LVI

Héctor sobrevivió a la batalla de aquel día, y regresó a la ciudad entre grandes aclamaciones. Luego desapareció en su casa, donde yo sabía que Andrómaca le abrazaría, ignorante de que él la había encomendado a mí para su seguridad.

Estaba muy preocupada por su encargo: dos cosas, cuidar de ella y, sin tener en cuenta lo que ocurriese, sobrevivir. «Tú eres una superviviente», me había dicho, y sonaba como algo feo en sus labios. Una superviviente era una rata…, ¿no decía el adagio que abandonaban los barcos que se hundían, que rebuscaba en la basura para sí, sin orgullo ni moral, que vivía sólo para sí misma? ¿Era eso lo contrario de la nobleza? ¿No había dicho Gelanor que Héctor era demasiado noble, y que no hay forma de ganar las guerras? ¿Seríamos iguales Gelanor y yo, él con sus bombas de insectos y su arena caliente y yo con mi instinto de conservación? Pero seguro que Héctor estaba equivocado. Si la conservación hubiese sido la prioridad en mi mente, nunca habría huido de Esparta.

Sí, estaba equivocado. Tenía que estarlo.

Pasaron varios días, una tregua informal. Luego me llegaron noticias de que Antenor había sugerido aquella vieja y gastada idea de devolver a Helena a los griegos. Antes de que pudiera airearla públicamente, sabía que debía presentarme ante él.

Un asunto oficial, nadie podía negarse a ver a la famosa Helena. Sabía que Antenor no me rechazaría, fueran cuales fuesen los sentimientos que experimentaba hacia mí en privado. Cuando me anunciaron en la puerta, me dijeron que el consejero me vería de inmediato. Entró arrastrando su larga túnica. Su rostro aparecía sonriente, como correspondía a su cargo.

—Mi querida princesa —dijo, inclinando la cabeza.

—Estimado consejero —respondí.

—Vamos, hablemos en privado. —Movió su brazo en un amplio gesto, una señal para sus sirvientes de que aquella reunión no debía sufrir interrupciones. Le seguí hacia unos aposentos más recluidos.

La habitación no era muy grande, pero cada objeto de ella había sido elegido con buen ojo para el placer. Había una jarra de arcilla modelada con un dibujo de un pulpo oscuro, que descansaba en el suelo, y varias copas de oro puro aparecían en unos estantes poco profundos que sobresalían de las paredes. Las sillas estaban envueltas en telas teñidas de bonitos colores de Sidón, y hasta los taburetes tenían los pies tallados e incrustaciones de marfil. Dos quemadores de incienso de bronce humeaban.

Antenor me los señaló.

—Uno de ellos quema ciprés seco; el otro, hisopo. Cada uno de ellos por separado lo encuentro demasiado fuerte, pero ambos mezclados… —se adelantó y abanicó el humo—, ¡qué buen matrimonio! —Inhaló profundamente. Sólo entonces se volvió hacia mí—. ¿A qué debo este honor?

—Lo sabes muy bien —dije, instalándome en una de las sillas…, bastante incómoda, a pesar de todos sus envoltorios—. Tu sugerencia una vez más de que me devuelvan a los griegos. Serás consciente de que mi regreso ya no puede evitar la guerra.

¿Debía hablarle de mi propio intento? No.

—¿Y por qué dices eso?

—Al único que le preocupa es a mi antiguo marido, Menelao —dije—. En cuanto a los demás, no descansarán hasta haber saqueado Troya y haber robado sus riquezas.

Me observaba con curiosidad. ¿Acaso no me entendía?

—Oí a Agamenón hablar de Troya hace mucho tiempo. Quería venir aquí. Devolverme no le disuadiría.

Antenor se echó atrás y cruzó las manos.

—¿Temes regresar con ellos?

¡Aquello era demasiado!

