III

Nueve inviernos habían pasado desde que nací y ya casi era tan alta como mi madre. Últimamente ella había insistido en que nos pusiéramos las dos espalda con espalda cuando iba a verla a su cámara, para que pudiera ver cuánto había crecido. Hacía que colocaran un bastón encima de las cabezas de ambas, y preguntaba a su dama de compañía: «Todavía soy la más alta, ¿verdad?», y la dama asentía diligentemente. Me preguntaba qué ocurriría el día que el bastón se inclinase y yo fuera más alta. Deseaba que aquel día no llegase nunca, porque sabía que aquello le desagradaría, aunque no sabía por qué.

Cuando me llamaba a sus aposentos, a menudo era con el pretexto de preguntarme qué me estaba enseñando mi tutor. Si le decía que estábamos aprendiendo la familia de los dioses, ella me hacía preguntas. Al principio eran fáciles: «Dime los nombres de los dioses olímpicos —me decía—. Sólo de los doce que viven en el monte Olimpo, no de los demás». Y yo se los recitaba. Pero luego me hacía preguntas mucho más difíciles. Un día me pidió el nombre de todos los descendientes de Zeus.

—¿Quieres decir los inmortales o todos ellos?

Ella esbozó una extraña sonrisa.

—Empieza con los inmortales.

Empecé a enumerarlos: Atenea y Perséfone, Apolo y Artemisa, Ares y Hermes. Añadí que Hera era su hermana, y que Afrodita no era hija de Zeus, sino de su abuelo, Urano.

—Afrodita no nació, estrictamente hablando —dijo mi madre, con una risita seca—. Pero Zeus se ha asegurado de que todo el monte Olimpo esté repleto de hijos suyos. Como nunca morirá ni abandonará su trono, no tiene que preocuparse por el hecho de que quieran sucederle. Pueden pelearse y discutir a placer, que no supone diferencia alguna. Ninguno de ellos morirá, ninguno tendrá que ir al exilio. —Hizo una pausa, recostándose en un banco y extendiendo sus largas piernas debajo de su ligera túnica de lino. Se podían ver debajo de la tela, la carne volvía la fina tela blanca de un color rosado.

Ella me vio mirándola y se alisó la tela por encima de los muslos.

—La mejor, de Egipto —dijo—. Habría preferido el azul, pero aquí somos los últimos en recibir nada. Primero va a Micenas, después pasa por Troya y Creta, y los dioses saben dónde más.

Estaba a punto de iniciar sus típicos lamentos por el aislamiento de Esparta.

—Pero, aun así, es preciosa —le aseguré.

—¡Ahora los hijos mortales! —dijo ella, de pronto—. ¡Dime sus nombres!

—¿Aquellos que ha tenido Zeus con mujeres terrenales? Ah, madre, ¿cómo podría contarlos todos? —Me eché a reír.

El tutor me había hablado de los más importantes, como Perseo y Minos, y, por supuesto, de Heracles, pero algunos eran desconocidos.

—Alguien los ha contado a todos; Zeus ha significado a ciento quince mujeres mortales para prestarles su… atención.

—Y, por supuesto, todas ellas han tenido hijos —dije yo. Los dioses nunca pueden tomar a alguien, dios o mortal, sin dejar pruebas.

—Sí, siempre —afirmó ella.

—Pero es tan… peculiar que las mujeres no puedan mirar al dios, al menos en su forma divina… Pero cuando va disfrazado de toro o de ducha de oro…

—¡Lo hace para protegerlas! Ya sabes lo que le ocurrió a la idiota de Semele, que quiso contemplar su divinidad.

Sí, nada menos que la madre de Dionisos había visto a Zeus en su envoltorio divino, e instantáneamente había quedado convertida en cenizas.

—Fue muy triste —accedí. Ella parecía agitada, como si fuera muy importante lo que me había enseñado el tutor. Quise tranquilizarla—. Así que parece que la curiosidad es peligrosa —dije.

Ella aspiró aire con fuerza.

—Sí, así es. Bueno, ¿quién más hay, aparte de Heracles y Dionisos?

Intenté recordar.

