La guerra privada que mantenía con Paris fue engullida por la guerra más amplia que hacía estragos a nuestro alrededor. No sólo no estábamos nunca solos, ya que el palacio estaba lleno de aliados nuestros que habían huido de los ataques asesinos, sino que todo en nuestras vidas permanecía en suspenso mientras la guerra se hinchaba como una araña monstruosa y se tragaba nuestros días y noches. Nadie observó en qué piso dormía Paris, o, si lo hizo, debió de pensar que era para alojar mejor a nuestros aliados. Yo compartía mi habitación con diversas princesas y señoras de Frigia, y sus hermanos y primos más jóvenes encontraban descanso en los nuevos aposentos de Paris.
Llegaron Eneas y su familia, y luego, algo que no presagiaba nada bueno, un torrente de personas asustadas y heridas de Lirneso, cerca del hogar de Andrómaca, hacia el sur, hablando de masacres. Al principio, sólo eran narraciones incoherentes de un ataque repentino de un contingente de guerreros, llamado algo como mir…, mir… Se referían a los mirmidones. El contingente de Aquiles. Así que había cogido a sus hombres y dado una batida allí, tan lejos. Luego se contaban más historias de ataques a las ciudades de los alrededores, de asesinatos, saqueos e incendios. Dijeron que habían muerto todos los hombres, excepto los más jóvenes, los mayores y los lisiados, y que se habían llevado a muchas mujeres como trofeos y como esclavas. Aquiles tenía tantas que eran como un rebaño de ganado. Una mujer escuálida, cuyos pies sangrantes curaban con ungüento mis sirvientes, dijo entre dientes que si probaba a todas las mujeres sería un anciano antes de terminar y no habría guerra. Se echó a temblar al pensar en caer en sus manos.
Otros nos contaron que también habían asaltado Asos, y el santuario de Apolo en Crisa había sido profanado y se habían llevado a la hija del viejo sacerdote. «Como Hades a Perséfone», comentó uno. Pero ¿y qué había del rey de Tebas? ¿Qué había sucedido con él, su reina, sus hijos e hijas?
Entonces lo supimos: los habían matado a todos. En un día, Aquiles había asesinado a toda la familia de Andrómaca. Su padre, el rey Etión, había sido asesinado en su patio, lo habían destrozado mientras se agarraba al altar de su dios, y se convirtió en el sacrificio ante las piedras donde él mismo había realizado sacrificios durante muchos años. Sorprendieron a los siete hermanos, que se dedicaban a cuidar pacíficamente el ganado y las ovejas blancas en las colinas, y murieron luchando contra los mirmidones, pero en todos los casos fue Aquiles quien los atravesó con el bronce, y cayeron en los prados de las faldas de la colina.
Corrí hasta el palacio de Héctor entre las multitudes que había en el vestíbulo y el patio para acompañar a Andrómaca. Héctor estaba saliendo de la habitación cuando llegué, y se le veía destrozado. Me dijo que me agradecía que estuviera allí, ya que me necesitaba, y que temían por su hijo debido a este impacto. No podía quedarse, tenía que salir a las murallas.
Andrómaca yacía en su lecho y también parecía muerta. Su rostro estaba pálido como la lana sin tratar y sus ojos, aunque abiertos, parecían mirar sin ver nada. Le toqué el brazo y lo noté frío. La cubrí más con mantas y pedí que le acercaran un brasero. Le froté las muñecas y susurré su nombre. Al final, muy lentamente, volvió la cabeza y me miró, y la mirada en sus ojos me dejó petrificada. Apenas parecía haber vida en ellos, y la poca que quedaba era sólo dolor.
—Helena… —susurró—. Estoy muerta.
Le cogí las manos y soplé en ellas para calentarlas, para avivar la llama de la vida.
—No, no lo estás, y estás a salvo. —La besé en la frente fría—. A salvo dentro de estas murallas de Troya, detrás del escudo de Héctor, tu marido.
