Lo primero que pudo ver fue un banco de carpintero que había en el centro del taller. Luego su mirada fue a parar a los grandes ataúdes marrones que estaban de pie apoyados en la pared. A pesar de la gruesa capa de polvo, Anton comprobó que eran los mismos modelos que el del ataúd de Igno Rante que él había examinado en Villa Vista-clara.
Notó cómo el corazón le latía rápidamente y con fuerza y ni siquiera él sabía por qué. ¡Al fin y al cabo, para él lo de ver ataúdes no era nada nuevo! Pero quizá fuera la sensación de acercarse un paso más al secreto de Igno Rante…
Por lo demás, el taller no ofrecía nada emocionante: había escofinas, limas, serruchos, martillos, una sierra circular, botes de pintura, cazos, pinceles…, e incluso una escoba enorme que, de todas formas, parecía que Johann Holzrock la usaba raras veces a juzgar por el suelo, en el que había una capa de virutas de madera de varios centímetros.
Anton tuvo que volver a toser.
—¿Tú crees que ahora podrás escribir mejor tu conferencia? —le preguntó Johann Holzrock.
—¿Mi conferencia? Yo…, tengo todavía algunas preguntas —respondió Anton sacando rápidamente su cuaderno—. Este Modelo 1 a… Usted me dijo por teléfono que es un ataúd de un precio bastante módico.
—Sí, desgraciadamente no hay quien pare la tendencia a comprar ataúdes baratos —contestó Johann Holzrock, haciendo una mueca con una sonrisa de resignación—. Antes la gente tenía en mucha más estima sus ataúdes, ¿sabes? En el campo, por ejemplo, donde yo me crié, la gente se compraba ataúdes preciosos en cuanto ahorraba un poco de dinero. Lo ponía en el desván hasta que se utilizaba. Hoy, sin embargo… —suspiró—. Con mi Modelo 1 a, de todas formas, he intentado encontrar una especie de compromiso.
Johann Holzrock se acercó a uno de los ataúdes y limpió un poco la capa de polvo.
—Por un lado es un mueble funerario muy barato, pero por otro es también una pieza que refleja una buena y antigua tradición en carpintería.
Y acariciando casi con ternura la madera, le preguntó a Anton:
—Dime tú mismo: ¿no tiene mi Modelo 1 a un aspecto muy señorial?
—¿Señorial?
—¡Sí! Como eran antiguamente los ataúdes…, sólo que ya no de madera de encina más cara, sino de pino.
—De madera de encina… —dijo Anton notando cómo le temblaba el lápiz en la mano—. ¿Antiguamente se hacían también ataúdes de… encina de pantano?
—Oh, claro que sí —confirmó Johann Holzrock—, pero eran extraordinariamente caros y resistentes.
Extraordinariamente… ¡Aquélla era justo la palabra clave para Anton!
Miró fijamente su cuaderno por si se ponía colorado con la pregunta que iba a hacer ahora:
—¿Tiene usted también, a veces, clientes extraordinarios?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, es que… —dijo Anton tosiendo—. Nuestra profesora ha dicho que una exposición no debe ser muy seca y aburrida. Y por eso tenemos que incluir en ella un par de anécdotas de la vida misma.
—Una opinión muy razonable —observó Johann Holzrock—. A mí tampoco me gustan las conferencias aburridas. Sólo que no sé si te voy a poder dar yo esas anécdotas…
—Pero si ocurren cada dos por tres… —dijo con firmeza Anton—. ¡Por ejemplo, si viene un cliente con una pinta extraña, completamente pálido y que huele muy raro!
Al decir aquello miró fijamente a los ojos al ebanista de ataúdes, pero Johann Holzrock no pareció sorprenderse ni inquietarse absolutamente nada.
—¿Con una pinta extraña? —repitió retorciéndose el mostacho—. ¡Anda que si también me tuviera que preocupar de eso! Además —añadió—, la mayoría de las veces los que vienen a verme son los familiares.
Anton se mordió los labios. ¡Ahora tenía que ir a por todas!
—¿Y vampiros? —preguntó—. ¿Alguna vez le ha encargado un vampiro un ataúd…, digo…, un mueble funerario?
—¿Un vampiro? —dijo Johann Holzrock riéndose como si se tratara de un chiste bueno—. No creo.
—¿Significa eso que podría ser que sí? —preguntó Anton con voz chillona debido a la excitación.
—Bueno… —dijo Johann Holzrock, que al parecer seguía creyendo que era una broma—. Nunca se sabe qué hay en el interior de nuestros semejantes. ¡Tú también podrías ser un vampiro!
—Yo seguro que no —repuso Anton con voz firme, rompiéndose a la vez la cabeza para ver cómo podía sacarle a Johann Holzrock las informaciones que necesitaba.
—¿Envía usted siempre los muebles funerarios directamente al cementerio? —preguntó después de reflexionar un poco.
—No, la mayoría de las veces los llevo a las casas —contestó Johann Holzrock.
—¿Y ha hecho usted alguna entrega en alguna vieja y horripilante villa?
—¿En una vieja y horripilante villa? —preguntó Johann Holzrock sonriendo satisfecho—. Poco a poco me está dando la impresión de que tú no tienes que escribir ninguna exposición, sino un cuento, un moderno cuento de terror.
Anton se dio cuenta de que se había puesto colorado. Para que no se le notara lo cortado que estaba tomó rápidamente notas en su cuaderno.
Entonces le oyó decir a Johann Holzrock:
—Pero sí, es verdad, una vez hice una entrega en una vieja y horripilante villa.
Anton aguzó el oído.
—¿En una villa con las puertas y las ventanas condenadas con tablones?
—¿Condenadas con tablones? ¡No! ¡Para tres viejas señoras no hay nada más emocionante que estar todo el día sentadas a la ventana mirando lo que pasa fuera de la casa!
—¿Viven tres damas en la villa?
—Dos —le corrigió Johann Holzrock—, ahora ya sólo quedan dos.
—O sea, que entonces la villa tampoco estará en la Calle del Campo de Deportes, ¿no? —preguntó Anton para asegurarse de que no era Villa Vistaclara.
—No, está justo al otro extremo de la ciudad —contestó Johann Holzrock.