Al día siguiente (mi último día en Troya) me levanté temprano. No quería perderme un solo momento para saborearlo, por doloroso que resultara. Paris seguía durmiendo, y me incliné para besarle la mejilla y me ceñí la túnica alrededor del cuerpo.
Como una sonámbula, salí a las calles de Troya. Quería caminar por todas la calles, memorizarlas, fijarme en todos los detalles. Miré por encima de las murallas y vi que los griegos seguían acampados a mitad de camino en la pradera. Cuando bajara por el muro norte debía dirigirme hacia una de las tiendas. ¿Qué importaba quién me detuviera? Enseguida Menelao me clavaría los dedos en los hombros.
¿Debería llevar el horrible broche que había dejado para mí? Juré arrojárselo otra vez, y debía hacerlo. Para dificultar aún más las cosas, el día, aunque fuera finales de otoño, era perfecto, con un cielo despejado, sin nubes y con un viento fresco pero no excesivo. ¡Troya, Troya! Yo lloraba por dentro. ¡Qué encantadora era!
El sol que se cernía sobre mi cabeza empezaba su descenso. Príamo, Hécuba, ¿debía despedirme de ellos en la mente viéndolos una vez más? Pero no, podía despertar sospechas. Debía parecer un día cualquiera.
Cuando cayeron las sombras y la ciudad volvió a ser ella misma, una paz violeta y azul descendió sobre Troya. No había habido ataques ese día, ni informes de ataques en ninguna otra parte. Todo estaba tranquilo.
Paris y yo tuvimos una cena tranquila, en la que hablamos poco. Lo miré furtivamente varias veces, intentando memorizar su rostro. Cuando levantó la vista y se percató, perplejo, aparté apresuradamente la mirada.
Paris dormía profundamente junto a mí. Esperé hasta que sentí que su respiración se había vuelto profunda y regular. Entonces me incorporé lentamente, probando a ver si se despertaba. No lo hizo. Me puse los zapatos y me levanté de la cama. El movimiento seguía sin perturbarlo. Quería besarlo, pero no me atreví a arriesgarme. «Ya te has despedido —me dije duramente—. Ha terminado. Debes marcharte».
Saqué un par de pantalones robados a Paris (considerados de un estilo oriental afectado, por lo que sólo los llevaba en la intimidad) para bajar con mayor facilidad. ¿Dónde se ha visto que alguien baje por una soga con un vestido? Así podría cruzar las piernas en torno a la cuerda.
Me escabullí. No era capaz de volver la vista. Salí a hurtadillas del palacio, no por la puerta principal, que estaba vigilada, sino por la cocina y las habitaciones de atrás.
Había escondido la soga y la capa oscura allí, junto a una tinaja para guardar grano. Seguían ahí dentro, nadie las había descubierto.
Tras meterlas bajo el brazo, me deslicé tan silenciosamente como pude hacia el gran templo oscuro de Atenea. No había sacerdotes ni sacerdotisas en él, y todas las columnas estaban ensombrecidas y vacías. Después del templo estaba la punta más elevada de Troya, el gran bastión y la atalaya en el lado norte. Pero no pretendía bajar por ahí, ya que me verían desde la torre. Un poco más lejos, al oeste, resultaría invisible.
Ya había colocado una roca grande que serviría de ancla para mi soga. Pasé la soga alrededor de la roca y la arrojé al otro lado del muro. Todo estaba en silencio. El cielo por encima de mi cabeza estaba completamente oscuro, la luna había desaparecido y había abandonado los cielos durante unos cuantos días.
Probé la cuerda. Parecía lo bastante fuerte. Bajé la vista para ver hasta dónde llegaba.
Oí un ruido seco cuando golpeó el suelo, más abajo. Mucho más abajo. Tomé aliento y agarré la cuerda con ambas manos. Era rasposa e inmediatamente sus fibras me cortaron. Pero no importaba.
