—Las amazonas ya están en camino —dijo Paris.
Estábamos en nuestra habitación más alta, puliendo su armadura, cuando él de repente levantó la vista y me lo dijo. Por las tardes nos refugiábamos allí. Los pisos inferiores todavía estaban atestados de «huéspedes» desconocidos; allí, en aquel nido de águila, nos sentíamos alejados. La lucha se acercaba a veces a los muros de Troya, pero no había habido ningún intento de asaltarlos, y la guerra se había convertido en un asunto cotidiano.
Habíamos aprendido a dar forma a nuestras vidas en torno a la frialdad que encontrábamos en Troya, una frialdad que no tenía nada que ver con el invierno. Había pasado éste, y otro verano estaba pasando ya, y el sol todavía fuerte y dorado calentaba los ladrillos, pero el invierno se había alojado en los rostros de las personas. El hijo de Héctor y Andrómaca había llegado al fin (aquel hijo tan largamente deseado), pero yo no había sido invitada a verlo excepto en secreto, cuando todos los demás miembros de la familia ya se habían ido, aunque yo pensaba que al haber acompañado a Andrómaca a los ritos del monte Ida de alguna manera había colaborado en su concepción.
Andrómaca lo decía también, pero suspirando, cubría la cabeza del bebé y me lo cogía de los brazos.
—Esto me duele mucho —susurró, acunándolo contra su cuerpo—. Siento que eres su tía, mucho más que ninguna de las demás, pero…
—No lo digas —respondí. Alguien podía estar oyendo. Me había acostumbrado a que hubiese espías por todas partes. Ella me preguntó por mi tejido.
—Le dedico cada vez más tiempo —le dije—. Parece que crece por sí solo, tomando nuevos sentidos y direcciones. Estoy usando lana de color morado para el fondo. Los bordes de color gris azulado son mi antigua vida; la zona interior, Troya y su historia; pero el corazón todavía sigue vacío, y aún está formándose.
—El destino de Troya todavía está por escribirse —dijo ella—. Algún día lo rellenarás y los huecos se acabarán cerrando.
Lo que no le decía era que me veía cada vez más y más entregada al telar; a medida que el resto de mi vida se iba encogiendo, esa parte se expandía y tomaba vida propia… o quizá creaba su propia vida, como suele hacer el arte.
—Paris ha luchado bien —afirmó, para animarme—. Héctor agradece mucho su ayuda.
Sonreí, apreciaba su esfuerzo por animarme. Paris, fiel a su entrega, había dejado a un lado su arco y estaba aprendiendo a luchar hábilmente día tras día en la llanura, con la lanza y la espada.
—Sí —dije—. Héctor le felicitó ayer, diciendo que lucha tan bien como cualquier hombre.
No dije lo difícil que resultaba para él salir cada día, ni la espantosa preocupación que yo sentía cuando los heridos volvían cada día al anochecer y traían a los muertos a los hombros de los que todavía estaban sanos. En la ciudad inferior, las bajas eran transportadas con mantas y atendidas por nuestros físicos y algunas mujeres. Gelanor y Evadne estaban muy ocupados ayudándolos, y Gelanor había preparado algunos ungüentos que aceleraban la curación, pero sólo para aquellos destinados a recuperarse; para los heridos más graves todavía estábamos a merced de los dioses. Yo agradecía mucho que la plaga todavía no nos hubiese golpeado. La gente creía que la causaban las flechas de un Apolo furioso, pero Gelanor decía que aparecía cuando había mucha gente junta, apiñada. Quizás el dios de las flechas esperaba hasta que sus blancos estuviesen convenientemente agrupados, decía él.
—Las amazonas vienen —dije. Sentí que era adecuado informarla; había confiado en mí, y era la única amiga que tenía entre los miembros de la familia—. Paris envió a buscarlas, y ha llegado un mensaje de que están de camino.
Ella frunció el ceño.
—¿Paris ha enviado a buscarlas? ¿Sin permiso?
—¿Sin el permiso de quién? ¿De Héctor? —Héctor no gobernaba allí, todavía no.
—Del Rey —dijo ella—. ¿Ha dado su consentimiento Príamo?
—Dio su consentimiento cuando les pidió que fueran nuestras aliadas —dije—. Esperará hasta que sea demasiado tarde, así es como actúa.
