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Las calles de Troya estaban plagadas de multitudes agitadas, multitudes a las que consumía un deseo incesante de salir de las murallas y perseguir a los griegos, actuar, realizar cualquier acción, mientras al mismo tiempo se preparaban para defenderse. El invierno se aproximaba. Los soldados querían asestar un golpe antes de que los griegos se fueran, ya que debían marcharse porque terminaba la temporada de navegación, pero los consejeros mayores advertían que era más sensato dejar que la naturaleza hiciera el trabajo por ellos. Pero no hay ninguna gloria en enviar a un enemigo a casa en invierno mientras el bronce de un guerrero no se utiliza y pierde brillo en la armería.

Nuestro sacerdote dio un entierro ritual a la serpiente y eso nos consoló un poco. No la sustituimos. ¿Cómo hubiéramos podido? No había otra para nosotros. La añadiría a mi tapiz, volvería a darle vida de la manera limitada en la que los monumentos pueden dar vida, pero había desaparecido, y con ella una de las partes más queridas de mi pasado.

Paris parecía recuperarse a medida que pasaba el tiempo tras la pérdida de Troilo. Aún no se reía como antes, pero dejó de quedarse echado en la cama dándole vueltas, e incluso a veces se comportaba de manera cariñosa conmigo. Pero sólo a veces, y yo nunca sabía cuándo iba a ser así. Al principio, sobre todo después del asesinato en la gruta, estaba agradecida porque parecía que su amor había renacido. Pero como iba y venía, desaparecía y volvía a aparecer como la luna en una noche nubosa y ventosa, noté que poco a poco me iba retirando hasta un lugar en el que no podría alcanzarme ni decepcionarme. Así era más seguro.

Entonces empezaron a llegar refugiados a Troya. Fue toda una sorpresa: un día de otoño, una muchedumbre atravesó la llanura vacía, donde debería haber estado la feria comercial, en dirección a nuestras puertas. Desde nuestra terraza, veía a las multitudes cruzando los prados, pero no sabía si iban armadas o no. Los centinelas de las murallas y las torres les gritaban, y ellos contestaban también a gritos que eran de Dardania, de Arisbe y de Percote, y que los griegos estaban atacando sus pueblos. Suplicaban protección.

Príamo y Héctor enviaron oficiales para que instalaran campamentos alrededor de las defensas externas de la ciudad donde pudieran alojarse y ocuparnos de ellos. Eran sobre todo mujeres, niños y ancianos. Explicaban que los jóvenes habían sido asesinados, se habían llevado su ganado y habían capturado a muchas mujeres y las habían obligado a marchar al campamento griego. Luego habían prendido fuego o demolido sus hogares.

Héctor permanecía de pie mirando a la gente.

—Hay centenares —señaló en voz baja—, así que el enemigo ha realizado ataques masivos. No se trata sólo de recoger provisiones para su viaje de vuelta a casa. —Se inclinó hacia las murallas, y miró como un ave de presa. El viento helado procedente del mar le alborotó el cabello.

—Pretenden quedarse en invierno. —A su lado se encontraba el malhumorado y agresivo Antímaco, que parecía que no se lo creía. ¿Había sorprendido todo aquello al experimentado estratega bélico?

—Un suceso muy inesperado —comentó Héctor—. No contábamos con esto. Así que han atacado las poblaciones cercanas. He oído que una de las mujeres decía que también habían asaltado las islas de Tenedos e Imbros. Eso es terrible. ¿Hasta dónde llegarán?

—Las incursiones tienen un límite —le aseguró Antímaco.

—¿Qué dicen nuestros espías? —Paris se unió a ellos en la muralla.

Yo no sabía dónde se encontraba Paris aquella mañana; lo había dejado durmiendo.

—Volverán en cuanto sea seguro —afirmó Héctor—. Entonces sabremos más. Mientras tanto, debemos alimentar de alguna manera a esta gente. Informad a los intendentes. Preparad una remesa de grano para ellos.

Antímaco se aclaró la garganta.

—Pero no podemos reducir nuestras provisiones por ellos.

—Debemos hacer algo —insistió Héctor—. Han perdido sus hogares por Troya.

Le agradecía que me dejara fuera de todo aquello. Héctor nunca me culpaba por las desgracias que había traído conmigo. Era el único troyano que parecía aceptar que no era culpable y que los dioses estaban jugando conmigo.

