El hombre de la bolsa

Después de comer llamó por teléfono a Ole y quedó con él para ir a montar en bicicleta.

A la madre de Anton le pareció digno de elogio que él quisiera salir y hacer deporte ahora que —como ella decía— la enfermedad de él ya no era contagiosa.

—¡Pero deberás estar aquí de vuelta antes de que oscurezca! —le advirtió ella al despedirse.

—Claro —contestó él.

Anton, efectivamente, estuvo montando en bicicleta con Ole, pero sólo hasta las sillas y los bancos del parque municipal. Allí jugaron a las cartas hasta que Anton propuso que echaran una carrera.

Ole, que siempre estaba ansioso por ganar, salió de allí disparado. Pero Anton, que ni por un solo segundo tuvo la intención de seguirle, se metió por un camino lateral y se marchó de allí pedaleando rápidamente.

Anton se apeó en la Avenida de los Castaños. Cruzó el Camino de los Alisos y llegó a la Calle del Campo de Deportes.

Bajo el espeso techo de las hojas de los árboles caminó empujando lentamente a su lado la bicicleta.

Exactamente igual que la vez anterior, Anton sintió que de las ruinosas casas emanaba algo sombrío y repulsivo. Allí realmente no podía sentirse uno bien. ¡Ni siquiera a plena luz del sol!

La penúltima casa que había en la acera de la derecha era Villa Vistaclara. Ya desde lejos a Anton le dio un escalofrío al ver los negros muros y los gruesos tablones que cegaban las ventanas y la puerta de la villa. Sin embargo, no encontró la furgoneta de color cardenillo…, ni delante de la villa ni en la acera de enfrente. De repente oyó el ruido de un motor.

Apoyó apresuradamente su bicicleta en el grueso tronco de un árbol y miró hacia el sitio de donde procedía el ruido. Tuvo una agradable sorpresa al ver que desde el Camino de los Alisos giraba y entraba en la Calle del Campo de Deportes una furgoneta de color verde chillón.

Se apretó contra el tronco del árbol. El coche pasó a su lado sin que pareciera que la persona que conducía hubiera visto a Anton. Entonces la furgoneta verde se detuvo delante de Villa Vistaclara y se bajó un hombre. Era llamativamente alto y delgado. ¡Por la descripción del ebanista de ataúdes tenía que tratarse del Doctor Gans! Iba vestido con unos pantalones oscuros y una chaqueta gris.

A Anton le sorprendió el aspecto tan normal que tenía… ¡No parecía en absoluto el hombre de confianza de un vampiro! Por lo menos no se parecía absolutamente nada al horrendo ayudante de El Baile de los Vampiros.

El Doctor Gans se quedó parado en la acera y miró a izquierda y derecha. Anton se escondió aún más tras el nudoso árbol. Comprobó aliviado que su bicicleta no había despertado ninguna sospecha, ya que el Doctor Gans se encaminaba muy decidido hacia la puerta del jardín.

Anton se dio cuenta entonces de que llevaba en la mano una bolsa de plástico con una gruesa y llamativa cruz roja.

¡Qué extraño!… ¡También en una bolsa como aquella iban los polvos contra los picores que la madre de Anton había comprado en la farmacia!

Anton se rascó la cabeza reflexionando.

Aquella bolsa… ¿Querría decir que el Doctor Gans había estado en una farmacia?

Y si eso era cierto…, ¿sería que Igno Rante estaba enfermo? Eso —pensó Anton— no era nada descabellado. La vampiresca fiesta de esponsales imponía mucho, sin duda, ¡y a lo mejor, por pura excitación, Igno Rante tenía problemas con el corazón!

El Doctor Gans había llegado a Villa Vistaclara. Como Anton había supuesto, no fue hacia la puerta, sino hacia la izquierda, rodeando la casa, hasta donde estaba la entrada al sótano.