—Son los más famosos porque se convirtieron en dioses, cosa bastante inusual. El resto murieron de la forma habitual. Está Perseo, que vivió cerca de aquí, en Argo, y luego está Níobe, la primera mujer mortal de Zeus, y su hijo Argos, y… ¡ah, madre, hay tantos! Zeus está en todas partes, al parecer, y… no, no puedo recordar todos los nombres. —Era imposible. Seguramente, ni el propio tutor podía—. Alcmene, la madre de Heracles, fue la última —dije—. Zeus no viene ya entre nosotros. Cosa por la que doy gracias…, no tengo que memorizar más nombres.

Ella lanzó entonces aquella risotada que yo odiaba.

—¿Eso es lo que te ha dicho?

—Sí, eso es. —Retrocedí un paso o dos. Me asustaba cuando se reía de aquella manera—. Me ha dicho que Zeus…, que esos tiempos ya pasaron.

—No del todo —dijo ella. Abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero lanzó un hondo suspiro de resignación—. Ahora, sí. Ahora. Pero no fue Heracles el último. Hay hijos de Zeus de menor edad. Y dime, tu tutor, ¿no te ha señalado algo curioso acerca de la progenie de Zeus?

No sabía qué era lo que quería decir.

—No —confesé al final—. Por supuesto, son todos muy bellos, y todos fuertes, y tienen todos…, ¿cómo es el dicho…, una «belleza más que mortal»? Pero aparte de eso, no lo sé. Son todos muy distintos.

—¡Y son todos hombres! —gritó ella, saltando del sofá con tanta rapidez que mis ojos apenas podían seguirla—. ¡Hombres! ¡Todos hombres!

—Quizá tuviese hijas también y no las reconociera —dije—. Quizá sentía que no era adecuado engendrar hijas, y por eso no las ha aceptado. —Me parecía que Zeus podía creer aquello.

—¡Bobadas! —Ella temblaba—. Claro que tiene hijas, divinas, en el monte Olimpo, y está orgulloso de ellas. Quizá las mujeres humanas no le dieron hijas que fueran dignas de él. Si lo hubieran hecho, puedes estar segura de que él se sentiría orgulloso de ellas. Si las conociera. ¡Si supiera que existen!

—Creía que él lo sabía todo.

Y entonces resonó de nuevo aquella risa espantosa.

—¡Ah, Hera le engaña siempre! No, es muy posible que haya pasado por alto a su hija mortal, si ella ha permanecido escondida en un lugar adonde no va nadie y donde nadie la ve.

De pronto tuve una sensación espantosa, mientras sus palabras resonaban en mis oídos. «Escondida en un lugar adonde no va nadie, donde nadie la ve». Ellos me habían mantenido escondida, y pocos visitantes venían a Esparta, y todos aquellos cuchicheos sobre mí entre mi madre y mi padre…, y los espejos prohibidos…, y mi madre, que estaba tan orgullosa de Zeus, tan inflexible sobre él. Pero no, era una fantasía absurda. A todos los niños les gusta creer que son especiales o incluso únicos.

De repente recordé algo. Quizá fuese aquello lo que ella había estado insinuando.

—¡Yo desciendo de Zeus! —grité—. Sí, me dijo que Zeus y una ninfa de la montaña, Taigete, tuvieron un hijo llamado Lacedemón, y que ese hijo es antepasado de mi padre. —Esperaba que ella me recompensara, que diese una palmada y dijese: «¡Sí, sí!».

Pero ella meneó la cabeza.

—Eso fue hace muchísimo tiempo, y no veo nada divino en tu padre. La sangre se ha aclarado muchísimo, si es que en realidad alguna vez se remontó al monte Olimpo.

Ella temblaba. Yo le toqué el hombro, deseando poder abrazarla, pero sabiendo que ella me rechazaría.

—Bueno, es igual, no importa —dije—. No veo que eso nos afecte a nosotros en ningún sentido. —Lo que había ocurrido hacía muchísimo tiempo, en una época histórica, no importaba.

Ella me miró con dureza.

—Es hora de que vayamos a los misterios —dijo—. Las diosas Deméter y Perséfone están ligadas a nuestra familia. Ya eres lo bastante mayor. Iremos al santuario en la montaña, y allí aprenderás cosas de tu diosa guardiana. Y ella puede revelar muchas cosas, si así lo decide.