—No sólo es mi marido, sino que ahora es mi padre, mi hermano y mi madre también —dijo con una voz tan débil que tuve que inclinarme para escucharla—. Él es mi única familia ahora.
—No es tu única familia —la corregí—. Héctor y tú pronto tendréis un hijo.
—No vivirá. Aunque viva para parirlo, Aquiles lo matará. Y lo honrará en la muerte, una muerte que él creó. ¿Sabes lo que hizo?
Andrómaca se incorporó, temblando, apoyándose en los codos, y miró con los ojos muy abiertos como un animal acechado.
—Dio un funeral apropiado a mi padre. —De lo más profundo de su garganta brotó una risa macabra, cada vez más alta—. Le puso las vestiduras reales y lo colocó respetuosamente en una pira y luego hizo que sus mirmidones levantaran un túmulo funerario e incluso —su risa entrecortada por la tos empezó a parecer la de una demente— hizo que plantaran un olmedo a su alrededor. Para convertirlo en un lugar sagrado. Oh, eso es lo que hará el ceremonioso guerrero a Héctor y a nuestro hijo. Mata y luego se inclina ante lo que ha matado para honrarlo.
—Aquiles es mortal —señalé—. Los mortales mueren con tanta facilidad por accidentes de la naturaleza como en la batalla. No puede matar eternamente. Yo diría que nunca entrará por las puertas de Troya.
—Puede que tú lo digas, pero es sólo un deseo.
—Andrómaca, has esperado muchísimo tiempo este niño, y lo has deseado por encima de todo. Ahora, si no luchas para apartar este dolor de ti, Aquiles lo habrá matado sin dar un solo golpe, sin acercarse siquiera a ti. Yo te digo que cojas la fuerza de tu padre y de tus hermanos, la fuerza que te dejaron. Cógela y póntela como un casco, y sé tan fuerte como todos ellos juntos. Y levántate y da a Troya este niño. —Hice una pausa. ¿Acaso estaba escuchando algo de lo que le decía?—. Puede que él vengue a tu familia. ¿Por qué suponer que morirá a manos de Aquiles? También podría ser perfectamente de la otra manera, y sería una venganza gloriosa.
Ella volvió a hundirse en la cama y cerró los ojos.
—Pensaré en ellos —murmuró—. Los llamaré a cada uno por su nombre, y tomaré su coraje donde lo dejaron. No debe quedarse en el prado como quien deja una capa vieja. —Me apretó levemente la mano—. Gracias, Helena, por hacerme ver lo que dejaron para mí.
Afectada, me aseguré de que sus sirvientes me avisaran si había algún cambio y me marché del palacio, donde los lamentos y el duelo resonaban en las habitaciones públicas por las que pasaba a toda prisa. Fuera, las multitudes recorrían las calles como un rebaño asustado que escapara corriendo de un león. A diferencia del ganado en un prado, no tenían adónde ir, así que corrían de aquí para allá, adelante y atrás, de un lado de la ciudad a otro, limitados por las murallas.
Gritaban y llamaban a Príamo para que se dirigiera a ellos. Exigían que el viejo rey se mostrara, de lo contrario considerarían que Héctor era el rey. Estas peticiones insistentes hicieron salir a Príamo a la terraza, que le sirvió como estrado para dirigirse a las masas. Yo veía la tensión en su rostro, en sus ojos, la oía en el leve titubeo entre palabras mientras iba buscando su camino como un caballo con un casco dolorido que anda por un sendero empedrado.
Les aseguró que Troya no estaba en peligro. La fuerza de Troya se mostraba en el hecho de que el enemigo no la había atacado directamente, sino que intentaba minar su fuerza atacando a sus amigos.
—Entonces, ¿por qué no sale Troya a ayudar a sus amigos? —gritó alguien—. ¿Por qué la amistad sólo lo es en un sentido? ¡Los dardanios y los adrasteos deben sufrir por Troya, pero Troya no sufre por ellos! —Se oyó un clamor procedente de lo que debían de ser los dardanios y los adrasteos.
