La isla de los muertos

Quale ne l’arzanà de' Viniziani

bolle l’inverno la tenace pece

a rimpalmare i legni lor non sani[12]

«Me han venido a la memoria estos versos del Infierno apenas he visto ese pecio, no sé por qué, mejor dicho, lo sé muy bien. Estamos en Venecia, o en cualquier caso no muy lejos, en el fondo de la laguna a unos pocos palmos de la superficie hay una nave que se remonta al siglo XIV, de treinta y tres metros de eslora, que los arqueólogos están liberando del lodo que la recubre, y la tablazón comienza a reaparecer… Un verdadero espectáculo, te lo aseguro, una técnica constructiva formidable, una perfección en las junturas que hacía pensar en un violín, no en el casco de una galera. Estaban liberando la carlinga del palo: todavía había estopa por todo el alrededor y las cuñas para fijarlo…».

Lucio Masera se acaloraba mientras describía lo que había visto durante su inmersión en las aguas no precisamente limpias de San Marco en Boccalama y su amigo Rocco Barrese le escuchaba con gran interés. Barrese era un filólogo de lenguas románicas que enseñaba literatura medieval en Ca’Foscari y que había publicado un importante estudio sobre las fases compositivas de la Divina Comedia, provocando también una polémica entre los especialistas. La hipótesis de Barrese era que Dante había vuelto sobre su texto hasta el último momento y que ciertas revisiones o añadidos habían sido hechos nada menos que antes de su muerte y no solo en el tercer canto del Paraíso, sino en todo el poema. Barrese era, además, un lingüista polígloto de inmensos saberes, capaz de distinguir a simple vista, o de oído, matices semánticos y fonéticos imperceptibles, tanto en el campo de las lenguas cultas como en el de numerosos dialectos que dominaba a la perfección. Su estudio en el segundo piso de una casa de la parte vieja estaba tan atestado de libros que a duras penas conseguía pasar de un espacio a otro y sobre el escritorio había al menos media docena de abiertos, entre ellos la biografía de Dante de Petrocchi.

Barrese, que era un tipo sedentario, una verdadera rata de biblioteca, se había interesado enseguida por el relato de Masera que le parecía lo más lleno de aventuras que cabía imaginar, para alguien como él que no había conducido nunca un coche ni montado en bicicleta, ni recorrido nunca a pie más de un kilómetro sin pararse a descansar y a meditar. Además, la idea de que un pasaje de la Divina Comedia estuviera relacionado con un descubrimiento arqueológico, aunque solo fuera por una simple asociación de ideas y por una coincidencia cronológica, le excitaba.

—¿Te apetece un café? —preguntó acercándose al fogón.

—Con mucho gusto. El café que tú preparas es más bueno que el del bar.

—Porque yo lo hago con la cafetera napolitana —respondió— y con el tiempo que hace falta. El café es como un buen artículo científico: requiere su tiempo para que sea bueno. A propósito, ¿cómo te ha ido con la oposición?

—¿Cómo quieres que vaya? Una vida de perros. La comisión que han elegido a suertes, mira qué casualidad, me es en gran medida contraria y el ganador está decidido desde hace por lo menos dos meses.

—Si piensas así del mundo académico —dijo Barrese trajinando con la cafetera—, ¿por qué no lo dejas?

—¿Y adónde voy? ¿Y a hacer qué? Lo único que sé hacer es esto: escarbar con la llana, tanto en tierra como en el mar, para reunir luego los pedazos de loza.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Barrese volviendo al primer tema de conversación—. Quiero decir, una vez identificado el pecio ¿qué hacéis?, ¿sacarlo del agua?

—Ni soñarlo. En primer lugar lo liberamos completamente de la tierra de relleno, una vez iniciada la fase más espectacular de la operación. Se monta una empalizada de hierro que se clava en el fondo de la laguna creando una especie de recinto en torno al pecio. Luego se colocan unas bombas de agua y se empieza a bombearla fuera del recinto hasta secar el fondo de la laguna y el pecio mismo. Es un sistema inventado por los arqueólogos ingleses para las zonas húmedas: se llama well point.

—Pero ¿cómo os las arregláis para que no entre el agua del mar? —preguntó Barrese.

