IV

Los días se fueron alargando, el crepúsculo se demoraba y el ardiente verano cayó sobre nosotros. Casi podía notar a Helios en su carro directamente sobre nuestras cabezas, el calor irradiando a su paso, resecando la tierra que tenía debajo. Bajo sus manos, las hojas, sucias de polvo, colgaban flácidas de las ramas, y en el palacio nos abanicábamos para crear nuestra propia brisa. En la quietud del mediodía, hasta las mariposas blancas estaban escondidas, y parecía que no se movía nada.

Mientras tanto yo iba aprendiendo los ritos y secretos de los misterios de Deméter, y eso me costó todo el verano. Había tantos… Estaba la historia de su vagabundeo en busca de su hija, que fue raptada por Hades mientras cogía flores en primavera, que había que representar. Las sacerdotisas incluso sabían qué flores recogía: un narciso amarillo muy raro. Su madre, al buscarla, se había mezclado brevemente con los mortales y había adoptado el disfraz de una anciana que cuidaba a un príncipe niño. ¿Quería acaso llevárselo para que fuera su propio hijo? Intentó hacerlo inmortal pasándolo por encima de una llama, pero la madre lo descubrió y acabó con aquel intento de una forma histérica.

—Ella no comprendía que aquello mataría al niño, en lugar de hacerlo inmortal —decía la vieja Agave.

Esos dioses parecían tener poca consideración por nosotros, pensé, y comprender muy poco lo frágiles que somos. Realmente, dan miedo. Yo estaba muy agradecida de que Deméter fuese nuestra patrona, pero esperaba que no nos pidiera nada. Podía ser algo espantoso.

Aprendí a preparar y a repartir la bebida especial que se usaba en los ritos, unas gachas de cebada perfumadas con menta que Deméter bebía en su triste viaje. También teníamos una cesta sagrada, la cista mystica, que contenía objetos rituales. Nos daban unas largas antorchas que había que llevar en procesión al lugar, y usar en una danza sagrada para imitar a Deméter, buscando en la oscuridad a su hija perdida. Yo tenía que practicar para andar con aquella antorcha, sujetarla bien alta y luego aprender a bailar con ella sólo en una mano.

Pero luego había una cosa al final, quizá la más importante. Sin ella no podía proceder a la iniciación.

—Debes tener un carácter moral intachable —dijo Agave, solemnemente—. Tus manos deben estar absolutamente limpias, y tu corazón inmaculadamente puro.

Temblé ante aquella orden, imaginando que me veía manchada y deslucida por todos mis defectos infantiles. Ahora sé que lo único que impide la iniciación es ser un asesino, pero supongo que es bueno para los niños que empiecen a mostrarse vigilantes con sus propios fallos. Ni siquiera ser un asesino te aparta para siempre de los misterios, porque si expías el crimen y te purificas, puedes acercarte a ellos de nuevo.

Si ser un asesino lo hubiese mantenido a uno permanentemente apartado de los ritos, entonces mi padre no habría podido ir, y se estaba preparando para ellos de una forma entusiasta. Yo había sabido, escuchando y haciendo preguntas, que mi padre se había detenido ante pocas cosas (iba a decir ante «nada», pero eso no sería cierto) para recuperar su trono y mantenerlo. Con enemigos como los que tenía, debía ser tan duro como ellos. Y la tierra estaba llena de guerreros con asesinos y rivales y gente mala. Sonrío al decir lo de «gente mala», porque se convirtió en una broma con mis hermanos. «Hay gente mala allí», decían, cuando hablaban de cualquier lugar que mencionaba yo. Creta. Egipto. Atenas. Tesalia. Tracia. Siria. Chipre.

—¿Quieres decir todo el mundo en Egipto? ¿Todo el mundo en Tracia? —decía yo—. ¡No creo que sea así!

—Oh, eso es lo que siempre dice Polideuces —decía entonces Cástor, riendo—. Pero yo…, yo sólo digo que hay un gran número de gente mala por todas partes, mezclada con la buena. Nosotros comerciamos con todos esos pueblos, y sin ellos nuestro palacio estaría desnudo, realmente. Desnudo, al menos, de todos los lujos que le gustan a nuestra madre.

—¡Así que ten cuidado, hermanita, con toda esa gente tan mala, mala! —rugía el vozarrón de Polideuces. Y luego él se echaba a reír—. Muchos extranjeros llegan para asistir a los misterios, aunque tienden a preferir Eleusis. Pero se requiere estrictamente que hablen griego, de modo que eso elimina a los incivilizados, pero no a los que son realmente malos.

