LVIII

Antes de que amaneciese, de modo que no estoy segura de que Paris hubiese dormido en absoluto, se había levantado y preparado para la batalla de nuevo. Vi su silueta oscura moviéndose en la habitación. Se inclinó hacia mí y me besó, pensando que estaba dormida. Yo me incorporé y le abracé, intentando que el miedo y la urgencia no me agarrotaran los brazos.

—Hoy será el día —murmuró él—. Lo noto.

—Yo también —dije, queriendo nuestra victoria, pero temiendo nuestra destrucción.

Héctor y sus hombres esperaban en el campo junto a las líneas griegas, y a la nueva luz sus compañeros salieron de nuevo por la puerta para unirse a ellos, y el sol incidió en los radios de los carros, haciéndonos guiños a aquellos que contemplábamos desde las murallas. Fue aumentando el contingente en el campo, hasta que éste quedó cubierto. La zona que estaba junto a Troya quedó vacía; todo el mundo se hallaba junto a los barcos.

Estábamos demasiado lejos para verlos, pero yo sabía que podía remediar aquello. Fui a mi habitación y llamé a Evadne. Ella sabía lo que había que hacer, cómo llevarme hasta allí.

Yo estaba justo ante las líneas. Vi a Héctor, cuyo rostro había adoptado de pronto un aspecto muy envejecido, con su casco, al que había limpiado a toda prisa la suciedad, pero que ya no brillaba, ante los hombres. Saludó a Paris y a Eneas cuando se unieron a él. Estaba dando instrucciones a sus soldados cuando, de repente, en la neblina roja del amanecer, en lo más alto de la zanja defensiva, apareció Aquiles y lanzó un grito. Su voz era tan estentórea que se alzó como una trompeta. Su rostro estaba congestionado y sus labios temblorosos. Chilló a los troyanos que estaba allí para vengar la muerte de Patroclo, y que se proponía matar a Héctor. De alguna manera, había conseguido una armadura nueva aquella noche, y ésta brillaba como un espejo.

Al oír su nombre, Héctor tembló de manera imperceptible. Sólo alguien colocado donde estaba yo lo habría visto; seguramente, Aquiles no. Antes de que Héctor pudiese replicar con un discurso a su vez, sus hombres retrocedieron. Aquella cara maligna, aquella voz de trueno y todas las historias sobre Aquiles como guerrero invencible habían conseguido su objetivo. Los troyanos estaban huyendo.

Sí, huían. Se volvían y empezaban a retirarse desordenadamente, de vuelta hacia Troya. En vano, Héctor y Paris les ordenaban que mantuviesen el terreno.

—¡Lucháis contra un hombre, no contra un dios! —gritaba Héctor—. ¡Seguid firmes!

Pero a su alrededor los hombres retrocedían.

—¡Es mortal, una lanza puede atravesarle! —gritaba Paris—. ¡No desaparecerá!

Pero en vano. La retirada se convirtió en una desbandada. Los troyanos huían llenos de pánico hacia las murallas de su ciudad. Sus aliados, rodeándolos en el campo, no se mostraban más valientes.

Antenor perdió a dos hijos, abatidos por los griegos que los perseguían. Deífobo, que corría junto a Héctor, jadeó:

—¡Debemos refugiarnos todos en la ciudad!

—¡No! —gritaba Héctor—. ¡Nunca!

Las fuerzas troyanas se separaron. Una parte, conducida por Deífobo, se dirigió directamente hacia la ciudad; las otras se vieron detenidas por el río Escamandro, que iba crecido. Aquiles, rugiendo como el propio río, cayó sobre Eneas y le atacó. Eneas se tambaleó y cayó, pero consiguió escapar a la ira asesina de Aquiles. El furibundo guerrero griego tuvo que volver su atención hacia los troyanos atrapados junto al río. De pronto, cayó sobre un muchacho joven, demasiado joven para estar allí, en realidad, y lo destrozó, como si quisiera compensar lo de Eneas. Era Polidoro, el hijo pequeño de Príamo. Seguramente se escapó a través de las puertas con los soldados, desobedeciendo a su padre, y corrió hacia la batalla. El chico se encogió y cayó al río. Aquiles se echó tras él, persiguiendo a los troyanos que se agitaban, con el brazo de la espada moviéndose sin parar, y mató a muchos antes de quedar atrapado en una potente corriente de agua, casi ahogándose. Empapado y más furioso que nunca consiguió salir hasta la orilla.