Sin embargo, para el resto de la familia la muerte de Troilo había sido un punto de inflexión, al igual que para Paris. Hasta entonces habían intentado que fuera una de ellos, pero cuando su hermano e hijo falleció, se dieron cuenta de que Helena nunca podría formar parte de su familia realmente. Siempre sería alguien ajeno, una extranjera, una extraña, la persona que haría que se cumpliera la maldición encarnada en Paris. Nos habíamos convertido en instrumentos de la destrucción de cada uno de nosotros, y de la de Troya.

La gente, los que me habían llamado «tesoro griego» no hacía mucho tiempo, me lanzaba torvas miradas cuando me cruzaba con ellos por las calles, y me rehuían como si llevara una maldición. Puede que así fuera. Cuando recorría la ciudad, las plazas y los pequeños caminos, pasando por la tumba de Troilo, me fijaba en todas esas pequeñas cosas con las que la gente añadía belleza a sus vidas: las macetitas con plantas en los umbrales de las puertas, los postigos pintados, los asientos de mimbre de sus taburetes. En ocasiones me cruzaba con guerreros arrogantes que volcaban los taburetes o rompían las macetas. Ya se estaban destruyendo cosas en Troya, y los griegos continuaban fuera.

No puedo decir cuándo me vino a la mente el terrible sacrificio que me vería obligada a realizar. Sólo sé que una mañana, cuando el sol apenas rozaba los muros laterales de las casas, las miré y pensé que siempre continuaría viéndolas, y para cuando se puso el sol y las antorchas parpadeaban contra esos mismos muros supe que debía desaparecer. Debía salvar a Troya de mí misma. Debía volver con los griegos, aunque juré quitarme la vida una vez allí.

Qué aterrador resulta planear acabar con la propia vida, abandonar todo lo que uno quiere. Debía dejar a Paris para que pudiera vivir. Y a Príamo, y a Héctor, y a mi única amiga entre las mujeres, Andrómaca, y a… Evadne y a Gelanor. Fui enumerándolos, y me entristecí al darme cuenta de que había muy pocos en Troya que fueran a sentir la más mínima lástima por mi pérdida, aunque llevaba ya tiempo viviendo con ellos.

Decidí hacerlo y me di el plazo de treinta días para esperar, para asegurarme de que era lo que debía hacer. No debía llevarlo a cabo como si fuera un capricho.

Durante aquellos treinta días, vi Troya de manera distinta, a través de ojos distantes, como si ya me despidiera de ella. Oía las discusiones en la cámara del consejo sobre las batidas, veía las idas y venidas y la desesperación de los refugiados que vivían en campamentos improvisados cerca de las murallas; olía los pueblos quemados que nos rodeaban. En vano intenté encontrar alguna señal de que debía quedarme, pero no había ninguna. Allá donde miraba, sólo veía mejoras si desaparecía de repente y la guerra se detenía.

¿Y Paris? Ahora estaba mejor, lloraba menos la pérdida de Troilo, pero ¿cómo sobrellevaría la muerte de otro ser querido? Y habría más muertes. El propio Paris quizás entrase en aquella lista. Así que para darle vida debía dejarlo.

Qué extraño resultaba guardar un secreto semejante para mí misma, pasar entre ellos como un fantasma ya desaparecido, pero sin que nadie supiera que era un fantasma. Disfruté los momentos en los que me sentaba ante la chimenea y hablaba con Héctor y Andrómaca, y disfruté de la atención que me prodigaba el viejo Príamo, porque aquellos momentos se acabarían dentro de poco.

En lo que respecta a Paris, ahora podía perdonarle todo: su mal humor, su frialdad, sus reacciones imprevisibles. Aquellas cosas contrastaban con el oro brillante del que estaba hecha toda su persona. Yo había provocado las sombras y ahora las haría desaparecer, y él volvería a ser el Paris de antes. Sólo que yo no lo vería.

Se decía que Ifigenia dejó de luchar en el último instante y que entregó su vida para que los griegos pudieran zarpar a Troya. ¿Podía yo hacer menos, si gracias a mis acciones podía proteger a mis nuevos compatriotas de los propios griegos?

Paris no sospechaba nada. Me sorprendía, y no era un descubrimiento agradable, descubrir lo fácil que me resultaba representar un papel. Tras los primeros días en los que la sola idea de marcharme de Troya me hería el corazón, ese mismo corazón se endureció y pude soportarlo. Sentí que mi propio dolor contaba tan poco comparado con el dolor que esperaba a otros si no me marchaba que no debía ni planteármelo.

