mí en la torre del vigía. Se había negado a unirse a las tropas dirigidas por Deífobo. Sabía lo que debía hacer.
—Ellos lucharán. Yo emplearé el mejor medio de matar —había dicho. Al fin se había reconciliado con su diferencia con respecto a sus hermanos. Ahora acariciaba su arco, el más fino de toda Troya. Miró hacia abajo, al enemigo que se aproximaba—. Ya es hora —dijo.
Me tocó ligeramente el hombro. Me volví hacia él.
—Que los dioses guíen tu flecha —dije.
Temblando, ocupé mi lugar en la torre con los guardias. Lo único que podía hacer ahora era mirar. ¿Tendría que haber apretado a Paris contra mí, darle lo que podía resultar un último abrazo? Egoístamente, me regocijaba al pensar que la esposa de un arquero no tenía por qué hacer tal cosa. Un arquero puede fallar su blanco, y eso no implica con certeza su muerte.
Agamenón hizo girar su carro y arrojó las riendas a su auriga. Saltó fuera y se quedó de pie, golpeando su escudo y aullando insultos. Pero, en realidad, miraba reveladoramente a Aquiles para que éste hiciera algo.
Obedientemente, como si desearan ofrecer un blanco, Deífobo y sus hombres corrieron hacia delante, entre resonantes gritos de guerra. Entonces los mirmidones se adelantaron para enfrentarse a ellos. Aquiles desmontó y avanzó a pie. Su mismo paso traicionaba su enorme desdén por su enemigo. Incluso había desnudado su punto más vulnerable, sacando el cuello por encima de la armadura protectora y buscando enemigos de forma ostentosa.
—¡Vamos, salid, salid! —llamó—. Qué, ¿no hay nadie? ¿Sólo teníais a Héctor? ¡Ah, pobre Troya, tener sólo un campeón!
Fue avanzando hasta la mismísima puerta, ahora cerrada, y llamó en voz alta:
—¿Estáis todos ahí encerrados? ¡Escondidos, llenos de miedo! ¡Ya os destrozaré pronto; echaré en el polvo a todos los defensores y los patearé uno a uno!
Paris salió como un rayo de la base de la torre donde se encontraba, esperando.
—¡Muere, mentiroso! —dijo.
Antes de que Aquiles pudiese darse la vuelta, antes incluso de verle, Paris le había lanzado una flecha que le dio en la parte expuesta de su cuerpo.
La expresión del rostro de Aquiles nunca la olvidaré. No era ira, ni miedo, ni sorpresa siquiera. Iba más allá de todo aquello, era puro y genuino asombro. Se agarró la garganta en silencio, mientras Agamenón quedaba con la boca abierta.
Cayó hacia delante y Paris le envió otra flecha, esta vez hacia la parte de la pantorrilla que no llevaba protegida. Y luego otra al talón.
Aquiles se retorcía en el suelo. Gimoteaba y gritaba, debatiéndose en el polvo. Sus compañeros corrieron hacia delante, pero no pudieron hacer nada, excepto evitar que recibiese más flechas.
Pero no se precisaban más. La primera del cuello le había segado la vida y su sangre se vertía en el polvo.
No duró mucho. Murió con rapidez. Demasiada rapidez para uno que había matado a tantos. En las murallas nosotros mirábamos con incredulidad la quieta figura despatarrada, esperando que se levantara de un salto y se burlara de nosotros. Pero no lo hizo.
Siguió la habitual batalla por su cadáver. El enorme Áyax se lo llevó, después de arrojar una lanza a Glauco, que había intentado conseguirlo para los troyanos. Áyax hirió también a Eneas y golpeó a Paris con una piedra enorme, lo que le hizo caer de rodillas. Odiseo apareció de la nada y luchó para cubrir a Áyax mientras éste se retiraba; consiguieron asegurar la armadura y llevársela de nuevo a su campamento. El ejército griego se retiró con ellos, y pronto la llanura quedó vacía, excepto la alfombra de cadáveres que la cubría como hojas caídas.