—¡Matar! ¡Matar! —chillaba, apuñalando el aire a su alrededor—. ¡Que mi brazo acabe cansado de tanto matar!

Los troyanos temblaban como si estuvieran hechizados y acobardados.

—¡No hay nada mágico en él! —grité—. ¡Actuad! —Pero yo sólo murmuraba entre sueños, y mis gritos no llegaron a nadie, ni siquiera a Paris.

¡Paris! ¿Dónde estaba Paris? No le veía. ¡Ah, que se encontrara a salvo!

El Escamandro iba repleto de cuerpos; giraban y se arremolinaban en el agua fangosa, y quedaban atrapados en las ramas. Pero Aquiles ya estaba más allá del río. Aquellos hombres a los que había matado no habían conseguido saciarle. Era a Héctor a quien buscaba, a Héctor a quien ansiaba.

—¡Héctor! ¡Héctor! —chillaba.

Su voz había perdido fuerza, y estaba ronca, pero de algún modo sonaba más amenazadora aún. Se movía como un ave de presa, volando por encima del terreno y dispersando a todo el ejército troyano por las llanuras, hacia delante. ¡Ah, qué vergüenza! ¡Huir todos ante un solo hombre!

Príamo, inclinándose por encima de los muros, dio las órdenes de que abrieran las puertas, y los guardias tiraron de ellas. Los troyanos entraron a la carrera, con gran desorganización y pánico.

¡El ejército entero venía a la desbandada! Todos los comandantes habían huido, el fanfarrón Antímaco, Heleno, Deífobo, el mismo Eneas… y Paris. ¡Ah, gracias a los dioses, Paris estaba a salvo!

Al saberlo, me removí en mi diván.

—Evadne —dije. ¿Podría oírme ella? ¿Mi voz era normal?

—¿Sí, señora?

—Deshaz esto —dije—. Paris ha vuelto. Debo verlo todo con él.

No sé lo que hizo, pero mi visión se desvaneció y lo único que vi fue mi propia cámara. Me sentía débil y desmayada, como si yo hubiese estado también en el campo de batalla.

—Vamos, señora —dijo ella. Me tocó la mano y tiró de mí lentamente. Mis pies se resintieron al tocar el frío suelo.

Como una sonámbula, me dirigí por la amplia calle hacia las murallas. Él venía tambaleándose entre las puertas cuando le vi; corrí hacia él.

—¡Paris, Paris! —Eché mis brazos en torno a su cuerpo.

—Aquiles —dijo—. Lo ha trastornado todo.

—Es sólo un hombre.

—Hace responsable a Héctor de la muerte de Patroclo —jadeaba Paris, intentando contener el aliento—. Es un enfrentamiento personal.

—¡Esto es una guerra! Hay miles de hombres en el campo de batalla —dije.

—Pero para él sólo había tres: él mismo, Patroclo y Héctor. O debería decir que sólo hay uno, él. Ha convertido toda la guerra en algo personal, insultos a su honor y todo eso.

Tuve la horrible tentación de decir: «¿Por una vez no se trata de Helena?». Pero no pensaba pronunciar aquellas frívolas palabras, no en aquel momento.

—Él ha matado a su amigo, y eso es lo que le atormenta. Hizo que se pusiera su armadura y le suplantara, le envió a la perdición porque su propio orgullo no le permitía luchar. Así que, ¿quién ha matado a Patroclo, en realidad? ¿La espada de Héctor o el orgullo de Aquiles? Aquiles conoce bien la verdad.

—Entonces, él traicionó a su amigo.

—Sí, y ahora quiere mitigar su culpa atacando a Héctor, pero ésta nunca se podrá aliviar. Nada puede cambiar ni borrar lo ocurrido.

—Tú estás aquí, estás a salvo —dije.

Que los dioses me perdonasen, que Andrómaca me perdonase, aquélla era mi única preocupación.

Paris se volvió y miró hacia las murallas. El campo estaba vacío. Héctor permanecía de pie, solo. Desde la distancia se aproximaba Aquiles. Había dejado de correr y caminaba lenta y pausadamente, de un modo inexorable. Veía cómo el faldón delantero de su armadura se levantaba al mover los muslos.

—¡Héctor! —exclamó Príamo—. Ven adentro. ¡No te enfrentes a ese hombre! ¡No lo hagas! ¡Tú eres nuestra gloria y nuestra defensa! ¡Oh, piensa en mí, en tu padre! —dijo, y empezó a enumerar todas las cosas espantosas que le ocurrirían si caía Troya, que se vería deshonrado y mutilado, despedazado por unos perros y desnudo.

