LIX

—¿Volverá? —Paris se agitaba, y nos sentábamos, andábamos, volvíamos a sentarnos de nuevo—. Tendría que haberme dejado ir, como le rogué. Me habría acercado lo bastante a Aquiles para matarle. Y ahora… —Alzaba las manos, desesperado.

—Habría sido deshonroso ir en una embajada pacífica y luego matarle —dije—. Eso es algo que harían los asirios, no un troyano.

Paris bufó.

—¿Deshonroso? ¿Hay alguna venganza que pueda resultar más baja que el deshonor que ha cometido él con Héctor?

Héctor, el más noble de los troyanos, no merecía una muerte semejante, ni lo que ocurrió después.

—Héctor fue traicionado —afirmé—. Pensaba que Deífobo estaba junto a él. Se volvió hacia él. Pero era algún dios con traje humano, y ese dios le abandonó. Qué perfidia. —Mi corazón se sentía oprimido al pensarlo—. ¡Los odio a todos! —grité—. A todos los dioses. ¿No pueden comportarse como seres humanos decentes? ¿Es pedir demasiado?

De pie junto mí, Paris me pasó el brazo por encima de los hombros.

—Dicen, hombres más sabios que yo, que los dioses no hacen nada, sino lo que ocurriría de forma natural. Pueden pincharnos, pueden recurrir a sueños o visiones, pero, al final, podríamos ignorarlos y no cambiaría nada. Héctor estaba condenado a morir a manos de Aquiles, porque Aquiles es un luchador más fuerte. —Suavemente, me volvió la cara hacia él—. Y yo estoy condenado a amarte… o tengo ese privilegio. La promesa de Afrodita no tiene nada que ver con eso.

Recordé la cálida enramada de Afrodita, perfumada de rosas. ¿Podía decir yo honradamente que ella no cambió mis ojos para que viera a Paris de forma distinta, cuando le contemplé por primera vez, de lo que habría ocurrido sin ella? Mirándole ahora, no podía creer que no le hubiese amado siempre, no importa cuándo o cómo le hubiese visto por primera vez. Si le hubiese visto en un prado amaestrando caballos…, si le hubiese visto de pie en la proa de su barco, navegando hacia Esparta…, si le hubiese visto cuidando su ganado… Al pensar en esto último, sonreí.

—En mi corazón, sé que tienes razón.

—Pero mi padre… ¡No puedo soportar pensar en él en presencia de ese hombre! —Me soltó y se dirigió hacia el borde de la terraza, desde donde podía ver toda la llanura hasta el campamento griego.

No se veía nada. Ningún movimiento, ninguna llama. A Príamo se lo había tragado la noche.

Temprano por la mañana, una pequeña nube de polvo marcó el progreso de un vehículo con ruedas. No podíamos ver cuál era, pero Casandra gritó desde las murallas que su padre volvía, y antes de que pasara mucho rato, la carreta de Príamo apareció a la vista, con el viejo rey conduciéndola.

¡Estaba a salvo! ¡Estaba a salvo! Pero detrás de él venía otra carreta que levantaba el polvo rápidamente, y otro vehículo más detrás. Aquiles le había seguido con su carro. Pasó delante de Príamo y se detuvo ante nuestros muros, haciendo girar su carro.

—¡Os entregaré el cuerpo de Héctor! —gritó—. Pero sólo por un rescate de su peso en oro. Vuestro viejo rey no ha traído suficiente. ¡Se necesita más!

La segunda carreta apareció a la vista. Llevaba algún dispositivo que descargaron unos siervos y luego (horror de los horrores) alguien colocó el cuerpo de Héctor en uno de los lados.

Seguía siendo Héctor, incorrupto, con su rostro y cuerpo conservados… ¿por los dioses?

—¡Oro para compensar el peso de Héctor! —chilló Aquiles—. ¡Su cuerpo es pesado, aunque sea sin mi armadura, la que él me robó! La he recuperado, pero ya no la necesito. Tengo una nueva armadura, forjada en una noche para protegerme. ¡Los dioses me aman! ¡Los dioses me aman! —chillaba.

—Ahora —murmuraba Paris—. Ahora lo mataré.

Sin embargo, su arco y sus flechas mortales yacían inofensivas en el palacio. Se dispuso a ir a por ellas.

Le toqué el brazo.

—Es demasiado tarde. Quédate.

Príamo bajó lentamente de su carreta. Desde el lugar donde me encontraba incluso se apreciaba la angustia en su rostro.

—¡Suelta a mi hijo! ¡Déjalo! —gritó—. Has accedido a entregármelo. Anoche me juraste que lo harías. ¡Sé fiel a tu palabra!

—Sólo con el oro suficiente, viejo. Has traído muy poco. ¿No sabes lo que pesa tu hijo? ¿No habías pensado en la armadura? Yo la contaré, añadiré oro troyano por cada trocito de mi armadura.