Me acerqué al lateral de la muralla. Era elevado. Tendría que encaramarme a él y saltarlo. Di gracias a los dioses por llevar los pantalones de Paris. Me agarré a las rocas y me encaramé a la muralla, deseando tener unos brazos más fuertes. Recé por no soltarme y aplastarme en el suelo. Pero ¿qué importaba? Moriría un poco antes, pero había planeado morir de todos modos.
Empecé a deslizarme por la cuerda para bajar. Reboté contra las piedras del muro, que eran pulidas y duras. Ya estaba magullada, pero qué importaba. Rebotaba, me golpeaba, volvía a golpearme. Me balanceé adelante y atrás en la soga, golpeándome contra el muro una y otra vez. Sabía que hacía ruido, pero esperaba que nadie lo oyera.
Estaba completamente oscuro. Nadie me vería colgada en la cuerda. Ya había descendido la mitad. El terreno inferior se extendía ante mis ojos. Estaba cubierto de maleza. Pensé en algo para frenar la caída, porque me dolían los brazos y no sabía cuánto tiempo más podría aguantar. La tierra se abría ante mí.
Me caí. Aterricé pesadamente sobre la espalda. Los arbustos no lograron amortiguar la caída y me golpeé contra la roca dura. Sentí que el dolor me atravesaba. Durante un instante no pensé que pudiera moverme, pero me esforcé: «Ya estás aquí, debes caminar, debes alcanzar tu objetivo», me dije a mí misma.
Con cautela, me di la vuelta y moví las piernas para asegurarme de que aún me obedecían. Temblaban un poco, pero me mantuve en pie. Y ahora debía llegar hasta Menelao. Hasta Menelao. Bajé tambaleándome por la pequeña pendiente. En alguna parte, no muy lejos, estaban las tiendas griegas. Tropezaba con el terreno agreste. Troya se elevaba detrás de mí. El gran muro del norte parecía una hoja de bronce, alta e impenetrable. Había desaparecido. Troya había desaparecido para mí. Ante mí se encontraban las malvadas tiendecitas de los griegos, que albergaban a malvados hombrecitos.
Sin pensarlo, avancé hacia un lugar hacia el que no deseaba ir, obligando a mis piernas a llevarme.
—¡Detente ahí mismo! —Una voz áspera desgarró el aire. Debía de ser un centinela griego. Ahora me entregaría. Cansada, me volví para mirar al que me hablaba.
Alguien me agarró del brazo haciéndome daño. Deje que lo hiciera. ¿Qué importaba? No me importaba cuánto me golpearan, pegaran o maltrataran. Pronto habría terminado. Acercó una antorcha a mi cara. Me estremecí y aparté la mirada.
—¡Por todos los dioses! —exclamó una voz iracunda.
Sí, soy Helena. Llevadme, castigadme, llevadme ante Menelao. Adelante. De repente estaba ansiosa de que sucediera. Ponedlo en marcha, dejad que siga su curso.
—¡Helena! —Antímaco pegó su cara a la mía—. ¿Qué sucede?
—¡Antímaco! —grité.
—¿Eres una traidora? —gritó—. ¿Sales a hurtadillas para unirte a los griegos? —Tiró del brazo y me hizo daño.
—¡No, no es eso! —grité.
—Veo una soga. Veo que huyes. Y ropa para huir. —Miró mis pantalones.
Me acerqué.
—Quería sacrificarme por Troya —expliqué—. Ésta es la única manera. Si vuelvo, no habrá ya motivos para la guerra.
—¡Estúpida muchacha! —dijo. Pensé que me rompería el brazo de lo mucho que me lo apretaba—. ¡No están aquí por eso!
—Puede ser, pero es su excusa. Quería quitarles esa excusa.
—Así que ¿estabas dispuesta a volver con Menelao, y acurrucarte junto a él en la cama?
La sola idea me produjo náuseas.
