Espectadora autorizada…, y encima de gorra

—¡Por fin has visto con tus propios ojos qué alimaña es Olga von Seifenschwein! —dijo furibunda Anna—. Lo que me gustaría saber es qué se esconde detrás de ese cambio suyo tan extraño.

—¿Te refieres a que Olga sea de repente tan simpática con Rüdiger?

—No. ¡Lo que me asombra es lo mal que te trata de repente a ti!

—Bah, eso… —dijo Anton con una tosecilla—. Es que aún no te lo había dicho… Ayer por la noche estuvo en mi casa.

—¿En tu casa? ¿Otra vez? —exclamó indignada Anna.

—Sí. Incluso llamó al timbre de la puerta. Mis padres la abrieron y me estuvo esperando en mi habitación.

—¿Y qué era lo que quería de ti?

—Invitarme. Invitarme a que el domingo la acompañara a la ceremonia de esponsales.

—¡No! —se le escapó a Anna.

—Sí —dijo Anton.

—¿Y entonces?

—Yo rechacé la invitación, naturalmente.

—¿Rechazaste la invitación?

—Si no ibas a estar en la ceremonia está claro que yo tampoco iba a ir —contestó él… bastante pomposo según le pareció. Anna, sin embargo, suspiró conmovida.

—¡Segurísimo que Olga no contaba con una negativa! —dijo ella.

—Se puso completamente pálida —la informó Anton—. Y entonces se largó de allí volando sin más.

Anna soltó una risita y dijo:

—Ahora ya entiendo por qué te ha tratado tan miserablemente esta noche: ¡porque sigue estando terriblemente decepcionada y furiosa!

—Pues a mí eso me trae sin cuidado —aseguró Anton.

Y enlazando con las anteriores palabras de Olga, cuando se había metido con él, añadió:

—Por mí puede tratarme aún más miserablemente si quiere. ¡No me importa ni un pimiento! ¡Ni un pimiento con lacito!

No le quedó más remedio que reírse.

—Te agradezco enormemente que no quisieras ir con Olga a la fiesta de Tía Dorothee —dijo con ternura Anna—. Me habría ofendido muchísimo. ¡Eres verdaderamente un amigo, un auténtico amigo!

Anton se puso colorado.

—¿Por qué no vamos a ver por dónde van ya Tía Dorothee e Igno Rante con el juramento y los anillos? —preguntó.

—Sí, deberíamos darnos prisa —le dio la razón Anna—. Quizá no hayan empezado todavía por algún motivo.

Ella fue delante y Anton la siguió. Pasaron por delante de la claraboya por la que entró él en Villa Vistaclara la primera vez; pasaron por delante de la quebradiza escalera y la puerta del sótano, cuyo fuerte candado brillaba atractivamente a la luz de la luna, y pasaron por delante de las ventanas que daban al jardín, condenadas por tablones cuidadosamente clavados.

Anna se movía sin hacer absolutamente ningún ruido y Anton hacía todo lo posible por imitarla, aunque allí, en la fachada trasera de Villa Vistaclara, no se viera ni se oyera a nadie. En la parte derecha de la villa había, sin embargo, otras dos ventanas aseguradas con fuertes barrotes de hierro que daban al sótano. Anton se acordaba muy bien de eso. Era de suponer que aquellas serían las ventanas que Tía Dorothee había limpiado ex profeso para Anna…

Y efectivamente: cuando doblaron la esquina de la casa, Anton vio un resplandor procedente de las ventanas a ras del suelo que iluminaba fantasmagóricamente los viejos y nudosos árboles de jardín.

Fue entonces cuando Anton vio las dos figuras completamente envueltas en sus capas, agachadas a algunos pasos de distancia de la ventana delantera (según desde donde miraba él). Eran Olga, cuyo lazo sobresalía por debajo de la negra tela, y, detrás de ella, el pequeño vampiro. Probablemente desde esa distancia podían ver justo lo que pasaba dentro del sótano sin temor a ser descubiertos por Tía Dorothee, Igno Rante y Lumpi.

—¡Por lo menos no están bloqueando nuestra ventana! —siseó Anna.

—¿Nuestra?

—Sí, junto a la otra ventana está el matorral tras el que te tienes que esconder. ¡Ven, vamos a hacer como si para nosotros no estuvieran!

Anna dio un rodeo a Rüdiger y a Olga y luego se sentó delante de la segunda ventana, pegada directamente a los barrotes de hierro. Pero ella no tenía por qué tener miedo de que la vieran. Todo lo contrario: ¡ella era una espectadora autorizada… y encima de gorra!

Anton se echó aún más hacia la frente la capa de vampiro y se acercó de puntillas al matorral. Lo único que rogaba era que la crema para bebés no brillara en la oscuridad…

Afortunadamente, el matorral era tupido y Anton pudo sentirse hasta cierto punto seguro. Se agachó y se puso a observar el interior del sótano.