—Así que, ¿ahora eres tú quien dirige la guerra? —Su voz repentinamente sonaba tan fría como la del resto de la familia—. No creo que fuese Paris el que decidiese esa acción.
—¿Y por qué no? —salté—. ¿Por qué nadie le cree capaz de mandar? Es el único de los hijos de Príamo que se ha educado fuera de los muros protectores de Troya, en las montañas, donde tuvo que sobrevivir gracias a su ingenio y a su fuerza.
Ella sonrió, indulgente.
—Helena, no finjamos. Es muy conmovedor que te muestres tan solícita con Paris y sus discapacidades… —Hizo una pausa—. Pero es un error insultar a Príamo de ese modo.
—No queríamos insultarle.
—Se lo tomará como un insulto. —Ella aspiró aire con fuerza, como para cambiar de humor—. Ahora dime, ¿cuándo vendrán las amazonas? Les daremos la bienvenida con gran entusiasmo. Quizás incluso pueda hablar con la famosa Pentesilea, su líder. Vi a su embajadora cuando vino a declararse aliada de Troya. ¡Qué mujer!
—Era formidable, realmente —recordé—. No puedo imaginar nada más fornido ni más orgulloso. Pero su comandante debe de ser… —Habría dicho «una Aquiles femenina», pero no debía pronunciar aquel nombre.
Aquella noche me refugié en mi telar. Se estaba convirtiendo cada vez más y más en mi amado compañero y en mi solaz. Me encantaba el contacto del hilo levemente rasposo en mis dedos, el olor único de la lana y la suavidad que permanecía luego en las manos que la habían tocado…, todo eso aparte del placer de perderme en la historia que estaba contando a través del diseño. Pensé en los tejidos doblados y guardados en baúles en las salas del tesoro de palacio, y me pregunté si, en años venideros, alguien sacaría el mío para recordarnos aquí.
No impedía a nadie entrar a mi sala de tejer; sin embargo, casi nadie quería venir. Estaba acostumbrada a encontrarme casi siempre sola. Pero un frío día vino Gelanor, sin aliento por las muchas escaleras. Me sentí complacida. Últimamente apenas había sabido nada de él. Tenía que ser el hombre más ocupado de Troya, atendiendo a los heridos y enfermos en la ciudad inferior, dirigiendo a su círculo de espías, preparando las diversas armas para que entrasen en acción si el enemigo se acercaba lo suficiente a las murallas… No sabía por cuál de aquellas cosas preguntarle primero. Él me ahorró el esfuerzo anunciándome:
—Tengo noticias de Grecia.
¡Grecia! Y yo acababa de estar allí, al menos en mi mente.
—Los mares se están cerrando para el invierno, pero un barco ha conseguido pasar —dijo—. He pensado que ellos sabrían lo que estaba ocurriendo en casa, así que he enviado a algunas personas a investigar. ¡No, espías no! —Levantó las manos—. He supuesto que en ello no habría ningún secreto. Pero estaba equivocado. —Habría hablado entonces, pero él siguió adelante—. Tu hermana Clitemnestra… ha tomado un amante, y juntos gobiernan Micenas. Si Agamenón vuelve, encontrará el camino interceptado.
¡Clitemnestra! Un brote de orgullo surgió en mi interior. Su marido la había pisoteado sacrificando a su hija. En lugar de limitarse a agachar la cabeza cobardemente, se había vuelto hacia otro lugar. De ese modo, al ir en pos de sus sueños codiciosos, Agamenón había hecho un segundo sacrificio sin pensarlo.
—¿Y quién es? —pregunté. De todos modos no importaba.
—Egisto —dijo.
¡Formaba parte de la maldición de la casa de Atreo! Egisto era de la última generación, a la que Atreo había despojado de su herencia. Y existía otra maldición distinta, la que Afrodita había arrojado sobre mi padre, diciendo que sus hijas abandonarían a sus maridos. De modo que ya se estaba cumpliendo ésa también.
Solté una larga carcajada. Todo encajaba demasiado bien.
—Espero que al menos sea guapo.
Gelanor frunció los labios.
—No lo sé, señora. Eso no era importante para mi informador. ¿Debería enviar a otro?
