Noche cerrada. Estaba sentada en lo más recóndito de mi alcoba, sin permitir entrar a nadie. Oí que Gelanor pedía que le dejaran entrar y que mi sirvienta lo despachaba. Oí que Evadne suplicaba lo mismo, pero la rechazaban. Yo estaba completamente sola, y así debía ser.
La quietud de la noche invernal asolaba la habitación, dejando que las palabras de Paris resonasen en el frío. Al amanecer lucharían. Y al día siguiente, a esta hora, ¿quién yacería en silencio y sin vida?
Sabía que sería Paris. Menelao era más fuerte y hábil en la lucha. Además le movían la ira y el deseo, alentados por la necesidad de venganza, mientras que Paris había perdido el ánimo hacía un tiempo; su ánimo había desaparecido con Troilo. Menelao lucharía contra un hombre que ya estaría muerto. Al día siguiente por la noche, a esta hora, Paris y Troilo caminarían juntos a través de los grises campos de asfódelos. Y yo sería una viuda en las orillas de la oscura y profunda Estigia, vería las sombras pero no podría cruzar. Menelao proclamaría su victoria y yo volvería como esposa suya y madre de su hija.
Oscuridad. Oscuridad. El cielo continuaba oscuro como la tinta del calamar. No había amanecer. Todavía no.
El amanecer llegó finalmente, y los grajos y cuervos graznaron para darle la bienvenida. Los ruidos ásperos que emitían parecían tambores funerarios. El sol salió triunfante por el cielo del este. Abajo, en la llanura, no había movimiento. Los griegos se habían puesto en marcha; las ruedas de los carros levantaban nubecillas de polvo pálido. Bajo mi ventana, veía y oía las idas y venidas de los troyanos preparándose para el espectáculo. Alguien preparaba a Paris para la lucha. Debía de haber sido yo, pero sabía que me habría rechazado, se habría negado a verme, al saber que probablemente iba a morir por una mujer a la que ya no amaba.
Ansiaba verlo cuando partió, pero no confiaba en ser capaz de resistirme y no arrojarme a sus brazos, lo que le preocuparía y le minaría su capacidad de luchar. No, debía permanecer donde estaba. Sólo podría verlo una vez se hubiera marchado, allá abajo, en la llanura, sólo cuando ya fuera demasiado tarde.
Me cambié de ropa, me envolví en un manto abrigado y me dirigí al tejado a mirar. Vi la espléndida hilera de soldados griegos y un contingente de troyanos que avanzaban a su encuentro bajo la luz rosácea del amanecer, y a continuación oí débiles vítores cuando la puerta Escea de Troya se abrió y salieron Príamo y Héctor en su carro, y luego, detrás de ellos, Paris en el suyo. Aún había un tercero que transportaba a heraldos y ofrendas propiciatorias. En semejante intercambio formal había que proclamar un tratado ceremonial y establecer sus términos.
Se arremolinaron al reunirse todos, y ya no pude ver ni oír lo que estaba sucediendo. Oí un susurro tras de mí, me volví y vi a Evadne de pie. ¿Cómo había conseguido llegar hasta allí, hasta mis aposentos privados?
—Helena, me has llamado —dijo en voz baja.
Entonces vi la curva de su cuello y el resplandor en su mirada, y supe quién era: Evadne no, desde luego. Así le gusta a Afrodita burlarse de nosotros, creyéndonos ciegos y estúpidos.
—Así es —dije, fingiendo que me creía su disfraz—. Hoy me siento tan ciega como tú —añadí con tristeza—. Ojalá pudiera ver lo que está pasando en esa espantosa llanura de ahí abajo. Y oír las palabras que dicen.
—Como he perdido vista, he aprendido a mirar a lo lejos de un modo distinto —dijo. No habría podido distinguir su voz de la Evadne—. Cierra los párpados muy fuerte hasta que veas remolinos de colores y manchas, y luego ábrelos de nuevo. Concéntrate en lo que desees ver a lo lejos, y aparecerá ante ti.
