LX

Se alojaron con nosotros. Yo no quería que las amazonas estuviesen en otro lugar. Paris las había convocado, y encontraríamos sitio para ellas, a pesar de que los refugiados se apiñaban en nuestros espacios abiertos, durmiendo en el suelo. Nuestras nuevas huéspedas parecían aliviadas de escapar al dolor y la oscuridad de las habitaciones de Héctor, y una vez estuvieron con nosotros, sonrieron, rieron y celebraron su largo viaje, contándonos sus peligros y su tedio.

—En un viaje semejante…, una está luchando por su vida o aburrida mortalmente. O bien es furioso y rápido, o bien lento, de modo que te sientes enterrada por las arenas —decía Pentesilea, que dejó su copa todavía medio llena de buen vino. Miró con intensidad a Paris—. Nos sentimos muy complacidas de responder a tu llamada y venir. —Ahora su voz se alzó desde su timbre tranquilo a un tono más belicoso—. Aquiles debe ser detenido. —Levantó las manos para evitar cualquier interrupción—. Es una desgracia que pueda hacer huir a un ejército entero. Ningún hombre tiene ese poder. Vosotros, los troyanos, se lo habéis dado.

—Es el hijo de una diosa —dijo Paris, casi con timidez.

—¿Ah, sí? —Pentesilea le fulminó—. Pues yo soy hija de Ares, el dios de la guerra en persona. ¿De qué diosa procede él? —preguntó, y chasqueó los dedos—. ¡Tetis! Una ninfa del mar casi desconocida. Eso no hay que tenerlo en cuenta. Él ha traído una ola de terror y una reputación no merecida a vuestras costas. Profecías, leyendas…, tonterías. ¿Qué dijo vuestro Héctor de los augurios? «Lucha por tu país…, ése es el mejor y el único de los augurios». Ese hombre os ha puesto nerviosos. Y es sólo un hombre. Yo lo mataré —dijo, con toda naturalidad—. El gran Héctor acabó derrotado. Pero una victoria semejante no hace invencible a un guerrero. No le da poder sobre vosotros. Alguna de las nuestras le matará. Si no, uno de vosotros. —Miró a su alrededor, a la compañía—. Aquiles yacerá en el polvo, atragantándose y luchando por respirar, y entonces veréis y creeréis que es mortal. Entonces dejaréis de tenerle miedo, pero deberíais libraros de ese miedo antes de que yazga despatarrado y muerto. ¡Hacedlo ahora mismo!

Paris se retiró a nuestro dormitorio, y encontramos un lugar para que durmieran todas las guerreras de la compañía de Pentesilea. No pude evitar pensar que no eran muchas, pero ella me aseguró que eran sólo las comandantes, y que las soldados se las arreglaban solas en los cuarteles, con los demás soldados.

—¡No necesitamos ningún trato especial! —Casi gritaba.

Esperé a que Paris se retirase a dormir. Estaba deseando hablar en privado con Pentesilea. Hay un momento en que necesitamos apartarnos de nuestros hombres y hablar desde el corazón a otras mujeres.

La admiraba tanto que me preocupaba no ser capaz de encontrar las palabras que decirle. Yo misma odiaba a los aduladores: «¡Oh, Helena, me privas de la visión! ¡No puedo hablar, estoy atónito!». Esas personas son fatigosas, y yo no deseaba unirme a ellas. Pero ella y las demás amazonas se habían hecho temer como guerreras en todo el mundo, y se decía que no toleraban la presencia de ningún hombre en sus pueblos. Recordaba haber hablado con la embajadora de las amazonas, y habíamos intercambiado bromas desenfadadas sobre el valor de los hombres, pero ahora yo ardía de curiosidad sobre Pentesilea y su vida.

Tuve suerte. Ella todavía estaba levantada, mirando con aire taciturno el fuego del brasero, con sus fuertes brazos apoyados flojamente en las rodillas. Levantó la vista de pronto al oírme llegar, aunque yo creía que era silenciosa.

—¿Quién anda ahí? —dijo, buscando su espada. No se había despojado de ella; la mantenía sujeta a su costado aun en lo más oscuro de la noche.

—Sólo Helena —le aseguré, saliendo hacia la luz del fuego.

—¡Sólo Helena! —exclamó ella, que relajó la mano que cogía la espada—. ¡La inmortal Helena! Por fin podemos estudiarnos las caras la una a la otra.

