—Ahora, sin embargo, deberíamos empezar ya de una vez a ocuparnos de la inauguración de la exposición —gruñó el pequeño vampiro—, porque si no nos va a amanecer aquí.
—Bueno, eso a ti no te importaría, ¿no? —observó astutamente Anton—. Con tu éxito con el señor Schwartenfeger…
Anton había dicho aquello con la intención de obligar al pequeño vampiro a que le revelara hasta dónde había llegado realmente. Sus insinuaciones parecieron dar en el clavo.
El pequeño vampiro bufó:
—Éxito, éxito… El éxito no es todo lo que cuenta.
—¡Cómo! —dijo Anton sorprendido—. ¿Es que el programa no ha salido bien?
—¡Pues claro que ha salido bien! —replicó con aspereza el pequeño vampiro—. Lo que pasa es que en estos momentos estoy haciendo un descanso productivo.
—¿Un descanso productivo?
—¡Efectivamente! Al fin y al cabo, tampoco Roma se edificó en una noche.
El pequeño vampiro se rio desgañitándose. Cuando vio la cara de perplejidad de Anton, añadió fanfarroneando:
—Porque primero quiero esperar a ver qué efecto producen en Olga los progresos que he hecho hasta ahora. Podría ser que mis cuadros de soles, mi chándal amarillo, el reloj de música, las gafas de sol, la cinta de la frente, mi libro La Bella y el Vampiro, pero, sobre todo, la confianza en mí mismo que he alcanzado, mis fortalecidos nervios… Podría ser que todo eso sea ya suficiente para convencer a Olga de que durante su ausencia me he convertido en una persona completamente distinta.
—¿En una persona completamente distinta? —dijo Anton, y para sí añadió: «¡Ojalá!».
—¡Sí, señor! —aseveró el pequeño vampiro—. ¿O me llamarías tú mediocre y cobarde habiendo tenido el valor, siendo un vampiro, de ponerme en tratamiento con un ser humano?
—¡Lo que me parece más valiente es que siempre te estés apropiando de mis cosas! —repuso Anton rechinando los dientes.
—¿Qué cosas?
Bueno; pues, por ejemplo, La Bella y el Vampiro. Me quitaste el libro así, sin más ni más.
Y el chándal…, también me lo tienes que devolver, aunque lo hayas cortado; aunque sólo sea por mis padres.
—No te preocupes, que recuperarás todo… alguna vez —bufó el pequeño vampiro—. Pero mil veces más importante que tus ridículas cosas es Olga… y que ella corrija la opinión negativa que tiene de mí —siguió diciendo en tono ensoñador—. Seguro que ya no volverá a decir que soy cobarde y mediocre.
Sus ojos habían cobrado una expresión ausente y transfigurada que Anton conocía muy bien: ¡era el estadio avanzado de su ceguera de amor!
—Y el señor Schwartenfeger —preguntó—, ¿qué opina de tu descanso productivo?
—¿Quién, el Warzenpfleger ése? Bah, aún no sabe absolutamente nada. ¡Pero ahora realmente ya va siendo hora de que pensemos en la inauguración de la exposición! Lo primero que tenemos que aclarar es lo de la música.
El pequeño vampiro miró toda la habitación con ojos críticos…, como si fuera la primera vez que estuviera allí.
—A Olga le encanta la música, pero con este cacharro… —dijo señalando la pequeña radio que Anton tenía al lado de la cama—. De esta carraca seguro que lo único que sale es música ratonera totalmente deformada. Y eso heriría la delicadeza musical de Olga. No, lo que necesitamos es un tocadiscos bueno de verdad y discos con fuerza.
—¿Discos con fuerza? —dijo burlón Anton. ¡Se acordaba muy bien de cómo se había entusiasmado Olga durante la Noche Transilvana con el disco de las «alegres golondrinas campestres» de Pequeño-Oldenbüttel!
—Efectivamente… ¡Con una fuerza de mil demonios! —exclamó con una risita irónica el pequeño vampiro dándole a Anton un codazo en el costado que le dolió mucho—. ¡Lo mejor es que para la fiesta de la inauguración te traigas el tocadiscos de la sala de estar!
—Sí, eso es lo que tú quisieras —gruñó Anton.
—¿O preferirías que hiciéramos la fiesta en la sala de estar? —preguntó el pequeño vampiro con una suavidad inusitada.
—¡Preferiría que no hiciéramos ninguna fiesta! —repuso Anton.
—¡Claro, tú sí! —se rio el vampiro con un graznido—. Pero en este caso tú sólo eres uno de tres.
—¡Sí, pero casualmente la habitación es mía! —dijo Anton.
—¿Quiere eso decir que no quieres que se celebre en tu casa la inauguración de la exposición? —preguntó amenazante el pequeño vampiro—. ¿Quiere eso decir que te has vuelto objetor de fiestas?
Anton asintió con la cabeza. Intentó mantener la calma mientras el corazón, le latía tan fuerte que parecía que se le iba a salir por la boca.
—¡Sí! —dijo.
—¡Eso es una guarrada! —bufó el pequeño vampiro—. ¡Eso es una guarrada que no se le hace a un amigo!
Se fue corriendo a la pared y empezó a quitar con una prisa febril las chinchetas con las que Anton había sujetado los dibujos al papel pintado.
—¡Te acordarás de esto, Anton Bohnsack! —dijo con la voz temblándole de ira.
—¿No quieres que te ayude? —preguntó cautelosamente Anton.
En parte se estaba arrepintiendo ya de haberse opuesto. A lo mejor, a pesar de todo, la inauguración de la exposición no resultaba tan mal…
—Bueno, quizá podría pensármelo mejor —dijo haciendo un intento de reconciliación.
—¡Demasiado tarde! —declaró el pequeño vampiro con voz de ultratumba. Había quitado ya el último dibujo e hizo desaparecer el montón bajo su capa.
Luego se marchó hacia la ventana cargando el paso y sin dignarse a dirigir ni una sola mirada a Anton. Dando un potente salto se subió al poyete de la ventana y se marchó volando de allí sin decir adiós.