—Accedisteis a luchar junto a nosotros —les recordó Príamo, alzando la voz para que lo oyeran—. Y por una recompensa —añadió.
—¡No accedimos a que atacaran a nuestras ciudades! —gritó otra voz—. Accedimos a enviar soldados para que lucharan, no a que los soldados extranjeros nos atacaran, saquearan y mataran.
—¡Pensamos que sería Troya la atacada, no nosotros! —gritó un anciano al que le temblaba la voz.
—¡Ah, así que os dabais por satisfechos si éramos sólo nosotros! —De repente, Deífobo apareció junto a su padre en el tejado.
—Troya tiene elevadas murallas y torres —gritó una voz de la multitud—. Está hecha para eso. ¡Nosotros no!
—¡Bah! —Deífobo hizo un gesto desdeñoso—. Ahora estáis aquí, participando de nuestra hospitalidad.
—Hijo, hablas cuando no toca. —Príamo puso una mano firme sobre el hombro de Deífobo—. No hablas por el Rey ni por el honorable pueblo de Troya. —Se acercó al borde del tejado y extendió las manos hacia la multitud, alzando la voz—: Lamentamos vuestra desgracia, y admitimos que no nos la esperábamos. ¿Qué podemos hacer para garantizaros que es cierto lo que decimos?
—¡Ganado! ¡Oro! —gritó un hombre.
—El ganado no puede hacer que vuelva mi madre —gritó otra voz.
—Buena gente, venid a mi palacio esta noche. Estará abierto, os daré de comer y hablaremos. —No fue Príamo quien hizo esta invitación, sino Paris, que apareció en el tejado cerca de Deífobo.
Un gruñido recorrió la multitud, hasta que alguien gritó:
—¡Es él! ¡Es la causa de todo! ¡Paris! ¡Compañeros, vuestros hogares arden, se han llevado a vuestros ganados y vuestros padres han muerto por él!
Príamo empujó a Paris hacia atrás. Su rostro estaba oscuro por la rabia.
—Me avergüenzan mis hijos, que hablan antes de pensar —dijo, mirando primero a Paris y luego a Deífobo—. No, es a mi palacio adonde debéis venir. Esta noche. Las puertas estarán abiertas para vosotros.
La multitud se dispersó, ruidosa pero apaciguada. Ahora veía en qué podía convertirse Troya en un instante cuando la gente se alteraba. Estaban confinados, como bestias en una jaula, demasiado juntos, y todo el mundo sabía que varias bestias en la misma jaula tendían a pelearse. Ahora Troya estaba atestada de extranjeros, era volátil como la yesca seca, y estaba repleta de heridos, troyanos o no.
¿Así que Paris quería abrirles las puertas de nuestro hogar? Debía de haber perdido la razón. O su profundo y persistente dolor por la muerte de Troilo le hacía pensar que podría reparar el daño de esta manera. Egoístamente, me sentí aliviada al saber que Príamo lo hubiese evitado.
Pero compadecía a Hécuba aquella noche.
Sin tiempo para prepararse, el rey y la reina de Troya debían recibir a cientos de invitados en sus dominios privados. Les costaría muchísimo, ya que tendrían que vaciar preciadas reservas necesarias para el asedio continuo. Pero estábamos en esa fase de la guerra en la que las cortesías podían tener más peso que las necesidades.
El patio resplandecía por las antorchas. No esperaba menos. Estaban asando varios bueyes, también como esperaba. Había jarras de vino firmes como soldaditos, cinco a cada lado en seis filas, en mesas largas. Montones de pan, cocido a toda prisa aquella tarde, y cestas de preciados higos secos y dátiles estaban repartidas generosamente entre cuencos de olivas y manzanas.
Yo estaba sola. No había encontrado a Paris en nuestro palacio, y sabía que eso implicaba que no deseaba que lo encontraran. No sólo no quería compartir la cama conmigo, sino que no quería compartir mi brazo en un acontecimiento público. Lo que había dicho iba en serio. Había terminado conmigo. Ya no había más Paris y Helena.