—¡Ahora no lleva armadura! —chilló Deífobo.

—No, no la lleva, ¿verdad? ¡Los muertos no llevan armadura! —Señaló hacia el platillo vacío de la enorme balanza—. ¡Oro aquí! ¡A ver si podéis permitiros comprar este cadáver!

—¡Oh, troyanos! ¡Ayudadme a rescatar a vuestro príncipe! —gritó Príamo.

Hubo una pausa larguísima, angustiosa, mientras Príamo permanecía de pie desnudo, con la cabeza gacha, hasta que llegaron unos sirvientes a las puertas con cargamentos de oro. Lo amontonaron en el platillo, pero el cuerpo de Héctor en el otro no se movía.

—¡Más oro! —gritó Príamo—. ¡Os lo ruego!

En una triste procesión, la gente salió al campo ofreciendo bandejas, copas y todas las joyas que les quedaban, cosas pequeñas. Lo amontonaron todo en el platillo. Héctor se movió un poco, pero, aun así, no bastaba.

—¡Mi hijo, mi hijo! —lloraba Príamo—. ¡Ah, rescatadlo!

Sin embargo, el resto del oro troyano se había gastado ya, y todavía no se había realizado ningún reabastecimiento desde la venta de nuestros tesoros a los frigios.

—Sí, padre. —Una vocecilla clara sonó desde la muralla—. Yo entrego todo lo que tengo.

Polixena se inclinó por encima de la muralla y arrojó sus pulseras y pendientes a su padre, que esperaba abajo. Éste los cogió en sus manos temblorosas y los colocó en el platillo, y éste empezó a moverse. Lentamente, el cuerpo de Héctor se alzó y el platillo con el oro cayó.

Aquiles la miró, asombrado.

—Una noble princesa —dijo. El platillo continuó elevándose hasta que Héctor quedó más alto que el platillo con el oro—. Muy bien. —Parecía furioso—. ¡Cogedlo! —Con una sacudida de las riendas se alejó de espaldas a los griegos.

Con un grito, los troyanos salieron corriendo de la ciudad y rodearon a Príamo y al cuerpo de Héctor en la carreta; exultantes, los escoltaron adentro, de nuevo a la seguridad.

El funeral de Héctor. Ahora ya podíamos celebrarlo. Y no sólo el funeral de Héctor. El brutal Aquiles había accedido a una tregua de doce días, en la cual cada lado podía reunir a sus muertos y celebrar los ritos funerarios.

La pira funeraria de Héctor fue construida en el lado sur de Troya, más allá de la ciudad inferior, en el lado que daba al monte Ida. No queríamos que los griegos viesen las llamas. En torno a ésta, se hallaban esparcidas las piras de otros guerreros caídos. La ciudad entera homenajearía a Héctor y luego seguirían los funerales privados.

Como era la costumbre, la pira se prendió a última hora del día. Desde primera hora de la mañana se habían celebrado ritos: la solemne procesión con Héctor lavado y ungido, llevado en una carreta funeraria rodeada por plañideras que entonaban cantos fúnebres y lloraban. Toda la noche lo tuvieron en reposo ceremonial hasta que los susurros de lo intacto y perfecto que se encontraba se convirtieron en un murmullo constante. Llevaba muchos días muerto; sin embargo, parecía que estuviese sólo dormido. Ocho días arrastrado detrás de un carro, y ni un solo arañazo ni magulladura en su cuerpo. Pero los dioses hacen lo que desean, ¿no acabábamos de hablar Paris y yo justamente de aquello?

Miré hacia abajo, al cortejo de plañideras reales, y noté el enorme hueco que dejaba Héctor. Príamo, con los ojos hundidos de dolor, estaba muy viejo y roto; Hécuba, destrozada. Había perdido a su hijo más amado. Deífobo no era un guerrero como Héctor, ni tampoco un hombre como él. Heleno, el siguiente en edad, era sigiloso y elusivo. Polites era un niño todavía. Paris era el más dotado, de eso no había duda, y debía ocupar su lugar junto a Príamo como nuevo heredero suyo, pero Príamo mostraba poco interés por él. Estaba Eneas y su familia, pero no descendían en línea directa del trono. En cuanto a los demás que, obedientemente, se encontraban junto a nosotros (Antímaco, Antenor y su hijo Helicaón, Esaco y Glauco), ¿serían rivales para nuestro adversario? Nuestro enemigo no había perdido a ningún hombre de valía, excepto a Patroclo. ¡Después de todos aquellos combates sólo le habían perdido a él! Nosotros, en cambio, habíamos perdido a Sarpedón, a Reso y, ahora, a Héctor.