Hécuba, de pie junto a él, de pronto se inclinó hacia delante. Se desgarró el vestido y le mostró sus pechos marchitos y colgantes:

—¡Héctor, Héctor! —exclamó—. ¡Honra estos pechos, los pechos de tu madre, que te alimentaron! ¡Te lo ruego, ven adentro! ¡No te enfrentes a ese hombre!

Héctor levantó la vista.

—¡Madre, cúbrete! —ordenó. Se volvió. Aquiles estaba a la distancia de un tiro de lanza.

Héctor le miró un momento. El mejor guerrero de Troya mantuvo el terreno, con las piernas bien firmes y separadas, la cabeza alta. Luego, de repente, inesperadamente, dio la vuelta y echó a correr.

Corría más rápido de lo que yo podía imaginar. Dio la vuelta a las murallas de Troya. No podíamos dar la vuelta al recinto interior lo bastante rápido para mantener el paso que él llevaba y seguir viéndole, mientras Aquiles le perseguía. ¿Qué estaría pensando? ¿Que nuestros arqueros podían disparar y matar a Aquiles? Pero Aquiles estaba demasiado cerca de la base de la muralla para eso, y ninguna flecha podía alcanzarle. Y estaba demasiado cerca de Héctor todo el tiempo. Estaba justo encima de él, como ocurre en las peores pesadillas cuando corremos y corremos y la «cosa», lo que sea, se convierte en nuestra sombra y nos pisa los talones.

Tres veces, Héctor dio la vuelta a las murallas de Troya. No podía librarse de Aquiles. Luego, al fin, se detuvo y se enfrentó a él. Parecía que veía a alguien a su lado. Le oí débilmente hablar con Deífobo. Pero éste estaba en el interior de las murallas, con todos los demás. Vi que Deífobo se inclinaba desde las fortificaciones; su rostro, normalmente petulante, se mostraba angustiado.

—¡No, hermano! ¡No, no soy yo! ¡Te engaña, un dios cruel te engaña! —gritó.

¿Le podría oír Héctor, desde tan lejos, allá abajo?

—¡Aquí estoy, Aquiles! —gritó Héctor—. ¡Ya no corro más! Pero antes de moverme, te juro que si te mato conservaré tu armadura, pero no tu cuerpo. Tus camaradas lo tendrán para honrarlo. ¡Júrame a mí lo mismo!

Un silencio y luego una risa espantosa.

—¡Ya llevas mi armadura! O sea, que cuando te mate, la recuperaré y tendré dos. Pero en cuanto al pacto de honor entre nosotros: no, los leones no hacen pactos con los hombres, sino que los desgarran. Los lobos y los corderos no se separan en paz. Uno debe morir. Lo mismo ocurrirá contigo y conmigo.

Dio un paso breve hacia delante y arrojó su lanza, pero falló. Héctor chilló:

—¡Así que el divino Aquiles ha fallado!

Héctor arrojó una lanza a Aquiles, y ésta dio en el escudo pero no lo perforó, cosa imposible, ya que estaba hecho por un dios, y llamó a Deífobo para que le diese una segunda arma. Entonces, Héctor se volvió y vio que no había nadie allí, levantó la vista y vio a su hermano dentro de las murallas.

—Atenea…, ah, perra, diosa enemiga de Troya, me has traicionado.

Atenea, que odiaba a Troya y amaba a Aquiles, había encarnado a Deífobo y de ese modo había dejado a Héctor desvalido en el campo de batalla. Él sabía lo que eso significaba. Su condena, su destino, estaba allí a su lado, respirando la muerte sobre él.

—¡Aaaah! —Héctor buscó su espada y se arrojó hacia Aquiles, moviéndola con toda la ferocidad de la rabia y el dolor desesperados.

Aquiles se mantuvo en pie fríamente, viéndole venir, y gritó: —¡Conozco bien mi propia armadura, dónde está su punto débil!

Arrojó su lanza hacia un lugar junto a la clavícula, en el cuello, mientras Héctor se abalanzaba hacia él.

Por un instante, Héctor quedó suspendido en el aire, atravesado, y luego cayó al suelo, de espaldas, con los brazos extendidos. Aquiles saltó sobre él y gritó:

—¡Las aves y los perros se hartarán contigo!