Mientras me abría paso entre la multitud y veía sus heridas y sabía de sus pérdidas, la culpa y el dolor cayeron sobre mí como un manto empapado por la lluvia. Me sentía culpable porque habían sufrido por nada: si Paris y Helena ya no estaban juntos, todas sus pérdidas no habían servido para nada, y Troya no tenía por qué ser atacada. Y sentía pena por mí misma, una pena profunda porque Paris ya no me amaba.
Él me había traído felicidad vertiginosa, satisfacción absoluta, libertad, por lo que resultaba aún más difícil volver al mundo gris sin él, un mundo tan gris como la llanura de Troya en invierno, tan gris como el mar ondulante que rompe contra la costa de guijarros de Gitio. Había deseado probar los sabores de la vida ordinaria, había rezado para que me liberaran de ser casi una diosa. Ahora mi deseo se había cumplido. A las mujeres corrientes se las dejaba de lado, cada día oían que sus maridos decían: «Ya no te quiero». Las mujeres corrientes entraban solas en su habitación. Las mujeres corrientes buscaban en esa habitación la cara de una persona que lo único que haría sería volverla.
«Bienvenida a la tierra de la gente corriente, Helena. ¿Te gusta?», me susurraba una voz leve al oído, pero no, no estaba en mi oído sino en mi mente. Una voz que conocía muy bien. «No pensé que te gustara».
—Aún no he tenido tiempo de acostumbrarme a ello —le dije—. Con el tiempo, lo haré.
«Puedo hacer que todo vuelva a brillar —prosiguió—. Puedo cambiar a Paris en un instante».
Ahora la habría rodeado, si hubiera resultado visible.
—Debemos seguir nuestro propio camino —afirmé. Pero una parte de mí ansiaba decir: «Sí, sí, lanza tu hechizo y haz que vuelva a ser mío». Pero no quería denigrarnos a ninguno de los dos de esa manera.
«Como desees», dijo ella burlonamente. Su leve risa resonó en mi cabeza.
La sala parecía más ruidosa que nunca, ahora que el silencio y la audiencia con la diosa en mi cabeza habían finalizado. Estaba abrumada por el ruido de la gente que daba vueltas por la habitación, por los empujones y las disputas para conseguir trozos del buey asado que estaban cortando y entregando. Era cierto, Príamo tenía que recibirlos para honrar su sufrimiento, pero era una lástima que lo único que pudiera hacer fuera ofrecerles comida y bebida terrenal, cuando necesitaban algo en un plano distinto.
Deífobo se encontraba justo delante, asomado entre la multitud. Me aparté. No tenía ningún deseo de hablar con él, ni siquiera de saludarlo. Cuando el corazón está enfermo no apetece incitar a los cuervos carroñeros. Al apartarme de él, me topé con ese muchacho retraído, Hillo, que se inclinó, tartamudeó y adoptó una expresión apenada. Me dijo algunas frases de cortesía antes de desaparecer de nuevo. Yo estaba sola en la multitud, y me empujaban y tiraban de mí por todos lados. No tenía a nadie con quien hablar, a no ser que insistiera en obligar a alguien a hacerlo.
Sola en Troya. Y lo cierto es que, exceptuando a Paris, siempre había estado sola en Troya. Ahora se había retirado y me había dejado abandonada: una extraña entre extraños.
Quería marcharme, escabullirme a mi propia casa. Me volví para hacerlo. Sólo quería estar sola, sola de verdad. Vi a Gelanor en un extremo de la sala y me di media vuelta, ya que él buscaría mi compañía. Ahora no quería compañía, sólo sentía la necesidad acuciante de escapar.
Pero ¡me vio! La expresión de su rostro cambió y empezó a caminar hacia mí, pero yo fingí que no lo había visto y seguí mi camino entre la gente. Casi había desaparecido y sentía el aire fresco de fuera penetrando en las columnas cuando lo oí dirigirse a la concurrencia.