Seguí sus instrucciones, obediente, fingiendo aún y siguiéndole la corriente a la diosa. Cuando abrí los ojos de nuevo, era como si estuviera en medio de la llanura, junto a los hombres, incluso veía las nubecillas de vapor que salían de los ollares de los caballos, alzándose en el aire helado del amanecer.
Príamo se adelantó desde su carro y se acercó a Agamenón. Los dos hombres se detuvieron a cierta distancia. Las largas sombras de la primera hora de la mañana les mostraban a los dos de la misma altura, pero la sombra de Agamenón era dos veces más recia que la de Príamo. Los heraldos acercaron los corderos sacrificiales, el vino mezclado en un cuenco resplandeciente, y vertieron agua en las manos de ambos reyes. Ambos se hicieron una seña, asintiendo, y luego Agamenón cortó un mechón de lana de la cabeza de los corderos; los heraldos lo distribuyeron a los capitanes de ambos bandos. Luego alzó las manos y pronunció una plegaria con aquella voz estridente que yo siempre había odiado. Invocó a Zeus, al sol, a los ríos, a la tierra y a los poderes del averno, para que fuesen testigos de su juramento y para que vieran que lo mantenía.
—Si Paris mata a Menelao —bramó—, se le permitirá conservar a Helena y todas las riquezas que se llevó con ella, y nosotros partiremos de las costas de Troya. Pero si Menelao mata a Paris, los troyanos deberán entregar a Helena y su tesoro. Y además nos deberán compensar a todos nosotros por los gastos al venir aquí. Sí, tendrán que pagar una recompensa, y de una escala tal que las futuras generaciones lo recordarán. Y si no lo hacen, mantendré aquí mi ejército y destruiré Troya.
Para mi sorpresa, Príamo accedió. ¿Acaso no veía que ninguna recompensa satisfaría nunca a Agamenón, y que le acababa de dar permiso para saquear Troya? Y en cuanto a las riquezas que aseguraba que yo me había llevado, era una mentira.
—¡No! —grité, pero estaba demasiado lejos.
Agamenón sacó su gran espada y cortó la garganta de los corderos. A continuación echaron vino en dos copas; él cogió una y le entregó la otra a Príamo, y ambos la vertieron en el suelo. Entonces, con una sola voz, los troyanos y los griegos pronunciaron una maldición: «Que los sesos de todo el que rompa este tratado queden aplastados en el suelo, sí, y los de sus hijos también, y que sus esposas sean entregadas como esclavas a unos forasteros».
Temblando, Príamo murmuró que debía volver a Troya.
—No puedo soportar quedarme aquí tan cerca y ver sufrir a mi hijo Paris. Mi único consuelo es que los dioses ya han elegido qué hombre ganará, y que todo lo que siga ya ha ocurrido —dijo, y, muy tieso, se volvió y se subió a su carro. Pero no antes de que tanto él como yo oyésemos a ambos ejércitos rogar que muriese Paris.
—Que perezca el hombre que nos ha traído todos estos problemas —suplicaron a los dioses—. ¡Que baje a la casa de Hades, y traednos la paz!
¿Podía oír una plegaria peor un padre o una esposa? Qué idiotas eran si pensaban que aquello les traería la paz en verdad. Agamenón quería los tesoros de Troya, y éstos no me incluían a mí.
Las nubes de polvo trazaron una línea mientras Príamo volvía a Troya, y las puertas se abrieron de par en par de nuevo para dejarle entrar.
—Ha ocupado su lugar en la muralla —dijo el espíritu-Evadne—. Propongo que nos unamos a él. —Sus labios, extrañamente suaves y sin las arrugas que normalmente tenían a su alrededor, estaban curvados en una astuta sonrisa.
Quise poner alguna objeción, pero acabé siguiendo sus instrucciones.
Una gran multitud de mirones se había reunido en la zona justo por encima de la puerta Escea, y vi la cabeza gris de Príamo rodeada por su familia y sus consejeros. Mientras pasaba entre nuestras filas les oí murmurar. El viejo Pantoo, que normalmente sólo se preocupaba por dispositivos mecánicos irrelevantes, tenía un aire torvo y me miraba con los ojos inyectados en sangre. Junto a él, el elegante Antenor me fulminaba, lleno de reproches.
