LV

La nieve debía de estar bajo el mando de Ares, porque no cuajó demasiado tiempo, y pronto en las calles de Troya resonaron de nuevo las pisadas de los guerreros al marchar hacia afuera, a la puerta Escea, para atacar a los griegos. Los refuerzos estaban de camino hacia Troya: los paflagonios, los tracios y los licios, bajo el mando del renombrado Sarpedón, así como las amazonas. Paris fue bienvenido al lado de Héctor, y juntos los hermanos bajaron por la calle principal y montaron en sus carros. Otros hermanos (Deífobo, Esaco y Heleno) iban justo detrás de ellos. Vi que Antímaco caminaba rápidamente y saltaba a su carro justo al otro lado de la puerta.

Temía ver irse a Paris. Su apresurado entrenamiento con escudo y espada, movido por la culpa, ¿sería el adecuado? Yo le había instado a que cogiera su arco, el arma en la que sobresalía, pero él se burló. Estaba decidido a probarse en el campo de batalla que tanto honraban los demás troyanos. Pero ellos le llevaban muchos años de ventaja en cuanto a la práctica. En las laderas del monte Ida donde él había crecido, los pastores no luchaban con lanzas ni espadas contra las bestias salvajes, sólo un loco haría tal cosa, y ese loco perecería enseguida.

Allá iban atravesando la llanura. Los griegos avanzaban para reunirse con ellos. Tan ordenados y bien dispuestos. Entonces todos desaparecieron en una masa oscura, al producirse el encontronazo. No podíamos ver nada.

Noche. Cayó la oscuridad y sólo habían aparecido tambaleantes algunos rezagados, que llamaban a la puerta a golpes para que los dejásemos entrar. Hablaban de una refriega, de que Eneas estaba herido, pero ningún otro guerrero de renombre.

¡Oh, gracias a los dioses! Paris estaba a salvo.

Más tarde volvieron todos, trayendo fatigosamente a los heridos. Más hombres echados en las mantas en la ciudad inferior, para que los atendiésemos como pudiéramos. Eneas venía cojeando, apoyado en dos hombres, con una mancha roja en el hombro. Diomedes le había herido.

Paris entró dando trompicones, junto a Deífobo. Jadeaba e iba cubierto de barro, pero Deífobo se reía, fresco como una flor recién abierta.

—Aquí tienes a tu marido, señora —dijo, empujándole hacia mí—. Procura restablecerlo lo mejor que puedas. —Lanzó una sonrisita; luego se alejó y continuó subiendo hacia el palacio de Príamo, donde todos serían bienvenidos con vino y comida y, mejor aún, serían honrados.

—¿Qué ha ocurrido? —Agarré a Paris, notando bajo mis manos su corselete empapado en sudor.

—Nos estaban esperando —dijo. Pero en su voz resonaba el orgullo—. Les hemos dado una buena paliza.

—¿Les habéis hecho retroceder hasta los barcos?

Él me miró de una forma extraña.

—No, eso no lo hemos conseguido. —Todavía respiraba pesadamente, y su pecho subía y bajaba—. Pero quizá lo hubiésemos hecho, de no haber fallado la luz.

Héctor exhortó a todas las mujeres troyanas a suplicar a Palas Atenea mediante regalos y plegarias. Hécuba, que llevaba el rollo de tela más fina de su sala del tesoro como ofrenda, condujo a las princesas en solemne procesión al amanecer. Tras ellas iban las esposas e hijas de los comandantes y de los consejeros. Yo no fui invitada. Mi presencia habría disgustado a las damas y habría alterado los ánimos. Las vi desde mi alta ventana, arrastrando los pies hacia el templo, por debajo de nosotros.

Aquella misma mañana, Paris y yo fuimos a ver a los heridos de la ciudad inferior, que yacían en tristes hileras esperando que alguien los ayudara. Muchas mujeres los atendían, y vi los botes de ungüentos que Gelanor había preparado junto a la cabecera de cada fila. Eneas, un guerrero de alta cuna, no se encontraba entre ellos, pero ésos eran los hombres que soportaban el mayor número de bajas en la lucha.

—El combate de hoy ha ido bien, dentro de lo posible. ¡Deben detener esas pausas! —dijo Gelanor.

—Sólo dices eso porque estás deseando probar tus bombas de insectos —le repliqué.

—Sí, lo confieso, creo que las he perfeccionado bastante. Y las ropas infectadas con la plaga en el templo pueden servir como última defensa.

Paris miró la fila de hombres, que se agitaban y gruñían.

—Mañana a esta hora… —Cuadró los hombros—. Debo ir a armarme. Vamos a luchar de nuevo. Héctor nos dirigirá en breve.

Me había dirigido a la torre de guardia, para verlos partir. La encontré vacía, cosa curiosa, pero quizá los arqueros sólo la ocupaban cuando la batalla estaba en progreso y había alguna oportunidad de que el enemigo se aproximase. O quizá fuese el momento del cambio de guardia.

Muy abajo oía a las tropas que se congregaban. Esperaban a Héctor. Justo entonces entró alguien en la torre de guardia. No veía de quién se trataba, sólo distinguí que llevaba un casco con cimera, y por tanto era un soldado. Me eché atrás hacia un rincón para vigilar. Entonces vi que el soldado no estaba solo, sino que había una mujer con él, una mujer que llevaba un niño en brazos. La débil luz oscurecía sus rasgos. La mujer le tendió el niño al hombre. El niño chilló e intentó apartarse, y el hombre se quitó el casco y lo dejó a un lado.

—Vamos, vamos —dijo, y yo reconocí aquella voz. Era Héctor.

—Le asusta la cimera de crin de caballo. —La voz familiar de Andrómaca—. Tener a un soldado por padre siempre es algo que da miedo. —Le cogió del brazo—. ¡Héctor, no nos dejes!