Me senté en un taburete frente a ella. A la luz débil del fuego, me incliné hacia delante para verla bien.

—Te admiro desde hace mucho tiempo —le dije.

—Y yo deseaba verte desde hacía mucho también. Hay un dicho en mi tierra: «Su rostro hizo que una flota de barcos navegase por el Egeo». Así que déjame que te mire. —Me cogió la barbilla y me miró, volviendo mi rostro a un lado y a otro—. Bueno —dijo—. Quizá sea verdad. Si fuera hombre podría decir si es cierto o no. Pero no puedo asegurarlo. Veo alguna arruga aquí y aquí. —Me soltó la cara.

—Yo también las he visto —contesté; últimamente en el espejo de bronce pulido de mi habitación había creído ver diminutas líneas, arruguitas, pero con el reflejo ondulante y deficiente, no podía asegurarlo.

—No te preocupes. ¡No se lo diré a nadie! —dijo, riéndose—. Aunque quizá si lo supieran, allá entre las líneas griegas, se volverían a casa. «¡Helena tiene arruguitas en torno a los ojos!», se gritarían unos a otros, e izarían las velas. Entonces mi trabajo lo haría el propio tiempo.

Lo que decía me preocupó. No porque temiese envejecer como los mortales, pero ¿no desmentiría aquello que Zeus era mi padre? Y si no lo fue, ¿qué mortal era, entonces? Pensé en el refinado Antenor y en su visita a Esparta, y con gran rapidez cerré esa puerta.

—Olvídame. ¿Cómo vivís en tu tierra, sin hombres? ¿No hay hombres en absoluto?

—Sí, tenemos algunos hombres —dijo ella—. Llegan con la estación de caza. Nos acostamos con ellos, ya sabes de lo que hablo, y es agradable, pero no es nada que nos pueda atar, igual que el zumbido del vino en nuestras cabezas nos podría hacer esclavas del vino. —Me miró con dureza—. Subyugarnos a nosotras mismas al placer sería una esclavitud —dijo—. O subyugarnos a cualquier otra cosa. Necesitamos hijos. Los hombres son útiles para eso. Pero una vez han cumplido con ese deber, ¿para qué nos sirven? —Parecía realmente intrigada.

—¿No necesitan padres vuestros hijos? —Mi pregunta parecía patéticamente débil.

—¿Para qué?

—Para enseñarles…

—¿Para enseñarles el qué?

—Cómo ser hombres, a comportarse como hombres.

Yo había tenido una hija, pero sabía que los hijos necesitaban padres. Pensé en el pobre Astianacte.

—Pero nosotras no tenemos hijos varones, así que no necesitamos padres —dijo ella, bruscamente.

—¿Y qué hacéis con los niños? —Tenía que preguntárselo, aunque sospechaba la respuesta.

—Los dejamos en la montaña para que perezcan, por supuesto —dijo—. ¿Quién necesita un niño?

A la mañana siguiente, la vi armarse. Me dejó permanecer con sus ayudantes e incluso tenderle las grebas, que se ató rápidamente con unas hebillas de plata en sus bien formadas pantorrillas. A diferencia de Héctor, parecía disfrutar de todas las tareas en el campo de batalla.

—Eres valiente —le dije.

Pensé en las cosas que había deseado preguntarle, quién era su madre, cómo se había relacionado Ares con ella, cómo la habían educado para ser reina. Incluso lo de los pechos.

Ella me vio contemplarla de cerca cuando se puso el peto.

—Conservamos los pechos —dijo, con rapidez—. Como sabrás por tu propia vida, cuando alguien es diferente se cuentan muchas historias. ¡Yo sé que tú realmente no saliste de un huevo, señora!

Historias. Me preguntaba si a Hermíone le habrían enseñado algo de mí, y en qué tipo de jovencita se estaría convirtiendo. Ojalá hubiese tenido una guía tan inquebrantable como Pentesilea. ¿Serviría Clitemnestra para ello?

—Vuelve sana y salva —le dije, tocándole el brazo.

Ella me miró con sorpresa.

—No es ése el objetivo —dijo—. Es derrotar a Aquiles.

El campamento griego había permanecido tranquilo durante los funerales, pero cuando las amazonas abandonaron la ciudad y se dirigieron hacia los barcos, se agitaron. Pronto pudimos ver la fila de soldados griegos que avanzaba para enfrentarse a Pentesilea y sus guerreras, y luego el polvo anunció su encontronazo.

