Vi que venía el amanecer y supe que los ejércitos se estarían agitando ya, aunque en realidad no hubiesen dormido en absoluto. De pronto sonaron unas trompetas y unos pregoneros, con la voz temblorosa alzándose en el aire helado, gritaron que Príamo se dirigiría a la ciudad en el amplio espacio de abajo, junto a las murallas.
El viejo rey (que ahora parecía más viejo incluso), flanqueado por Hécuba y su último hijo, Polidoro, que apenas llegaba a los hombros encorvados de Príamo, levantó las manos para pedir silencio. Habló del triunfal ataque al campamento griego y nombró a los aliados que se habían unido a nosotros: los dardanios, bajo el mando de Eneas; los peonios y los carios, con sus arcos retorcidos; los paflagonios y los licios, bajo el comando conjunto del noble Sarpedón y su primo Glauco. Los tracios y sus famosos caballos blancos ya estaban en el campo con su rey, Reso. Además, se rumoreaba que las amazonas y una compañía de etíopes estaban ya de camino. En ese momento, los aliados superaban en número a los troyanos. Así que para poder alimentarlos y equiparlos sería necesario vender tesoros troyanos a los frigios y a los meonios. Sus hombros se encorvaron más aún al anunciar aquello.
Mientras hablaba, un guardia se adelantó y le susurró algo al oído. Él se detuvo y parpadeó y luego se volvió hacia nosotros.
—Parece ser —dijo— que nuestro amigo y aliado, el rey Reso, ha sido asesinado mientras dormía en el campo, sus hombres están muertos y sus caballos han sido robados. —Arrastraba cada palabra como una pierna coja—. Habrá otras muertes. —Se enderezó y levantó la barbilla—. Así es la guerra. Muerte y sorpresas. Cuando vayáis a recoger los cuerpos de los camaradas caídos, prohíbo que ninguno de vosotros llore. Es demasiado desalentador. Llorad, si tenéis que hacerlo, pero en la privacidad de vuestras propias habitaciones.
La guerra ya estaba por todas partes: en las voces de los tenderos y los mozos de cuadras y picapedreros, en los ojos de los extraños, refugiados que llenaban nuestras calles, en los tirones de los niños que robaban y en la mirada turbia de las ancianas viudas. En los puestos de venta ya habían desaparecido los sacos de comida, el vino era un artículo atesorado en secreto, y se mantenía a las cabras apartadas de la vista para que nadie se las llevara. El combustible escaseaba; de lo contrario, muchos más altares con sus fuegos habrían enviado el humo de sus ofrendas hacia el cielo. Nadie quería gastar su carne ni su leña de esa forma, de modo que sólo las voces, que eran gratis, suplicaban a los dioses. Los hombres más capacitados se habían ido al campo de batalla, y sólo los niños, los lisiados y las mujeres quedaban caminando por las calles. Los jóvenes habían perdido ya su ansiedad por la guerra, lamentando el día en que ésta empezó. Y el robo de los caballos tracios había desanimado muchísimo a los troyanos: conocían la profecía que decía que Troya nunca caería si esos caballos bebían de las aguas del Escamandro, cuando en realidad nunca habían llegado al Escamandro. Sólo quedaba la esperanza de que los griegos, ignorantes de tal hecho, se lo permitieran más adelante. De otro modo, dos de las cinco profecías que conducían a la caída de Troya se habrían cumplido.
El sol brillaba con fuerza aquel día, el día que cambió el curso de la guerra. Veíamos poca cosa desde donde estábamos, excepto remolinos de polvo. A veces, el estruendo de la batalla venía traído por el viento, pero eso no nos decía nada. Sin embargo, los troyanos que quedaban se alineaban en las murallas deseando ver y oír.
Evadne y yo volvimos a mis habitaciones. Ella me rogó que me echara, y yo la obedecí. Encendió incienso, y dejó que su aroma almizclado y dulce se elevara en la habitación, sin prisa alguna por dejarlo escapar por las ventanas.