Mi lugar estaba junto a Príamo y Hécuba, por muy doloroso que fuese para todos nosotros. Príamo se volvió a darme la bienvenida. Sus palabras eran amables, pero vi el terror ciego en sus ojos. Decía que no me echaba la culpa a mí, sino a los dioses. Hécuba no dijo nada. Me miró con los ojos entrecerrados, y sus hijas a su lado siguieron mirando al frente hacia la llanura, viendo cómo su hermano se dirigía a la condenación, a una condenación que él mismo había atraído sobre sí.
Héctor seguía al lado de Paris, y él y Odiseo examinaban el terreno de combate. Los dos contendientes estaban de pie, vigilantes. Menelao, que en todo el tiempo que yo había pasado en Troya me había producido tanta rabia, estaba de pie ante el ejército griego, con los pies plantados en el suelo de aquella forma algo extraña que yo recordaba tan bien. Mi corazón se llenó de piedad por él. Aquel hombre todavía estaba sufriendo por mí.
Paris miraba al suelo, con la cabeza gacha. Un sacrificio. No esperaba sobrevivir.
Héctor estaba de pie entre ellos y agitó en su casco los objetos para echar a suertes, apartando la vista. Apareció el que daba derecho a arrojar la primera lanza. Los dioses habían elegido a Paris.
Ambos hombres se colocaron los cascos y sus rostros desaparecieron debajo del bronce. Menelao cogió su escudo redondo, y, dando unas zancadas hacia el centro del terreno, se colocó en su lugar. Paris echó atrás la lanza de largo astil y la arrojó por el aire. Dio en el escudo de Menelao con un ruido estruendoso, pero no penetró por completo; por un instante sobresalió en línea recta y luego la punta de bronce se dobló bajo su peso y la lanza cayó. Menelao la retorció con una mano y la arrojó a un lado, y luego lanzó él a su vez contra Paris. La maldita diosa me permitió oír las palabras que murmuró, apelando a todos los poderes para matar a Paris, para que le concedieran su venganza. Añadió desdeñosamente que los hijos de nuestros hijos todavía temblarían sólo con pensar en engañar a un anfitrión tan amable como él, Menelao. Unas palabras egoístas y que eliminaron la piedad que sentía por él.
El odio dio fuerza a aquel lanzamiento y la lanza penetró en el escudo de Paris, desgarrando su túnica. Pero él había dado un salto a tiempo para evitar resultar herido. Mientras se tambaleaba e intentaba recuperar el equilibrio, Menelao se arrojó sobre él, blandiendo la espada, y la dirigió con fuerza hacia el casco de Paris. La fuerza del golpe le hizo caer de rodillas. Pero en lugar de penetrar en el casco, la hoja montada en plata se rompió en pedazos y cayó como una lluvia de metal brillante en torno a Paris, arrodillado.
Menelao chilló y alzó sus manos al cielo, y luego se arrojó hacia Paris y lo cogió por la cimera del casco. Su furia le daba la fuerza de un Heracles, y levantó a Paris del suelo, haciéndole describir un arco; luego empezó a arrastrarle hacia la línea de los griegos. No se molestaba ya en usar lanzas ni espadas; quería matarle con sus propias manos desnudas.
Retorciéndose, Paris se agarraba con las manos la correa del casco; le estaban estrangulando hasta la muerte. Un gruñido surgió de la muralla al verle así, indefenso. Los pies de Paris se arrastraban por el polvo, y sus brazos tiraban del casco.
En un momento dado, el sol recién salido arrojó su luz dorada sobre el campo de batalla, y al siguiente, una oscura niebla se abrió paso por la llanura, tendiendo sus extraños dedos hacia los combatientes envueltos en polvo. Justo antes de que los alcanzara, vi que la correa del casco de Paris se rompía y que él luchaba por ponerse en pie. Menelao arrastraba un casco vacío. Lo miró y lo arrojó hacia las filas de su ejército. Luego se volvió hacia Paris buscando una forma de matarle. De repente, ambos hombres se desvanecieron.
La niebla nos envolvió también a nosotros. No podía ver ni siquiera a Príamo, aunque estaba muy cerca. Pero oía la suave y dulce voz de mi compañera:
—Vuelve a tu palacio —murmuraba—. Paris te espera en tu fragante dormitorio, con toda su belleza radiante. Ve, únete a él en el lecho con incrustaciones.