—No. Terminaría con mi vida antes de que eso ocurriera. Antímaco resopló sin poder creérselo.
—¿Y quién sabe de esto?
—Nadie —respondí.
—Así que ¿no se lo has dicho a nadie? No creo que una mujer sea capaz de eso.
—Cree lo que quieras. Es la verdad.
—Entonces, ¿sólo tú y yo sabemos esto?
—Sí.
—Pues vas a volver a Troya, señora, y a la cama con tu marido, y nadie debe enterarse.
—¡Debo terminarlo! —protesté—. Sólo yo tengo el poder de hacer que termine.
—Es demasiado tarde —dijo Antímaco—. Ningún ser humano puede hacer que termine ahora.
Me hizo entrar otra vez a Troya por la puertecita situada en la base de la torre noroeste. Me obligó a taparme la cara y la cabeza con una capa para que los guardias no me reconocieran, y me abrazó y miró lascivamente para que pensaran que era una prostituta. Noté que disfrutaba haciéndolo. La ciudad permanecía tranquila en el silencio de la noche, y mi palacio quedaba cerca. Me empujó hasta la puerta, tras susurrar:
—Tu secreto y el mío, señora.
No tenía elección. Tenía que volver a entrar. Pero mantuve la cabeza erguida y le indiqué que yo decidiría por dónde entrar, no él. Quería volver a entrar como había salido, no quería alertar a los guardias en la puerta.
Atravesé el porche y el vestíbulo, y luego subí las escaleras hasta nuestra habitación, donde el viento susurraba levemente a través del dibujo de nuestros postigos de madera. Paris seguía durmiendo. Un brazo desnudo le arrastraba por el suelo, la cara vuelta hacia el otro lado. Todo estaba como lo había dejado, y me sentí como un soldado que regresaba al hogar que nunca pensó que volvería a ver. Ahora, como había dicho Antímaco, la guerra en sí dictaría su propio curso, y no podía hacer nada para dirigirla o cambiarla.
Me estaba inclinando para quitarme los pantalones cuando de repente Paris se incorporó y me miró. Me quedé perpleja, esperando que se echara otra vez y pensara que era sólo un sueño del que no se acordaría más adelante. Contuve el aliento, pero él preguntó:
—¿Qué estás haciendo?
Al no responderle, alargó la mano para tocar la campanilla de latón y llamar a la guardia. Corrí hasta él y la cubrí, quitándosela de la mano. Volvió a recostarse en los almohadones.
—¡Helena! ¡Helena! —gritó, tratando de agarrar los pantalones.
Me arrojé encima de él y ahogué sus gritos con la mano.
—Cállate —le advertí.
Debía pensar alguna historia inofensiva para explicarle, pero no se me ocurría nada. Y estaba cansada de hacer esfuerzos por mentir, y no me quedaba ninguna idea ingeniosa. Tendría que explicárselo todo.
—¿Por qué llevas mis pantalones? —susurró cuando aparté la mano de su boca.
—Estaba intentando escapar de Troya —confesé.
Tal y como temía, él soltó un grito:
—¿Marcharte?
—Sólo porque era la única manera de detener la guerra y evitar las muertes —dije, y me recosté, con las rodillas dobladas; me mecí nerviosa, adelante y atrás. No necesitaba decirle que mi vida también iba incluida en el trato.
—¿Y qué ocurre con mi felicidad? ¡Sabes que no puedo vivir sin ti! —Detuvo mi movimiento y me atrajo con fuerza hacia él—. ¿Cómo podías abandonarme de esa manera?
—Ésa ha sido la parte más difícil. Yo… casi no he tenido valor para hacerlo —farfullé.
—Yo no lo llamaría valor. Lo llamaría crueldad.
—He sido cruel con nosotros para que otros no tuvieran que sufrir.
—Pero estás aquí. Al final no te has marchado. ¿Por qué?
Deseaba que dijera que había cambiado de opinión, no que me había marchado pero que me habían interceptado.