—Veremos mejor desde aquí —dijo—. Sin los ojos.
—Ya no puedo ver las cosas lejanas —repuse.
—Sí, sí que puedes —susurró ella, acariciándome los párpados cerrados—. ¿Crees realmente que fue Afrodita quien te llevó a la llanura cuando Paris se enfrentó a Menelao? —Ella se rio con suavidad—. Fue tu propia visión. La diosa, como de costumbre, quería confundirte. Ahora puedes viajar tú sola hacia allí.
Aspiré el denso aroma de la madera de sándalo y el alcanfor. Noté que mis brazos se quedaban flácidos, y que yo misma flotaba por encima del diván.
Evadne me cogió la mano.
—Estoy contigo. Vamos juntas. Cuando estemos allí, abre los ojos.
Cuando ella me lo dijo, abrí los párpados. O imaginé que lo hacía. ¿Estaría soñando? No vi los muros de la habitación familiar, sino que me encontré junto a Paris, que estaba sucio y cansado. Murmuraba algo mientras trasteaba con una correa de su armadura. Héctor iba y venía por allí cerca, dando órdenes a los hombres. Antímaco también estaba allí patrullando, dirigiendo la organización de los carros. Estaban preocupados por cruzar la profunda zanja que había frente a la empalizada que protegía el campamento enemigo y los barcos. Era exactamente el mismo tipo de defensa que teníamos en Troya en torno a la ciudad inferior, y estaba diseñada también con el mismo objetivo que la nuestra: detener a los carros.
Héctor chillaba y decía que nunca se retirarían hasta haber expulsado a los barcos hacia el mar. Dio la orden, demasiado pronto me pareció a mí, pero en batalla llegar tarde es fatal. Los carros cargaron. Fueron incapaces de cruzar la barrera.
Héctor dejó su carro y asaltó las puertas y la muralla que tenía ante él a pie, sólo con sus propias fuerzas, acompañado de Eneas y Paris. Los licios iban justo a su lado, y fueron los primeros en llegar a las puertas. Más tarde Héctor fue descrito como «un dios», y quizá lo fuese. Arrojó una enorme piedra hacia la puerta y su madera tembló y cedió, sus cerrojos se rompieron y los troyanos entraron en tromba, lanzando gritos de guerra.
Ya estaban en el mismísimo campamento griego. Como hormigas en un hormiguero tomado por sorpresa, los griegos se desperdigaron, corriendo por aquí, por allá, por todas partes. Algunos se refugiaron en los barcos; otros corrieron hacia sus chozas; otros, por último, se reagruparon y atacaron. Agamenón, Menelao y Odiseo no estaban por ninguna parte; los líderes heridos suelen esconderse.
La lucha era tan confusa y encarnizada que sólo veía relámpagos momentáneos. Héctor y otros prendieron fuego a algunos de los barcos, que formaron una buena hoguera. Áyax, el grandote, no el camarada más pequeño, mantuvo el terreno junto a la cubierta de un barco, y consiguió detener a Héctor. Blandía una pica con punta de bronce de dos veces la longitud de un hombre normal, y desafió a Héctor. Éste consiguió desviar y romper la punta de la pica de Áyax, de modo que ésta se convirtió en un simple palo poco manejable.
Las bravatas llenaban el aire en ambos lados, de modo que un hombre sordo habría tenido una gran ventaja al no oír todo aquello.
Apareció Odiseo chillando como una mujer que se ha vertido sin querer agua caliente en el brazo. Poco podía hacer, sin embargo, a causa de sus heridas.
—¡Id al mar, cobardes! —gritó un troyano, y él y sus hombres cargaron hacia los buques.