Estaba decidido que iríamos en el momento de la celebración de los grandes misterios, en otoño. Yo podía empezar entonces ya mi iniciación, para que cuando llegase al santuario pudiera experimentar los ritos secretos de una forma completa. Sólo aquellos que se habían preparado y habían sido aceptados por la diosa podían contemplar su naturaleza secreta.

Una mujer anciana que había servido a mi madre desde la niñez me instruyó en privado. Se nos prohíbe incluso revelar lo que aprendemos, pero puedo hablar de las cosas que sabe todo el mundo. La amiga de mi madre, Agave, empezó llevándome a pasear entre los campos recién plantados, mientras me contaba la historia con una voz cantarina. Yo tenía que llevar un velo que me cubriese el rostro, para que los trabajadores de los campos no me viesen. Así, el día, que era muy claro, parecía nublado. Andando detrás de nosotras venían dos guardias, armados con recias espadas. También eran iniciados.

Aunque mi visión estaba menguada, podía oír bien, y las aves y los gritos de voces humanas me indicaban que era aquella época exultante del año en que la tierra se regocija mientras se calienta de nuevo. Olía el aroma mohoso de la tierra recién revuelta y oía los ronquidos y los profundos mugidos de los bueyes que tiraban de los arados. Detrás del arado curvo venía el granjero esparciendo las semillas, echándolas en los surcos, y tras él, un niño con un azadón para cubrirlas de nuevo. Graznando y dando vueltas en torno a su cabeza, los cuervos buscaban alimento. Hasta el sonido ronco de sus gritos me parecía alegre. El chico chilló y los espantó con su sombrero, riendo mientras tanto.

—La tierra se regocija. ¿Y por qué? —Agave se detuvo de repente, tan abruptamente que tropecé con ella. Se volvió y me miró, pero no pude verla a través del velo.

—Porque Perséfone ha vuelto del averno —recité, diligente. Eso lo sabía todo el mundo; no había que ser un iniciado.

—¿Y?

—Y ahora su desconsolada madre, Deméter, que blanqueó todas las cosas que florecían y crecían, las devolverá de nuevo a la vida. Y por eso se planta ahora, y los frutales florecen.

Ella asintió.

—Bien. Sí. Y ¿veremos y oiremos a Deméter? ¿Caminando entre nosotros?

Yo estaba sorprendida.

—Pues no estoy segura. Si lo hiciéramos, creo que la veríamos disfrazada. Ella se disfrazaba cuando iba en busca de Perséfone, ¿verdad?

—Sí. —Agave me cogió la mano y nos pusimos a caminar de nuevo, bordeando dos campos, uno de cebada, otro de trigo. Ahora los surcos eran como cabellos verdes y pequeños, muy frágiles—. Mientras la hija está con ella, la madre se muestra magnánima con todos nosotros —dijo—. Pero cuando ella parte de nuevo, entonces nos castiga a nosotros. Las parras se marchitan y el frío mata a las flores, y a eso lo llamamos invierno.

—¡Y lo odiamos! —murmuró uno de los guardias—. Los pies azules, los dedos tiesos, y aun así, tenemos que luchar como si fuera verano. Los campos descansan, los osos duermen, pero un soldado espartano debe seguir siempre.

Agave se echó a reír.

—No se combate en ninguna guerra en invierno, así que no podéis quejaros de eso.

—Hay que salvaguardar a los reyes, en invierno. Y también a las princesas. —Me guiñó un ojo—. Sí, ¿y dónde estaban los guardias de Perséfone, aquel día que Hades se la llevó? Si Deméter hubiese sido una buena madre, no la habría dejado desprotegida de esa manera.

—No la ataques o destruirá estos campos, y tú, mi querido amigo, no tendrás comida —dijo Agave.

—No hay peligro de que nadie venga a llevarse a Helena mientras esté aquí. El Rey mantiene la guardia a su alrededor en todo momento, aunque esté encerrada en el recinto. Me pregunto por qué estará tan preocupado.

—Es mejor que no te preguntes nada —dijo Agave. Su voz cambió de tono—. Deméter puede estar en estos mismos campos, así que cuidado con lo que decís —nos amonestó a todos. Luego me dijo a mí—: Pero la respuesta correcta a mi pregunta es justamente ésa. Podríamos verla aquí. Pero seguramente la verás en los grandes misterios. Te lo prometo.