—¡No! Estaba dispuesta a hacerlo. Pero mentes más sabias me convencieron de que no tenía sentido alguno. Y los escuché. Los griegos no han recorrido todo este camino por Helena. No soy tan ilusa como para creer eso.

Me miró como si no supiera si podía confiar en mí o no. Le devolví la mirada. Las antiguas alusiones que hizo mi madre a mi padre acerca de la visita de un troyano durante su ausencia empezaron a rondar por mi cabeza.

Él era muy guapo, realmente hermoso. Del tipo que gustaría a una reina después de una larga temporada de soledad. Su pelo, el remolino que le formaba en la coronilla, era igual que el mío.

—Eres una mujer muy lista —dijo al final.

—Lo he heredado —respondí.

—¿De quién?

—No lo sé, pero quienquiera que sea, debería honrarle.

—Sí, realmente, uno debe honrar a sus antepasados —asintió—. De modo que no habrá ninguna propuesta a los griegos. Muy bien. Y ahora, amiga mía…

—¿Eres mi amigo? Si es así, me alegro mucho. Los amigos a veces se remontan a largo tiempo atrás, y creo que tú visitaste en una ocasión Esparta y conociste a mi madre y a mi padre.

Él levantó las manos.

—Tu padre estaba fuera. Luchando con Hipocoonte. Pero tu bella madre me dio la bienvenida. Me condujo a palacio, un lugar hermosísimo, que dominaba la llanura y el serpenteante Eurotas. Recuerdo que nosotros…

—Indudablemente, te agasajaron como es debido —sugerí.

Me dirigió lo que en su caso podía pasar como fruncimiento de ceño, porque era demasiado educado para fruncirlo de verdad.

—Pero antes ella me llevó a dar un largo paseo junto al Eurotas, que estaba muy crecido por el deshielo. ¡Qué río más delicioso! Y allí había unos cisnes majestuosos, mayores de los que yo jamás había visto. ¡Uno de ellos nos persiguió! Creo…, ah, perdóname, Helena, si titubeo al buscar las palabras…, tenía unas plumas magníficas, diferentes de todas las que he visto…, de un blanco cegador… —Se levantó y revolvió en una caja de madera pequeña, con grabados—. Está por aquí en alguna parte, lo sé… —Al final cogió una pluma y la agitó—. ¡Aquí! ¡Aquí está la pluma! —La puso en mi mano.

Allí estaba, resplandeciente. Era el mismo tipo de pluma que había visto en la caja de mi madre. Su brillo, después de tantos años, no se había empañado. ¿Era entonces el cisne lo que atesoraba ella, o el recuerdo del hombre que lo había visto con ella? En realidad, ¿quién era mi padre?

El tiempo pasaba de una forma irregular. Justo cuando parecía que iba a ocurrir algo memorable, una batalla decisiva, una decisión emocionante, el tiempo se congelaba y nos quedábamos inmóviles, suspendidos en un mar de inacción.

Pero todo era una ilusión. El tiempo seguía corriendo, más rápido de lo que parecía. ¿Era el mundo natural una marca fiable? ¿Crecían normalmente los árboles, o eran los juegos de los dioses los que guardaban el paso de las estaciones? Los miraba y podía asegurar que sí, que habían crecido un año entero, ¿había pasado un año, por tanto? Parecía que los griegos llevaban en Troya muchísimo tiempo; otros días parecía, en cambio, que acababan de llegar. Nosotros veíamos pasar las estaciones, pero parecía que no había auténticos cambios: los griegos esperaban, y esperaban, y esperaban, y nosotros también.

Una noche fría y clara, Gelanor vino al palacio. La media luna brillaba tristemente sobre el terreno irregular y lleno de baches que se extendía entre nosotros y el campamento griego. Nada se movía allá abajo. El mar que estaba detrás resplandecía débilmente. Las olas siempre capturaban cualquier luz que hubiese y la devolvían, parpadeando.