Pero gradualmente el ataque flaqueaba. Los barcos no huían, y sólo unos pocos ardían en realidad. Misteriosamente, la oleada de la batalla dio la vuelta y los troyanos empezaron a retroceder. Paris estaba a salvo, igual que los demás comandantes. Pero mientras se retiraban, Áyax saltó de su barco y agarró una de las enormes piedras que se usaban para sujetarlos. Se la arrojó a Héctor y acertó, lo que le dejó caído en el suelo. Sus camaradas se arremolinaron en torno a él y le arrastraron: lo llevaron a salvo detrás de la zanja. Estaba inconsciente y escupía sangre.
Cayó la noche. Entreví vagamente la cortina de oscuridad que flotaba a mi alrededor, pero, aun así, no me moví. Moverse era interrumpir la visión, y quizá no fuese capaz de volver a provocarla. No tenía hambre ni me sentía cansada, flotaba como si todas esas cosas no me preocupasen.
Paris estaba echado, apoyando la cabeza en los brazos doblados y con el casco a su lado. Se había quitado las grebas y también el peto, pero se había dejado puesto el pesado corselete de lino. Sus ojos miraban ante sí, vacuos; parecía asombrado y se iba volviendo hacia Héctor. Su espada y arco estaban cuidadosamente colocados a ambos lados. Junto a él, Deífobo se frotaba los brazos con aceite y se jactaba de las muertes del día. Miraba también al vencido Héctor, pero no había ni un ápice de la tristeza de Paris en su rostro. Anhelaba el lugar de mando de Héctor. Con qué desnudez se percibía esto a la luz del fuego, cuando pensaba que nadie le miraba…
Antímaco iba dando grandes zancadas por el campamento, animando a sus hombres. En momentos como aquéllos, Antímaco era lo que se necesitaba. Todos los hombres tienen su lugar.
Al amanecer todo volvió a cambiar de nuevo. Apareció Aquiles a caballo, con su armadura. ¡Aquiles! ¿Qué se habría hecho de su enfado, de su negativa a luchar? Confusos, los troyanos retrocedieron. Héctor se movió, recuperando el sentido justo a tiempo de ver a Aquiles amenazante por encima de la zanja.
—Sería prudente retirarse —dijo.
La llegada de Aquiles cambiaba todas las tácticas. Cierto, era sólo un hombre, pero había tantas profecías y leyendas sobre él que debían tratarle como si fuera más de uno.
La simple presencia de Aquiles y sus tropas frescas infundió nuevo valor a los cansados griegos, que atacaron entonces con vigor. De repente, la tranquila retirada de los troyanos se convirtió en una carrera hacia las murallas de la ciudad. Los carros iban bamboleándose locamente y los hombres a pie corrían con toda la rapidez que podían. Los griegos los perseguían y alcanzaban a los más lentos, presentándoles batalla.
Aquiles iba en cabeza. Alcanzó a los licios y atacó a Sarpedón, su líder. Los hombres quedaron uno frente a otro, se arrojaron lanzas. Sarpedón cayó y Aquiles se regocijó. Se inició entonces una lucha encarnizada por el cuerpo de Sarpedón, pero éste desapareció y nadie vio adónde había ido a parar.
Envalentonados, los griegos corrieron entonces hacia la ciudad y una compañía intentó escalar los muros, dirigiéndose de nuevo hacia la parte más débil. Pero nuestras reparaciones aguantaron. Entonces, con su objetivo por fin lo bastante cerca, los hombres de Gelanor lanzaron las bombas de escorpiones entre ellos; los contenedores de arcilla se rompieron y liberaron su carga, que picaba y mordía. Los hombres cayeron de las escalerillas y se arrastraron y retrocedieron desde las murallas, chillando.
Entonces, con su dorada armadura resplandeciente, Aquiles asaltó las murallas en persona, como si pudiera subirlas con las manos desnudas. Corriendo muy rápido y saltando tanto como le permitieron sus fuertes piernas, alcanzó casi la mitad de los empinados lados oblicuos del muro, y luego se deslizó hacia atrás de nuevo. Cayeron piedras, más bombas de escorpiones, pero por tres veces Aquiles casi consiguió escalar los muros, chillando como un águila en vuelo. Más tarde, alguien dijo incluso que sus dedos habían rozado la parte superior, y que fue empujado hacia abajo como por un escudo de bronce invisible. Gritando, cayó de nuevo al suelo y aterrizó pesadamente de rodillas.