Aquello era demasiado para soportarlo, aunque yo fuese una simple mortal y la que me susurraba una inmortal.
—¡No! —grité—. Menelao ha derrotado a Paris en la llanura. Me estás atormentando. No me dejaré engañar para ir a una habitación vacía.
Antes de que ella respondiera, noté un frío temor que me invadía.
—Si me provocas de nuevo, te odiaré tanto como te he amado —siseó—. ¡Ah, sí, te sientas y te compadeces a ti misma cuando tienes mi favor! Si te lo retiro, recordarás todo ese dolor como un auténtico gozo. —Esperó un momento—. Haz lo que te digo. Ve a tu palacio y busca el dormitorio de Paris. Ahora.
Me alejé, dejando a los troyanos en la muralla. Nadie me echó de menos, nadie me vio partir. La niebla lo dispuso así.
Notaba mis piernas pesadas, como si fueran de madera, mientras subía fatigosamente hacia el palacio. Allí no habría nadie. El único Paris que me esperaría sería el que llevaba en la mente, mientras que el real yacía asesinado. No había oportunidad alguna de reparar lo que nos había separado, ni en esta vida ni en el pálido averno. Todo sería vagar en la oscuridad, agua helada chorreando de las rocas donde se reúnen los muertos sin esperanza, pasando uno junto al otro, incapaces de pensar ni de hablar.
El palacio estaba allí delante, rodeado por el vacío. Todo el mundo estaba abajo, en las murallas, y la cima de Troya se hallaba desierta. Las puertas permanecían abiertas. Qué extraño, siempre estaban cerradas. No había guardias en el interior, ni sirvientes, ni ninguna de las personas que atestaban nuestras estancias desde hacía tanto tiempo. Mis pies resonaban con fuerza mientras caminaba. Subí poco a poco las escaleras, hacia el silencio. Arriba, más escaleras, ascendiendo hacia la quietud. No quería subir los escalones finales ni entrar en la habitación. Miré hacia atrás: no había nadie detrás de mí. «Evadne» se había desvanecido, como ya sabía que ocurriría.
Y seguí subiendo, tendí la mano hacia los grandes tiradores de la puerta, los atraje hacia mí, abriendo las pesadas hojas. Entré y vi movimiento en la cama. Paris estaba allí echado, tan provocativo como un fauno yaciendo en la orilla de un río cubierta de flores. Sobresaltado se enderezó, llevándose una cubierta hacia el pecho y parpadeando como suelen hacer los que se despiertan repentinamente de un sueño.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Dónde estaba su armadura? ¿Yacía desnudo en la cama? ¿Cómo podía estar durmiendo? Me quedé mirándole, sin habla.
—Helena —dijo, y su voz no tenía ni un ápice de aquel tono feo de antes—. Helena. —Sonaba como un niño perdido y asombrado.
De repente, vi que no estábamos solos. Afrodita, sin molestarse ya en imitar el aspecto de Evadne, estaba cerca, ondulante. Llevaba una silla y la colocó junto a la cama.
—¡Siéntate! —me ordenó.
Me dejé caer en ella. Sin embargo, ni siquiera la miraba. Sólo miraba a Paris.
—Pero te he visto en la llanura… —empecé.
—Sí…, sí. Menelao me estaba arrastrando y de pronto me he sentido libre. He echado la cabeza atrás y el casco ha salido volando, y entonces me he apartado. Justo antes de ese momento sabía que iba a morir. Moriría y tú volverías con Menelao.
—Pero no comprendes —le dije— que yo nunca habría vuelto con él.
—Pero ¡si lo intentaste ya antes! ¡Saltaste por la muralla para volver con él!
—Para acabar la guerra y dirigirme hacia el Hades, no hacia Menelao. ¿Acaso no hay dagas? ¿Acaso no hay venenos? Ah, sí, hay muchos medios para llevarnos a nosotros mismos al Hades. ¡Después de todo a mi madre le bastó con una cuerda!