Los días se empezaban a acortar. Al principio no se notaba apenas en nada, sólo en que podíamos ver las estrellas un poco antes. Luego la luz de la mañana se inclinaba de forma distinta en mi habitación, y los vientos que soplaban en el palacio cambiaron. Susurraban por el lado oeste, trayendo noches más frescas para poder dormir. Al fin era ya el momento de acudir al santuario de los misterios y reunirnos con nuestra diosa.

Partimos al amanecer, y nos levantamos antes incluso para compartir, en silencio, los granos de la nueva cosecha, y probar los nuevos vinos. Luego nos ataviamos con las túnicas de color verde oro y los mantos que llevábamos en su honor, ya que era el color de las cosas que crecen, y cogimos las antorchas. Una carreta chirriante, con nuestras ofrendas de los campos y los árboles, estaba ya dispuesta para seguir el camino con nosotros. Cuando el sol irrumpió por encima del horizonte, ya estábamos dispuestos en las suaves colinas que conducían hacia el santuario.

Yo llevaba el odioso velo, tal y como había prometido, y entonaba los himnos a la diosa que me habían enseñado. Se suponía que no debíamos hablar, pero oía a mi madre y mi padre hablando en voz baja entre sí. Clitemnestra caminaba tras ellos, con la cabeza dócilmente inclinada, pero lo más probable es que se estuviera esforzando por oír lo que decían. El aire era fresco y lo perfumaba el aroma de los campos cosechados. De repente me sentí abrumada por la belleza y la plenitud del otoño.

Mientras íbamos avanzando, los caminos eran más empinados, y pronto la carreta no pudo trepar con nosotros. Los sirvientes cogieron las ofrendas y las cargaron en cabestrillos; las gruesas jarras de grano, las cestas de fruta, oscilando. La cesta sagrada con los objetos rituales iba aparte, en una plataforma para ella sola. A medida que ascendíamos se unían a nosotros riadas de personas que procedían de las chozas y de las casas al pie de las colinas. Mi madre se volvió para asegurarse de que yo llevaba el velo.

Todos éramos iguales en los ritos, de modo que la gente podía empujarnos y disputar un lugar junto a nosotros, caminando libremente como compañeros nuestros. Nuestros guardias, que también eran iniciados, evitaban que se apiñaran a nuestro lado, y mis hermanos, aunque con sus labios formaban las palabras del himno, en realidad miraban agudamente a su alrededor para protegernos. No se permitía llevar armas en el recinto sagrado, pero por el momento podían llevar las espadas dispuestas.

El camino empezó a subir muy empinado, cada vez más estrecho al mismo tiempo. Los peregrinos tuvimos que comprimirnos en una estrecha fila, y de repente dar un giro muy cerrado en torno a una enorme piedra gris que nos bloqueaba el camino. Noté un escalofrío que recorría todo mi cuerpo sin saber por qué, y luego lo vi todo otra vez en mi mente: la roca con la sibila encima, chillando su espantosa profecía. Había algo también en aquella roca, ahora, y yo me encogí, protegiéndome por la cosa que acechaba allí.

Apiñados en torno a la roca, gente vestida con harapos nos insultaba y abucheaba:

—¡Tíndaro! ¡No te hemos visto en el mercado! ¿Por qué no? Siempre estás intentando vender a tus hijas, ¿no? —chilló uno.

—¡Sólo al polluelo de cisne! —gritó otro.

¿Cómo se atrevían a llamarme por mi nombre secreto? ¿Cómo lo sabían?

—¡Vigila a tu esposa! ¡Vigila a tu esposa! —gritaban a coro—. ¡Sóplale las plumas de los muslos!

—¿Qué será lo siguiente? —Ahora atacaban a mi madre—. ¿Un toro, como la reina de Creta? ¡Inténtalo con un puercoespín!

Uno se encaramó en la roca y levantó los brazos, agitando su manto:

—¡Vuela! ¡Vuela! ¡El gran pájaro ha volado!

Mi padre y mi madre mantenían la cabeza baja, cosa muy impropia de ellos, y no hicieron ningún comentario.

Clitemnestra pasó junto a ellos y sólo oyó insultos por ser baja y fornida, y por sus grandes manos, y luego me tocó a mí el turno. Empezaron a gemir y a gorjear y uno de ellos intentó cogerme el velo, arrullándome:

—¿Tiene pico ésta? ¿Tiene pico?