Luego se vio rodeado de troyanos y desapareció en medio de ellos; al cabo de un instante, salió tambaleándose, herido y dando tumbos. Fue atacado por detrás por un soldado sin nombre. Entonces, Héctor, de repente, bloqueó su camino, levantó su lanza y le abatió.
Se quedó echado en el suelo, agitándose. Héctor, reclamando su botín, arrancó el casco y lo levantó bien alto. Luego lo arrojó a un lado y se inclinó. Era la armadura de Aquiles, sí, pero dentro de ella estaba Patroclo. A quien había matado era a Patroclo. Y oí a Patroclo murmurar estas palabras: «Tú también morirás pronto. El destino y la muerte se ciernen sobre ti, la muerte a manos de Aquiles, el bello hijo de Peleo».
Héctor gruñó y arrancó su lanza del cuerpo sin vida. No dio señales de haber oído ni atendido a aquellas palabras. Levantó la vista hacia las murallas desde donde le llamaban sus compatriotas, instándole a él y a sus hombres a que entrasen.
—Primero tengo que hacer algo —dijo.
Empezó a quitar la dorada armadura al hombre muerto. Primero le quitó el peto, finamente labrado, y lo arrojó al campo, y luego tras él las grebas, y colocó el casco como remate encima de todo. Eran los aparejos de un rey, la famosa armadura entregada por los dioses al padre de Aquiles, un botín muy valioso. Héctor pidió un carro y arrojó en su interior el botín. El cuerpo del caído Patroclo yacía ensangrentado y desnudo. Antes de que Héctor y sus hombres pudieran colocarlo también en la carreta junto a la armadura, Menelao y otro hombre salieron corriendo de entre los griegos y empezaron a luchar por él con Héctor. Cada parte cogía un miembro y luchaban como chacales sobre una carroña, tirando, empujando y gruñendo. Me sorprendió la ferocidad de Menelao, a pesar de sus heridas. Al final, los griegos consiguieron el control del cadáver y se lo llevaron a su campo, custodiado por los dos Áyax.
—¡Adentro, adentro! —gritaba la gente desde las murallas—. ¡Celebremos vuestra gran victoria!
—¡Cuando la batalla haya terminado, cuando se vayan los griegos! —gritó Héctor.
Insistió en quedarse en el campo junto con sus hombres. Pero a los demás les permitió volver a pasar la noche. Quizá no quisiera enfrentarse a Andrómaca, sabiendo que no tendría la fuerza suficiente para una segunda despedida.
La puerta Escea crujió al abrirse, cuando los guardias echaron atrás las gruesas hojas, y los soldados entraron tambaleándose, cubiertos de polvo y arrastrando los pies. Sus familiares, que los esperaban ansiosos, corrieron a llevárselos para darles baños calientes y comida, y aquellos que no tenían familia fueron al comedor de los soldados. Tras ellos, los heridos fueron conducidos a través de la ciudad al espacio cada vez más poblado en el otro lado, donde los enfermos, lisiados y moribundos permanecían tendidos en hileras, atendidos día y noche por mujeres y físicos.
Andrómaca se había escondido en su habitación, tejiendo. No salió a las murallas ni esperó a Héctor de otro modo que no fuese en privado. Algunos pensaban que era por orgullo, pero yo sabía que era por miedo
—Despierta, señora —me susurraba Evadne—. Despierta, él llega.
Sin embargo, en realidad, no había estado dormida. Estuve suspendida, como el humo, en algún lugar entre la vigilia y el sueño, entre aquí y otro lugar. Volver fue difícil, fue como si tirase de mí una larga cuerda hasta alcanzar el suelo. Luchaba por quedarme donde estaba, pero el tirón era demasiado fuerte.