—Héctor y yo hemos estado entrenando a un espía que a él le ha impresionado especialmente —dijo—. Se llama Dolón. Por supuesto, ése no es su verdadero nombre, ¿quién sabe cuál podría ser? Va a reconocer el campamento griego pasando las murallas.

—Pensaba que ya tenías gente allí —dijo Paris.

—Y así es. Pero Héctor no, y para él es importante entrenar a alguien. Creo… Dolón quizá no sea el hombre que yo habría elegido. Pero no importa —dijo con rapidez.

—Nadie nos oye —le aseguré—. No hay espías aquí…, a menos que tú los hayas enviado, jefe de espías. ¿Por qué dudas tanto con Dolón?

Él torció la boca, algo que siempre hacía cuando pensaba.

—Dolón es muy vanidoso…, y el enemigo puede usar eso. Si apelan a su vanidad, su precaución desaparecerá. Un buen espía no tiene vanidad. ¿Por qué iba a tenerla? Su identidad es falsa, ya de entrada.

—Algunos hombres pueden encontrar imposible dejar a un lado su identidad y apartarse de ella —dijo Paris.

—Tales hombres no deberían ser espías —replicó Gelanor—. La vanidad ha traicionado a más espías que informadores.

Mientras el frío viento susurraba a través de los árboles del exterior, dejamos que el vino nos calentase, saboreando la tranquilidad del tiempo que pasábamos juntos. Casi puedo vernos ahora como nos habría visto un pintor: Gelanor sentado tranquilamente en un taburete; Paris, joven y resplandeciente; yo, tan feliz con mis seres amados a mi lado, sus rostros tan cerca que podía alcanzarlos y tocarlos con la yema de los dedos.

Una vez más, ambos ejércitos se preparaban para la batalla. Los troyanos salían a través de la puerta Escea, como de costumbre, aunque la compañía me parecía mayor en aquella ocasión. Quizá se le hubiesen unido más soldados rasos. Teníamos noticias de que los tracios estaban cerca y que llegarían hasta nosotros al cabo de pocos días. Muy cerca, detrás de ellos, venían los licios, los carios y los misios. Las amazonas, que venían de la distancia más lejana, serían las últimas.

Aquélla era la batalla más grande librada hasta el momento. Era como si, finalmente, los griegos se hubiesen dado cuenta de que habían venido aquí a luchar, después de tantas estaciones sentados en la costa, o haciendo pequeñas incursiones de prueba en los campos, y estuvieran ya dispuestos a hacerlo. Podíamos ver la línea de demarcación donde se reunirían los ejércitos, al principio en el centro de la llanura; luego, a medida que el día avanzaba, retrocediendo cada vez más y más hacia el campo griego. Más tarde, cayó la oscuridad.

Nadie volvió a Troya. Nuestros guerreros acampaban fuera, en el campo. Desde mi tejado podía ver los puntitos de luz de las hogueras, extendidas en la llanura. Estaban muy cerca de las líneas griegas. Los griegos debían de haber retrocedido hasta detrás del muro defensivo de su empalizada, para agazaparse allí. ¡Adelante, troyanos! ¿Qué tal les habría ido aquel día?

¡Ah, les había ido maravillosamente bien, y mi Paris había estado magnífico! Había herido e incapacitado a Macaón, su físico, y a Eurípilo, el encumbrado hijo de Eumón, y lo mejor de todo, a Diomedes, el advenedizo fanfarrón y jactancioso que había herido a Eneas en una batalla anterior. La única decepción era que todo aquello lo había conseguido con su arco, y Diomedes se burló de él por ello, pero ¿qué importaba? Diomedes lo había dicho sujetándose la herida, con los dientes apretados por el dolor. Y mucho mejor aún: Agamenón estaba herido, así como Menelao y Odiseo. No era grave, pero sus mejores combatientes estaban retirados de la acción. Mientras, Aquiles y su Patroclo habían guardado las distancias con los luchadores, de modo que también habrían podido acabar heridos… o muertos.