Troya abrió sus grandes puertas de par en par, pero todos estaban demasiado asombrados por lo que había ocurrido; el silencio saludó a Paris, que condujo a los caballos de Héctor al interior. El asesino de Aquiles no recibió vítores tumultuosos, y eso demostraba que los troyanos, igual que los griegos, le habían considerado invulnerable, y nunca habían contemplado en serio la posibilidad ni se habían atrevido a soñar con que pudiese acabar muerto a manos troyanas. Lo impensable había ocurrido y sólo podían quedarse mirando como alelados.
Yo fui la única que corrió hacia delante. Salté a su carro y le abracé, mareada. Estaba a salvo. Había matado a Aquiles. Me sentía mucho más agradecida por lo primero que por lo segundo. Ni siquiera yo podía comprender que aquel azote hubiese desaparecido.
—Estoy asombrada —susurré—. ¡Has liberado Troya!
Él me apretó entre sus brazos. Parecía incapaz de hablar. Quizás estuviese asombrado también. Miró hacia la multitud, buscando a Príamo y Hécuba.
—Lo más probable es que estén en palacio —dije, leyéndole los pensamientos—. Con todos estos sufrimientos, Príamo ya no se queda en las murallas contemplando la carnicería del campo.
—Pero ¡alguien se lo habrá dicho! —exclamó Paris—. Seguramente ya lo sabe.
Ciertamente, debía de ser así. Pero yo tenía que pensar en algo que le consolase, ya que él estaba muy dolido y ansiaba una palabra del duro Príamo, una palabra de alabanza que seguramente se había ganado.
—La edad le ha debilitado y la pena se ha cobrado su precio. Él y Hécuba te esperan, estoy segura, en el palacio, donde podáis hablar en privado.
De repente, por todas partes, rodeando el carro, la gente volvió a la vida. Empezaron a agitarse, a golpear con los pies y a lanzar vítores. No llovieron flores sobre Paris, ¿cómo iban a recogerlas, cuando salir a los campos se había vuelto tan peligroso? Sin embargo, sus alegres canciones y gritos eran igual de dulces y hermosos.
—¡Paris! ¡Paris!
—¡Eres más grande que Héctor!
Ante lo cual él respondió:
—No, porque Héctor era nuestro mejor guerrero.
—¿Quién ha matado a Aquiles? —replicaban ellos—. ¡El mejor guerrero es el que mata a nuestro mayor enemigo, no el que muere a sus manos!
—Ya no nos atacará más. Se ha ido, está muerto… ¿Dónde está su cuerpo? —preguntó un hombre.
—¡Se lo han llevado! ¡Le cantarán, le harán reverencias y celebrarán juegos, pero mientras tanto se irá pudriendo y los gusanos, sus pequeños enemigos, se darán un festín con él! —Las palabras de Paris eran tan salvajes que me sentí desconcertada—. Le odio por lo que nos ha hecho —me susurró—. Aunque pudiese ver a los gusanos retorciéndose dentro de él, no sería suficiente.
Sí, todos le odiábamos mucho. Recordé a aquel niñito insolente que había visto en la competición de los pretendientes. Ya entonces hubiera querido darle una bofetada. Quizá si alguien lo hubiese hecho no se habría convertido al crecer en un asesino maníaco. Pero luego recordé al muchacho al que vi en Esciros, obligado a pasar por chica a causa de su protectora madre. Entonces se mostró encantador y nostálgico. Le habían apartado de su destino y él había luchado contra todo aquello. Bueno, pues ya había conseguido llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
El carro fue abriéndose camino por la amplia avenida que corría a través de Troya y hacia la cúspide; los caballos debían apartar lentamente a la multitud, que se iba haciendo mayor a medida que subíamos. En el gran palacio de Príamo, Paris saltó del carro y dijo:
—Ahora voy a entregar mi victoria al Rey. Habrá celebraciones después, de eso estoy seguro. Id a casa y pronunciad unas plegarias de gracias porque ha desaparecido nuestro peor enemigo.
—¡Rezaremos plegarias de gracias por ti! —gritaron todos.
¿Cuánto había esperado Paris oír aquellas palabras?