Al principio pensé que no podía ser. Sólo el Rey, sólo la familia real, podía dirigirse a los invitados en aquella habitación. Pero no, era su voz. Lentamente, el murmullo cesó y todas las cabezas se volvieron hacia él.
Estaba de pie junto a Príamo. El brazo de Príamo rodeaba su hombro, otorgando el reconocimiento real a cualquier cosa que dijera. Príamo lo miraba casi con ternura.
Gelanor habló finalmente del misterioso espía que había conseguido introducirse en el bastión más recóndito de Troya. Este espía, dijo, poseía los conocimientos que sólo podía tener alguien libre de entrar y salir, de escuchar y pasearse entre nosotros. Él (o ella) supo lo del destacamento enviado a Dardania y a Abidos. Supo que había una parte débil en el muro.
—Y sabía de la profecía sobre Troilo —añadió—. Lo sabía porque se dijo en su presencia. Troilo confió en él; Troilo murió por esa confianza.
Había tanto silencio que parecía que la sala estaba vacía. No se oía a nadie ni respirar.
—Pedimos a Hillo que dé un paso adelante. —Príamo extendió el brazo: era una orden real.
No ocurrió nada. Nadie se movió. Entonces, de repente, hubo una conmoción en la parte de atrás de la sala. A continuación se oyó un grito, y dos hombres fuertes arrastraron a Hillo hacia delante. Lo arrojaron a los pies de Príamo.
—Levántate. —La voz de Príamo era fría como las nieves que caen en lo alto de los picos del Ida.
El lío de ropas que formaba Hillo se agitaba y temblaba a los pies de Príamo. Dos soldados lo levantaron.
Gelanor dio un paso adelante y apartó la cascada de cabello que ocultaba la frente de Hillo y mostraba la cicatriz irregular. Los soldados le dieron la vuelta bruscamente para colocarlo mirando a la gente.
—Una cicatriz —dijo Gelanor. Pero yo sabía que no hablaba por hablar—. Una cicatriz siempre demuestra que alguien es quien dice ser. Un millar de historias y canciones dan fe de ello. Suficiente para engañarnos, ¿no estáis de acuerdo conmigo? Suficiente para que cuando el joven Hillo (o quienquiera que sea) volvió a nosotros lamentándose de la deserción de su padre Calcas, sólo nos fijáramos en que tenía la cicatriz en la frente que lo desfiguraba, y le diéramos de nuevo la bienvenida. ¡Mucho se había hablado de esa cicatriz antes de que se marchara! Y desde el momento en que ese chico entró por nuestras puertas, el enemigo supo misteriosamente dónde nos encontrábamos y qué nos preocupaba. ¿Cuántas muertes vinieron a continuación? Suficientes como para que yo quisiera saber cuán característica puede resultar una cicatriz. —Gelanor alzó los brazos—. Esto es lo que he averiguado: las cicatrices pueden imitarse. Es fácil. Aquí están las cicatrices características de mis brazos, y todas me las he hecho yo.
Las mangas de su manto cayeron y revelaron tres cicatrices. Ahora conocía el objetivo de su experimento con la arcilla, la ceniza y la tierra.
—Este joven ha reproducido las cicatrices de Hillo. ¿Dónde está Hillo? Asesinado, quizá. En cualquier caso, esta persona no es Hillo, sino un astuto imitador enviado por los griegos. Lo enviaron aquí para jugar con nuestros deseos, con nuestra esperanza de que el padre y el hijo no hubieran traicionado a Troya. Pero ¿dónde está la madre de Hillo? Se ha mostrado extrañamente callada. Habría sabido que este impostor no era su hijo. Pero… —Gelanor se dirigió directamente hacia él— has evitado a tu «madre», ¿no es así? Dijiste que no habías pasado tiempo en casa. ¡No me extraña!
Hillo empezó a parlotear.
—¡Pregunta a mi madre! ¡Pregúntale! ¡Ya verás! ¡Mi madre lo sabe!
—Trae a la esposa de Calcas, madre de Hillo. —Príamo dio la orden tranquilo, pero decidido.