—No —contesté—. Que mi hermana disfrute con él, sea como sea.
—Los griegos, al salir al mar y permanecer fuera tanto tiempo, se han creado muchos problemas. Los tronos no son como los pellejos curtidos; no se conservan bien.
—¿Y qué hay de mi casa? ¿Qué pasa en Esparta?
—Tu padre, Tíndaro, mantiene su lugar valientemente. Pero no sabe quién le sucederá. Tus hermanos…, era cierto lo que dijo Agamenón.
—¡Oh! —Ya me lo había creído a medias; ahora lo sabía con seguridad—. ¿Y Hermíone?
—Tíndaro la ha enviado con Clitemnestra.
—También como dijo Agamenón. —Ah, ¿por qué no podía ser mentira todo aquello? Él mentía mucho—. ¿Y por qué ha hecho semejante cosa?
—Quizá sentía que no podía cuidarla bien, al no haber mujer alguna en el palacio espartano para que la atendiera. Así que la envió con su tía, a Micenas.
—¡Donde lo aprenderá todo del adulterio y de la traición! —Oh, mi querida hija…
Gelanor soltó una de sus tosecillas estratégicas.
—Adulterio y traición…, si me permites que te lo diga, mi querida Helena, esas lecciones empezaron en su casa.
—¡Yo nunca cometí traición!
Él se echó a reír, y yo me uní a él. No había otra respuesta posible.
—Pero ya basta de Grecia —continuó—. Mis espías son chicos y chicas muy atareados en el interior de la empalizada que protege el campamento enemigo, y estarás muy interesada en saber los informes que traen.
—¿No deberías dárselos a Príamo? —Sentí que le debía respeto.
—Lo he intentado, pero me ha despedido. Parece que estoy demasiado estrechamente unido a ti y a Paris, y algunos de sus consejeros me vetan el paso a la presencia del Rey.
—¿No deberías decírselo a Héctor, entonces?
—Héctor, en su nobleza, tampoco quiere información alguna que le desvíe del curso de acción que ya ha elegido.
—Pero ¡sólo un idiota se negaría a aceptar nuevas noticias!
—A veces, la nobleza transforma a un hombre en un idiota —dijo, con gran tristeza—. Abajo, en el campamento griego, han empezado las disensiones. Parece que Agamenón insultó a Aquiles robándole una mujer que él había secuestrado en uno de sus desagradables asaltos. La mujer que Agamenón tomó para sí era la hija de un sacerdote de Apolo, y ya sabes el desastre que puede causar Apolo cuando se enfurece… Sí, la plaga ha empezado a extenderse entre los griegos. De modo que hubo que devolver a la mujer, y Agamenón tenía que apoderarse de otra para que no le doliese la entrepierna. De modo que ha cogido el botín de Aquiles como sustituta.
¿A quién le importaba lo que hiciesen aquellos hombres pendencieros? Eran todos odiosos.
—Ya veo por tu cara que no comprendes la buena suerte que representa esto para nosotros —dijo.
—Te oigo decir «nosotros». ¿Tan enteramente troyano te has vuelto?
—No. Todavía añoro mi hogar, pero mi hogar y mi pueblo no tienen nada que ver con Agamenón o Aquiles…, o nada semejante. Si ellos perecen, mucho mejor para los griegos corrientes. Nuestra buena fortuna es que Aquiles ahora se niega a luchar bajo las órdenes de Agamenón. Primero ha amenazado con coger el barco e irse, pero ahora se contenta con permanecer enfurruñado en su tienda. Dice: «¡Algún día ya me buscarán! Y ese día…».
—Eso demuestra lo muy egoísta que es. Porque si llega el día en que estén desesperados, eso significa que muchos de sus paisanos habrán muerto.
—Seguramente no te sorprenderá que esté cegado por su propia importancia —dijo Gelanor.
—No, fue así desde la niñez. Permitía la presencia de su primo Patroclo, pero de nadie más. Era de esperar que al crecer se le pasara, pero veo que no ha sido así.
—Ha prohibido también que luche Patroclo. Y mi mejor espía, que se ha congraciado con Patroclo, me ha contado que Aquiles vociferó y armó mucho escándalo e invocó a su diosa madre para que se asegurase de que los griegos recibían una buena paliza, y así castigar a Agamenón por insultar el orgullo del gran Aquiles.