Noté un estremecimiento de emoción al pensarlo. Pero a quien quería ver más que nada era a Perséfone. Ella era joven, como yo.

Perséfone elegía el momento del año en que los días y las noches son iguales para ir y venir, desde una caverna especial a un lugar llamado Eleusis. Pero aquello estaba lejos de Esparta, cerca de Atenas, al otro lado de las montañas de nuestra ciudad. Como nadie en nuestra familia procedía de allí, yo me preguntaba por qué la diosa y su madre nos habían elegido para protegernos.

Mi madre me dijo que era debido a que Deméter era la diosa de las cosechas y de la plenitud, y que era natural que favoreciese a Esparta, ya que nuestro valle era muy rico y fértil. Estábamos protegidos a ambos lados por altas montañas, y a través de nuestro valle plano y verde corría el río Eurotas, amplio y rápido, regando nuestras cosechas. Campos de grano, árboles cargados de manzanas, granadas, olivas e higos, vides retorcidas en torno a los robles y repletas de racimos de uva, todo aquello complacía a Deméter y proclamaba su poder sobre nuestras vidas.

—Ya vimos lo árida que es Etolia —dijo—. O a lo mejor no te acuerdas, porque eras muy pequeña. Pero no hay lugar tan lozano como Esparta y nuestro valle, no, en todos los aires de Argos, Tirinto o Micenas. Ni siquiera Pilos puede igualarnos. —El inconfundible tonillo del orgullo llenaba su voz—. Por eso nos ama Deméter.

—¿O somos así nosotros porque nos ama Deméter? —pregunté—. ¿Qué fue primero?

Ella frunció el ceño.

—Realmente, Helena, eres muy discutidora y llevas siempre la contraria.

—No quería que fuese así.

—Pero lo parece. No sé por qué el valle del Eurotas es tan rico, o qué fue lo que vino primero, y no creo que importe. Lo que importa es que Deméter es nuestra diosa. Ella ha colmado de bendiciones esta tierra sobre la cual gobernamos, y, por lo tanto, nos ha otorgado sus bendiciones también a nosotros.

—Pero ¿y si nosotros no hubiésemos tenido la tierra? ¿Nos habría bendecido a pesar de todo? —Después de todo, si yo me casaba y abandonaba Esparta, ya no estaría en aquella fértil tierra. ¿Me abandonaría entonces Deméter?

Ella inclinó la cabeza y cerró los ojos. ¿Estaría enfadada? ¿La habría ofendido? Respiraba con fuerza, casi como si se hubiese quedado dormida. Pero cuando habló, su voz era serena y casi dubitativa.

—Has dicho algo cierto —dijo—. A menudo los reyes son expulsados de sus tronos, pierden sus reinos. Tu padre casi ha perdido el suyo dos veces. Hubo reyes que se ahogaron en el Eurotas. En Micenas, una maldición recae sobre la familia por las luchas fratricidas por el trono. Se hicieron cosas terribles… —Se estremeció—. Quizás entonces los dioses nos abandonen —dijo—. A ellos no les gusta involucrarse en nuestros problemas.

Habíamos estado sentadas en el luminoso patio del palacio, acariciadas por el sol diurno. En verano, la zona abierta era un susurro de hojas de los árboles ornamentales repartidos por allí, y las aves, esperando comida, saltaban de rama en rama. Eran tan mansas que caminaban a nuestros pies, picoteando nuestros dedos para coger una miga o dos. Luego piaban, saltaban hacia atrás y se alejaban volando con rapidez, subían por encima del techo del palacio y se iban. Cuando les vio volar, mi madre se rio con una risa profunda y llena de emoción, y yo la miré y vi que era muy hermosa. Sus ojos oscuros seguían el vuelo de las aves y yo podía seguirlo también mirándola a ella.

—Ven conmigo, Helena —dijo, de pronto—. Tengo que enseñarte una cosa. —Se puso de pie y me tendió su esbelta mano, cargada de anillos. Cuando apretó mi mano, los anillos se me clavaron, dolorosamente. Obediente, la seguí de vuelta a las habitaciones.