—Al cabo de poco las junturas de la empalizada se sellan por sí solas con el cieno en suspensión que hay en el agua; si acaso se pega algo de serrín para ganar tiempo y te aseguro que no pasa ni una gota.

—¿Y luego?

—En ese momento limpiamos el casco hasta dejar desnuda la madera, fotografiamos, documentamos, dibujamos. Por último, lo recubrimos con un toldo de tejido sintético y dejamos entrar el agua.

—¿Pero cómo? —exclamó Barrese quedándose con la cafetera en la mano a media altura—, ¿después de todo ese esfuerzo y ese trabajo la dejáis sumergida? Pero ¿no es un dinero perdido?

—En absoluto. La finalidad de la arqueología no es recuperar objetos sino datos que sirvan para el conocimiento. Y en cualquier caso el mayor coste sería la recuperación. Cierto que una excavación que no vuelva a casa con objetos, tesoros, algo que, en resumidas cuentas, pueda verse y a ser posible exponerse, no sería comprendida, por lo que pienso que nuestros financiadores harán un último esfuerzo para una segunda intervención que nos permita la recuperación y la exhibición del casco como trofeo de nuestra campaña. ¿Te imaginas exhibirlo en los locales del arsenal donde fue construido hará más de seis siglos? ¿No sería fantástico?

Barrese cogió dos tacitas de un pequeño armario y comenzó a servir el café:

—Por supuesto —respondió—, pero dime, ¿quién ha financiado la excavación?

—La Fundación Foster.

—¿Y quiénes son?

—Si he de decir la verdad, no lo sé. Creo que se trata de la sección cultural de una gran empresa de telecomunicaciones, la Intercom, que tiene su sede en Londres. Parece que el presidente, sir Basil Foster, es un maníaco de la arqueología naval. El año pasado recuperó la nave vikinga de Bjornstroem y no falta quien le atribuye hasta una expedición al monte Ararat tras la pista del arca de Noé, aunque me cuesta creerlo. Dentro de una semana vendrá a ver la nave. En la excavación están todos que tiemblan.

—¿Y no habéis encontrado nada hasta ahora? Quiero decir, restos, objetos de interés…

—Oh, sí, por supuesto. Entretanto hemos descubierto que la nave fue hundida deliberadamente practicando una serie de agujeros en el casco y además hemos encontrado los restos de un hombre que iba a bordo. Es más, mira, aquí tengo algo.

Barrese se volvió y casi dejó caer la bandeja con las tacitas: delante de él, apoyada sobre una pila de libros, había una calavera humana, negra como la pez, que parecía mirarle con sus cuencas vacías.

—Santo cielo, pero ¿qué es? ¡Llévatelo, me produce estremecimientos!

—Como puedes ver es una calavera, y si pudiera hablar probablemente podría contarnos una historia muy interesante, el fondo está lleno de ellas.

—¿Miles? Pero ¿de qué se trata?… No es algo corriente, me parece.

—No, en efecto. Todo menos corriente. Pensamos que se trató de una epidemia. En otro tiempo había una isla en ese lugar, que a continuación quedó sumergida. Es probable que la utilizaran como vertedero para los cadáveres de la peste.

—Alegre, como hipótesis —dijo Barrese sentándose—. Prefiero la filología.

Lucio tomó un sorbo de su café y luego metió la calavera en una bolsa de plástico de la Coop y se despidió:

—Me la llevo al laboratorio para el análisis —dijo levantándose.

—Vuelve pronto a verme —le respondió Barrese—. Estoy siempre más solo que la una y tus historias me apasionan, me alegran la vida.

—Sí, por supuesto —respondió Lucio—, apenas tenga un minuto.

Abrió la puerta y bajó la escalera oscura y húmeda hasta el campo. Era la hora de la puesta del sol: el cielo era atravesado por vuelos de golondrinas y el campo por los gritos de unos chiquillos que jugaban a la pelota. Lucio pasó antes por el Instituto Kemp para dejar un fragmento de madera del casco para un análisis por radiocarbono 14, luego entregó la calavera en el Instituto de Antropología de la Universidad: trescientos cincuenta dólares el primer análisis, quince euros el segundo, pagos ambos por adelantado. Regresó a su casa cerca del puente de la Academia cuando ya oscurecía y fue directo al comedor. Asunta, la criada napolitana, había dejado el plato de pasta sobre la mesa cubierto con otro plato y media botella de Chianti de la noche anterior. Nada de pan, solo unos colines. Quizá hubiera tenido que casarse, pensó. Pero ¿habrían mejorado con ello las cosas? ¿Qué mujer habría aguantado su ritmo, sus horarios, su mala leche? Y además, su última chica, Milena, le acababa de plantar por incompatibilidad casi total de caracteres, horarios de trabajo y tiempo libre. Un fiasco total.

