Y así fue como supe que tenía prohibido usar un espejo. Era una cosa tan sencilla, una superficie de bronce pulido que reflejaba una imagen muy pobre, en cualquier caso. Yo había visto poca cosa cuando sujetaba el espejo arriba para mirarme la cabeza. El rostro que vi, fugazmente, no era el que había imaginado.
¿Podemos imaginar nuestro propio rostro? Creo que no. Creo que nos imaginamos como si fuésemos invisibles, sin rostro en absoluto, capaces de mezclarnos perfectamente con todo lo que nos rodea.
Mi madre se miraba bastante a menudo al espejo. Parecía que cada vez que yo entraba en su habitación ella se estaba mirando al espejo, levantando las cejas, volviendo la cabeza para mirarse las mejillas a un lado y otro, o humedeciéndose los labios. A veces, lo que hacía le llevaba una sonrisa a los labios, pero más a menudo, lo que hacía era fruncir el ceño y lanzar un suspiro. Siempre dejaba a un lado el espejo cuando me veía, e incluso llegaba a sentarse encima para evitar que yo lo cogiera.
¿Era guapa mi madre? ¿Atractiva? ¿Seductora? ¿Encantadora? ¿Bella? Tenemos tantas palabras para describir el grado exacto en el cual una persona complace nuestros sentidos… Sí, yo diría que era todas esas cosas. Ella tenía, como ya he dicho, un rostro delgado y largo, que le daba un aspecto inusual; en nuestra familia, las caras eran redondas u ovaladas.
Su nariz era una perfecta hoja fina y afilada, que separaba sus ojos grandes y oblicuos, y eso era lo que más llamaba la atención cuando la mirabas: sus enormes ojos oblicuos que nunca te miraban directamente, y que dominaban su rostro. La cualidad más seductora que poseía era su vívido colorido. Tenía la piel muy blanca, el cabello muy oscuro, y unas mejillas que siempre parecían sonrojadas y encendidas. Tenía también el cuello largo y esbelto, muy elegante. A mí me parecía que podía estar orgullosa de él, pero una vez, cuando alguien le dijo que tenía un cuello de cisne, ella le hizo salir de la habitación.
Se llamaba Leda, un nombre que yo encontraba muy bonito. Significaba «dama», y ella siempre había sido menuda y graciosa, de modo que al elegir aquel nombre para ella, mis abuelos le habían dado un marco en el que crecer.
Mi nombre, Helena, era menos claro. Le pregunté a mi madre una vez, cuando la encontré mirándose al espejo y ella lo escondió a toda prisa, por qué me había puesto aquel nombre y qué significaba.
—Ya sé que Clitemnestra significa «cortejo loable», y como es tu primogénita, yo pensaba que significaba que el cortejo de mi padre te había conquistado.
Ella echó atrás la cabeza y lanzó una risa ronca, divertida.
—El cortejo de tu padre fue como él, político. —Viendo el asombro en mi rostro, ella dijo—: Quiero decir que estaba en el exilio (¡una vez más!) y se refugió en la casa de mi madre y mi padre. Y ellos tenían una hija casadera, y él estaba ansioso por casarse, tan ansioso que les prometió grandes obsequios si me entregaban, y eso fue lo que hicieron.
—Pero ¿qué pensaste de él cuando le viste por primera vez?
Ella se encogió de hombros.
—Que no era desagradable y que podría soportarle.
—¿Y eso es todo lo que puede buscar una mujer? —pregunté, vacilante y también un poco conmocionada.
—Sí. —Ella me miró con dureza—. Aunque en tu caso, creo que podremos pedir algo más. Conseguir un trato mejor. Y en cuanto a los demás nombres: Cástor recibió su nombre por el animal, y realmente ha crecido muy industrioso, y Polideuces significa «mucho vino dulce». Tu hermano podría beber más vino, si eso sirviera para aligerar su humor.
—Pero ¿y mi nombre? ¡Mi nombre!
Los niños están más interesados en sí mismos. Yo estaba impaciente por oír mi propia historia, la historia especial de mí misma desde antes de lo que podía recordar, un misterio del cual sólo mi madre y mi padre tenían la clave.