—Mientras esperamos, continuemos el interrogatorio —propuso Gelanor—. Nos gustaría saber cómo transmitiste tus hallazgos a tus amigos en el campamento griego. Ir tú mismo abiertamente habría resultado demasiado evidente. O bien enviaste a otra persona, o bien te inventaste señales para mandarlas con antelación. No pareces lo bastante listo para haber creado un código tú mismo, si se me permite decirlo. ¿Nos dirás la verdad? —Su tono educado era tan insultante como una bofetada.
Hillo cerró los ojos y meneó la cabeza para indicar ignorancia y dolor por el malentendido.
—No, no lo creo —continuó Gelanor—. Seguirás con el teatro hasta el final. Pues muy bien, porque el final está cerca.
Trajeron a la madre de Hillo, que la abrazó con grandes aspavientos. No logré ver si ella le devolvía el abrazo afectuosamente o simplemente lo toleraba.
—¡Madre! ¡Díselo, madre! Están haciendo una acusación terrible, al decir que soy un impostor.
Ella lo miró inquisitivamente. Extendió la mano y le tocó la mejilla, pasándole la palma delicadamente por ella.
—Hijo mío…
La sala se llenó de murmullos.
—¡Sí, madre! —exclamó él. Las lágrimas le corrían por la cara, y el labio le empezaba a temblar—. ¡Gracias, madre!
—No lo sé —continuó la mujer, retorciendo las manos. También tenía el rostro crispado—. No lo sé… —Se volvió hacia Príamo y lo miró desesperada—. Algunos días pienso que sí, que es él, Hillo, hay días en los que se vuelve y hace un gesto que sólo podría ser de él. Pero la primera vez que lo contemplé, no lo reconocí como Hillo. —Se volvía hacia un lado y otro, entre Príamo e Hillo, estaba angustiada—. No era mi hijo. Era otra persona. Me asustó… como si hubiera muerto, y éste fuera una sombra, un pálido visitante. A medida que pasaban los días, la palidez desapareció y le vino el color y asumió la vida de Hillo.
—¿Cómo has podido hacer esto? —Príamo estaba perplejo—. ¿Cómo has podido recibirlo a él, a este fantasma?
—Porque…, porque no lo sabía seguro.
—¿Una madre no reconoce a su propio hijo? —Hécuba habló por primera vez, estaba cerca de Príamo. ¡Sí, Hécuba, la madre que había expulsado a su propio hijo!
—Hacía tiempo que no lo veía…, la gente cambia. —La madre estaba abatida—. Y ya sabéis cuánto echa de menos una madre a su hijo perdido. Una parte de ti es capaz de aceptar cualquier fragmento, aunque no esté completo. Hay algo en tu interior que se conforma con una copia, si la copia es buena.
—¿Aunque sea falsa hasta la médula? —Gelanor estaba indignado—. Este chico no era un trozo de Hillo, no hay ni una pizca de Hillo en él. ¡No es más Hillo que yo! ¿Me habrías llamado «hijo» a mí?
—No, porque no habría podido convencerme a mí misma de ninguna manera de que eres Hillo, por mucho que lo deseara. Este chico me lo puso fácil. —Lo cogió de las manos y las soltó a modo de despedida—. Ahora resulta doblemente difícil. He perdido a Hillo dos veces.
—¡Madre! —gritó el chico, extendiendo los brazos.
—Si me tuvieras como madre, no serías tan cruel como para seguir torturándome —dijo la mujer dando un paso hacia atrás, con las manos quietas a los lados—. Esto demuestra que lo que deseaba no era cierto.
—¡Lleváoslo! —exigió Príamo—. Encadenadlo y que no se escape. Antes de que sea ejecutado, debemos averiguar lo que sabe.
Los dos soldados lo agarraron y, sujetándole los brazos a la espalda, lo empujaron entre la multitud, que se había vuelto agresiva.
—¡Matémoslo! —gritó un hombre—. ¡Pensad en las muertes que ha provocado!
