Tuvo ante sus ojos un cuadro curiosísimo. Anton esperaba ver a Tía Dorothee, a Igno Rante y a Lumpi muy atareados yendo de un lado para otro. O sea, exactamente como se imagina uno que es un ensayo general.
En lugar de ello, en la habitación iluminada por numerosas velas vio una escena que parecía completamente paralizada: Igno Rante estaba sentado en la cabecera de su gran ataúd marrón. No, sentado no, estaba echado. Anton advirtió asombrado que Igno Rante tenía gotas de sudor en la frente.
Tía Dorothee estaba de pie junto al ataúd. Llevaba un vestido sin mangas de una tela negra brillante, largos guantes negros, varios collares de oro, un brazalete de oro y, en su pelo, artísticamente peinado, una diadema de oro.
El gesto de insatisfacción con el que observaba a su futuro esposo no encajaba, sin embargo, con su festiva indumentaria de boda.
Ella entonces miró hacia Lumpi, que había tomado asiento en el escritorio de Igno Rante.
Ella dijo algo y Lumpi se levantó lentamente. Bostezó un par de veces y luego —Anton, instintivamente, echó la cabeza hacia atrás— cruzó la habitación del sótano a cámara lenta y abrió la ventana de la derecha.
Volvió a bostezar, con los ojos cerrados; así que no se dio cuenta de cómo Olga y Rüdiger se apartaban de allí a toda prisa.
Inmediatamente después, Anton oyó cómo Lumpi, con voz monótona, anunciaba:
—Aire fresco. Aire fresco para el señor Rante.
—¡Espero que sirva de algo! —dijo Tía Dorothee.
Efectivamente, allí abajo, en el sótano, parecía que faltaba aire, porque la nube de «perfume» que salió por la ventana casi le provocó un ataque de tos a Anton. Era una mezcla indescriptible de perfume de lirios del valle, huevos podridos, barritas aromáticas y moho.
¿Se habría desmayado Igno Rante con aquel olor? Tía Dorothee y Lumpi, sin embargo, daban la impresión de estar completamente normales. Pero ya se sabe que los vampiros tienen un concepto diferente de qué es lo que huele bien y qué es lo que huele mal. De todas formas, por lo que Anton sabía, Igno Rante era el primer vampiro que había perdido el sentido a causa del mal olor.
—¿Es el corazón? —preguntó Tía Dorothee con voz compasiva.
—¿El corazón? —repitió Igno Rante sacando del bolsillo de fuera de su traje negro un pañuelo de color lila y secándose la frente—. Hummm, sí, podría ser. Esta noche me late como loco.
Tía Dorothee se acercó más al ataúd.
—¿O es que has cogido frío? ¿Quieres que Lumpi vuelva a cerrar la ventana?
—¿La ventana? ¡No, no, eso sí que no! —contestó apresuradamente Igno Rante—. El…, el aire fresco me hace muchísimo bien.
«¡Afortunadamente!», pensó Anton, pues de lo contrario no habría podido entender casi nada de lo que decían allí en el sótano.
—¿Quieres que mire a ver si tienes fiebre? —se ofreció Tía Dorothee.
—¿Fiebre? —dijo Igno Rante dando un respingo y visiblemente espantado—. ¡Oh, no! —exclamó—. Eso está completamente descartado. Seguro que no tengo fiebre; es completamente imposible. Y, además, deberíamos continuar. De veras, mi querida Dorothee, ya me siento mucho mejor. Ese breve descanso ha hecho milagros.
—¿De verdad? —dijo Tía Dorothee dudándolo.
—¡Verdaderos milagros! —se reafirmó Igno Rante levantándose del ataúd con piernas temblorosas.
Tía Dorothee le ayudó a levantarse.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, muy bien —afirmó Igno Rante.
Anton se inclinó para no perderse absolutamente nada… y entonces, de repente, Tía Dorothee volvió la cabeza y miró hacia la ventana, justo hacia donde estaba él. Anton se quedó paralizado del susto. Tenía la sensación de que hasta la sangre se le había helado en las venas.
—Ah, eres tú —oyó que decía la voz de Tía Dorothee.
Lo único raro fue que sus palabras no sonaron nada excitadas ni sanguinarias; sonaron más bien como si fueran una mera constatación…
Hasta que Anna no contestó que sí, que era ella, Anton no comprendió que el interés de Tía Dorothee no se centraba para nada en él, sino en Anna, la espectadora autorizada.
—¿Lo ves bien? —preguntó Tía Dorothee.
—Sí —confirmó Anna.
—¡Presta mucha atención y apréndetelo todo muy bien! —la instó Tía Dorothee.
—Estaré muy atenta —aseguró Anna.
—Lumpi debería tomar ejemplo de ti —observó furiosa Tía Dorothee señalando a Lumpi, que parecía estar dormido de pie—. ¡Como no se esfuerce tendréis que cambiaros!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Anna.
—Muy sencillo: que tú te vendrás aquí abajo y Lumpi se irá fuera a vigilar.
—¡Oh, no! —balbuceó Anton…, pero en voz tan baja que seguro que Tía Dorothee no le oyó.
—Lo único que tienes que hacer es que se anime, Tía Dorothee —replicó Anna—. Cuéntale que Jörg el Colérico le tiene preparada una sorpresa para él; una nueva manta guateada, por ejemplo… ¡Eso le pondrá en marcha!
De repente Lumpi se despertó totalmente.
—¡Ja, no son más que mentiras! —tronó—. ¡Yo no me dejo engañar así! ¡Sé muy bien que Jörg el Colérico se ha ido volando a Ámsterdam!
Anna soltó una risita.
—¿Ves cómo es fácil conseguir que te animes?
Lumpi resopló furioso y le enseñó los puños a Anna.
—¡Se acabó ya! —dijo enérgicamente Tía Dorothee—. Vamos a seguir de una vez.
Y dirigiéndose a Igno Rante, susurró:
—¿No es verdad, querido mío, que deberíamos continuar?
—Sí, querida mía —convino Igno Rante con voz opaca.
—¡Pues entonces venga! —exclamó Tía Dorothee.
Se irguió y llevando a Igno Rante a remolque abandonó la habitación del sótano.