—Helena. —Ella inspiró aire con fuerza—. Era difícil elegir tu nombre. Tenía que ser…, tenía que reflejar… —Ella, nerviosamente, empezó a retorcerse un rizo de pelo, un hábito al que volvía en tiempos de incertidumbre o agitación; yo lo sabía muy bien—. Significa muchas cosas. «Luna», porque parecías tocada por la diosa; «antorcha», porque desprendías luz.
—Era un bebé. ¿Cómo podía desprender luz?
—Tu pelo era muy claro, y brillaba como el sol —dijo ella.
—Luna, sol… ¡No puedo ser las dos cosas! ¿Por qué es tan complicado?
—Bueno, tú eres así —dijo ella—. Su luz es distinta, pero es posible ser ambas cosas. Tener atributos de las dos.
—Pero tú también me llamas «polluelo». ¿Qué significa eso? —Yo quería que me lo explicara también, que me explicara todos mis nombres.
—Polluelo es la cría del cisne…, un cisne muy pequeñito, recién salido del huevo.
—Pero ¿por qué te recuerdo a un polluelo? ¡Ni siquiera te gustan los cisnes!
Un día íbamos caminando junto al lago en casa de mis abuelos y una bandada de cisnes se acercó a nosotros. Mi madre se volvió de espaldas a ellos y salió corriendo, y mi padre chilló y les arrojó piedras. Su rostro se había puesto rojo, y chillaba: «¡Apartaos de aquí, monstruos asquerosos!».
—Ah, sí, a mí me gustaban mucho antes —dijo ella—. Eran mis aves favoritas cuando era pequeña, y vivía aquí con mis padres. Salía al lago y les daba de comer. Me gustaba mirarlos flotando en el agua, con sus encantadores cuellos curvados y sus plumas blancas.
—¿Y por qué cambiaste de opinión acerca de ellos?
—Supe más cosas de ellos cuando crecí. El encanto que me inspiraban desapareció. —De repente se inclinó hacia abajo y me cogió las manos entre sus largas y delgadas manos—. No mires algo demasiado de cerca, no te acerques demasiado, porque entonces el encanto desaparece. Eso es lo que diferencia a los niños de los adultos. —Me acarició la mejilla—. Ahora puedes creer en todas las cosas. Más tarde, ya no podrás. —Me dedicó una de sus deslumbrantes sonrisas—. Pero yo los amé en tiempos, y todavía amo el cisne que hay en ti.
—Entonces iré a ver a los cisnes todos los días —dije, tozuda—. Ahora que todavía puedo quererlos, antes de averiguar… lo que te hizo cambiar de opinión.
—Pues ve, corre. Pronto nos iremos de aquí. Tu padre recuperará su trono y volveremos a Esparta. Los cisnes sólo acuden allí raramente. No viven allí, no bajan a tierra a menudo.
¡Ah, qué maravilla poder volver! De vuelta en nuestro palacio maravilloso y grande, arriba en la colina, por encima del valle del río Eurotas, mirando desde lo alto la ciudad de Esparta, en la llanura. Lo echaba tanto de menos. Me encantaba mi habitación, con sus pinturas de pájaros y flores en los muros blancos, y el viejo peral que estaba justo en el exterior de mi ventana. Y todos mis juguetes a salvo en el baúl, donde los había dejado cuando tuvimos que huir tan deprisa.
Por supuesto, nadie se llevaría unos juguetes, pero mi padre estaba más preocupado por comprobar sus almacenes y ver lo que se había saqueado mientras su hermano usurpó su trono y vivió en su palacio. Mi padre había vaciado la sala del tesoro con sus propias manos y había escondido sus artículos, para enterrarlos al pie de las colinas, en las montañas colindantes.
—Pero ¡no puede uno protegerse contra todo! —decía—. Y considero cada teja rota como un ultraje, cada manto robado como una violación. ¡«Él» vivió aquí, se atrevió a invadir mi palacio! —De nuevo tenía la cara roja y mi madre intentaba calmarlo.
—Tíndaro, eso no son más que menudencias. Lo único importante es tu trono, y está aquí. Lo has recuperado.
—¡Mi hermano…, ese cerdo…!
—Tu hermano está muerto —dijo mi madre, cansinamente.
—¡Aun así le odio!