Apagó el móvil, cogió el mando a distancia y enchufó el televisor que estaba en el otro extremo de la mesa de modo que la periodista que anunciaba el boletín de noticias parecía una chica bonita que hubiera aceptado una invitación a cenar: uno de los recursos utilizados por Lucio para tener compañía a la mesa, ya que casi nunca estaba en condiciones de programar un horario y por tanto de invitar a alguien, sin contar que las pagas extras a Asunta empeorarían su ya maltrecha economía. Acababan de dar las noticias importantes, y ahora le tocaba el turno a la cultura y, en efecto, infaliblemente, la cámara sobrevoló el pedazo de laguna circunscrito por la empalizada e hizo un zoom sobre la larga sombra delgada que correspondía al pecio. También pudo verse a sí mismo en uniforme y con botas ocupado en sondear la profundidad del agua en el ángulo suroeste del cercado y, a escasa distancia, a su colega Michael Liddel-Scott, el representante de la Fundación Foster ocupado en sacar unas fotos. En verano los periódicos y los noticiarios no tenían mucho de qué ocuparse y aquella operación tan espectacular era como maná caído del cielo para los medios de comunicación que se habían lanzado sobre ella inventándose también historias y misterios inexistentes para hacer más interesantes sus reportajes.

Liddel-Scott le caía fatal con su jactancia oxoniense, sus manías de superhombre y todo aquel esnobismo de usar todavía papel y pluma en vez del ordenador y, por favor, nada de móvil, lo detestaba, y detestaba a todos aquellos imbéciles que tenían uno, o sea, a veinticinco millones de italianos y otros tantos ingleses. Cada vez que hablaba no expresaba un punto de vista, sino que emitía una sentencia inapelable. Tampoco se llevaba bien con sus otros colegas, Alberto Fossa y Stefano Marras, que se deslomaban de sol a sol con sus trajes de hombres rana recubiertos de apestoso lodo para oírse decir finalmente: «I would have prefered a different approach to the problem, if I may say so…»[13].

«Será engreído, pomposo imbécil», gruñía Marras entre dientes con su acento gallurense y hasta las pompas de aire de su regulador subían a la superficie más efervescentes cuando estaba en inmersión obligado a cumplir disposiciones que consideraba absurdas. En aquel momento Lucio lo único que esperaba era terminar del mejor modo posible la primera fase de los trabajos, embolsarse la paga e irse de vacaciones a alguna isla griega, pero una especie de presentimiento le decía que sus expectativas estaban destinadas a verse defraudadas. Apagó el televisor, lavó los platos y cubiertos y pasó a su despacho para ponerse a trabajar. La lucecita de los mensajes parpadeaba en el contestador automático y Lucio pulsó la tecla de la escucha: Milena le pedía que le mandara unos discos que había olvidado en su casa, el fontanero decía que no había encontrado a nadie y que no iba a poder pasarse de nuevo antes de dos semanas para cambiar el váter y su madre le rogaba que tomara vitaminas. Luego le sorprendió la voz de Marras porque le había dejado hacía apenas unas pocas horas: «Necesito hablar contigo: tan pronto como escuches este mensaje llámame al móvil».

Lucio cumplió inmediatamente la petición de su colega que, evidentemente, no esperaba otra cosa:

—¡Por fin! —respondió—. ¿Dónde te habías metido? El móvil estaba apagado y el fijo tenía el contestador puesto.

—Cuando estoy comiendo y viendo la tele deseo estar en paz y lo apago. Eso es todo. ¿Qué hay que sea tan urgente?

—Prefiero no hablar por teléfono. Debo verte inmediatamente.

—Está bien. ¿Dónde estás?

—En San Trovaso, en el café Bressan.