Ahora que alguien intentaba quitármelo, luché por proteger mi velo. Me agarré el aro de oro y lo sujeté contra mi cabeza, haciendo una mueca.

—¡Ah, es una luchadora! —gritó uno—. Su cara debe de necesitar protección.

—¿Dónde está la cáscara del huevo? ¿Era muy grande?

Hubo más cosas, pero no las recuerdo. Pasé junto a ellos lo más rápido que pude sin correr, porque no quería demostrar que tenía miedo, pero estaba temblando. Cuando salimos por el otro lado y las pullas empezaron a dirigirse hacia los que iban detrás de nosotros, corrí hacia mi madre.

—Todo ha terminado —dijo ella—. No podíamos decírtelo, pero forma parte de la iniciación pasar a través de un muro de insultos. Pero lo has hecho muy bien. —Había orgullo en su voz.

—¿Por qué es necesario? —Me parecía cruel e inútil.

—Para que todos seamos iguales —dijo mi padre—. Reyes y reinas deben soportar los insultos como todo el mundo, y no importa lo que digan, nunca podemos castigarlos por ello. Es la norma. —Se rio como si no importara, pero yo sabía que iría rumiando todo aquello.

—Nos enseña humildad —dijo mi madre—. Todo el mundo necesita saber lo peor que se cuenta de ellos, y mucho más aún si está siempre rodeado de halagadores.

Nos detuvimos, esperando que Polideuces y Cástor salieran del tumulto.

—Dicen que de esto se aprenden lecciones —dijo mi padre, moviendo la boca de aquella forma extraña, como siempre que estaba pensando—. Acabo de aprender una: lo que debemos llamar a Helena a partir de ahora. Diremos que es la mujer más bella del mundo. Sí. Eso diremos de ella. Debe seguir llevando el velo, y eso aumentará la curiosidad y hará subir su precio como novia.

—Me falta todavía mucho para casarme… —Ah, esperaba que fuera así. Sólo tenía diez años, demasiado pronto para hablar de ello siquiera—. El velo…

—Lo que la gente no puede ver fácilmente, lo imagina. Lo desea. Se consume por ello. Y las cosas que uno desea son muy caras, y la gente paga sumas elevadas por ellas. Si hubiese arcoíris cada mañana, serían ignorados. Si tenemos un arcoíris aquí, en ti, entonces, proclamémoslo, pero permitamos que muy pocos lo vean.

Mi madre entrecerró los ojos.

—La mujer más bella del mundo. ¿Nos atreveremos? ¿Nos atreveremos a afirmarlo?

Justo entonces mis hermanos vinieron a todo correr, riendo y tambaleándose.

—¡Saben demasiado! —dijo Cástor—. ¡Parece que lo saben todo de nosotros!

—Saben lo que nos puede hacer más daño —dije yo—. No estoy segura de que sepan nada más. Es fácil saber lo que puede herir a una persona.

Clitemnestra me miró aprobadoramente.

—Helena tiene razón. Insultar a alguien es una tarea fácil. Elevarse por encima del insulto no es tan sencillo. Lo recordamos mucho más tiempo que las alabanzas. Así es como estamos hechos.

—Entonces, debe de ser así como están hechos los dioses también, porque parecen dar por sentados nuestros costosos sacrificios y nuestras alabanzas, pero nos guardan rencor por nuestras omisiones y deslices para siempre. —Mi padre dijo aquello con un gruñido. Miró hacia el sendero—. Vamos, estamos perdiendo tiempo.

Ya en paz después de pasar por las escandalosas provocaciones, dejamos que el fino aire de la montaña enfriase nuestras mejillas sonrojadas. Yo pensaba extrañada en las palabras airadas, en las extrañas referencias. ¿Picos? ¿Cáscaras de huevo?

Todavía seguíamos ascendiendo. El monte Taigeto era tan alto que la nieve duraba aún en su cumbre recortada, mucho después de que las flores de los manzanos y los membrillos en el valle hubiesen desaparecido, y llegaba muy pronto, antes de que se recogieran las cosechas. De hecho no era un monte, sino varios, que formaban un gran valle en el centro de nuestro país. A un lado de ellos se encontraba el aterrador lago Estínfalo, donde Heracles había matado a los pájaros malvados; en el otro se encontraba Nemea, donde había matado al león con el pellejo impenetrable. Un enorme deseo de ver esas cosas me invadió.