Héctor todavía se movía, no estaba muerto aún. Sus brazos se agitaban a los lados y su pecho subía. Desde dentro del casco, su voz llegó débilmente:

—Te ruego en nombre de tu madre y de tu padre que no mancilles mi cadáver y que dejes que mis compatriotas me entierren con honor. Toma un rescate por mí, un rescate de bronce y oro, pero entrégame a ellos. —Sus palabras se desvanecieron, su fuerza desaparecía.

Aquiles se echó a reír de nuevo, más fuerte aún, como si hubiese absorbido el poder desfalleciente de Héctor.

—¡No me supliques, perro adulador, y no menciones el nombre de mi madre o de mi padre! ¿Rescate? ¡Nada puede rescatarte, aunque Príamo me diera tu peso en oro puro!

Todavía le quedaba algo de habla a Héctor.

—Entonces…, si no tienes corazón, oye mi maldición. Paris y Apolo te destruirán en la puerta Escea. Recuérdalo. —Y dejó de hablar.

Entonces (era tan vergonzoso que dolía mirarlo, y completamente deshonroso), Aquiles perforó los tobillos de Héctor, pasó una correa a través de ellos y arrastró su cuerpo de vuelta al campamento griego detrás de su carro, riendo histéricamente todo el camino. El pobre cuerpo de Héctor rebotaba detrás del carro, levantando una nube de polvo.

Enterré la cara contra Paris.

—¡No, no! —grité.

Príamo gritaba. Hécuba permanecía en pie como una estatua. Alguien fue a buscar a Andrómaca. Ella había estado esperando en sus aposentos, preparando un baño caliente para Héctor. Tantas veces como había salido él a la batalla, le había dado ella luego la bienvenida en casa. No quería mirar desde la muralla, como si creyera que siguiendo el mismo ritual cada día en sus aposentos le protegería de todo mal. Pero ahora, al llamarla, salió a las murallas a tiempo de ver la nube de polvo del carro de Aquiles que se dirigía hacia el campamento griego.

—Aquiles le ha matado —dijo Príamo—. Mi hijo, tu marido, ha caído.

Ella jadeó y se agarró las mejillas, y al momento cayó desmayada al suelo, y su tocado y su velo cayeron de su cabeza y rodaron por el suelo junto a ella. De igual modo, su vida con Héctor, como él había temido tristemente, había caído en el polvo. Laódice y otras se apiñaron a su alrededor. Pero supe que debía hablar.

—Dejad que la atienda —insistí. Mi promesa a Héctor se imponía.

Dispuse que la transportaran a su habitación de nuevo, ya espantosamente vacía, porque Héctor nunca volvería a entrar en ella cantando, llamándola para abrazarla. Astianacte lloraba en su cuna, lanzando unos gritos penetrantes.

Pero no podíamos preocuparnos ahora de él. No recordaría aquel día, y eso ofrecía un gran consuelo. Andrómaca había caído en una especie de fiebre o alteración mental.

—¡Héctor! ¡Héctor! —llamaba—. ¡Héctor, ven conmigo!

—Cálmate —intenté consolarla—. Héctor ha caído defendiéndote. Te entregó su amor hasta el último momento. Piensa en ti ahora.

—¡Debo verle! —gritó—. Debo prepararle…, oh, no, no puedo…, no puedo vivir sin él. Tengo que preparar su funeral y unirme a él.

—Sí. El funeral. Tardará un tiempo. Hay que hacer arreglos.

—Yo…, yo… —Luchaba por incorporarse.

Y entonces las noticias espantosas.

—Aquiles se ha llevado su cuerpo. No podemos celebrar el funeral hasta que nos lo devuelva.

Ella lanzó un grito de angustia y cayó llorando en la cama.

—Pero tenemos que recuperarlo. Tenemos que recuperarlo.

Cayó la noche y la llanura ante Troya seguía vacía. Príamo envió a unos hombres al amparo de la oscuridad a intentar recuperar los cuerpos de los caídos, repitiendo sus órdenes de no llorar. Pero los hombres le desobedecieron y sus lágrimas quedaron veladas bajo el manto de la noche. Muchos cuerpos no pudieron ser hallados; los desaparecidos en el Escamandro habían ido a parar al mar, otros yacían abandonados entre la hierba. Un cuerpo que sí encontraron fue el de Polidoro, de doce años, el adorado hijo pequeño de Príamo. Me dijeron que cuando lo contempló, lo miró fijamente durante mucho rato y al final dijo:

—Ahora está de la mano con Héctor.

Y se atuvo a sus órdenes de no derramar lágrimas en público.

Sin embargo, Polidoro no iba de la mano con Héctor, porque éste no podía pasar al Hades hasta que tuviera sus ritos funerarios adecuados, y su cuerpo desnudo yacía abandonado ante la tienda de Aquiles.