—Me pregunto si ella obedecerá a su encantador hijito —dije.
—Quizá ya lo haya hecho. Porque Héctor y compañía se están armando para asaltar el campamento griego. Alguien les ha metido en la cabeza que deben hacer eso después de todos estos meses de mantenerse bien pegados a las murallas de Troya. ¿Quién puede decir que no ha sido la diosa?
Ansiosa de respirar algo de aire puro, salí andando con Gelanor al patio, cuando él se retiró. Las habitaciones de mi palacio, cerradas en invierno, parecían de pronto viciadas y asfixiantes; las hierbas que quemábamos para perfumar el aire no conseguían más que empeorarlo todo. Pero cuando salí al exterior, el viento casi me arrancó el manto. De pronto hacía muchísimo frío, soplaba un viento fortísimo y sus dedos me alborotaban el cabello y la ropa. Diminutos pinchazos helados incidían en mi nariz, mis mejillas y mi frente. Era algo que no había notado desde hacía mucho tiempo.
—¡Nieve! —grité, mirando al cielo, donde remolinos de nieve blanca cubrían las estrellas.
Gelanor gruñó.
—Las ruedas de los carros se atascarán y no se podrá luchar durante un tiempo.
—Hécuba me dijo que nevaba en Troya, pero no la creí.
—¡Siempre deberías creer a Hécuba! —rio él—. ¡Esto nos va a enterrar! —Abrigándose bien, se apresuró a bajar hacia su casa—. Espero tener leña suficiente —murmuró.
Yo me quedé fuera, en el patio, unos momentos más, disfrutando de los pinchazos del frío y del rugido del viento. Habíamos visto tormentas como aquéllas atacando los montes Taigeto allá en Esparta, cuando desaparecían detrás de una nube neblinosa, y al día siguiente resplandecían con un blanco intenso por la nieve recién caída. Y Micenas se convertía en un palacio de hielo, tal y como me había dicho Clitemnestra. Clitemnestra… La próxima vez que ocurriera, ¿estaría ella acurrucada en los brazos de su amante y se deleitaría al pensar en Agamenón tiritando en su tienda?
Ahora, la llanura de Troya se volvería blanca, y la parte superior de las murallas se pondría blanca también, y todas las calles de Troya quedarían alfombradas por una espesa manta blanca.
Paris vino más tarde, golpeó con los pies en el suelo y se sacudió el manto. Besé los copos que todavía tenía en la nariz y la barbilla, dejando que se fundieran delicadamente en mi lengua. Eran como una golosina helada.
—Todo se está cerrando —dijo él—. Las puertas están herméticamente cerradas y ya puedes estar segura de que nadie saldrá ni entrará de la ciudad durante un tiempo. No habrá batallas.
—Si fuera el final, y no un simple respiro…
—Algún día llegará —afirmó—. Llegará un día en que las batallas cesarán, y la llanura estará vacía… No quedará nada excepto nuestros bellos caballos troyanos, que podrán pastar fuera de nuevo, y el mercado, que será mayor que nunca.
Se dejó caer en un taburete, cogió un dátil de encima de una mesa y se lo metió en la boca.
—No debería derrocharlos, ya sé que nuestras reservas están menguando… —Suspiró—. Has venido desde muy lejos, desde Egipto. —Se dirigió esta vez a un higo que esperaba turno en su mano—. Desde aquel lugar plácido donde el Nilo corre por un plano desierto y donde las únicas montañas las ha hecho el hombre, esas formas puntiagudas de piedra. —Se lo comió—. Es un lugar extraño. Un lugar muy extraño, me han dicho. —De repente, sus ojos cambiaron; su mirada parecía lejana—. Helena… —Me cogió las manos, las estrechó con fuerza—. Cuando esta guerra acabe, cuando todo haya concluido, debemos irnos de Troya. Vayamos a Egipto. Podría abrir allí un centro de comercio para Troya, actuar como agente de mi padre. Si Troya pudiera obtener los beneficios del comercio directo con Egipto, y nos valiésemos por nosotros mismos en lugar de usar intermediarios egipcios…
—Pero… ¡tú eres un príncipe de Troya! ¿Acaso un príncipe debe convertirse en comerciante?
