La vida de un ebanista de ataúdes

—Pero por lo que se refiere a tu pregunta de antes —siguió diciendo—, me estoy acordando de otra anécdota para tu exposición. ¡Una anécdota muy propia de la vida de un ebanista de ataúdes!

—¿De un cliente que estaba pálido y olía muy raro? —preguntó Anton costándole mucho reprimir su nerviosismo.

—Pálido sí que estaba —le confirmó Johann Holzrock—, pero no me pareció que oliera raro. Claro que con los olores a pintura y a cola que hay aquí… —dijo haciendo un movimiento de brazos.

—Es verdad —dijo Anton tosiendo.

—Aquel hombre era extraordinariamente ahorrador, por no decir tacaño —le informó Johann Holzrock.

—¿Tacaño?

—¡Vaya que si lo era! Imagínate: no quería los tornillos de su mueble funerario para conseguir una rebaja de 20 marcos.

—¿No quería los tornillos? —se sorprendió Anton—. ¿Es que no hacen falta para cerrar bien el ataúd…, digo…, el mueble funerario?

—Por supuesto que sí, pero él dijo que ya tenía muchos tornillos en su casa. También ha sido hasta ahora el único cliente que me ha dicho que mi Modelo 1 a estaba demasiado subido de precio. ¡Y eso que no encontrarás en toda la ciudad un modelo que tenga un precio aún más módico!

Para demostrar lo mucho que le indignaba aún aquel reproche del cliente, Johann Holzrock pegó un puñetazo en uno de los ataúdes, lo cual provocó que se formara una nueva nube de polvo.

—¡Y eso que es doctor! —añadió furioso.

—¿Doctor? —repitió Anton.

—Sí, era el doctor Gans, de la Universidad. ¡Un hombre de estudios como él debe de ganar un montón de dinero! ¡Y él va y me dice que mi Modelo 1 a es muy caro!

—Ese doctor Gans —preguntó con precaución Anton—, ¿qué aspecto tenía?

—Era muy alto y más delgado que un fideo —respondió malhumorado el ebanista.

—¿Alto y más delgado que un fideo? —murmuró Anton.

¡Según esa descripción, difícilmente podía ocultarse Igno Rante bajo el tal «doctor» Gans!

—¿Y por lo demás? —siguió investigando…, con la esperanza de obtener tal vez un par de datos más que le fueran útiles.

—Le hice la rebaja… ¡y le di los tornillos! —gruñó Johann Holzrock—. Al fin y al cabo, no quiero que nadie pueda llamarme tacaño a mí.

Y con gesto sombrío, añadió:

—Tendrías que haber visto el coche del doctor ese: ¡una furgoneta de color cardenillo que casi estaba que se caía a trozos! ¡Y, naturalmente, también quería recoger él mismo su mueble funerario y preguntó si por eso le haría descuento!

Resopló furioso por la nariz.

—¡Su tía puede estar contenta de haberse muerto teniendo un sobrino tan tacaño! —exclamó Johann Holzrock despachándose a gusto.

—¿El ataúd era para su tía? —preguntó Anton…, decepcionado porque no fuera al menos un tío. Y es que, si así hubiera sido, quizá habría podido tratarse de Igno Rante.

Johann Holzrock asintió hosco con la cabeza.

—Sí, y me apostaría lo que fuera a que la tía le dejó una buena herencia. ¡Pero el sobrino ni siquiera fue capaz de concederle los tornillos apropiados y del estilo debido para su mueble funerario!

Se hizo el silencio. Anton se quedó pensando con la vista puesta en los polvorientos ataúdes. Finalmente, se decidió a hacer un último intento:

—¿Y de verdad que no se acuerda de ningún cliente que se llamara Igno Rante?

—No, eres el primero que le oigo decir ese nombre —declaró Johann Holzrock.

—Bueno, pues entonces… me gustaría darle las gracias y…

—¡… y enviarme, espero, la conferencia cuando esté lista, para que yo la lea! —completó la frase Johann Holzrock.

—¿La conferencia? —preguntó Anton mirando su cuaderno, del que había llenado dos páginas con apuntes y dibujos más o menos inútiles—. Sí, pero ahora tengo que irme —dijo dirigiéndose hacia la puerta.

—Que tengas mucha suerte con tu conferencia —exclamó Johann Holzrock mientras Anton se iba—. ¡Sólo con las preguntas tan inteligentes que has hecho, yo ya te pondría un diez!

«¿Preguntas inteligentes?», pensó Anton poniéndolo en duda cuando se montó en la bicicleta. No estaba nada satisfecho de lo que había podido averiguar.

¡Sólo quedaba la esperanza de que Anna hubiera conseguido enterarse de más cosas!