—Debemos dar gracias a los dioses —dijo al fin.
—¡Les daremos gracias por ti! —repetían ellos.
Él sonrió, bebiendo aquellas palabras que había esperado oír desde hacía años.
—Les doy las gracias por mi vida —dijo él—. Y por vosotros.
Luego se introdujo por las puertas de palacio, llevándome con él. Corrimos por el patio y luego, con un gesto a los guardias, entramos en el santuario del propio palacio.
Reinaba una quietud sobrenatural. Nadie de la familia llenaba el patio, aunque las hijas y los hijos que le quedaban a Príamo y sus yernos vivían allí. ¿Dónde se habrían escondido todos?
Paris entró en las cámaras reales, llamando a Príamo.
—¡Padre! ¡Padre! ¿No lo has oído? ¿No has presenciado la lucha?
Sólo un eco silencioso respondió. Paris entonces empezó a chillar:
—¡Tú mirabas desde los muros cuando Héctor fue asesinado! ¡Mirabas y te inclinabas hacia delante, llamándole! Y sin embargo, cuando Deífobo, Heleno y yo estábamos en el campo de batalla, te escondías. ¡He matado a Aquiles! ¡Le he matado! ¡No ha sido tu precioso Héctor, ni tu bebé Polites, ni Troilo, sino yo, Paris, el expulsado! ¡Y ahora ni tan sólo quieres saludarme!
Más silencio y oscuridad.
—¡Igual que tú me abandonaste en el monte Ida, así ahora yo te vuelvo la espalda a ti! —gritó—. No devolveré a Aquiles a la vida, no puedo deshacer lo que he hecho, pero ahora saboreo plenamente la medida de lo que es un padre desagradecido, y lo que eso significa. ¡A partir de ahora, viejo, ya no quiero tener nada que ver contigo!
—¡Paris! —agarré su brazo—. Por favor, no hables con precipitación.
Él se volvió a mirarme, con la débil luz reflejada en sus ojos.
—¿Con precipitación? Estas palabras han tardado toda una vida en llegar.
Mientras se volvía para irse, Príamo llegó cojeando por las escaleras que conducían a su apartamento privado.
—¡Espera! —Su voz, normalmente fuerte, sonaba ahora vieja y temblorosa.
Príamo, muy tieso, descendió las escaleras y llegó hasta donde estaba Paris, caminando fatigosamente por el pulido suelo. Detrás de él venía Hécuba. Arrastrando los pies, el monarca le tendió las manos.
—Hijo mío —dijo, y abrazó a Paris, apretándole hacia sí. Luego retrocedió.
—Has vengado a Héctor —dijo—. Me arrodillo ante ti.
Antes de que pudiera inclinarse, Paris le cogió el brazo.
—No. Ya fue bastante terrible que tuvieses que arrodillarte ante ese carnicero de Aquiles. Nunca te arrodillarás ante tu propio hijo.
Príamo se enderezó, miró a Paris a los ojos.
—Eres realmente noble —dijo—. Quizás el más noble de todos. ¿Cómo es posible que no lo haya visto?
—Nunca ha tenido la oportunidad de mostrarse hasta ahora —dijo Hécuba—. Pero mi Paris era lo bastante fuerte para esperar hasta que ha llegado su momento.
—Podría haber muerto esperando todo este tiempo, y a lo mejor no lo habríais notado —exclamó Paris.
—Un hombre debe probarse. Los dioses eligen la hora. —Ella le miró, sin pestañear.
—No eres una madre normal —dijo él.
—Entonces es que no conoces a las madres —replicó ella—. O al menos a las madres de reyes y príncipes, que es distinto.
Él la apartó a un lado.
—En mi vida habría preferido una de las otras madres.
—Quizá yo hubiese preferido unos hijos distintos… o un marido diferente, que no tuviese ya hijos de una primera esposa. Pero lo que preferimos no cuenta. —Hécuba le miró—. ¿No lo comprendes? —Sonrió y levantó los brazos—. Te doy la bienvenida, me alegro de que hayas matado a nuestro mayor enemigo. No importa cómo le has matado, con lanzas o flechas, sólo que su corazón se ha detenido, y que ya no alzará más el brazo. —Inclinó la cabeza—. Te saludo, Paris, príncipe de príncipes. Eres mi querido hijo.