—Cierto, soy un príncipe, pero nunca reinaré aquí. Héctor será el heredero, y después de él está Deífobo.
—¡Ese simio lujurioso!
Paris se echó a reír.
—Al parecer, mi padre tiene muy buen concepto de él. En lo que respecta a la lucha, es verdad, y para mi padre eso es lo único que cuenta.
«Entonces, Príamo es un idiota», quise soltarle, pero sabía que Paris era muy susceptible en ese aspecto.
—Cuando la guerra acabe, puede que él valore otros rasgos. —Fue lo único que dije.
—No puedo esperar ese día. Ah, Helena, vayámonos a vivir nuestra vida en otro lugar. Fue un error volver aquí a Troya. Ahora lo sé. Aquí nunca podremos ser otra cosa que una rareza…, rechazada por nuestra familia. Y cada muerte troyana nos la echarán a los pies…, con todo derecho, me temo. ¡Oh, no, no tenía que haber vuelto nunca! —Sus ojos suplicaban a los míos—. Escúchame. Simplemente, vayámonos, y seamos personas libres en otras tierras.
Era un sueño loco, yo lo sabía. Pero resultaba tentador para nosotros, encerrados aquella noche por la nieve que caía y la suspensión de la vida cotidiana. Por qué no jugar a aquel juego, sólo por un rato…
—Muy bien, de acuerdo. ¿Y adónde debemos ir?
Su rostro adoptó un aire soñador.
—Navegaremos desde aquí a lo largo de la costa hacia Rodas y Chipre, pero no nos detendremos allí. Bueno, a menos que tú quieras…
—No, será mejor que sigamos rápido hasta nuestro destino final.
—Egipto —dijo entonces él—. Siempre he querido viajar allí. Hay tantos lugares que quiero ver; además, no he visto casi nada excepto Troya y el monte Ida y un poquito de Grecia. Mi vida de exploración quedó interrumpida cuando te encontré…, pero ahora sé que juntos podemos hacer cosas que yo nunca habría hecho solo. Podemos navegar por el Nilo…, tiene siete bocas, dicen. Elegiremos una y la seguiremos a medida que se vaya adentrando en Egipto. Cada vez hará más y más calor…, no habrá invierno…, y visitaremos las enormes montañas de piedra.
—Pero ¿no querrás que tu colonia comercial esté junto al mar?
—Ah, sí, por supuesto, pero primero quiero explorar Egipto. Y quiero hacerlo en secreto. Ya tenemos otros nombres, Alexandros y Cycna, ¿recuerdas? De modo que nos llamaremos así. Nadie lo sabrá.
Me eché a reír al darme cuenta, regocijada, de que para él, en aquel momento, yo era sólo Helena, y mi rostro era sólo el rostro que veía cada día. Pero el mundo entero podía reconocer a Helena, a menos que volviese al odioso velo. Pero quizá no. Quizá mi rostro hubiese cambiado con los años, desde que dejé Esparta. Esperaba que fuese así.
—Su rey tiene un nombre o un título muy extraño.
—Sí, faraón —dijo Paris—. Y se casan con sus hermanas. Y adoran a dioses con cabeza de animales. Y —se inclinó hacia delante y susurró— hacen cosas innombrables con los cuerpos muertos. Los vacían, los salan y los envuelven con vendas. Creen que volverán a la vida algún día.
—Ya me cuidaré mucho de no morir allí —dije—. ¿Y dónde ponen esos cuerpos? —Imaginaba que debían de guardarlos en casa, para tenerlos siempre a mano.
—Construyen unas tumbas muy elaboradas. Pero no podemos meternos en el interior. Están todas selladas. —Se sirvió algo de vino y lo hizo oscilar pensativamente en su copa—. Muy arriba en el Nilo existe una enorme ciudad donde los sacerdotes tienen un templo mayor que el de Troya. Tiene unas estatuas de cinco veces el tamaño de un hombre. Debemos ir allí. En cuanto termine la guerra.
Fuera caía la nieve, silenciando a Troya y manteniendo la guerra a raya, pero sin concluirla.
Cuando me desplacé por la habitación, en silencio, Paris susurró:
—Sé tan bien como tú que esto no puede ser.