La noche siguiente llamaron muy temprano a su ventana. Al abrir, Anton vio la cara de Anna, blanca como la nieve. Llevaba el pelo salvajemente tieso hacia arriba y parecía que estaba muy excitada.
—¡Qué desvergüenza! —protestó mientras entraba en la habitación—. ¡Si supieras lo furiosa que estoy!
Anton advirtió que esta vez no la envolvía el aroma dulzón a rosas. Se quedó de pie delante de Anton agitando sus pequeños puños con gesto furibundo. Anton, que durante las últimas semanas había visto siempre una Anna amable y cariñosa, se echó hacia atrás asustado.
—¿Y… y por qué estás tan furiosa? —preguntó.
—¿Que por qué? —dijo ella echándose a reír y retirándose de sus melenas—. ¿De verdad que no lo sabes?
Anton vaciló. No quería de ninguna manera ponerla más furiosa con una respuesta precipitada. Suponía que la furia de Anna tenía algo que ver con la decisión del Consejo de los Mayores, ¡pero con lo excitada que estaba lo mismo malinterpretaba cualquier palabra bienintencionada!
Desviando la atención, Anton preguntó:
—¿También estás furiosa conmigo?
Por primera vez Anna sonrió. Anton respiró aliviado.
—¡No, tú eres el único con el que no estoy furiosa! —dijo ella.
—¿Con quién estás furiosa entonces?
—Con toda mi familia —contestó ella sombría—. Pero con quien más furiosa estoy es con mi abuelo, Wilhelm el Tétrico. ¡Cambia de capa de vampiro según sopla el viento!
—¿Te refieres a que en el Consejo de los Mayores ha dicho otra cosa diferente a lo que dijo en el Consejo de Familia?
—Ah, ya lo sabes.
—Sí, Rüdiger me lo contó ayer.
—En el Consejo de Familia mi abuelo no tuvo absolutamente nada en contra de que yo emprendiera investigaciones adicionales —dijo enfadada Anna—, pero luego, en el Consejo de los Mayores, afirmó que yo era demasiado pequeña para esa misión. ¡Bah, qué disparate!
Miró a Anton con los ojos muy abiertos y le preguntó:
—¿Tú también crees que soy pequeña?
Anton meditó lo que iba a decir.
—Pequeña sí que eres —dijo—. Pero no eres demasiado pequeña…, por lo menos para mí no lo eres —dijo carraspeando tímidamente.
Anna le miró con una tierna sonrisa.
—¡Hay que ver cómo lo has dicho, Anton! ¡Somos buenos amigos de verdad y cada vez estamos un poquito más cerca el uno del otro!
Aunque cuando lo dijo se quedó quieta y muy tranquila, Anton se apartó instintivamente, ¡y es que sabía a lo que se refería Anna con lo de «acercarse»!
Anna frunció el ceño.
—¿Es que acaso me tienes miedo? —preguntó.
—No —aseguró Anton—. Yo —dijo señalando el blanco papel pintado—, yo sólo quería quitarme de en medio para que vieras que los dibujos de soles ya no están puestos en la pared.
—Ah… —se relajaron los rasgos de Anna—. ¡Has hecho desaparecer esos horrendos dibujos! —dijo ella con una risita y haciendo un ademán como si fuera a encender una cerilla.
—No, no ha sido como tú crees —dijo Anton—. Rüdiger se los ha llevado otra vez.
—Espero que no sea tan tonto como para colocarlos en la cripta… —opinó Anna—. ¿Están tus padres aquí? —preguntó después de una pausa.
—Mi padre está en la sala de estar viendo la televisión —explicó Anton—. Mi madre tiene día de padres.
—¿Día de padres? ¿Qué es eso?
—Pues que se reúnen los padres con la profesora o con el profesor y hablan de todas las cosas que pueda uno imaginarse: qué se puede hacer contra el hastío de colegio, cuánto debe pesar la cartera, cuántos deberes tienen que hacer los niños… ¡Pues eso, educación moderna!
—¿Educación moderna? —repitió Anna—. Oh, a una reunión de esas deberían ir mis padres.
Con una risa furiosa añadió:
—Pero sería mejor todavía una reunión de abuelos…, para abuelos caducos que no tienen ni idea de los tiempos modernos. ¡Las chicas vampiro de hoy en día ya no son tan tímidas y desvalidas como mi abuelo se cree! Y por eso —añadió— me he propuesto hacer algo esta noche, ¡algo propio de una moderna chica vampiro!
—¿El qué? —preguntó con curiosidad Anton.
—He pensado que tú y yo podíamos ir a una discoteca.
—¿Tú y yo?
—¿Es que no quieres?
—Sí, claro que sí —balbuceó Anton—, sólo que… hoy es jueves ¡y los jueves están todas las discotecas cerradas!
—¿Cerradas? —dijo decepcionada Anna—. ¡Oh, entonces ya sé: iremos al cine! —exclamó inmediatamente después.
—¿Al cine? —preguntó Anton mirando su despertador—. ¡La sesión ha empezado hace ya mucho!
—Entonces iremos a la sesión de noche —exclamó Anna.
Anton puso una cara compungida.
—Desgraciadamente, sólo hay sesiones de noche los fines de semana.
Anna miró hacia la puerta.
—¿Y en la televisión? —preguntó con tono exigente—. ¿No pondrán por lo menos algo razonable como, por ejemplo, una bonita película de vampiros?
—No, ponen una película popular —contestó Anton—, y no es precisamente muy bonita.
—¡Bah! —dijo Anna apretando fuertemente los labios—. ¡Y yo que me había jurado a mí misma que iba a ser una noche muy especial después de la decepción del Consejo de los Mayores!
Se dio la vuelta hacia la ventana dándole la espalda a Anton, que observó preocupado su pequeña figura… y sus estrechos hombros contrayéndose convulsivamente de vez en cuando bajo la vieja y raída capa. ¿Estaría Anna… llorando?