—Estaré allí en un cuarto de hora.

—Te espero.

Un asunto extraño, aquella llamada, dado que se habían despedido hacía poco. ¿Qué podía querer Marras con aquella cita y ese aire de misterio? Lucio pensó que quizá era la natural, patológica desconfianza de los sardos, y que probablemente Marras solo quería confiarle alguna hipótesis sobre la técnica constructiva de los pecios y pensaba que algún colega envidioso quería controlar las llamadas de su móvil. No había mucha gente por las calli: solo en el centro, aquí y allá, se veían grupos de turistas sentados delante de los cafés tomándose un helado o bebiendo agua mineral. Así era Venecia: capaz de ofrecer zonas casi desiertas incluso en plena temporada turística ya que el noventa por ciento de los forasteros se concentraba entre piazza San Marco y el puente de Rialto.

Marras estaba sentado fuera y había pedido un bocadillo y una cerveza que habían de constituir su cena. Cuando llegó Lucio hizo una seña al camarero:

—¿Tú que tomas?

—Un café —respondió Lucio—. Me parece que voy a tener que estar despierto un rato. ¿Qué sucede?

Era un mes de septiembre más bien caluroso y aquella era la mejor hora, cuando las piedras de la ciudad comienzan a refrescarse después de haber dispersado en el aire de la tarde el calor almacenado durante el día. Marras engulló el bocado con un trago de cerveza y fue enseguida al grano:

—En tu opinión, ¿cuántas posibilidades existen de que alguien haya podido sustraer un resto arqueológico del pecio durante la excavación?

—Escasas.

—Pero no nulas.

—Si me haces esta pregunta la respuesta me parece obvia. Basta de rodeos: ¿quién ha sustraído qué?

—El quién, digamos para empezar, es el inglés.

—¿Liddel-Scott? No me lo puedo creer. Vamos, hombre, alguien como él no hace estas cosas.

—El qué no estoy todavía en condiciones de decírtelo, pero creo que estoy cerca.

—Vamos, Marras, no te hagas el sardo y suelta prenda —dijo Lucio.

—Muy sencillo. Hoy, cuando hemos bajado, me he vuelto al vestuario porque había olvidado la agenda en la taquilla y sin querer he oído una conversación telefónica. Ya sabes que esas paredes son como una hoja de cartón piedra. Era el inglés, que estaba hablando por el móvil.

—No me digas. Pero si siempre dice pestes contra los imbéciles que andan a todas horas colgados del móvil…

—Por eso la cosa me ha parecido doblemente sospechosa. Por otra parte, debía de ser un pez gordo, por el tono con que hablaba y por los continuos y respetuosos yes, sir; as you wish, sir.

—¿Foster?

—Diría que sí, pues se estaban poniendo de acuerdo para que vinieran a recogerle a Tessera. Llegará con su avioneta privada, creo.

—Obviamente. ¿Y cómo has deducido que había de por medio una sustracción de restos arqueológicos?

—Porque en un determinado momento Liddel-Scott ha dicho: «Did you get the box with the parchment backfrom the laboratory?».

—¿Y qué hay de malo en ello? Le ha preguntado si había recogido el pergamino del laboratorio. No significa nada: el mundo está lleno de pergaminos y de laboratorios.

—Sí, pero después de haber escuchado la respuesta Liddel-Scott dijo: «Es increíble que se pueda leer algo después de tantos siglos sumergido en agua salada».

—¡Dios santo!

—Precisamente.

—¿Qué piensas hacer? Yo llamaría al inspector de Arqueología.

Marras meneó la cabeza, escéptico:

—Loredan es muy impredecible. Si le ponemos ante una hipótesis semejante arma un pitote de mil demonios, llama a los carabinieri, avisa a la unidad móvil, telefonea al ministro. O bien se queda paralizado en su silla con la mirada ausente masticando lápices y en espera de que le venga una inspiración del cielo y cuando finalmente le venga estaremos ya con las manos vacías. ¿Qué quieres que le cuente? ¿Qué he escuchado una conversación telefónica en la que se hablaba de esto y de lo otro? No me parece oportuno.

—Entonces, ¿se va a ir de rositas? Sin contar que me gustaría mucho saber de qué se trata.