En la frenética lucha, ella y sus mujeres pusieron en fuga a los griegos y sacaron al propio Aquiles al campo de batalla. Su regreso por las puertas de la ciudad fue exultante. Toda Troya las recibió, alegrándose por primera vez desde hacía meses. Habían llegado en nuestra hora más infausta, y nos habían infundido nueva fortaleza.

—Los hemos cogido por sorpresa —nos dijo a Paris y a mí en privado—. Pero la próxima vez no será así. Ya no tendremos esa ventaja.

—Aquiles… —empezó Paris.

—Le he reconocido por su armadura, pero aparte de eso, no parece más formidable que otro guerrero cualquiera —dijo Pentesilea—. Ha luchado poco. Luego se ha vuelto entre sus filas.

Así que ella todavía no le había tomado la medida. Él se había limitado a observar y luego se había retirado. La prueba todavía estaba por llegar. Mi aprensión volvió con toda intensidad.

Hubo dos batallas más, cada una de ellas dirigida por Pentesilea. Dos veces los griegos fueron obligados a retroceder, incluso cuando Aquiles dirigió a sus mirmidones para resistirse a ellas. Pentesilea se enfrentó con él a pie e intercambiaron unos golpes, pero Aquiles desapareció de pronto y ella no pudo encontrarle.

Los ánimos de los troyanos estaban muy altos, y a cada triunfal regreso los gritos de deleite subían hasta el cielo.

Las amazonas se tomaron un día para descansar, reparar sus armas y armaduras, y reemplazar los caballos perdidos en la lucha. Paris les ofreció los mejores de su establo, incluyendo a su favorito, llamado Ocipete, «ala veloz», para Pentesilea. Ella se subió a su lomo de un salto, probándolo al galope en torno a las murallas. Mostrándose muy complacida con su actuación, lo aceptó de buen grado.

Aquella vez, todas las fuerzas troyanas se unieron a las amazonas y a los aliados. Nuestros comandantes se dirigieron al campo de batalla junto con Pentesilea: Paris, Heleno, Deífobo, Helicaón, Glauco de los licios. Ayudé a Paris a armarse como había hecho muchas otras veces antes, oyéndole jurar que Aquiles no dejaría el campo vivo.

El día era cálido y sin nubes, y el verano estaba en camino. ¿Cuántos veranos habían pasado en aquella guerra? Parecía que llevábamos años confinados dentro de aquellos muros… ¿Estaba hechizado el tiempo, se expandía o se encogía de alguna forma misteriosa? Las arrugas en torno a mis ojos y las diminutas grietas en mis manos, ¿testificaban un paso del tiempo no natural?

Vi las enormes fuerzas reunidas en la llanura, dirigiéndose hacia los griegos. Aquella vez no hubo necesidad de la ayuda de Evadne para verlo. Paris sería mis ojos y mis oídos cuando volviese. Me quedé de pie, temblando, viéndole partir. Supe que podría verle aunque fuese en medio de otros mil.

Desde dentro de las murallas troyanas, todas las batallas parecían iguales; sólo si se luchaba justo debajo de nuestras fortificaciones podíamos detectar lo que estaba ocurriendo. No me sentí alarmada al ver el polvo moviéndose y finalmente unirse a otra nube de polvo cuando los ejércitos entraron en contacto. Desde donde estaba, podía oír el estrépito de las armas, el inconfundible ruido del bronce contra el bronce, y los gritos de los heridos que sonaban siempre igual, fuese la víctima troyana o griega.

Aquello duraba eternamente. La frescura de la mañana se fue fundiendo en la claridad del mediodía, cuando las sombras son más breves, y luego el sol fue inclinando sus rayos a través de la llanura, mientras se ponía. La luz persistió un poco más y los ejércitos seguían luchando.

Poco a poco, la oscuridad se fue extendiendo y la noche fue cubriendo la llanura. Frenética de preocupación, corrí hacia las murallas como si éstas pudieran ofrecerme algún conocimiento del resultado. No me importaban las miradas hostiles de los troyanos. No me importaba nada salvo la seguridad de Paris y de Pentesilea.