Gelanor era el hombre del momento; sus espías sabían lo que estaba ocurriendo en el campamento griego y tenían que mantenerse ocultos, para no traicionarse. No podían enviarnos mensajeros, y por lo tanto, esperamos a saber algo, esperamos con desesperación. Al fin, un hombre se atrevió a venir a nosotros y nos informó de que la noche antes Aquiles había celebrado un festín funerario por Patroclo.

—Patroclo lo ordenó —susurró el hombre—. Su fantasma fue a ver a Aquiles y le pidió que le enterrara. Rogó a Aquiles que le dejara libre para ir al otro lado. Llevaba tres días yaciendo muerto sin enterrar, mientras Aquiles arrastraba el cuerpo de Héctor a su alrededor. ¡Como si aquello pudiese complacer a Patroclo! Nada apacigua a los muertos, excepto que se les permita el paso libre hacia el reino del averno. Así que aquella misma mañana, Aquiles construyó la pira funeraria y, como reflejo de su crueldad, mató a doce jóvenes cautivos troyanos, así como perros de caza y caballos, y colocó cuidadosamente sus cuerpos muertos en torno a la pira, como ofrendas. ¿Para qué? ¿Por su propia culpabilidad ante la muerte de su amigo? No podía ser otra cosa. El humo ascendió hacia los cielos, y se anunciaron entonces los juegos funerarios.

—¿Juegos funerarios? —dijo Príamo, cansadamente—. ¿Va a celebrar unos juegos funerarios? —Aquellas mismas palabras hablaban de superficialidad. De eso estaba hecho Aquiles…, de gestos de cara a la galería.

—Sí, las habituales carreras de carros, boxeo, lucha, lanzamiento de jabalinas.

Príamo lanzó un aullido de dolor.

—¡Juegos! ¡Mientras mi Héctor yace deshonrado, desnudo y mancillado!

Entonces alguien se atrevió a preguntar quién participaba en aquellos juegos. La respuesta fue: Diomedes, Antíloco —hijo de Néstor—, Idomeneo de Creta, los dos Áyax, Odiseo, Teucro el arquero, Agamenón y, ¡oh, vergüenza!, Menelao, y la mayor parte de sus comandantes. Menelao, Odiseo y Agamenón se habían curado rápidamente. Pero mejor hubiera sido que sus heridas los hubiesen mantenido apartados de aquel deshonor.

—Pero ahora ya ha terminado todo —dijo Príamo—. Patroclo ha sido enviado en su camino, y nos devolverán a Héctor.

Paris se inclinó hacia delante con el rostro blanco, intentando ocultar su dolor.

—Recuerda que rechazó la petición de Héctor de unos ritos honorables. Dijo que… —Meneó la cabeza. No tenía que repetir la amenaza de las aves de presa y los perros carroñeros. Todos las conocíamos.

Príamo saltó, nada encorvado ya, lleno de su antiguo vigor.

—¡Iré yo mismo a recuperarlo! —Salió de la habitación como un loco.

Consiguió pasar por las puertas, que a su palabra tuvieron que abrirse; sin embargo, una vez en la llanura, Paris le alcanzó y le retuvo, sujetando el cuerpo de su padre con sus fuertes manos. Justo detrás de él iba Deífobo, decidido a no ser menos. Ya había empezado la disputa por las posiciones entre los hijos que le quedaban al Rey. Y junto a él, Heleno, el del cabello rojo y los ojos inexpresivos, también competía por atraer su atención. Paris los apartó a todos y se llevó a su padre al interior de las puertas.

Ya era la tercera noche desde la muerte de Héctor, y los llantos y lamentos en Troya se podían oír incluso dentro de nuestras habitaciones, en toda la ciudad. Yo volví a tejer. Aquello me calmaba, me tranquilizaba. Con las manos temblorosas, de pie frente al telar, intenté pasar los hilos de lana por mi tapiz, pero se atascaban y tuve que apartarme, entre lágrimas.

Paris estaba de pie junto a mí.

—Juro aquí y ahora que vengaré a Héctor —dijo—. Yo mataré a Aquiles.

Héctor había dicho lo mismo, con su último aliento. Paris lo oyó y se lo tomó como obligación juramentada. Pero ¿cómo se podía hacer aquello?