Menelao herido… ¿Sería grave la herida? ¿Dónde la tendría? No me comprendía a mí misma, pero me estremecía de dolor al pensarlo, e incluso rogué que no sufriera. Ahora había pagado un precio por perseguirme, pero saberlo no me consolaba. No albergaba esos sentimientos por Agamenón; ningún dolor podría compensar lo que había desencadenado con su propia hija y su esposa. Esperaba que aullase de dolor, agarrándose la parte que tuviese herida; esperaba que a Menelao le hubiesen dado una droga para dormir y se despertase más calmado y reconfortado. En cuanto a Odiseo…, ojalá la herida le incapacitase la mente y le trastornase de modo que sólo pensase en remedios para su dolor, y no en planes contra los troyanos.

Sin embargo, recibimos noticias de que Dolón había sido interceptado en su camino hacia el campamento griego, interceptado por Odiseo y Diomedes antes de la batalla donde recibieron sus heridas, y que nos había delatado revelando el lugar donde estaban los tracios, que estaban acampados en los campos cercanos a Troya. Odiseo y su partida no sólo habían matado a Dolón, sino también a Reso, el líder tracio, les habían robado sus caballos de raza y se los habían llevado a su propio campamento.

Me quedó claro en aquel momento que Odiseo era el enemigo más temible que habían tenido jamás los troyanos. No porque fuese el mejor guerrero, que no lo era, sino porque podía golpear desde debajo de una roca, como una serpiente venenosa. Agamenón, Menelao, Idomeneo, los hijos de Néstor, esos hombres salían con sus carros, luchaban con espadas y escudos, caían o se retiraban. Pero Odiseo… era como una trampa oculta, erizada de estacas afiladas, con su verdadera y mortal naturaleza bien disfrazada.

Evadne vino a verme y entró silenciosamente mientras yo estaba de pie en el balcón mirando los fuegos de la llanura. Sin que me diera cuenta apareció ante mí. Me sentí muy contenta de verla, porque su simple presencia era tranquilizadora.

—No puedes verlos, pero hay cientos de pequeños fuegos parpadeando allá abajo. Las fuerzas troyanas están acampadas junto a las líneas griegas. —Eso era antes de que me enterase del ataque contra Dolón.

—Eso es muy bueno, señora, pero temo por mañana. Creo que ya ha ocurrido algo malo, lo noto.

—¡No a Paris! —exclamé, como si al decirlo pudiera hacer que no sucediera—. Cuéntame.

—No, a Paris no, lo sentiría con mucha más fuerza. Pero siempre pasan cosas malas en la guerra. —Ahora quería deshacer sus espantosas palabras—. Mis poderes se han estado agitando de nuevo. Hubo un tiempo, después de que la serpiente…, en que recibía pocos mensajes. Quizá fuese porque no había mensajes que recibir. Pero comprenderás cómo altera a alguien que recibe revelaciones, que de pronto se detengan.

Sí, lo comprendía. Había recibido pocas señales; mis impresiones de las cosas que estaban por venir eran simples susurros, las imágenes se desvanecían y ondulaban. La serpiente se las había llevado consigo, o eso me parecía a mí.

—Ahora, la batalla dará un vuelco —dijo ella—. Las cosas ocurrirán con mucha rapidez, después de tanto tiempo en el que no ha ocurrido nada. ¿Estamos listas, señora? ¿Preparadas para lo que pueda ocurrir?

—No —repliqué—. Yo no estoy preparada para nada, excepto para que los griegos se suban de nuevo a sus barcos y se vuelvan a casa.

—Y veo eso, pero te veo también a ti en los barcos con ellos. Veo a Andrómaca en un barco griego, y a Casandra.

—No. Tu visión te engaña. ¡Acabas de decir que no ves a Paris!

—Las visiones son incompletas, vienen como fragmentos y pedazos.

—Hasta que estén unidas y completas no hablemos más de ellas.

