La habitación número 13

Llegaron a un largo y oscuro pasillo al que daban muchas puertas. Estaban todas cerradas excepto una. Aquella puerta abierta al fondo del pasillo… ¿sería la de la habitación que habían ocupado el Profesor Piepenschnurz y el Doctor Egal?

De repente, Anton tuvo una extraña premonición: como si fuera a descubrir en la habitación de los dos algo muy importante.

Al parecer, sin embargo, la dueña estaba decidida a enseñarle la otra habitación. Sacó un llavero del bolsillo de su bata y abrió la puerta de la habitación número 2. Anton se dio cuenta en seguida de que no había nadie alojado en ella. Sí, el aire olía tan estancado como si no la hubieran usado desde hacía semanas.

—¡Ésta, seguro que no era su habitación! —dijo Anton sin esforzarse por ocultar su decepción.

—¿Su habitación? —repitió la dueña.

—Sí, la del Profesor Piepenschnurz y el Doctor Egal.

—¿Y por qué quieres ver precisamente la habitación del profesor?

—Porque —dijo Anton tosiendo—… Porque el Doctor Gans y él estaban entusiasmados con ella.

—Pero es que la número 13 no está limpia —se opuso ella lanzando una mirada hacia la puerta abierta que había al fondo del pasillo—. Lo único que he hecho hasta ahora ha sido empezar a levantar las camas.

Anton iba a replicar que a él no le importaba nada el desorden…, pero entonces sonó el teléfono.

«¡Eso me viene que ni pintado!», pensó Anton.

Con el corazón palpitante vio cómo la dueña bajaba las escaleras. Cuando la oyó decir: «¡Ah, eres tú, Hermine! Sí, gracias, yo estoy bien, ¿y tú?», supo que durante cinco minutos o más nadie le observaría.

Recorrió el pasillo de puntillas y entró en la habitación número 13. Realmente no tenía un aspecto nada atractivo: había ropa sucia tirada en el suelo y artículos de limpieza por todas partes. Por lo demás, era una sencilla habitación sin baño y sólo tenía un lavabo; una habitación que no parecía ocultar ningún misterio. Todo su mobiliario estaba compuesto por las dos camas, una mesa, dos sillas, una lámpara de pie y un armario oscuro y grande.

Y, sin embargo… Anton tenía la sensación de que iba a encontrar allí una pista, una pista decisiva…

Pero, ¿por dónde debía empezar a buscar?

¿Debajo de las camas? ¿Dentro del armario?

La mirada de Anton fue a parar a la papelera, que estaba llena hasta arriba. Titubeó un momento… y luego, con mucha decisión, vació su contenido sobre la alfombra.

Como Anton había supuesto, allí sólo había periódicos y revistas atrasados que el Profesor Piepenschnurz y Hans Egal habían tirado. Pero entre ellos Anton encontró también un par de hojas escritas a mano. Excitado, leyó las notas escritas a lápiz, pero comprobó con decepción que se trataba de listas de la compra…, de cosas muy banales como pasta de dientes, jabón, paños, loción de afeitar y crema de los zapatos.

Anton apretó los labios. Cuanto más revolvía entre el montón de papeles, más iba teniendo la sensación de que iba por el camino equivocado. Ya estaba pensando en interrumpir la búsqueda… cuando, de repente, encontró un sobre hecho trocitos.

Lo cogió.

—Al Profesor Piepenschnurz —leyó—. Pensión Nebelhorn. Calle de Berlín, número 104.

A Anton casi se le salió el corazón por la boca: una carta, una carta privada que había recibido el profesor… Con mano temblorosa le dio la vuelta al sobre… y estuvo a punto de dejarlo caer del susto: «Geiermeier. Provisionalmente en el Balneario Puente de los Tres Diablos», ponía allí con los mismos garabatos de tinta.

Anton se sintió como si el velo del misterio se hubiera descorrido de un tirón…

Pero antes de que pudiera poner en orden sus ideas oyó los pasos de la dueña por el pasillo. Consiguió en el último segundo guardarse el sobre en el bolsillo del pantalón.

Tímidamente se levantó y dijo:

—Yo…, me he chocado contra la papelera. La dueña miró con cara de enfado el montón de basura que había en el suelo.

—¡¿Se puede saber por qué has entrado en esta habitación?! —le reprendió—. ¡Ya te había dicho que estaba sin arreglar!

—Humm, sí —dijo Anton poniendo cara de contrición.

—¡Y ahora le contarás a tu tía que en la Pensión Nebelhorn está todo manga por hombro! —dijo ella en tono poco amistoso.

—¡Oh, no! —la contradijo Anton—. Le hablaré a mi tía muy bien de su pensión.

—Ya, ya —dijo ella no más amistosa que antes.

—¡Sí! Le informaré de que esto es muy confortable, muy personal y…

Anton se interrumpió porque ya no se le ocurría nada convincente.

—… y muy interesante —completó furiosa la dueña.

—¿Interesante? —se hizo el sorprendido Anton.

La dueña le lanzó una mirada penetrante.

—Tan interesante que tú vienes aquí un domingo por la mañana y te pones a revolver en la papelera.

—Pero yo… —se iba a defender Anton, pero ella le quitó la palabra de la boca:

—¡Yo creo que tú no tienes ninguna tía!

—¿Que yo no tengo ninguna tía? —repitió indignado Anton.

—¡Por lo menos no una tía que quiera alquilar una habitación en mi pensión! ¡Sólo la has utilizado como excusa para husmear en la habitación del profesor!

Anton tragó saliva.

—Ahora me tengo que ir —dijo—. Mis padres… me están esperando para comer.

Echó a correr hacia la puerta dejando a un lado a la dueña.

—¡Alto! —exclamó ella.

Pero Anton ya estaba en el pasillo.

—¡Quieto he dicho! —oyó que gritaba la dueña.

Anton bajó corriendo las escaleras. En la calle montó rápidamente en su bicicleta y, sin volver la vista atrás, salió de allí disparado.