—He sido injusto contigo, Helena. Dejaste el palacio (¿o era una prisión?) en Esparta. No tenía derecho a devolverte allí. Y al morir en ese duelo lo habría hecho. —Ahora estaba sentado y yo veía que no estaba desnudo sino que llevaba una túnica de la lana más fina, con hilos de plata entretejidos, no la túnica de un guerrero—. Estaba apartándome a gatas de Menelao, aturdido por la sorpresa al ver que de alguna manera me había liberado, y oyendo los rugidos de los griegos en las líneas que tenía detrás de mí, pero no tenía adónde escapar, porque no había seguridad. El duelo debía continuar hasta que uno u otro estuviese muerto. Y entonces, de repente, conseguí meterme por entre lo que parecía un bosque de piernas y pasé por encima de los pies con sandalias y, de súbito, estaba aquí, en esta habitación, e invadido por el sueño, me he echado. Y cuando he levantado la vista has aparecido tú.
—Y ella también. —Eché un vistazo a la resplandeciente Afrodita.
—¿Quién? —preguntó Paris. Él no la veía.
—Nuestra amiga. Nuestra enemiga. Con los dioses, las dos cosas son lo mismo.
Él me miró con la antigua confianza, con aquel anhelo y esplendor en su rostro juvenil.
—Helena, te ruego que me perdones. Te amo más de lo que puedan expresar las palabras. No puedo vivir sabiendo que hay una sombra o una nube entre nosotros.
—Pero ¡has sido tú quien has provocado esa sombra! —Mi sol, Paris, se había escondido detrás de una nube negra y gris, y mi mundo se había quedado frío.
—El dolor por las muertes a nuestro alrededor, muertes que yo he causado, y no tú, arrojaban una carga tan pesada sobre mí que apenas podía respirar, ni levantar la vista. Sólo quería que acabase todo esto, y he intentado concluirlo de la única forma que veía. Pero Helena…, ¡oh, Helena! —dijo, y se alzó del fragante lecho y me abrazó.
Noté el calor y la fuerza de aquellos brazos que colgaban flácidos a los costados cuando yo estaba junto a él, desde que empezaron las muertes.
Su beso era mucho más dulce que ninguno de los que había probado jamás. ¿Era porque se me habían negado durante mucho tiempo, o acaso Afrodita había aumentado su dulzor? Miré a los rincones de la habitación por el rabillo del ojo, pero no vi nada. Ella se había desvanecido. Aquél, en ese preciso momento, era enteramente un amor nuestro, un deseo plenamente nuestro. Me aferré a él y juré que nunca dejaría que nada nos separase.
Nos escondimos en nuestros aposentos privados, algunos dijeron más tarde que con cobardía. Pero eso no es cierto; simplemente, una vez más estábamos apartados del resto del mundo, igual que hacía tiempo. El día, que había empezado de una forma tan dura y que pasó tan lentamente, a partir de entonces correteaba como un ciervo, hora por hora.
Luego entró Héctor, tras abrir las puertas sin ceremonia alguna. Miró a su alrededor ansiosamente, pero cuando sus ojos se posaron en nosotros, frunció el ceño.
—¡No! —gritó, con la voz llena de incredulidad—. ¡No puede ser! Tú no puedes estar aquí. Decían que te habías escapado, no quería creerles. Pensaba mejor de ti, pero es cierto. ¡Qué vergüenza, qué desgracia para la casa de nuestro padre! —Corrió hacia Paris y le empujó, haciéndole caer. Pensé que lo sacudiría hasta matarlo—. He venido para demostrar que estaban equivocados, y en lugar de encontrar tu habitación vacía, te encuentro aquí —aulló a Paris, en el suelo—. ¿Cómo has podido hacerlo, cobarde miserable? ¿Cómo has conseguido escabullirte, a plena vista de todo el mundo? Ah, sí, debías de tener ya la ruta de huida preparada cuando lanzaste la farsa del desafío. Pero ¿con qué objetivo? Si Menelao vive, tú no habrás ganado. ¿O acaso Helena y tú planeabais salir huyendo como hicisteis en Esparta?