—¿Quién ha dicho tal cosa? Escúchame bien: no dejemos traslucir nada, es más, a Liddel-Scott le seguiremos tratando como de costumbre, ni bien ni mal, para no hacerle sospechar o ponerle en alerta. Pero no le perdamos de vista, antes o después tendrá que haber algún intercambio entre ambos: de objetos, de información, de llamadas de teléfono. En resumen, actuemos de forma que interceptemos todo lo interceptable.

—¿Y cómo? —preguntó Lucio—, tú y yo tenemos nuestros compromisos, de modo que no podemos estar encima de él las veinticuatro horas del día.

—Yo sé ser paciente —respondió Marras con ese tipo de afirmación lapidaria típica de su condición de sardo.

—Si te ves con ánimos, adelante —replicó Lucio—, pero yo no soy de los que se ponen a seguir los pasos de la gente, dejando de lado todo lo demás. ¿Por qué no hablamos con los carabinieri del grupo para la protección del patrimonio artístico? ¿Es su oficio, no? Aquí en Venecia hay precisamente una sección y el teniente Savelli es también un tipo listo.

—Calma. Haremos todo cuanto haya que hacer. Mi único interés era que tú estuvieras informado de este asunto para que andes con los ojos bien abiertos, ¿comprendes?

—Puedes contar con ello.

—Muy bien. Y ahora tenemos que pensar dónde y cuándo ese hijo de puta puede haber echado mano a un resto arqueológico del pecio sin que nosotros lo advirtiéramos. Yo no le he visto sumergirse en ningún momento, por decir algo.

—Si es por esto, tampoco le habías visto usar el móvil.

—No es lo mismo. De todos modos, he pensado bastante en ello, también he releído el diario de la excavación y no he encontrado un solo momento, y quiero decir ni uno, en el que Liddel-Scott haya podido echar mano a algo procedente del pecio.

—¿No sospecharás de mí, espero? —respondió alarmado Lucio.

—No digas bobadas, siempre hemos trabajado juntos, incluso sé las veces que has ido al servicio.

—¿Entonces?

—Alguno de los operarios, quizá…, o alguno de sus técnicos. Ha habido momentos en que había lodo por todas partes, y estaban todos enfangados, por lo que no era difícil hacer pasar algo. Ahora se trata de ver de qué se trata efectivamente. Lo que no consigo explicarme es por qué Liddel-Scott habría de sustraer un resto arqueológico que podía observar, analizar, estudiar con toda comodidad, puesto que es el responsable científico del patrocinador.

—Me parece evidente —respondió Lucio—. Ese objeto contiene información que debe permanecer secreta para cualquiera excepto para él, o sea, para ellos, si incluimos también a sir Basil Foster. Pero ¿cómo ha podido enterarse?, me pregunto.

—Esto no me lo preguntes a mí —respondió Marras—. Han sido ellos quienes han localizado el pecio y ellos quienes han patrocinado la excavación. Si imaginamos que estaban buscando algo concreto resulta coherente.

—Sí, pero ¿qué estaban buscando?

—Lo sabremos cuando consigamos leer lo que dice ese documento, admitiendo que podamos conseguirlo. Yo, en cualquier caso, quiero intentarlo.

—Dios mío —dijo Lucio—, me parece estar metido en una película de polis. Solo que no tengo la más remota idea de cuál es la trama.

—Tratemos de hacer una reconstrucción de los hechos y luego elaboraremos un programa de acción. Pues bien, yo lo veo más o menos así: durante la excavación Liddel-Scott se apropia de un resto arqueológico, bien porque se esperaba encontrarlo por alguna razón que nosotros desconocemos, bien por pura casualidad. En un segundo momento el resto arqueológico, que, por lo que se ve, debería ser un pergamino, es enviado a Londres donde se lo somete a un tratamiento de fijación y luego es escaneado por un ordenador capaz de reconocer algunos millones de tonalidades de gris. De este modo se aísla la tonalidad superviviente que constituye las líneas de escritura, un poco como se hace con los papiros de Herculano…

—Te sigo —dijo Lucio—, continúa.