Al oír a escondidas estas cosas, yo me preguntaba cómo un hermano puede perjudicar tanto a otro hermano para que éste sienta esas cosas. Pero ¡ah!, todavía tenía que aprender las cosas infames que un miembro de una familia puede causar a otro. Yo no lo comprendía porque amaba a mis hermanos y a mi hermana, y ellos me amaban a mí, y no veía que las cosas pudieran ser de otra manera.
Mi vida allí estaba llena de sol, de viento y de risas. Corría por todo el palacio, podía tener todo aquello que desease. Cantaba, jugaba y aprendía mis lecciones del amistoso y viejo tutor que trajeron para mí. No me faltaba nada, no deseaba nada que no tuviera al alcance de la mano. Recuerdo aquellos tiempos como los más inocentes y más felices…, si la felicidad consiste en no tener deseos en absoluto, ni preocupaciones, como si vivieras flotando y sin soñar.
Pero, como tenía que ocurrir, un día levanté la vista, cuando mis ojos y mi corazón tuvieron más edad y más capacidad para discernir, y vi la alta muralla que rodeaba nuestro palacio, separándome de todo lo que había detrás. Empecé a pedir que me llevasen afuera, para ver lo que había en las praderas, las montañas y la ciudad. Y me encontré con una negativa rotunda.
—Debes permanecer siempre aquí, dentro de los muros del recinto del palacio —me dijo mi padre con un tono de voz que desaconsejaba la discusión.
Por supuesto, los niños siempre preguntan por qué, pero él no quiso decírmelo.
—Tienes que hacer lo que te diga. —Ésas fueron sus últimas palabras.
Se lo pregunté a mis hermanos, pero ellos pusieron reparos, cosa muy rara en ellos. Cástor, que normalmente era intrépido, dijo que debía respetar los deseos de nuestro padre, y Polideuces afirmó oscuramente que él tenía sus motivos.
¡Cómo detestaba ser la pequeña! ¡Los otros podían ir y venir a su antojo, pero Helena tenía que quedarse siempre dentro, como una prisionera! ¿Nunca me dejarían salir, nunca sería liberada?
Me decidí a exigir que me permitieran salir fuera. Tenían que enseñarme a cazar; tenía que ser capaz de salir a las montañas con un arco, porque era muy embarazoso que ya tuviera siete años y todavía no hubiese sujetado uno siquiera. Me dirigí a los aposentos de mi padre, tras apartar a un lado a los guardias que había a cada lado del mégaron. Me sentía rara empujándolos de aquella manera, teniendo yo una tercera parte de tamaño que ellos, pero yo era una princesa y tenían que obedecerme.
Aquel día, el mégaron (la gran cámara con su hogar abierto y sus columnas pulidas, donde se recibía a los huéspedes importantes) estaba oscuro y vacío. Las cámaras privadas del Rey, separadas de las de la Reina, que estaban escaleras arriba, junto al mégaron, se encontraban a un lado del palacio, al otro lado de las habitaciones de los niños. Aparecieron más guardias a medida que me acercaba a las salas interiores, y yo los fui apartando también.
Oí la voz de mi padre. ¡Estaba allí! ¡Ahora era el momento de hablar con él! Le diría que deseaba muchísimo salir fuera del recinto del palacio. Pero entonces oí mi nombre. Me detuve y escuché.
—Helena —dijo—. ¿Podemos hacerlo?
¿Hacer qué? Noté que mi corazón se detenía y luego se ponía en marcha a toda velocidad.
—Eso implicará que tendrás que reconocerlo. —Era la voz de mi madre—. ¿Serás capaz de hacerlo? Porque ella valdrá mucho más si…
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —ladró mi padre—. Me doy cuenta. —Y ahora notaba el dolor en su voz—. Pero… ¿podemos…, puedes acaso… probarlo sin duda alguna? Querrán pruebas…
—¡Mírala! —La voz de mi madre sonaba triunfante.
—Pero no es nada definitivo, quiero decir, la belleza, sí, pero tú, querida mía, tú eres también muy hermosa…
Oí que ella profería un ruido despreciativo.
—El cabello —dijo ella—. El color del cabello.
¿Qué tenía de raro? No lo entendía.
—Tiene que haber algo más —dijo mi padre—. ¿No tienes nada más?