—Helena. —De pie junto al diván estaba Paris, igual que como le había visto en mi visión. Ahora iba más sucio, su armadura tenía más abolladuras y rozaduras profundas, pero su persona estaba a salvo—. ¡Hemos luchado bien! Oh, ¿cómo has podido dormir todo el tiempo?
Me incorporé. ¿Cómo decirle que lo había visto todo? ¿No arruinaría eso la ilusión de contármelo?
—Si no hubieses vuelto, no me habría despertado nunca. Es mejor así —dije. Toqué su pelo, el oro manchado de polvo y sudor.
—Conseguimos llegar hasta el campamento griego —dijo, y se quitó el peto—. Héctor, Eneas y yo dirigíamos la carga a través de la puerta… Héctor la abrió de par en par con una piedra. ¡Y prendimos fuego a los barcos!
—¡Maravilloso!
—Hemos pasado la noche en el campo. Pensábamos continuar con las primeras luces, y quemar el resto de los barcos, pero no ha podido ser.
—Pero hemos visto humo…
—Sólo el humo de la noche anterior. Pero casi al salir el sol ha aparecido Aquiles, dirigiendo tropas frescas. No podíamos acercarnos más para quemar más buques.
—Aquiles… —Oh, no podía contarle lo que había visto. Debía oírlo todo de nuevo, y oírlo de Paris lo hacía nuevo para mí—. Pensaba que estaba enfadado y que se negaba a luchar.
—Quizá (eso pensábamos) hubiese quedado chamuscado por nuestros fuegos, furioso al ver que nos acercábamos tanto, conmocionado al ver que habíamos herido a los líderes. O quizá vio su oportunidad, porque Agamenón estaba herido. En cualquier caso, allí estaba, reuniendo a los griegos, y poco a poco nos ha ido echando atrás.
—Tiene el poder de darles nuevos ánimos.
—Nuevas piernas, en cualquier caso. Los mirmidones no habían luchado todavía, ya que se habían pasado todo el tiempo sentados con su líder, de modo que estaban ansiosos por luchar. Los ha conducido hasta los muros de Troya… Eso lo habrás visto, ¿no?
—Ah, sí, pero había muchísima gente. Cuéntamelo.
—Ha intentado trepar la muralla él solo. Su furia y su velocidad casi le llevan por encima. Pero Antímaco chillaba que algo no iba bien. Cualquiera que hubiese visto correr a Aquiles se daba cuenta de que aquel hombre era más lento. Y sus tiros de lanza no iban tan lejos como debían. De modo que cuando Héctor le ha matado…
—Fácil, ¿fácil?
—Demasiado fácil. A Héctor no tendría que haberle sorprendido tanto averiguar que era Patroclo, y no Aquiles, el que iba dentro de la armadura.
—¿No tenía ni idea, de verdad?
—Estaba atrapado en medio de la lucha, y confundido por la armadura. De manera que sí, ha sido una sorpresa. Ha cogido la armadura y ahora está aquí, la tienen expuesta en el palacio de Príamo.
—He oído decir que nadie salvo Aquiles podía llevarla, porque era muy pesada e incómoda, pero está claro que no era cierto.
—Héctor quiere ponérsela. Mañana iremos a luchar de nuevo —dijo Paris—. Pero eso será mañana.
Le abracé, apretándole muy fuerte junto a mi cuerpo a pesar de su corselete empapado de sudor. Que Afrodita me perdonara, pero el sudor de un amante huele mejor que cualquier perfume. Creo que nunca le había visto más guapo; quizá sea cierto que la guerra es un adorno para un hombre, igual que la joyería lo es para una mujer.
Héctor se había quedado a dormir fuera, en el campo. Patroclo yacía muerto en el campamento griego. Paris en mis brazos, en nuestro alto palacio. Me pregunté brevemente cómo pasaría Aquiles aquella noche. No sabía que estaba esperando un nuevo conjunto de armadura, hecho a toda prisa por los dioses, para venir y destruirnos por la mañana.