—Antímaco me ha atrapado. Ese hombre no debe de dormir nunca. Estaba rondando por la base de la torre norte.
Paris soltó un aullido de dolor.
—¡Ya habías salido de la ciudad!
—Sí.
—Me has traicionado. Me has abandonado. Sin ni siquiera despedirte. ¿Y esperas que te perdone?
—No, no espero eso. Me temía que era el precio que habría de pagar.
—Pero ¡estabas dispuesta a pagarlo!
—Sí —reconocí—. ¡Oh, ha sido tan terrible! Si hubiera podido ahorrarte saber todo esto.
—Ya veo que te gusta dejar a tus maridos por la noche. Has intentado escapar de mí como te escapaste de Menelao. ¡Nunca podré volver a confiar en ti!
—Ése es mi castigo —afirmé. No lo culpaba. Sabía lo que parecía. Yo habría sentido lo mismo.
Saltó de la cama y cogió las mantas.
—No puedo compartir la cama contigo —dijo entre dientes, tras lo cual bajó los escalones y me dejó a solas en la oscuridad.
Oí que sus pasos cruzaban el vestíbulo de abajo y luego se los tragaba el silencio.
Yo temblaba de arriba abajo. Me eché en la cama, y yací rígidamente hasta que el día penetró en la habitación. Estaba dispuesta a dejarlo todo, pero me sentía muy agradecida de poder despertarme entre estas paredes y no entre las de la tienda de Menelao. Y también estaba agradecida por poder continuar respirando sin pensar que tenía los suspiros contados.
Paris había desaparecido cuando me vestí y bajé por la mañana. Los miembros del séquito señalaron que había salido a «ver cómo iba la guerra». Sí, la guerra le proporcionaría todas las oportunidades que necesitaba para perderse y evitarme. Al menos nuestra separación no se daría a conocer. Pero yo debía evitar que los miembros del séquito sospecharan. Debía encontrar una excusa por la cual Paris tuviera sus propios aposentos. Podría tener algo que ver con el frío, los braseros o el ruido, todas ellas meras razones de comodidad que no delataran que se había producido una pelea. Habría buscado la soledad y la paz del santuario de nuestro hogar, consolándome gracias a la sabiduría de la serpiente, pero ahora la cámara vacía aumentaba mi melancolía.
Tenía heridas por todas partes: me dolía todo el cuerpo por haberme golpeado contra la pared. Hacía todo lo posible por no cojear, y daba gracias de que debido al frío tuviese que ir bien envuelta en gruesas capas de lana y chales. Llamé a Evadne y juntas salimos a ver a Gelanor. Quizá supiera el giro que la guerra iba a tomar. Podría hablarle de mi plan frustrado y pedirle consejo. Nunca juzgaba, o mejor dicho, juzgaba pero nunca censuraba.
Lo encontramos cuando salía de casa y se dirigía a toda prisa al depósito central de almacenamiento de armas. Sin embargo, parecía contento de posponer su recado, y dejó delicadamente los sacos en el suelo.
—Mis bombas de escorpiones. ¡No los molestemos! Estaba a punto de probarlas. Pero aguantarán. Pareces preocupada —dijo de repente—. ¿Qué ocurre?
Me habría arrojado en sus brazos en busca de consuelo, pero eso era impensable.
—Oh, Gelanor. ¡Nada podría ir peor!
—¿Nada? Seguro que no. —Dio un paso atrás e inclinó la cabeza. Normalmente aquel gesto era encantador, pero entonces me molestó su fría indiferencia.
—¡Sí, sí, así es!
Se volvió, abrió la puerta de su casa y nos hizo entrar. No valía la pena seguir caminando por las calles. Me hundí en un taburete, agradecida por poder relajar los músculos doloridos.
—Te mueves como si tuvieras cien años —señaló Gelanor.