En todo el tiempo que llevaba en Troya, nunca había oído tantas palabras seguidas del reservado Héctor. Paris puso los brazos en torno a la cabeza para protegerse de las patadas que iban a venir. De su boca tapada surgió un ruego que Héctor oyó. Las piernas de éste temblaban, llenas de ansia de patear a Paris, como lo habría hecho con una puerta atascada. Su pie derecho ya retrocedía. Luego se detuvo.
—Muy bien. Habla, pues. Defiéndete con las palabras, ya que no sabes defender tu honor con las armas.
Lentamente, Paris levantó la cabeza y se incorporó. Su rostro estaba lívido, y sus ojos parecían desesperados.
—Yo…, yo no puedo… —tartamudeó—. No puedo defenderme, porque no sé lo que ocurrió. Yo luchaba contra Menelao…, tú lo sabes. Sabes que a pesar de que su espada se rompió en pedazos y su lanza no consiguió herirme, estaba estrangulándome mientras me arrastraba por el polvo. ¿Acaso salí corriendo entonces? No, no podía respirar. Pero, de repente, estaba libre…, no sé cómo. Y fui andando a gatas, y cuando me puse de pie, me encontré aquí.
—¡Qué tontería! —gritó Héctor—. Te burlas de mi sentido común, insultándome con una mentira semejante.
—Es cierto, lo juro, lo único que puedo decir es que los dioses…
—¡Mentiras! ¡Deja de meter en esto a los dioses, cuando ha sido tu propia falsedad la que ha hecho esto! Sí, tú lo planeaste todo…
—Héctor —intervine—, ¡piensa! Aunque Paris hubiese planeado una huida secreta, cosa que no hizo, sus planes no podrían haberle rescatado de la muerte hacia la que le estaba arrastrando Menelao: ¡una muerte fuera de las normas del duelo! Menelao había perdido el duelo, así que recurrió a este truco de pura fuerza bruta. Pero tales trucos funcionan, para desgracia de los hombres honrados. Sólo un dios podía haber salvado a Paris entonces. Y fue un dios quien lo hizo. Está claro.
—¡No, no está claro! —rugió Héctor.
—Héctor, está claro para todo el mundo que lo mire como haría un extraño, en lugar de un hermano decepcionado —dijo Paris—. Yo no pedí ayuda. Estaba dispuesto a pagar el precio; en realidad, pensaba que lo había pagado. Pero no rechazaré un regalo de los dioses, sobre todo cuando ese regalo es mi propia vida.
—¡No se me ocurre por qué tienen tanto amor por tu vida, entonces! —gritó Héctor—. ¿Cuántas veces estabas destinado a morir y te han rescatado?
—Un hombre no debe morir antes de la hora que le corresponde —dijo Paris—. Sabes que nuestro destino está determinado al nacer, y que ningún hombre puede cambiarlo. Ni siquiera los dioses, aunque podrían hacerlo, lo hacen. Yo estaba destinado a vivir al menos más allá del día de hoy. Y Helena tiene razón… Menelao hizo trampas al intentar matarme de esa manera, de modo que los dioses estaban justificados al evitarlo.
Héctor lanzó una risotada amarga.
—Agamenón ha proclamado que el vencedor es Menelao. ¿Qué esperabas? Y alguien desde Troya disparó una flecha a los griegos, por accidente, supongo, y Agamenón ha usado eso como excusa para empezar de nuevo la lucha. ¿No oyes los ruidos de batalla en la llanura de Troya, o está demasiado enrarecido el aire en tu habitación para que tales sonidos penetren hasta aquí?
Corrí a la ventana. Oía unos ruidos débiles y oscilantes como oleadas de calor de alguien que estaba muy lejos. Luego el inconfundible sonido del metal golpeando sobre metal. Paris vino y se puso en pie junto a mí. Se agarró al alféizar.
—Nos vemos impotentes para detener esto —dijo quejosamente a Héctor—. Demasiada gente quiere luchar.
Héctor meneó la cabeza.
—¡Muchacho estúpido! Todo eso no está más que en tu cabeza.