Ahora que me estaba haciendo mayor, era consciente de que sus habitaciones estaban amuebladas mucho más ricamente que el resto del palacio. Normalmente había unos pocos taburetes y las mesas eran sencillas, con tres patas, de tablero liso. Pero en las habitaciones de mi madre había sillas con brazos, divanes para tenderse de día, cubiertos de suaves colchas, mesas con incrustaciones de marfil, cajas con tallas ornamentales y cuencos de alabastro encima. Unas cortinas muy finas protegían la habitación del hiriente sol de mediodía, suavizándolo mientras ondeaban con la brisa. Al estar tan altos, siempre disfrutábamos de las mejores brisas, y las habitaciones de mi madre eran un refugio fresco y oscuro.

En una de las mesas, apoyada contra una pared, guardaba sus objetos más preciados y favoritos: siempre vi allí varios recipientes y cajas redondas de oro puro, y su espejo con mango de marfil, boca abajo. Varias horquillas largas de bronce, con las puntas rematadas de cristal, estaban colocadas unas junto a otras entre ellas. Tuve el deseo de coger aquel espejo y mirarme la cara largamente.

Ella vio que mis ojos iban en aquella dirección y meneó negativamente la cabeza.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo—. Deseas ver por ti misma cuál es el objeto de la curiosidad de tantos. Bueno, el día que estés prometida y que sepamos que estás a salvo, entonces podrás mirarte. Hasta entonces… tengo algo para ti.

Abrió una caja oblonga y sacó una tela tan brillante que parecía una nube. Pero estaba unida a un aro de oro. La agitó a un lado y otro, de modo que la tela bailaba ante la luz del sol, que se filtraba a su través. Pequeños arcoíris se formaban en ella y desaparecían en un parpadeo. Me la colocó en la cabeza, presionando el aro hacia abajo.

—Es el momento de que tengas un velo adecuado —dijo, mientras mi visión se emborronaba.

Tiré de la tela y me lo quité.

—¡No pienso llevarlo! ¡No hay necesidad aquí en palacio, todo el mundo me conoce, no puedo soportarlo! —Retorcí la tela entre mis manos, intentando estropearla. Pero por muy fuerte que la estrujara, se negaba a arrugarse, tal era la maravillosa calidad de aquella tela.

—¿Cómo te atreves? —dijo ella, arrancándome el velo—. Esto cuesta una fortuna. ¡Lo hice tejer especialmente para ti, y el aro de oro podría haber sido una copa preciosa!

—Pues no lo haré nunca más, no pienso esconderme detrás de un velo. Debe de haber algo malo en mí. Tú dices que soy bella, pero debo de ser un monstruo, para que me ocultes de la vista. «Por eso» no dejas que me mire en el espejo. ¡Bueno, pues ahora voy a hacerlo!

Antes de que pudiera detenerme, salté al otro lado de la habitación y agarré el espejo. Corrí entre las columnas y más allá de las cortinas y durante un instante, antes de que ella me agarrase el brazo, vi mi rostro en la superficie brillante y pulida del bronce, lo vi a la luz del sol. O más bien vi parte de él…, los ojos, medio ocultos por unas espesas pestañas negras, y la boca y las mejillas. En aquel breve instante vi mi rostro sonrojado, el luminoso castaño verdoso de mis ojos. Y eso fue todo, porque me arrancaron el espejo de la mano y mi madre se quedó de pie ante mí. Esperaba que me golpease o me sacudiese, pero no lo hizo. Durante un instante me cruzó por la mente que ella me tenía miedo, en lugar de lo que sabría más tarde: que tenía miedo de hacerme daño si lo hacía, y que cuidaba muy bien de sus posesiones.

—No, no eres un monstruo —dijo—, aunque a veces te comportas como si lo fueras. —Y entonces se echo a reír y, de pronto, el feo momento pasó—. Bueno, no tienes que llevar el velo aquí, pero debes prometerme que nunca abandonarás el recinto del palacio ni saldrás sin un guardia o sin tu instructor, y que, en ese caso, te cubrirás siempre. Ah, Helena…, hay mucha gente que nos desea todos los males, que sería capaz de raptar a una princesa con bastante facilidad. Y no queremos que pase eso, ¿verdad?

Yo negué con la cabeza. Pero sabía que había algo más. Parecía que le preocupaba más que me raptaran a mí que a ninguno de los otros niños.