La multitud gemía y se agitaba. Tantas cosas dependían de aquella batalla, tantas esperanzas habíamos depositado en ella. No podrían soportar otra derrota; sus espíritus pisoteados no podrían sobreponerse.

Las estrellas eran ya plenamente visibles; la noche auténtica había llegado. Ningún ejército puede combatir de noche. Tendrían que volver. La batalla había terminado.

Las antorchas finalmente parpadearon en el campo. Todavía no veíamos nada. Sólo a medida que se aproximaron a las puertas se reveló la extensión de la fuerza troyana. Todos habían vuelto.

Mi corazón dio un salto de alegría. Estaban a salvo. ¡Habían vencido! Me incliné por encima de los muros, para ver mejor. ¿Por qué iban tan apesadumbrados? Pensé que sería el cansancio. Estaban exhaustos. Ni siquiera un soldado victorioso es capaz de sonreír si está completamente agotado.

Entonces vi el caballo con un cuerpo echado a su través. Vi las piernas que había admirado en la habitación de Pentesilea sólo unos pocos días antes. Sus pies colgaban de esa forma suelta en que cuelgan los pies de los muertos.

Me llevé la mano a la boca y chillé. ¡No! Corrí a ayudar a abrir las puertas y retrocedí cuando Paris, conduciendo el caballo que llevaba su espantosa carga, entró el primero por ellas.

¡Él estaba a salvo! ¡Ella estaba muerta! Mi corazón estaba desgarrado entre la pena y la alegría.

Él me miró con los ojos turbios.

—¡Paris!

Corrí a su lado, le abracé. Intenté no mirar a Pentesilea, pero su cuerpo atravesado en el caballo me obligaba a mirarla.

—Al menos hemos salvado su cuerpo —dijo él, acercándose a tocarlo, como para asegurarse.

Caminando junto a él, el ruido de la multitud dificultaba oírle.

—¿La llevarás a palacio? —le pregunté.

—Sí. La dejaremos allí —dijo; su rostro tenía una mirada congelada.

Detrás de él marchaban otros comandantes.

—Ha sido una batalla tan larga… ¿Habéis tenido algún éxito?

—Pentesilea mató a muchos griegos. Ella luchó tan valientemente que… —Apartó la vista, con los ojos llenos de lágrimas.

Príamo los recibió a mitad de camino de la ciudadela. No traicionaba emoción alguna, su rostro era como el Zeus de madera que tenía en su patio.

—Hijos míos —dijo, para darles la bienvenida a todos—. Una gran guerrera. —Señaló hacia Pentesilea—. Todos los ritos, por supuesto… —concluyó, y se alejó.

Sus compatriotas se llevaron el cuerpo para prepararlo. Se colocaría debidamente en nuestra sala. Las amazonas no erigen piras funerarias, sino que entierran a sus muertos en tumbas forradas de piedra después del periodo de duelo de tres días.

A salvo en nuestras habitaciones, Paris se quitó la armadura y se dejó caer en un taburete. Los brazos polvorientos no brillaban a la luz de la lámpara, como si estuvieran de duelo, igual que nosotros. Cuidadosamente, preparé una copa de vino con especias y queso rallado, como a él le gustaba, diluyéndolo con agua clara de las fuentes del monte Ida. Dejé que se lo bebiera y esperé a que iniciara su bendita curación de la mente. Él lo apuró y dejó la copa, y luego miró con extrañeza hacia la pared, como si estuviese viendo algo horrible.

—Ahora, debes contármelo —dije.

—¡No! ¡No! ¡No puedo revivirlo de nuevo! —Su voz temblaba, como si estuviese aterrorizado.

—Pero ¡tengo que saberlo! —insistí—. ¡Por favor, por favor…!

—Más vino. No puedo hablar hasta que me sienta más confortado en mi interior.

Sólo cuando se hubo acabado la segunda copa empezó a hablar.

—Luchábamos bien —susurró—. Éramos muchos, con las amazonas y todos los aliados. Era como…, como el principio de la guerra, cuando estábamos fuertes. Pentesilea luchaba ferozmente y mató a muchos de sus líderes. Cuando caían, los griegos retrocedían y se reagrupaban. Pero eso parecía dar nuevo vigor a Aquiles. Quizá sólo la muerte pueda removerle la sangre. Si matan a los suyos, se pone furioso; si mata, eso desata una fiebre en su interior que le hace desear más muertes.

