Un castillo sobre pompas de jabón

—¿Y adónde vamos? —preguntó cuando alcanzó a Anna.

Anna sonrió.

—¿Adónde te gustaría ir?

—Podríamos intentar encontrar la furgoneta de color cardenillo —propuso Anton.

—¡Tú y tu furgoneta de color cardenillo! —dijo enojada Anna, y movió sus brazos con tanta fuerza que salió disparada como una flecha hacia arriba.

—¡Anna! —exclamó sobresaltado Anton.

Haciendo un elegante viraje, Anna se puso otra vez a su altura.

—¡Es como para subirse por las nubes! —dijo ella mitad bromeando, mitad quejándose.

—Yo…, te aseguro que no quería ponerte nerviosa —dijo Anton con marcada cautela—, pero es que ahora es completamente evidente que Igno Rante está enfermo.

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que entonces lo que llevaba ayer por la tarde el Doctor Gans en la bolsa de la farmacia era efectivamente para Igno Rante. ¡Y con ello tenemos la prueba de que el Doctor Gans es realmente el ayudante de Igno Rante!

—Bueno, lo de prueba es un poco exagerado, ¿no te parece?

—Tú misma has visto que Igno Rante está enfermo; bastante enfermo, incluso.

—Él dijo que era por los nervios —contestó Anna—. Yo —añadió con una risita—, yo también tengo una sensación muy extraña cuando voy de camino hacia tu casa.

Anton, cortado, tosió.

—¿Y lo del temblor de piernas? Igno Rante apenas podía tenerse en pie.

—Bueno, es que tampoco es ya precisamente un niño —replicó Anna sin preocuparse ni lo más mínimo.

Anton se mordió los labios. Al parecer, dijera lo que dijese, Anna siempre encontraría una explicación para restar importancia a las sospechas que él tenía con respecto a Igno Rante.

Sólo había un camino para sacarla de su indiferencia: ¡si Anton provocaba sus celos!

—Pues a Olga la furgoneta de color cardenillo le parece muy sospechosa —afirmó.

—Ah, ¿sí? —dijo Anna lanzándole una gélida mirada—. ¿Y cuándo te lo ha dicho?

—Ayer —contestó—, cuando estuvo en mi habitación. Yo le hablé del Doctor Gans, de la furgoneta de color cardenillo y de la bolsa de la farmacia.

—¡Qué emocionante! —bufó Anna—. ¿Y por qué has tenido que confiárselo precisamente a esa engreída y aduladora Olga von Seifenschwein?

—¿Que por qué? —preguntó Anton haciendo esfuerzos por permanecer serio—. Porque anoche no viniste… y porque lo que había observado me pareció tan importante que tenía que contárselo a alguien como fuera.

—¡Pero no a Olga! —replicó airada Anna.

—Sea como sea, ella me dio su palabra de honor de que intentaría encontrar la furgoneta verde —dijo Anton…, de una forma bastante osada, pues Olga no había dicho nada parecido.

—¿Su palabra de honor? —preguntó Anna echándose a reír con burla—. ¡Puf! ¡Confiar en Olga es como construir un castillo sobre pompas de jabón! [3]

Anton no pudo evitar una risita, y muy esperanzado preguntó:

—Entonces, ¿nos vamos nosotros a hacer pesquisas sobre la furgoneta verde?

—¿Nosotros? —dijo Anna diciendo que no con la cabeza—. No, será mejor que me ponga a buscar yo sola… Además: ¡todavía tengo una cuenta pendiente con Olga! —añadió.

—¿Una cuenta pendiente? —repitió Anton con un cierto malestar. ¡Y es que él, por lo que se refería a Olga, no había dicho del todo la verdad!

—Efectivamente —se reafirmó Anna—. ¿O acaso crees que voy a dejar, sin hacer absolutamente nada, que Olga se interponga entre tú y yo, que llame a la puerta de tu casa y le haga la pelota a tus padres?…

—Pero si ella ya no quiere saber absolutamente nada de mí… —objetó Anton.

—Sí, pero, ¿cuánto va a durar eso? —replicó Anna—. Seguro que después de la ceremonia de esponsales vuelve a llamar a tu puerta.

—Pues por mí, Olga se puede ir al infierno —declaró Anton.

—Sí, eso estaría bien —le dio la razón Anna—. Bien lejos —añadió.

—Yo…, yo seguro que podría ayudarte a encontrar la furgoneta —intentó otra vez Anton hacerla cambiar de opinión.

Anna entonces sonrió y señaló hacia abajo. Anton reconoció sorprendido la casa en la que él vivía.

—No te preocupes, que si averiguo algo te lo diré —le prometió—. Hasta pronto, Anton.

—Sí, hasta pronto —contestó él, perplejo por aquella repentina despedida.

«¡Y que tengas mucha suerte!», iba a añadir, pero Anna ya había desaparecido.

Durante unos momentos estuvo pensando si debía seguirla. Pero de ninguna manera Anna debía sospechar que él la estaba espiando; así que rechazó su idea inicial. Cuando llegó a su habitación fue cuando se dio cuenta de lo cansado que estaba. A duras penas consiguió ponerse el pijama. Lo de quitarse el maquillaje lo dejó para el día siguiente.