«Has salido del palacio —me dije a mí misma—. Es un principio, ¿no?». El sombrío lago Estínfalo, los demás lugares donde Heracles llevó a cabo sus trabajos debían esperar. «Pero los verás, desde luego, algún día los verás».

La luz del día ya se desvanecía cuando nos aproximamos al lugar sagrado, tal y como debía ser. Un bosquecillo de álamos negros apareció a la vista, como fondo de los otros árboles, oscilando en la brisa nocturna y susurrando sus misterios. Fuimos andando entre el estrecho pasillo que creaban, y luego, de repente, aparecimos en un terreno llano, donde ardían centenares de antorchas.

—Las diosas os saludan. —A mi lado, una sacerdotisa con un manto me tendía un vaso alto y esbelto y me invitaba a beber.

Lo llevé hasta mis labios y reconocí la poción con sabor a menta de cebada blanca cosechada en el campo sagrado de Deméter. Ella me hizo un gesto hacia un hombre que estaba de pie con una antorcha llameante, de la cual debía prender la mía. La obedecí.

Una vez encendida mi antorcha, me indicaron que me uniera a las luces remolineantes en el campo que tenía ante mí, que transformaban todo aquel terreno en un cielo repleto de estrellas. Centenares de devotos bailaban allí, daban vueltas y tejían motivos intrincados y cadenas de movimientos en la creciente oscuridad, levantando sus antorchas.

—Danzamos por las diosas —susurró una sacerdotisa a mi oído—. No te asustes, no retrocedas. Ofrécete a ellas.

Rodeada por los adoradores, sentí como si volviera a nacer, ya fuese verdad o no. El terreno oscuro era irregular y resultaba difícil evitar tropezar, pero los bailarines parecían flotar por encima del suelo, y al unirme a ellos, yo también. Perdí a mis padres, perdí a mis hermanos y a mi hermana; dejé la Helena que tenía que llevar un velo y mantenerse oculta y obedecer, y me alcé, libre. Noté que Perséfone me tomaba de la mano. La oí murmurarme: «Cuando te lleven lejos, no será el cautiverio, sino la libertad». Podía notar el roce de su mano dulce y suave, aspirar el aroma profundo de su cabello. Aunque no lo veía, de alguna manera sabía que era color oro rojizo.

De repente, todo se quedó muy quieto. La danza cesó, y las sacerdotisas levantaron las manos. Apenas veía en la luz desfalleciente.

—Ya habéis bebido el brebaje sagrado —dijo entonces—. Habéis dejado entrar a la diosa en vosotros mismos. Ahora, debéis recitar la promesa secreta.

El murmullo de cientos de voces se mezcló, imposible de descifrar. Pero el juramento era éste: «He ayunado. He llegado a la cesta sagrada y, habiendo actuado allí, he dejado un residuo en la cesta ritual. Entonces, retirándome de la cesta ritual, he vuelto a la sagrada». Lo puedo recitar ahora mismo, sabiendo que resulta incomprensible para aquellos que están fuera de los misterios. No traiciono nada.

Satisfecha, ella nos hizo la señal de que formásemos una gran espiral en el terreno sagrado de danza. Su punta entraría primero en la sala de iniciación, y luego el resto se iría desenrollando detrás. A medida que entrábamos, teníamos que sofocar las antorchas en un enorme abrevadero de piedra que estaba justo en el exterior del edificio. Cada antorcha sumergida en el agua entonaba una última y chamuscada protesta.

En el interior estaba terriblemente oscuro. Una oscuridad profunda, tenebrosa, como la oscuridad de la tumba, como la oscuridad que hay cuando nos despertamos y no sabemos si todavía estamos vivos. Sólo la presión de otros cuerpos a mi alrededor me tranquilizó y me dijo que no había muerto y que no estaba perdida.

—Feliz es aquel entre los hombres de la Tierra que ha contemplado estos misterios; pero el que no está iniciado y no ha tomado parte en ellos nunca tiene un buen destino cuando ha muerto, allá abajo, en la oscuridad y la melancolía. —Una voz lejana y resonante lloraba.

—Inclinaos ante las diosas —nos dijeron.

Noté, más que vi, un movimiento en una dirección, y seguí. Ante mí, oí suspiros y quejidos, y mientras me aproximaba, apenas pude vislumbrar las oscuras sombras de unas estatuas de Deméter y Perséfone. La madre, vestida de colores radiantes, estaba enfrente, y ante ella, en la sombra, y negra, la hija. Pasamos ante ellas rápidamente, sin que se nos permitiera quedarnos, y nos condujeron a otra sala más pequeña.