—Al fin —dijo él, tendido boca abajo en nuestro lecho—. Después de todos estos años, al final ella me proclama su hijo querido.
Odiaba verle echado de aquella manera. Se parecía demasiado al cuerpo de Pentesilea tendido a través del caballo.
—Levántate —dije—. Por favor, quiero verte la cara.
Y en realidad nunca me cansaba de mirarle. Pero su rostro ya era mayor. Ya no era el de un muchacho. Había hablado de esperar todos aquellos años unas palabras de Hécuba. La guerra…, la guerra había durado siempre, prolongándose como la eternidad, y dentro de ella, dentro de las murallas de Troya, el tiempo parecía haberse detenido, conteniendo el aliento. Pero fuera de las murallas seguía corriendo, y de pronto, su paso nos miraba al rostro. No era de extrañar que Príamo pareciese tan encorvado y débil, o Hécuba tan devastada por el dolor. Y Paris se había ido amargando con la espera.
—Has matado a Aquiles —dije, maravillándome todavía de aquel hecho, esperando que ahora su humillación terminase, al fin—. ¡Has realizado la hazaña más gloriosa de Troya! ¡Eres su héroe, su salvador!
—Se quedó allí tirado, luchando por respirar hasta el final —dijo Paris, disfrutando del recuerdo—. El gran hombre, el hijo de la diosa, el hombre que hizo correr a Héctor en torno a las murallas de Troya, y que le arrastró…
—¡Ah, no, no pienses en eso!
—¡Y que tendió una emboscada y mató a Troilo! Él le robó su vida, yo detuve el brazo de su espada. ¿Puede imaginar alguien lo que se siente? —Lanzó una risa nerviosa—. Ni siquiera puedo explicar cómo me sentía. Me sentía asombrado, incrédulo, y ahora me parece todavía un sueño. ¡Helena! —Me cogió el brazo—. Le he visto gemir y jadear, y caer hacia delante, y cambiar su color, y he visto la sangre oscura que brotaba. Y luego, no se ha levantado. No se ha vuelto a incorporar. Entonces he sabido que estaba condenado. Se estaba muriendo. Estaba muerto. Aquiles.
—Gloria a ti —dije, acariciándole el cabello. Lentamente, le fui atrayendo hacia mí, medio esperando notar no carne, sino fría piedra, como si él realmente se hubiese convertido en un monumento a la victoria—. Ahora seguramente escribirán canciones y poemas sobre nosotros —dije—. Tienes asegurada la fama eterna.
Sus manos temblaban un poco en mi espalda.
—Tú fuiste la única que creíste en mí, que vio lo que tenía.
Sí, mucho tiempo atrás me dije a mí misma: «Todo lo que aprende le hace cada vez más y más sobresaliente entre los hombres, hasta que nadie pueda alcanzarle».
—Cuando empezamos, me encantaba ver al joven que tenía junto a mí sabiendo cómo sería el hombre en el que te convertirías —dije.
—Pero mi madre no. ¡Nunca lo hizo!
—Una esposa tiene una lealtad distinta. Yo te elegí. Una madre no puede elegir a sus hijos. Y ella tiene otros hijos, mientras que yo sólo tengo un marido.
—Algunos dicen, aún ahora, que tienes dos —dijo él. ¿Estaba haciendo una pregunta o sólo era por discutir?
—La gente dice y hace cosas estúpidas. Mi lealtad está y estará sólo contigo.
Ah, pero mi hija y mi marido eran cosas muy distintas. Había dejado al padre, pero mi corazón todavía buscaba a mi niña…, que ya no era una niña, sin embargo. Los años que nos envejecían a nosotros la habrían convertido a ella en una mujer.
—Has tenido que esperar muchísimo para conseguir tu vindicación —dije—. Pero yo nunca dudé de que llegaría.