—No me importa qué medios tenga que usar para matarle, no me importa nada del honor ni de la costumbre. Lo único que quiero es que muera. Si tiene que ser con un vestido contaminado o con una flecha empapada en veneno, ¿qué importa? El noble Héctor se enfrentó a él con justeza y murió. Yo mataré a Aquiles. Él caerá por mi mano. —Me cogió las manos, las besó—. ¿Comprendes lo que digo? Le mataré. Si yo muero y si alguien me llama deshonroso por la forma que tuve de matarlo, ¿tengo tu promesa de que nunca te avergonzarás de mí?

Le miré.

—Es imposible que me sienta avergonzada de ti alguna vez.

—Parece que tú y yo hemos traído la muerte con nosotros a Troya —dijo—. ¿Nos enfrentaremos a ella con fortaleza o nos acobardaremos y nos esconderemos? —Me atrajo hacia él—. Helena, quiero vivir contigo hasta que la vejez nos alcance y nos separe al uno del otro. Pero esta guerra…

La guerra que nosotros habíamos traído, pensé yo. No podíamos dejar que Príamo y Andrómaca y Troilo pagaran el precio por nosotros.

—Nuestra guerra —dije—. Es muy adecuado que muramos en ella.

—Entonces, lo comprendes de verdad.

—Comprendo que hemos atraído todo esto sobre nuestras cabezas y las cabezas de los demás. Oh, Paris, deberíamos haber navegado muy lejos de Troya, como dijimos… —Si hubiera podido cambiar la vela de aquel barco…

—Pero no lo hicimos. Estamos aquí. Y aquí debemos resistir.

La noche había pasado lentamente. Por la mañana me levanté y vi una mancha larga y roja que marcaba las piedras debajo de uno de mis joyeros. Sabía lo que era antes de examinarlo: el broche rezumante de Menelao lloraba sus lágrimas de sangre por los muertos. No valía la pena ir a buscar un trapo para limpiarlo, porque la mancha no se desvanecería hasta que terminase aquella guerra, tal y como pretendía Menelao.

Los días siguientes no parecieron días, sino noches perpetuas. Cuando los recuerdo, sólo veo antorchas, sombras, guardias nocturnos, murciélagos, tinieblas y rincones oscuros. Parecía que el sol no volvería a brillar nunca. Héctor había muerto y Troya se sumergía en la noche eterna.

Habían pasado ocho noches desde que los fuegos funerarios ardieron por Patroclo. Los juegos se habían celebrado, y los huesos de Patroclo se habían reunido y permanecían colocados en una urna de oro. Pero el odio de Aquiles se alimentaba de sí mismo y crecía, más que extinguirse como la pira. Príamo se había encerrado en su palacio, insomne y medio loco. Sabía que Aquiles estaba deshonrando el cuerpo de Héctor manteniéndolo atado a su carro y conduciéndolo en torno a la pira funeraria con regocijo. ¡Ocho días! Aquella noble forma habría empezado a descomponerse, y al aire libre, donde todo el mundo podía verlo.

Los mensajeros de Príamo eran despachados y su oferta de rescate por el cuerpo fue recibida con risas.

—Le dije al propio Héctor que no aceptaría rescate por su cuerpo ni siquiera por su peso en oro, no bronce sino oro puro. ¡Hasta veinte veces su peso! Lo tendrán las aves, y lo que quede se lo daré a los perros. —Una risa salvaje resonó en el casco del mensajero, y Aquiles corrió a su carro y lo sacó, con Héctor arrastrando detrás—. ¡Mira hasta hartarte! —chilló, azuzando a sus caballos.

Paris y Deífobo intentaron hacer un trato con Aquiles, pero Príamo se lo prohibió.

—¡Y no desobedezcáis como vuestros dos hermanos muertos! —dijo—. Nadie debe ir más que yo.

Los ruegos de Hécuba, las súplicas de Andrómaca, las advertencias de Heleno, nada consiguió disuadirle. Príamo se despojó de todas sus vestimentas reales y fue a suplicar a Aquiles.

—Si me mata, sea. Ya estoy muerto, ya que debo hacer lo que nadie ha tenido que soportar nunca…: besar la mano del hombre que ha matado a mis hijos. Así que dejadme morir después.

La novena noche salió conduciendo él mismo una carreta con mulas. Las puertas se abrieron ante él y la carreta bajó por la llanura, dirigiéndose por el sendero entre los campos y a través del vado del Escamandro. Llevaba dos antorchas montadas a cada lado de la carreta, y vimos que sus puntas llameantes se volvían cada vez más débiles hasta que desaparecieron en la noche. Se encaminaba él mismo directamente hacia el corazón del enemigo.