Tres mujeres debían pronunciar discursos fúnebres ante el cuerpo de Héctor: su viuda, su madre y yo. Yo no sabía por qué me habían elegido, pero Antenor me había susurrado que sería la última. Andrómaca se adelantó y cogió las manos de Héctor, que todavía se encontraba en la carreta, y habló de todo lo que había perdido, de la vida con su marido, de los días que estaban por venir y de la pérdida para Troya. Pero su pérdida era la más amarga de todas, porque se le habían escatimado sus últimas palabras, algo que él pudiera haberle dicho en su lecho de muerte, para atesorarlo toda la vida.

Su rostro parecía más blanco y más muerto que el de Héctor. Retrocedió y se envolvió en un manto con capucha oscura. Hécuba se adelantó. Encorvada, temblando, se acercó a acariciar la frente de Héctor.

—¡Cuánto te amé, el más querido de todos mis hijos! —exclamó—. Y no fuiste el primero a quien Aquiles arrebató de mi lado. Pero todos los días de tu vida los dioses te amaron, y veo que no te han abandonado ahora. Te han devuelto a mí tan fresco como el primer día que te tuve en mis brazos.

Esperaba que dijese algo más…, ¿cómo podría una madre expresar todo lo que siente en un momento así? Pero quizá, como era imposible, ella cerró la boca y se apartó a un lado.

Una larga pausa. Ahora tenía que hablar yo. Pero ¿qué podía decir, y qué derecho tenía a hablar, comparada con Andrómaca y Hécuba?

Nadie más se movía. Di un paso, luego otro, acercándome a Héctor. Qué dura e inmutable aparecía su cara ahora, su boca cerrada como una línea recta, sus ojos cerrados. Parecía imposible que él, con toda su fuerza, nos hubiese sido arrebatado, aunque él mismo lo había previsto. Él había usado aquella fuerza como gentileza hacia nosotros.

Levanté la cabeza y hablé, pero sólo para Héctor.

—Tú, mi querido Héctor, el más amado de todos mis hermanos troyanos, el más cercano a mis propios hermanos, que estaban lejos. Sólo tú fuiste amable conmigo en todo momento, y te convertiste en un cobijo para mí de las piedras y las miradas de los demás. Héctor, fue tu nobleza natural lo que te hizo cortés y amable, y lo que te permitió dar la bienvenida a una extraña como yo. Ahora, sin ti, el viento será mucho más frío en Troya.

Demasiado tarde pensé que tenía que haber dedicado inocuas alabanzas a Héctor y no decir nada de mí misma y de él. Pero yo era Helena, la famosa Helena, y la guerra que le había conducido a yacer en aquel catafalco la había prendido yo. Habría sido una cobardía dejar pasar aquello en silencio, una falta de respeto hacia Héctor.

Di unos pasos atrás y el ritual continuó: el corte de cabello, las ofrendas y las libaciones de sangre vertidas en la gran pira, los cánticos, las llamadas: «¡Héctor, Héctor!», por parte de Antenor, antes de tocar la madera con la antorcha.

Cuando el fuego que consumió a Héctor prendió, se encendieron otros fuegos y toda la llanura se convirtió en un campo de fogatas, iluminando los cielos nocturnos y enviando remolinos de chispas hacia el cielo.

A la mañana siguiente, los troyanos, con mantos grises, recogieron los huesos de sus hombres de entre las cenizas humeantes de las múltiples hogueras. Príamo insistió en hacerlo él mismo, trepó a los restos del fuego y fue pisando cuidadosamente para evitar los carbones aún encendidos. Paris, Deífobo y Heleno se quedaron de pie al lado para recibirlos. Como eran los más importantes, podían estar unos junto a otros y mirarse unos a otros por los rabillos del ojo, sabiendo que eran rivales. Los hijos menores de Hécuba, Polites, el chico que hacía guardia en el exterior de los muros, Pamón y Antifo, se encontraban detrás de ellos, flanqueados por el adivino Esaco, hijo de la primera esposa de Príamo. Todavía tenía más hijos, pero mientras reunía los blancos huesos de Héctor, quedó bien claro que había perdido a su único hijo auténtico, el hijo de lo más profundo de su corazón. En torno a la gigantesca pira de Héctor, otras familias reunían sus tristes reliquias. El cielo tenía un aspecto tan gris como las cenizas, como si mostrarse claro y brillante en aquellos momentos los hubiese matado a todos ellos cruelmente.

Aunque nuestras reservas eran menguadas, Príamo dio órdenes de que se celebrara un banquete funerario. No se podía ahorrar nada para despedir a Héctor con todo el estilo y el esplendor ante los dioses.