¿Cuándo marcharme? ¿Cómo marcharme? La muralla estaba bien vigilada incluso de noche. Los tramos entre cada torre, de los que se ocupaban atentos guardias, resultaban muy visibles. Sólo en los escasos días en los que no había luna, los flancos de la muralla quedaban a oscuras, y aun así, los soldados estaban alerta por si había cualquier ruido. Cualquiera que tratara de escalar los muros quedaría al descubierto rápidamente. ¿Acaso era posible siquiera subir o bajar por ellos? Tenían la altura de cinco o seis hombres y unas piedras lisas que impedían agarrarse con pies o manos.

Pues entonces, ¿los cursos de agua? Teníamos dos pozos dentro de los muros, así que no había ningún punto débil en las defensas para el suministro de agua. Las aguas residuales bajaban a través de un amplio canal de desagüe y luego salían en la base de las murallas del sur, pero se había colocado una rendija para evitar que nada mayor que una rata de alcantarilla pudiera pasar por él.

Entonces quizá pudiera salir durante el día para encargarme de alguna tarea y no volver por la noche. Pero no me permitirían salir sin guardias, y en cualquier caso no había tareas por las que valiera la pena arriesgarse en aquellos días, después de lo de Troilo. ¿Y si respondía a una falsa petición de audiencia de los griegos? Pero los troyanos nunca me permitirían aceptar lo que considerarían una treta para secuestrarme.

No me atrevía a pedir ayuda para llevar a cabo mi plan, pues sabía que sería traicionada. Volví a mi idea inicial: de alguna manera tendría que bajar por las murallas sin que me detectaran, y sin cómplices.

A medida que se aproximaba el fin del plazo de treinta días que me había impuesto, mi determinación casi se desmoronó, de manera bastante inesperada. Estaba subiendo hacia palacio cuando de repente me sobrevino el deseo de agarrarme a un poste y no soltarlo nunca, como si alguna fuerza maligna intentara apartarme, como si no hubiera estado sola todo el camino. Deseé no abandonar nunca Troya, deseé aferrarme a cada columna y a cada piedra para que nada nos separara. Pero sabía que la única forma de que esas columnas y piedras permanecieran era dejándolas.

Delante de mí, el palacio parecía más encantador que nunca. Paris esperaba dentro. Esa noche estaba de buen humor; el antiguo Paris recibía a la corte. Me saludó efusivamente, diciéndome que esa noche tendríamos invitados que me agradarían. Iba y venía con entusiasmo, colocando pequeños braseros contra el frío para poder sentarnos en una habitación más pequeña en vez de en el mégaron, donde había corrientes de aire. Como siempre ocurría con él, no era lo que hacía sino cómo disfrutaba haciéndolo lo que resultaba realmente agradable.

—Tu segundo invierno en Troya —comentó—. Ya eres una auténtica troyana.

¿Por eso estaba tan contento? Mi amado, el que era capaz de convertir lo cotidiano en algo muy especial. ¡El segundo invierno de Helena! Le cogí la cabeza con las manos y lo besé.

—Te amo —dije, riendo, y al mismo tiempo sentí mi corazón como una piedra pesada en el pecho.

Héctor y Andrómaca eran los invitados para los que se había preparado. Cruzaron el pequeño espacio que separaba nuestros palacios y entraron. Me fijé en que se habían vestido como si la visita se produjera tras un viaje formal, en vez de después de haber recorrido unos pocos pasos. Era su manera de mostrar a su hermano que se habían tomado su invitación con respeto. Héctor y Andrómaca eran así: considerados y correctos. Se despojaron con actitud solemne de sus capas y se unieron a nosotros. Héctor llevaba un chal de lana abrigado y unos pantalones también de lana; Andrómaca lucía una prenda larga de un tipo que yo no había visto jamás. Era azul y llevaba varios volantes amarillos en toda la falda. Me explicó que era una moda de Creta, donde se llevaban mucho las faldas con volantes y cuentas. Le sentaba bien, ya que era lo bastante alta para que la falda cayera como una columna hasta sus pies.

—Vamos, vamos. —Paris los hizo pasar hacia unas sillas con incrustaciones, con reposapiés a juego.

Héctor tomó asiento y se recostó. Incluso relajado, parecía dispuesto a levantarse de un salto.