Sin embargo, era demasiado tarde: ella lo había hecho, lo había hecho.

Me quedé echada en la cama, rígida. Evadne se había ido y el palacio estaba silencioso. El lecho que compartía con Paris resultaba enorme sin él, como si estuviese en la cubierta de un barco. Un barco…, ¿por qué pensar en barcos en aquel momento? ¿Por lo que había dicho Evadne? Nunca me subiría a un barco con los griegos, eso lo juraba. Si llegaba el día que ella preveía, significaría que el horror de Héctor se había hecho realidad, y que lo que él temía para Andrómaca podía llegar a pasar. Y significaría también que Paris habría muerto.

Di vueltas encima del plano colchón. Ninguna de las almohadas de suavísimo vellón de cordero me ofrecía comodidad alguna, apenas podía respirar. Estaba asustada; no, más allá del terror. Allí echada, vi un levísimo movimiento en el rincón más alejado de la habitación.

Me incorporé de golpe. Se acercaba hacia mí una esclava con la cabeza agachada, que vino y se arrodilló ante mí.

—Mi señora Andrómaca me envía a verte. No puede dormir. Me ha dicho que si tú no puedes tampoco, por favor, vayas a verla.

Qué petición más extraña. Sin embargo, la agradecía. Éramos dos mujeres que hacíamos guardia por nuestros hombres, en medio de la noche.

—Iré. Por favor, espérame.

No me costó demasiado ponerme un traje. Silenciosamente la seguí hacia el palacio de Héctor, a través del patio y subiendo a las cámaras privadas. Los soñolientos guardias volvieron los ojos a medias hacia nosotras. Andrómaca me esperaba, de pie ante la barandilla de su terraza, y mirando hacia los fuegos de campamento.

—Pronto vacilarán un poco y se apagarán —dijo, sin volverse siquiera ni saludarme—. Y luego llegará el día. El día de la batalla.

—Sí, amiga mía. Me siento muy honrada de que hayas imaginado que yo también estaba despierta y hayas enviado a buscarme. —Ocupé mi lugar a su lado—. ¿Dónde crees que están? ¿Junto a ese fuego o junto a aquél?

—No lo sabemos. ¿Compartirán Paris y Héctor el mismo fuego? Hay muchas compañías.

—Nuestros hombres lucharán con todas las habilidades que puedan y les permitan los dioses. —Sólo podíamos estar seguras de aquello.

—Pero ¿y si los enemigos asaltan la ciudad y nos cogen por sorpresa? —me preguntó.

—Es imposible tomar una ciudad por sorpresa, al menos una tan grande como Troya. El asalto a las murallas formaría una gran conmoción. Tendremos muchas señales de advertencia. Y tendremos el valor suficiente, eso es lo que cuenta. No puede resultar fácil morir. —Cogí aliento—. Pero tendremos el ejemplo de nuestros maridos. Les seguiremos o no valdríamos nada como esposas.

Ella me abrazó temblando.

—Le amas de verdad —dijo—. He intentado decírselo a todos, a Héctor, al Rey, a Hécuba, pero ellos…

¡Así que ellos, los troyanos, ni siquiera se creían eso! ¿Por qué habría venido aquí si no, destruyendo todo lo que tenía en la vida? Me sentía tan decepcionada de todos ellos que apenas podía formular las palabras.

—Sí, señora. Le amo por encima de mi propia vida. —Esperé un instante—. Como tú amas a Héctor.

Cuando volví a mi dormitorio, me encontré una bolsita pequeña, con una flecha con plumas metida en su interior. El mensajero, un chico que no había dormido aquella noche, murmuró:

—La envía el príncipe Paris, y dice que sus hermanas han acertado todas en el blanco. Que no debes avergonzarte.

Le di las gracias y le despaché. Me senté mientras la luz iba aumentando poco a poco y acaricié la flecha sin usar. Nunca me iba a sentir avergonzada de Paris.