Se levantó y empezó a andar por la habitación. Vi cortes en sus piernas y empecé a preparar un cuenco y una tela para limpiárselos, pero él me hizo un gesto con la mano rechazándolo, molesto.

—¿Qué importan estos pequeños cortes? —gritó—. Aquiles venía cargando desde las filas de los griegos, y la perseguía. Ella le hizo salir hacia la llanura, donde estarían solos y tendría espacio para maniobrar. Consiguió hacerle retroceder y ponerle a la defensiva. ¡El gran Aquiles retirándose y echándose atrás! Pero el éxito la volvió temeraria; se acercó demasiado a su enemigo con el escudo abierto, dejando una diminuta parte de su cuerpo sin protección. Quizás el caballo le infundiese demasiado valor. Lo espoleó para abatir a Aquiles, pensando destrozarlo bajo los cascos. —Meneó la cabeza—. El caballo reculó como una ola de Poseidón, y Aquiles viró bruscamente. Pero mantuvo la lanza levantada, y mientras ella pasaba, él… se la introdujo en ese lugar de su costado que no le cubría el escudo. Cayó hacia delante y el caballo se detuvo. Con horrible lentitud, Aquiles se acercó al animal, diciéndole palabras dulces para calmarlo y evitar que saliese corriendo disparado. Entonces, con la misma calma, llegó hasta él, cogió la lanza y tiró a la amazona del caballo. Ella golpeó el suelo con fuerza. —Hizo un gesto de dolor al recordarlo, y yo también, al imaginármelo—. Aulló, victorioso, y fue a recoger su trofeo, la armadura. Le quitó el casco y entonces lanzó un grito al verle la cara por primera vez y darse cuenta de que era una mujer. Se quedó arrodillado, sujetándole la cabeza; ella todavía estaba viva e intentaba hablar. La miró sin habla, como si estuviera bajo el efecto de un hechizo. Y entonces, algo muy impropio de Aquiles, dejó la cabeza de la mujer en el suelo con gran delicadeza. Luego le quitó la armadura, casi con ternura. Siguió al lado del cuerpo.

Le rodeé los hombros con las manos, que temblaban.

—¿Crees que no sabía que habían venido las amazonas?

—A menos que los griegos tengan buenos espías, ¿cómo lo iba a saber? Y es verdad que con armadura parecen hombres. Mientras él estaba arrodillado junto a ella, un asqueroso hombrecillo llegó y empezó a burlarse de él, diciendo que era una puta y que era mejor dejársela a las aves y los perros, y que si Aquiles se había enamorado de un cadáver. Aquiles se volvió hacia él. Nunca he visto una ira semejante. De pronto, supe lo que habían conocido los troyanos atrapados en el río, y a lo que se enfrentó Héctor. Su ira era como el fuego, como el rayo. Gruñó a aquel hombre, le gruñó como una bestia, y con un solo golpe de su mano, dio en la cara al hombre y le hizo saltar todos los dientes; luego siguió golpeándole el cráneo. El hombre cayó como un montón de carne con la cara ensangrentada, junto a Pentesilea, más muerto que ella, y mientras tanto la mujer se agitaba débilmente.

»Ignorando al hombre como si no fuera más que carroña, Aquiles volvió a ponerse de rodillas y se quedó con Pentesilea hasta que murió. Luego se volvió hacia nosotros, porque no había impedido que nos acercásemos, y dijo: «Lleváosla. Dadle todos los honores. Y tomad la armadura».

—¿Por qué no le matasteis entonces? —le pregunté. Estaba a su alcance, era un blanco fácil.

—Yo… estaba demasiado asombrado. Y me parecía algo deshonroso hacerlo en aquel momento, como si hubiese insultado a Pentesilea.

—¿Insultarla? Era lo que ella quería, lo que había venido a hacer. En aquel momento, habría sido lo justo.

—Me parecía mal asesinar a un hombre que, quizá por primera vez en su vida, estaba mostrando algo de amabilidad. —Meneó la cabeza—. Ya sé que parece una tontería, y ahora lo lamento. Pero me dejé llevar por los nobles sentimientos. Un error.

—Los dioses raramente nos dan una segunda oportunidad —le advertí.

En cuanto dije aquellas palabras quise retirarlas, pero ya estaba hecho. Él había perdido su oportunidad, no había conseguido cumplir su promesa. Pero no era necesario que yo se lo dijera.