El banquete de Héctor se celebró en su amplio salón, justo después de que se reunieran los huesos. Aunque la multitud era grande, sin Héctor parecía vacío. Como para confirmar las palabras que había pronunciado ante él, el resto de la familia no se dirigía a mí, sino que hablaban entre ellos. Andrómaca estaba sentada como una reina (y allí era, realmente, la reina de los muertos) y otros se arrodillaban ante ella y le besaban una mano. Con la otra sujetaba a Astianacte. El casco de Héctor yacía a sus pies. Príamo anunció que construirían un santuario para él.

—En los tiempos venideros, los hombres honrarán a Héctor —le prometió a ella—. Se quedarán maravillados ante su casco, que en tiempos rodeó su cabeza. —Se inclinó y lo levantó—. Qué cuello más fuerte para soportar todo este peso… —suspiró.

Cogí la mano de Paris. Príamo tenía hijos vivos, y ahora debía abrir sus ojos a ellos. ¡Tenía que hacerlo!

El viejo rey todavía murmuraba y volvió a colocar el casco en su sitio con temblorosas manos cuando se oyó un rumor y alguien se adelantó y se colocó ante él. Dejó de acariciar el casco entonces y sus ojos se desplazaron lentamente hacia los pies con sandalias y luego subieron por las piernas musculosas. Su cabeza se echó hacia atrás; entonces él se levantó y vio a una mujer muy hermosa, de una fortaleza inmensa. Riendo, la mujer cogió el casco tan fácilmente como si estuviera hecho de tela fina y se lo puso.

—¡Quítatelo! —le ordenó Príamo—. ¡Sacrilegio!

Ella se volvió a reír y se lo quitó, tendiéndoselo de nuevo al Rey. Él se inclinó bajo el peso.

—El mío es más pesado —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—. Qué afortunado eres al no tener que levantarlo —dijo, y dio vueltas al suyo, que había sujetado con toda facilidad en la otra mano.

Príamo la miró, como todos nosotros. Estaba ya formulando las palabras «¿Quién eres tú?» cuando de pronto se dio cuenta.

—¡Pentesilea!

—Ésa y no otra —replicó ella—. Y mis guerreras. —Hizo un gesto hacia la entrada, donde se había quedado una compañía de mujeres, que apenas atisbábamos—. ¡Venid, compañeras! —Al oír aquello, las mujeres se acercaron marcando el paso con fuerza con sus sandalias—. Hay más, por supuesto. Éstas son mis oficiales.

—Tenías que recorrer una gran distancia —dijo Paris, acercándose a Pentesilea—. Envié a buscarte, pero no esperaba que llegases tan pronto.

—No lo bastante pronto, como veo, por desgracia. Siento mucho que hayáis perdido a Héctor —dijo, y suspiró—. Me habría gustado luchar a su lado.

Príamo aspiró aire con fuerza, probablemente para no contestar: «Nadie es adecuado para luchar junto a Héctor. Héctor siempre va en vanguardia. Los demás van detrás…, hasta la reina y comandante de las amazonas, hija del propio Ares». Por el contrario, se limitó a decir:

—A él le habría gustado mucho.

Al oír aquellas palabras, Andrómaca se puso de pie y salió de la sala.

Sus guerreras entraron y rodearon a Pentesilea. Todas eran tan altas como hombres; todas tenían una piel juvenil cubriendo los músculos que no abultaban tanto como los de los hombres, pero que se hinchaban con suave fuerza bajo ella. Todas llevaban escudos y una armadura tan pesada como la de Héctor, pero no se encorvaban bajo su peso, sino que permanecían erguidas orgullosamente.

—Te ruego que dejes tus pesadas armas —dijo Paris, que ocupaba el lugar de Héctor—. Te damos la bienvenida como aliados, y no tendrás que luchar con nadie en esta sala.

—Mujeres, hacedlo —les ordenó Pentesilea.

Ellas obedecieron. Mucho más ligeras, volvieron a reunirse con nosotros.

—Habéis viajado desde una tierra muy al este —empezó Príamo, inexpresivo—. Recuerdo a vuestras guerreras, de cuando participé en la batalla más allá de Frigia, en mi juventud.

—Ahora somos mejores luchadoras aún —dijo Pentesilea—. Nos entrenamos con armas mucho mejores, y empezamos antes nuestro entrenamiento. Todas las chicas desde la edad de siete años deben acudir para realizar pruebas en el campo. Sólo elegimos a las más prometedoras desde el principio. La fortaleza y la habilidad para el combate están presentes desde el principio. Es algo dado, que no se otorga por medio de la voluntad. ¡Luego empieza la parte más divertida! Cabalgar, luchar con la espada o la lanza… ¡Ah, el corazón canta de alegría!

Sus guerreras asintieron. Mis ojos viajaron por sus túnicas y no vi nada que indicase que se habían cortado los pechos para que los brazos con los que asestaban los mandobles lucharan mejor, tal y como se decía que era su costumbre.

—Aquiles —susurró Pentesilea—. Es hora de acabar con ese azote.