El silencio me dijo que la respuesta era «no».
—¿Cómo pudiste ser tan idiota? —gritó él entonces—. ¡Tenías que haber pedido «algo»!
—¡Si hubieras tenido una experiencia como ésa, sabrías lo estúpido que es lo que estás diciendo!
—¡Ah, así que soy un estúpido!
Y entonces la cosa siguió por los mismos canales que sus disputas habituales, y supe que ya no podía enterarme de nada más. Entré rápidamente en la habitación e hice mi petición de salir del palacio, ver lo que había fuera. Ambos fruncieron el ceño y se negaron. Mi padre dijo que se debía a que yo era demasiado joven. Mi madre dijo que era porque yo ya tenía allí todo lo que necesitaba.
Fui creciendo. Cumplí los ocho años, luego los nueve. Seguía detrás de la muralla, pero me había acostumbrado a arrastrar un grueso tronco junto a la base del muro y, poniéndome de pie encima, espirar hacia fuera, hacia el valle que yacía a los pies del palacio, en la montaña.
Al cabo del tiempo obtuve una pequeña victoria: persuadí a mis padres de que me dejaran ir con mis hermanos a cazar. Me permitieron ir a los terrenos de caza reales privados en el monte Taigeto, que estaban detrás, adonde no podía pasar ningún extraño.
—Te dejaremos que empieces con liebres —dijo Cástor—. No se pueden volver contra ti, pero corren muy rápido y es un gran reto darles con un arco y una flecha.
Los claros y las cañadas del bosque se convirtieron en mi mundo. Me importaba menos la caza que la persecución de la presa. Me encantaba correr por los bosques. Era ligera de pies, tanto que mis hermanos me llamaban Atalanta, por la mujer a quien nadie podía superar corriendo. En la leyenda, muchos pretendientes compitieron con ella, pero los derrotó a todos; sólo una trampa de Afrodita permitió a un hombre acabar antes que ella.
—Esa Afrodita —había dicho Cástor, metiéndose conmigo en broma por mi rapidez—. Ella hará tu viaje seguro.
—Pero, mi querida hermana, quizás una carrera de pretendientes no sea mala idea —dijo Polideuces—. Seguro que ganarás las primeras vueltas, y así podrás ir posponiendo lo inevitable.
Suspiré, apoyando la espalda en el tronco de un roble y dejando que su corteza se clavase en mi piel. Mi padre había empezado a hablar del matrimonio de Clitemnestra; dijo que pronto sería el momento de casarla. Todos los jóvenes casaderos de las tierras que nos rodeaban, e incluso de lugares tan lejanos como Creta o Rodas, competirían por ella. Porque con la mano de Clitemnestra venía una corona; su marido sería rey de Esparta después de mi padre…, a menos que fuese ya rey por derecho propio, y que se llevase a Clitemnestra a su propio reino.
—En los tiempos antiguos, ¿no tenían que morir los perdedores? —pregunté.
—Ésas son las leyendas —dijo Polideuces—. En realidad, creo que los hombres son mucho más precavidos.
—Entonces, si lo pongo como condición para mi competición…, ¿desanimaría a muchos hombres? —dije, en broma, pero de repente las palabras de la sibila («morirán muchos griegos») volvieron a mi mente—. No, no, no quería decir eso —añadí, rápidamente.
A medida que iba teniendo más habilidad, mis hermanos me dejaban cada vez más sola y no me acompañaban a todas partes. A menudo, cuando iba persiguiendo alguna presa, la dejaba escapar y me quedaba echada entre las verdes hojas de hierba, al pie del elevado monte Taigeto. Había cañadas neblinosas con alfombras de musgo donde el sol se reducía a pálidos rayos que buscaban la tierra. Me encantaba estar allí, donde me sentía en un lugar tan privado que ni siquiera el sol podía penetrar.
Entonces olvidaba las discusiones que cada vez oía más y más cuando llegaba inesperadamente a ver al Rey y la Reina, sus ásperas voces cuando se peleaban. En el bosque, los animales no se burlaban, ni los árboles hacían que me sintiera inquieta. Uno sabía qué animales eran peligrosos, y cuáles era probable que te atacaran. En el bosque no había enemigos secretos.