—Todo a su debido tiempo —intervino Gelanor—. Todavía podemos evitar algunas muertes, si averiguamos lo que este espía y sus amigos han planeado.
—¡Madre! —gemía el chico desde el fondo de la habitación.
Entonces, oímos que los soldados lo golpeaban y lo hacían callar. La esposa de Calcas, llorando y dando trompicones se apartó de los que la interrogaban y desapareció entre la multitud.
De repente, la sala se llenó de gemidos y gritos de duelo por todas las muertes causadas por aquella guerra. El intento de Príamo de procurar consuelo y reconciliación sólo había servido para reunir a grandes cantidades de víctimas de la guerra en una sola habitación, donde su dolor y su angustia podían multiplicarse por diez. Las mujeres gritaban y levantaban las manos, los niños emitían chillidos lastimeros que sonaban como puñaladas en la noche. Volcaron las mesas e hicieron añicos los recipientes del vino, esparcieron la comida y convirtieron la habitación en un revoltijo resbaladizo.
—Amigos míos… —Príamo alzó las manos, implorándoles. Pero su voz se perdió en el tumulto.
—¡Yo terminaré con esto! —Una voz se alzó sobre las demás, atravesándolas como las suaves notas agudas de una flauta se alzan por encima de los golpes de los tambores—. ¡Yo lo empecé, y por todos los dioses, yo le pondré fin!
¡Paris! Pero ¿cómo iba a ponerle fin? No había vuelta atrás.
Había ocupado su sitio junto a Príamo; bajo la luz parpadeante nunca lo había visto tan espléndido…, pero ¿acaso se debía solamente a que se había apartado de mí? ¿Habría aumentado su belleza al no ser mío?
Levantó los brazos, como si sus finas manos quisieran alcanzar el cielo. Mantenía la cabeza erguida y la barbilla levantada, pero vi que sus ojos examinaban a la multitud. Cuando me vio, apartó la vista.
—Yo os he conducido a esto —dijo—. Me metí de cabeza en el terreno de lo desconocido, y ahora nos he arrojado a todos contra las rocas. Pero el barco…, el barco de Troya no se ha hundido. Y mis queridos amigos, ya sabéis lo que hacemos cuando un barco parece estar en peligro o maldito…: aligeramos la carga, lanzamos el objeto maldito por la borda. Y eso haré. Yo soy el objeto maldito.
No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Iba a matarse? No, antes de dejar que eso ocurriera, lo rodearía con mis brazos y permanecería entrelazada a él durante el resto de su vida, sería su odiada cadena.
—Dos hombres se han llamado a sí mismos maridos de Helena, hija de Tíndaro de Esparta. —Volvió lentamente la cabeza para mirar en dirección a todos los reunidos, y sus ojos recorrieron todos los rostros. Agradecí que no hubiera dicho «hija de Zeus»—. Menelao, de la casa de Atreo en Grecia, y yo, el príncipe Paris de Troya. Se trata de una lucha privada, que el hermano de Menelao ha decidido aprovechar para convertirla en guerra. Agamenón era un caudillo sin guerra hasta que se presentó ante él. Pero debo decir que sigue siendo un asunto entre dos hombres: entre el hombre que Helena eligió como marido en un concurso que su padre había preparado muchos años atrás, y el hombre que eligió por sí misma. Es culpa de Agamenón que cualquier otro sufra por ello. Encarguémonos nosotros mismos. Desafío a Menelao a un duelo. Que vaya a mi encuentro en la llanura ante las murallas de Troya. —Por fin bajó los brazos—. La lucha será a muerte. Y que los dioses unjan al mejor.
Esperaba que Príamo se opusiera; que Hécuba gritara. Pero permanecieron en silencio. Durante un instante eterno, la gran multitud que había en la sala no hizo nada, y entonces empezaron a gritar y balancearse, y a alabar a Paris por su valentía. Avanzaron hacia delante y lo rodearon, y a continuación lo alzaron a hombros.
—¡Paris, Paris, Paris! —gritaron.
Lo jalearon. Él saltó y saludó, pero no me miró en ningún momento.