—Así me siento —gemí—. Tengo golpes por todas partes. —Antes de que pudiera hacerme preguntas, alcé las manos—. Déjame que te lo diga directamente: he intentado marcharme de Troya para entregarme a los griegos.
Tanto Evadne como él contuvieron el aliento con un silbido.
—Es lo más vil que me he pedido a mí misma jamás. Pero he pasado por las calles de Troya, he visto a los refugiados asustados, a los troyanos furiosos, he sabido de los numerosos ataques a los pueblos, he visto a Troilo…, oh, no podía soportar la responsabilidad de todo esto, y más que vendrá. La carga era mayor de la que puede soportar cualquier persona. Si me entregaba a los griegos, terminaba con todo. Tenía que hacerlo. Sólo yo podía hacerlo, y sólo yo lo haría, haría lo que miles de soldados no pueden hacer.
—Qué ilusa —dijo Gelanor de manera cortante—. Así que has intentado trepar por las murallas y te han atrapado enseguida. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se te ha enganchado el vestido a una piedra?
¡O sea, que incluso él me subestimaba! Quería darle un puñetazo. ¿Por qué todo el mundo daba por hecho que era una desventurada, una estúpida?
—¡De hecho no, porque llevaba pantalones!
Gelanor soltó una carcajada.
—¡Deja de reírte! —le ordené—. No me los he puesto para que te divirtieras, sino para trepar mejor.
—¡Pantalones! —Apenas podía contener el aliento, y respiraba con dificultad, sujetándose el costado. Finalmente jadeó y dijo—: Dado que te han atrapado, asumo que no te han protegido.
—Me ha atrapado más tarde el odioso Antímaco, que acechaba fuera de las murallas. No sé qué estaba haciendo. Sólo sé que de repente estaba ahí.
—Puede que sea un espía —dijo Gelanor—. Puede que lo hayas atrapado cuando él mismo se dirigía a los griegos, y ha tenido que fingir que te descubría. Antímaco…, ¿quién podría sospecharlo? Pues es un espía perfecto.
¿Podría ser verdad? ¿Nuestro general más belicoso? Pero fue él quien persiguió a los griegos y quien más se negó a considerar la posibilidad de devolverme. ¿Podría ser…? ¡No!
Mirando atentamente mi rostro, Gelanor continuó, como si hablara consigo mismo.
—Por eso digo que eres una ilusa. Interesa a muchas personas de ambos bandos que haya una guerra entre griegos y troyanos. Sólo Menelao tiene el propósito auténtico de recuperarte. Para él, la guerra terminaría si tú volvieras. Pero los otros continuarían luchando, y te habrías entregado a Menelao en un sacrificio inútil.
Evadne se inclinó hacia delante.
—Puedo entender por qué los griegos quieren esta guerra, pero no los troyanos.
—Sé que has perdido vista, pero debes de haber perdido también oído —respondió Gelanor—. Al principio, las calles resonaban con los gritos de jóvenes dispuestos a ir a la batalla. Debe de estar en su naturaleza juvenil el querer tomar las armas. Ahora, si Antímaco pudiera ayudar a garantizar que la guerra tendrá lugar, lo cierto es que se haría amigo de algunos troyanos y de todos los griegos. No necesariamente en connivencia con ellos, pero desde luego trabajarían por el mismo objetivo: que las lanzas volaran y los cráneos se abrieran. Está claro que tiene un gran apetito por esas cosas.
Evadne meneó la cabeza.
—Pero al acumularse las muertes, los troyanos están perdiendo ese apetito.
—Es verdad —reconoció Gelanor—. Pero creo que pronto haré un anuncio que lo reavivará.
Tratándose de Gelanor, por supuesto, se negó a decirnos qué era. Al mismo tiempo me alivió que no siguiera con mi lamento de que nada podía ir peor. Asumía que me refería a mi huida frustrada.
Pero Evadne no se había olvidado. De vuelta al palacio, me preguntó y le hablé de Paris.