Un perfume abrumador a flores llenaba el aire. No estaba segura de cuáles eran, parecía que se habían mezclado varias. ¿Eran lirios, jacintos, narcisos, dulcísimos y estrujados? Pero no era la estación de tales flores, de modo que, ¿cómo era posible que las imágenes de las diosas las hubieran conseguido?

—Éstas fueron las últimas flores que recogí antes de que me raptaran —dijo una voz fantasmal, flotando en el aire espeso y perfumado—. Podéis sentir lo que yo sentí, oler lo que olí… —Y la voz quedó flotando en el aire, tristemente.

Nos sumergimos mucho más profundamente en la oscuridad, como si hubiésemos bajado con ella al abismo. Noté que caía.

Al fondo, donde aterricé después de resbalar largo rato, me encontré sola. Me puse en pie y quise averiguar dónde estaba. A mi alrededor sólo había oscuridad y negrura, una noche sofocante.

—A esto tendrán que enfrentarse todos los que están arriba —susurró una leve voz contra mi mejilla—. Pero tú…, tú nunca tendrás que venir a este lugar de oscuridad. Éste es el destino de los mortales.

—Yo soy mortal. —Al final pude articular las palabras.

—Sí, de alguna manera. —Un suave suspiro y una risa—. Depende de ti lo mortal que seas.

La voz…, la presencia… Yo había acudido para los misterios, y ellos me habían prometido que la divina epifanía se manifestaría por sí sola. Y había ocurrido entonces.

—No sé qué quieres decir —dije.

—Tu madre no te ha hecho ningún favor. —Ella (porque sabía que era una mujer) dijo entonces—: Tenía que haberte contado la verdad sobre tu engendramiento.

—Si lo sabes, te ruego que me lo digas —grité. Al parecer estaba sola con ella; me había concedido una audiencia privada. No había nadie a nuestro alrededor. ¿Habría caído en un pozo secreto?

—Tú y yo somos hermanas —dijo ella—. Es todo lo que puedo decir.

Si lograba saber quién era ella, sabría también qué preguntar.

—¿Quién eres? —murmuré.

—¿Qué santuario es éste? —Parecía disgustada.

¡Ah, no, que no se disgustara!

—El de Deméter y Perséfone.

—Justamente. ¿Y quién soy yo?

Tenía que ser la hija.

—¿Perséfone?

Entonces sentí un calor que se extendía y me rodeaba.

—Has dicho la verdad. —Una gran pausa—. Pero mi madre es también digna de alabanza —me dijo—. Y tú serás muy inteligente si le haces caso. Aunque la hija crezca, eso no significa que su madre deje de requerir su homenaje.

Aquella vez no sabía qué quería decir. Más tarde lo sabría demasiado bien.

Ella se acercó a mí. La sentía a mi lado.

—Hermana —murmuró—. Puedes confiar en mí. Siempre estaré contigo. Ten cuidado con las demás diosas.

¿Cómo podía ella pensar en otras diosas, o imaginar que yo era capaz de hacerlo? Su resplandor, un resplandor que penetraba en la oscuridad y brillaba en mi mente, me invadió.

—Sí —murmuré.

—Y ahora, espero a otros —dijo.

Por supuesto: la diosa siempre está dispuesta a atender al siguiente, mientras nosotros, los mortales, miramos hacia atrás, a lo que acaba de pasar, a lo que acabamos de ver. En eso yo era enteramente mortal. Mis ojos quedaron cegados con la radiante visión de ella, aunque, en realidad, nunca llegué a contemplar su rostro. Y eso era lo que ella pretendía.

En la gran sala nos amontonamos esperando. Había pasado mucho rato, en plena noche, aunque no tenía modo alguno de saber exactamente cuánto tiempo había transcurrido. El tiempo había volado como un cuervo de negras alas. Todo se había desvanecido, y yo estaba allí de pie, despojada de todo lo que conocía, de todo lo que era, de todo lo que había sentido. Estaba desnuda ante la deidad, esperando su revelación.

Una luz resplandeció; la respuesta llegó en el ritual final representado para nosotros. Vi el milagro, el centro más profundo del secreto. A partir de aquel momento, la muerte no me dio miedo. La conocía en todo lo que representaba. Podía trascenderla.