—¡Segurísimo que no! —contestó entonces una voz chillona.
La voz procedía del alto seto que separaba el lado izquierdo del descuidado jardín de Villa Vistaclara de la finca vecina. Presintiendo lo peor, Anton miró hacia allí… y, efectivamente, vio a Olga saliendo del seto seguida por el pequeño vampiro.
Por debajo de la capa de Olga asomaba la blanca puntilla y sobre sus cabellos rubio platino se bamboleaba el inevitable lazo, que esta vez era de color rosa claro.
—¡No te vayas a creer, Anna! —dijo despreciativa Olga, que, con la cabeza muy erguida, se dirigió muy ufana hacia Anna dejando de lado a Anton—. A Anton Bohnsack te lo puedes quedar para ti. ¡A mí no me gusta ni un pimiento!
Y con voz empalagosa, añadió:
—¡A mí me gustan los chicos fuertes y valientes!… ¡Como Rüdiger!
—¿De verdad? —dijo Anna riéndose con burla—. La opinión que antes tenías de él era totalmente distinta.
—Bueno, ¿y qué? —dijo el pequeño vampiro—. Es que yo antes era un cobarde y un mediocre.
—Vámonos, Rüdiger —susurró Olga— antes de que tu hermana pequeña con su nene de biberón nos tape la vista.
—Supongo que no iréis a mirar el ensayo de los esponsales de Tía Dorothee e Igno Rante, ¿no? —preguntó alarmada Anna.
—Oh, sí, eso es justo lo que vamos a hacer —repuso fríamente Olga.
—Pero… —objetó Anna (y se pudo oír su jadeo)—. ¡Me han encargado de que cuide de que nadie les observe!
—Ah, ¿sí? —dijo Olga señalando con una inclinación de cabeza a Anton—. ¿Y el vampiro de carnaval ése sí le puedes dejar mirar?
A pesar de la oscuridad, Anton pudo ver que Anna se había puesto colorada.
—Venga, Rüdiger —ordenó Olga—, vamos a buscarnos una ventana. ¡Olga, la señorita Von Seifenschwein, sólo se merece el mejor sitio! ¡Ja!
A Anton le hubiera gustado contestarle algo fuerte, pero se limitó a cerrar los puños furioso. ¡Seguramente no sería muy aconsejable pelearse ahora con Olga!
El pequeño vampiro se quedó parado frente a Anton y con una risa burlona y conspiradora dijo:
—Te has quedado de una pieza, ¿eh? Pero yo siempre he sabido que mi Olga iba a regresar… ¡y que entonces me vería con otros ojos!
—Vale, vale, y ahora ven ya de una vez —contestó bruscamente Olga—. ¿O acaso quieres que me pierda todo el ensayo general de los esponsales?
Las últimas palabras las lanzó casi como si fueran una amenaza.
—¡Por supuesto que no! —aseguró rápidamente el pequeño vampiro.
—¡¿Qué?! ¡¿Lo ves?! —dijo Olga con una risita.
Y dirigiéndose a Anna observó:
—¡Si tú supieras lo que me ha insistido Rüdiger para que viniéramos aquí esta noche!
—¿De veras? —preguntó Anna, que no parecía muy convencida.
—¡Insistir es poco! —exclamó Olga, que de repente ya no parecía tener ninguna prisa.
Se echó hacia atrás su capa de vampiro, de tal forma que se le vio el típico vestido rojo con su blanquísimo delantal, y entonces suspiró:
—Me ha rogado de rodillas que yo viera cómo pronunciaba Igno Rante su juramento y cómo le ponía el anillo Tía Dorothee.
El pequeño vampiro tosió apocado y dijo:
—¿De rodillas? Bueno, ahora estás exagerando un poco. Y, además…, yo creo que eso a Anna y a Anton no les incumbe.
—Es verdad —dijo con voz aflautada Olga—, eso a tu hermana pequeña y a Anton Erbsensack[2] realmente no les incumbe. Pero…, es que de pronto me han entrado ganas de contárselo.
Con la punta de los dedos se puso tieso el lazo.
—Mi pobre, querida y santa madre, Thusnelda von Seifenschwein-Thunichtguth, siempre decía: Olga, palomita mía, qué parlanchina eres.
—¿Olga palomita mía? —repitió Anna—. ¡Eso es un insulto para cualquier paloma decente!
—¿Qué es lo que estás diciendo? —bramó el pequeño vampiro—. ¿Quieres insultar a Olga?
—Sólo he dicho lo que pienso —replicó Anna—. Y eso no puede prohibírmelo nadie.
—Déjala —dijo Olga con fingida indiferencia—. Sólo lo dice porque tiene envidia.
—¿Envidia? ¿Y de qué iba yo a tener envidia, dime? —preguntó incisiva Anna.
—Por ejemplo, de Rüdiger —contestó Olga cogiéndole del brazo al pequeño vampiro—. Mi novio no tiene que pintarse la cara de una forma tan estúpida como el tuyo. Y además: mi novio siempre tiene tiempo para mí, siempre y por siempre jamás. ¿Verdad que sí, Rüdiger?
—¡Sí, siempre y por siempre jamás! —confirmó solemnemente el pequeño vampiro.
—¿Has oído, Anna? —dijo Olga en tono triunfal—. Tú eso no puedes ni soñarlo con tu ridículo Anton, que tiene que estar todos los días en la cama a las nueve de la noche. Rüdiger y yo, por el contrario, somos libres… Somos libres y sin compromiso.
—¿Sin compromiso? —preguntó Anton riéndose secamente. Estaba pensando en Hugo el Peludo. Olga se había ido con él, volando desde Viena hasta allí, y seguro que el pequeño vampiro aún no sabía nada de su existencia.
—¡Efectivamente! —reafirmó Olga—. Nosotros podemos estar juntos siempre que queramos.
—¿Siempre que queráis? Entonces me parece que va a ser muy pocas veces —repuso Anton.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó enronquecido el pequeño vampiro.
—Bueno… —dijo Anton riéndose burlón—, por lo que yo conozco a Olga, ella no va a querer muy a menudo.
—¡Bah! —exclamó furiosa Olga—. Tú no me conoces ni lo más mínimo… ¡Tallo de judías! Sacudió al pequeño vampiro y bufó: —¡Vamos, Rüdiger, en marcha! ¡Ya hemos perdido bastante el tiempo!
—Sí, vámonos —contestó taciturno el pequeño vampiro.
Sin decir ni una sola palabra ni dirigirle la mirada a Anton, desapareció por el oscuro camino del brazo de Olga.