Hemos hecho lo vampirescamente posible

Después de una pequeña pausa, Igno Rante preguntó:

—¿Quieres que diga ahora el refrán en voz alta?

—¿El refrán? —repitió indignada Tía Dorothee—. ¡Por Drácula! ¡Nuestro juramento de esponsales no es ningún refrán! Piensa en los dos últimos versos: «si el juramento rompiera, véngate como una fiera»…

—Sí, si eso era lo que yo quería decir: el juramento —se apresuró a replicar Igno Rante.

—¡Será mejor que empecemos con la ceremonia desde el principio otra vez! —dijo Tía Dorothee.

—¡¿Cómo?! ¡¿Otra vez desde el principio?! ¡Yo ya no puedo sostener la crónica mucho tiempo más! —puso el grito en el cielo Lumpi.

—¡No seas descarado! —repuso duramente Tía Dorothee, y luego susurró—: Ven, mi querido Igno.

Anton siguió con el corazón palpitando cómo los dos ponían su mano izquierda sobre la crónica y cómo Tía Dorothee pronunciaba el juramentó de esponsales muy digna y con la voz engolada.

Con un estremecimiento, Anton se acordó de que aquella vez, en el Valle de la Amargura, cuando fue él quien pronunció el juramento, le ardía la mano… Ahora le tocaba el tumo a Igno Rante. Estaba allí de pie con los hombros caídos y la frente empapada en sudor, haciendo verdaderos esfuerzos por cada palabra que pronunciaba.

«¡Sea como sea —pensó Anton—, no parece un prometido en vísperas de su gran día…, o no: de su gran noche!»

Sin embargo, como siempre, Tía Dorothee estaba profundamente impresionada.

—¡Insuperable, querido mío! —elogió a Igno Rante acariciándole la mano izquierda—. Realmente deberíamos ensayar la colocación de los anillos —dijo luego observando llena de compasión los dedos de Igno—; pero si lo hacemos, lo mismo se te irritan demasiado esas manchas rojizas. ¿No opinas tú lo mismo?

Igno Rante asintió con la cabeza.

—¡Y además…, ¿qué es lo que puede salir mal?! —añadió ella—. En cuanto los dos hayamos pronunciado el juramento de los esponsales me tiendes tu mano izquierda y yo te pondré el anillo de oro en el dedo corazón; acuérdate bien: en el dedo corazón, pues es el más largo y el más fuerte.

Y a continuación tú haces conmigo exactamente lo mismo. ¿Verdad que no es muy difícil?

—No —contestó Igno Rante.

—¡Bien! ¡Muy bien!

Tía Dorothee suspiró y le volvió a soltar la mano.

—Pues con esto ya hemos hecho lo vampirescamente posible para que nuestros esponsales sean un éxito, mi querido Igno.

En ese momento, Lumpi cerró con un estampido la grande y pesada crónica. El estampido fue tan fuerte que hasta Anton, que estaba fuera ante la ventana del sótano, se asustó y dio un respingo.

—¡Bruto! ¡Pillastre! —le reprendió con furia Tía Dorothee—. Ahora me has echado a perder el vestido.

—¿Te lo he echado a perder? —dijo incrédulo Lumpi.

—¡Y de qué manera! ¡Este polvo centenario se pega a todas las fibras!

—Pero, tiíta —dijo Lumpi con una suavidad antinatural—. Si no lo he hecho a propósito. Han sido mis fuerzas, que me sobran, créeme.

—¿Y cómo voy a tener limpio el vestido para mañana por la noche? —preguntó de mal humor Tía Dorothee.

Lumpi se rio irónicamente.

—Muy sencillo. Pídele a Anna que te lo cepille. Estoy segurísimo de que en su ataúd tiene un cepillo de ropa, ji, ji.

—¡Excelente idea! —dijo Tía Dorothee—. Y de paso, Anna también te puede cepillar tu traje —le dijo a Igno Rante.

Se volvió hacia la ventana y exclamó:

—¡Anna!

—¡Ja, que os lo habéis creído! —bufó Anna—. Yo no soy vuestra criada.

Ya antes de que la conversación del sótano hubiera recaído sobre ella, se había levantado sin hacer ruido y se había acercado a Anton sigilosamente.

—¡Anna! —gritó Tía Dorothee, ahora más fuerte—. ¿Dónde estás? Tenemos que hablar contigo.

—Vámonos volando —le dijo Anna susurrando a Anton.

Ella anduvo un par de pasos y luego extendió los brazos, y más ligera que un pájaro se elevó en el aire.

Anton la siguió lo más deprisa que pudo.