Vi su perfil, iluminado desde detrás, moverse con un sobresalto.

—Mujer, ¿qué estás pensando? —Su voz, siempre profunda y comedida, traslucía una sorpresa dolorida.

—Ahora eres todo lo que tengo —decía ella—. Mi padre, mis hermanos, todos han muerto, asesinados por el vil Aquiles. Tú eres mi única familia. ¡Te lo ruego, no salgas ahí fuera! ¡Él te matará también! ¡Y me quedaré sin nada! ¡Y tu querido hijo, Astianacte, será huérfano!

—Si abandono a mis hombres, perderán el coraje y Troya caerá —dijo él. Se apartó un paso de ella como para protegerse.

—¿Cómo puede un hombre solo ser la única protección de toda una ciudad? —exclamó Andrómaca—. Hay cientos, miles de hombres aquí. Pero ninguno de ellos es el heredero de Troya, el hijo de Príamo, el padre de mi hijo.

—Si el heredero de Príamo se escabulle, entonces, ¿por qué deberían luchar los demás? —Héctor hablaba lentamente. La forma intencionada de pronunciar aquellas palabras demostraba lo mucho que había pensado en todo aquello—. ¡Oh, Andrómaca! —La atrajo hacia él—. Apenas lo has mencionado. —Inclinó la cabeza—. Si Troya cae…

Andrómaca emitió un sonido medio ahogado de angustia, y enterró la cara en el pecho de Héctor.

—Lo que no puedo soportar es la idea de que te lleven cautiva lejos de aquí, o que nuestro hijo muera. El único consuelo es que ya estaré muerto por entonces, enterrado, y no podré ver ni oír los llantos cuando muera Troya.

—Pero, entonces, ¿por qué debes seguir adelante? Si no hay esperanza, ¿por qué ir?

Él meneó la cabeza, como para aclararla.

—Porque debo pensar en ambas cosas a la vez. Troya me necesita…, y Troya está condenada. Mi hijo puede crecer y convertirse en un guerrero mejor que yo…, o mi hijo puede morir. Mi padre y mi madre no son dioses. Yo soy totalmente mortal, y los dioses no se esfuerzan por protegerme. De modo que tengo que luchar como un hombre, solo y desprotegido. Pero he nacido para hacer esto —dijo.

Lentamente se apartó de Andrómaca; levantó al pequeño Astianacte. El niño se rio y gorjeó, tocando el rostro de su padre.

—Toma. Cógelo. —Se lo devolvió a Andrómaca y volvió a ponerse el casco—. Adiós.

Brutal en aquella despedida abrupta, se volvió y salió. Quizá fuese la única forma de obligarse a hacerlo.

Andrómaca se quedó allí sola, llorando y con Astianacte en los brazos, que también se echó a llorar.

No quería que ella viese que yo estaba allí y que había presenciado todo lo que había ocurrido entre ella y Héctor. Tales momentos privados deben permanecer en secreto. Lentamente, conteniendo el aliento, me dirigí hacia la puerta. Ella no miraba, tenía la cabeza inclinada hacia su hijo y continuaba con los ojos cerrados. No sabía cuánto tiempo podía permanecer tan en silencio; me ardían los pulmones, pero no me atrevía a respirar. Gradualmente me dirigí hacia fuera de puntillas, bajando la escalera. Al final, jadeé en busca de aire.

—¡Helena!

Demasiado tarde vi el casco y lo reconocí: un brazo musculoso me rodeó y me empujó detrás de la escalerilla.

—¿Cuánto tiempo llevas escuchando? —Héctor estaba furioso.

—Estaba allí antes —dije, dándome cuenta de que parecía una niña justificándome—. Pensaba que estaba sola. Quería estar sola, porque ahora mi presencia disgusta a la gente. Pero tenía que mirar, tenía que saber lo que estaba ocurriendo, tanto como ellos…, ¡no, más que ellos!

Su brazo se relajó y me soltó.

—Ha sido lo mejor que precisamente me oyeras tú, y no otra persona —afirmó en voz baja—. Las cosas no son tan fáciles para ti como para los demás, que nunca han visto el otro lado.

—¡Ay, haber visto lo que vi!

—Todos hemos visto muchas cosas; otros están ciegos y no ven. Y por eso puedo suplicarte: cuida a Andrómaca y a mi hijo, cuando llegue el momento. —Antes de que yo pudiera protestar, me dijo—: Como he dicho, y tú has oído, lo más insoportable es saber lo que ocurrirá cuando…, si… cae Troya. Pero tú sobrevivirás, y podrás protegerla.

—Seré la primera en recibir la ira de los griegos, cuando nos asalten. Si es que lo hacen. —Tuve mucho cuidado de añadir la condicional.

—No. A ti te respetarán. Tú eres una de ellos, y querrán llevarte de vuelta como botín de guerra.

—¡No! —grité—. ¡Preferiría morir!

—Pero no morirás —respondió, con total sencillez—. Eres fuerte. Eres una superviviente. Y si se aferra a ti, respetarán también a Andrómaca, y a mi hijo.

—¡Por favor, Héctor! —exclamé. Tapé su boca con mis dedos—. No digas esas palabras. Las palabras tienen un poder propio. No hagas que suceda.

—Tengo que saber que me lo has prometido —dijo, tras apartarse mi mano—. Entonces lucharé contento.

—Muy bien, entonces te lo prometo. Pero te prometo un futuro que quizá no llegue nunca.

—Eso basta para mí. Llévate a Andrómaca contigo, a donde quiera que vayas. —Salió de las sombras junto a la escala y se abrochó la correa del casco—. No debo esperar más —dijo, y se alejó con sus hombres, que marchaban y salían de la ciudad.