—No —dijo Paris—. ¡Me niego a aceptarlo! Había y hay todavía gente dentro de Troya que quiere esta guerra con tanta desesperación como los griegos. ¿Quién nos impidió a Helena y a mí ver a Menelao y a Odiseo cuando ellos vinieron? Nunca lo llegamos a averiguar. Cierto, el espía que suplantaba a Hillo fue desenmascarado, pero seguro que tenía cómplices, y éstos han quedado libres. Hillo no podía estar en todas partes, haciéndolo todo. Alguien mató a nuestra serpiente sagrada doméstica, para asustarnos. ¿Quién fue? Helena intentó acabar con todo esto yendo a entregarse a los griegos, pero fue detenida por Antímaco. ¡Pregúntale qué estaba haciendo fuera de las murallas por la noche!
Héctor se sobresaltó. Estaba claro que no sabía nada de aquello. Antímaco había guardado nuestro secreto.
—¿Helena intentó irse con los griegos?
—Sí, para acabar con esto. Antímaco me cogió.
—¿Te cogió… dónde?
—Fuera de las murallas.
Héctor abrió mucho los ojos, incrédulo.
—¿Te escapaste por encima de la muralla?
—Sí. Y estaba a buena distancia cuando Antímaco, que rondaba por allí, me agarró.
Vi por su rostro que Héctor no aceptaba mi historia.
—Muy bien, entonces —dije—. Pregúntaselo tú mismo. ¡Ya verás cómo se sorprende de que tú lo sepas!
—Lo haré —dijo Héctor, muy serio—. Pero si es cierto, él se mostró muy inflexible queriendo mantenerte aquí, y ponerte como cebo ante los griegos. Mientras que Antenor intentó evitar la guerra, con más sensatez. —Un estruendo particularmente intenso resonó bajo nuestros oídos—. Pero ahora ya es demasiado tarde.
—Es lo que acabo de decir —le recordó Paris—. Ahora ya sigue adelante, no hay forma de detenerlo. Aquellos que lo intentaron han sido apartados a un lado.
—Debo volver a la batalla —dijo Héctor—, para que no digan que yo también soy un cobarde. —Dio la vuelta con tanta rapidez que su manto flotó tras él.
—¡Yo no soy un cobarde! —chilló Paris—. ¡Deja de llamarme así!
—No soy yo quien te llama así, sino todos los hombres que estaban en el campo de batalla y te vieron huir.
—¡Yo no hui! Ya te lo he dicho…
Héctor se fue y sus pasos se fueron apagando.
—Paris, a partir de hoy nos han calificado de cobardes y villanos —dije, volviéndome hacia él—. Nosotros sabemos la verdad, pero no hay forma de convencer a los demás.
—Pero ¡tenemos que hacerlo! ¡Tenemos que hacerlo! Debemos limpiar nuestros nombres.
Ahora me parecía lo que Héctor le había llamado, un muchacho estúpido. No, no estúpido, sino terriblemente ingenuo.
—Tiene que haber un sacrificio. —Mi sobrina Ifigenia había sido la sacrificada por parte de los griegos. Esto era más sutil, pero nosotros seríamos el sacrificio por la parte troyana—. La gente exige sacrificios. Es parte de la guerra.
—Pensaba que los guerreros caídos y las ciudades saqueadas eran los sacrificios de la guerra.
—Para lo más profundo del corazón humano, se exige más. —Me sentía exhausta.
Paris sonrió.
—Te preocupas por defenderme. ¡Qué campeona más fiera! Debe de ser cierto lo que dicen de las mujeres…, que son más mortales que los hombres. Al menos, las amazonas lucharán por Troya.
—Entonces, llamémoslas ahora. Las necesitaremos.
—¿Las llamamos?
—Sí. Antes de que sea demasiado tarde.
—No tengo autoridad para convocarlas. Tiene que ser Príamo…
—Él titubeará y se entretendrá hasta que estemos tan acorralados por los griegos que no puedan llegar hasta nosotros. Llámalas. ¿Acaso no eres un príncipe de Troya?
—Pero debe ser el rey quien tome esas decisiones…
—Toma ésta por ti mismo. Y luego verás si no miran a Paris de otra manera.
Estaba dispuesta a declarar mi propia guerra a Troya. Ya estaba harta de inclinarme ante sus normas y exigencias contraproducentes.