—Bueno, querido hermano. ¿Qué celebramos? —La pregunta no expresada era: «¿Por qué nos has hecho venir para celebrar una velada formal en mitad de esta guerra? ¿Qué puede haber tan importante?».

Yo, la sombra, permanecía sentada, impasible. Yo, la sombra, que pronto iba a desaparecer del todo. Me había procurado ya la soga, lo bastante larga para que llegara a la base de la pared norte, me parecía, y había hecho un fardo con mis sandalias más resistentes y una capa oscura junto a ella. Había elegido el muro norte por ser el menos vigilado, ya que era tan alto que los guardias pensaban que ningún griego atacaría desde ese lado. No había ciudad a su alrededor, sólo campos abiertos. Estaba cerca de los palacios, pero el templo de Atenea que quedaba al lado, oscuro y sin vigilancia de noche, me permitía acercarme sin que me vieran.

—Sólo quería veros en privado —explicó Paris—. Hemos coincidido en las murallas, en el funeral, en el palacio de nuestro padre y en consejos de guerra, pero nos hemos visto poco como hombres.

—Me temo que así es la guerra —dijo Héctor fríamente.

—Entonces ansío el día en que vuelva la paz y nos permita ser normales —intervino Andrómaca. Se inclinó hacia delante en la silla—. Tenemos un secreto, pero es un secreto, debo decírtelo, Helena. Tú estabas conmigo en el monte Ida. Nosotros… ¡Estoy encinta!

Aunque fuera una sombra, salté de la silla para abrazarla, abrumada de felicidad por ella.

—¡Oh, Andrómaca!

Llevaba tanto tiempo deseándolo. Y yo ya no estaría con ella para ver el rostro del recién nacido. Pero nadie debía saberlo, y no hizo que me sintiera menos feliz por ella.

—¡Un hijo de Héctor! —exclamó Paris—. ¡Al fin!

—No sabemos si es niño —dijo Héctor, pero la leve sonrisa que esbozó mostraba lo contento que estaba sólo con pensar en ello.

—Hijo o hija, el niño será un gran orgullo para Troya —afirmó Paris.

Andrómaca inclinó la cabeza.

—Pediré a los dioses cada día un parto seguro. Helena, ¿estarás conmigo?

—Sí —respondí, sin pensar. Detestaba mentir, y ver que su mirada se iluminaba de placer hizo que la culpa fuese aún peor.

El resto de la noche transcurrió como un sueño, un sueño en el que era una extraña. Oí la conversación, incluso participé en ella. Hablaron sobre la misteriosa persona que me había encerrado en el pozo, que había drogado a Paris, y que había matado a nuestra serpiente. No habían arrestado a nadie; llegaron a la conclusión de que se trataba de alguien a quien le desagradábamos personalmente, por lo que la mayoría de los troyanos resultaban sospechosos.

Los inquietaba el aumento de la agresividad de los griegos en sus batidas por el campo de los alrededores. A Andrómaca le preocupaba su familia de Plakos, pero Héctor le aseguró que estaban fuera de su alcance, ya que se hallaban muy al sur, más allá del Esminteo, cerca de Tebas. Hablaron de medidas para frenar los ataques, pero yo sólo sabía de la medida que planeaba llevar a cabo. Si Helena se rendía, terminaría todo aquello.

Cada vez que miraba a Paris tenía que apartar la vista. ¿Cómo podría dejarlo?

Después me comentó:

—Pareces triste.

Me apresuré a asegurarle que no era así. Lo único que quería era pasar una última noche con él en nuestra cama, pasar horas abrazándolo. Al día siguiente por la noche, la luna estaría cubierta. Entonces era cuando debía huir.

Nunca Paris me había resultado tan hermoso como cuando permaneció de pie, feliz e ignorante, junto a la cama, mirándome. Lo único que quería era vivir con él, ser feliz con él y envejecer junto a él. Pero no, Agamenón se había asegurado de que eso no sucediera. Su vil incursión en Troya para aterrorizar a gente inocente me haría volver, pero durante muy poco tiempo. Nadie me abrazaría a mí, sino a mi tumba.

Pero por ahora vivía, quería y tocaba. Abracé a Paris, sujetándolo tan fuerte como pude, e hicimos el amor, lentamente y varias veces. Saboreé cada caricia, cada sensación, cada murmullo. Sabía que disponíamos de muy poco tiempo para estar juntos y estaba decidida a extraerle cada gota de dulzura que pudiera proporcionarme.