—El texto así revelado habría que relacionarlo con la presencia y la actividad de Liddel-Scott en nuestro lugar de trabajo si Foster lo lleva consigo al venir a Italia. Y por tanto cabe presumir que habrá una continuación a esta primera sustracción de restos arqueológicos. En este punto, planteando como hipótesis este tipo de escenario, hemos de elegir entre tratar de que los carabinieri lo pillen con las manos en la masa o controlarle de cerca con la esperanza de enterarnos de más cosas. ¿Tú que harías?

—A mí me parece que la segunda hipótesis es la más interesante, aunque ciertamente no la más prudente. Pero llegados a este punto me muero de ganas de saber qué demonios hay escrito en el documento.

—Muy bien. Pues, entonces, el programa prevé que yo guíe la visita al pecio y que tú dirijas el encuentro en la Fundación Cini, para que, cuando tú estés ocupado allí, yo vigile, y cuando yo esté ocupado vigiles tú.

—¿Y si le pidiéramos también a Alberto Fossa que nos echará una mano?

—¿A Alberto? Es realmente fantástico bajo el agua, pero un poco menos en tierra firme. Demasiado emotivo. Tengámosle en la reserva para el momento que pueda venirnos bien. Por ahora… es otro el as que me guardo en la manga.

—¿Es decir?

—Agostino Fanti. Es un verdadero artista de las últimas tecnologías. Le he pedido que prepare un artilugio que podría venirnos de maravilla: trabajará toda la noche en él, no es seguro que vaya a lograrlo, pero…

—Venga, tú siempre con tus misterios… —comentó Lucio, pero no insistió, conociendo el carácter de su amigo.

Se quedaron charlando largo y tendido hasta tarde en la agradable noche septembrina, porque ninguno de los dos tenía ganas de irse a la cama. Solos, por si fuera poco, ya que ambos estaban temporalmente sin compañía femenina. Se separaron poco después de medianoche renovando sus promesas de permanecer en estrecho contacto.

Sir Basil Foster llegó al aeropuerto de Tessera hacía las once de la mañana y fue conducido directamente a la lancha motora para la visita al lugar de la excavación en compañía de Michael Liddel-Scott. A unos cincuenta metros del pontón de atraque los huéspedes fueron transbordados a una barca de remos de fondo completamente plano a causa de las aguas bajas de aquel punto y luego se les hizo subir a la plataforma para las bombas de agua desde donde se podía disfrutar de una vista panorámica del lugar entero. El gran casco estaba ahora completamente libre del fango y era mantenido permanentemente húmedo por una serie de nebulizadores. Habían sido retirados los toldos de protección de modo que la estructura entera de la embarcación aparecía en toda su imponencia.

—Parece el esqueleto de un cetáceo gigantesco —comentó entusiasta sir Basil al ver aquello—. Es de veras impresionante. Un excelente trabajo, señores, excelente trabajo. Enhorabuena.

Alberto Fossa se acercó solícito:

—Si desea bajar al campo de excavación, sir Basil, tenemos unas botas de goma.

—No me parece oportuno —terció Liddel-Scott—, desde aquí se ve todo lo que vale la pena ver y…

—Por supuesto —le interrumpió el caballero—, no deseo otra cosa.

Se quitó la chaqueta que Agostino Fanti cogió solícitamente, se puso las botas de pescador encima de los pantalones de finísima tela impermeable y bajó la escalera que llevaba al fondo desaguado de la laguna. Marras, una vez apagados los nebulizadores, se había acercado ya al casco y había preparado una pasarela hecha con tablas de madera que permitían inspeccionar el perímetro completo del lugar de trabajo.

—Aquí tiene, sir Basil —empezó diciendo—, aquí puede ver cómo hemos liberado el interior y puede darse cuenta de la extraordinaria habilidad constructiva de esos carpinteros de ribera. El que ve aquí es el único ejemplar descubierto y excavado que se remonta a esta época. Allí al fondo puede ver los agujeros practicados en la quilla para hundir la nave y esa señal de la derecha indica el punto en el que fue encontrado el esqueleto.

Fossa se adelantó a su vez:

—El doctor Masera ha encargado ya los análisis en el Instituto Kemp para el examen por el radiocarbono 14 y en el Instituto de Antropología de nuestra universidad para la observación antropométrica y epidemiológica.

Basil Forster escuchaba con gran atención, pero saltaba a la vista que sus pensamientos seguían otros derroteros.

—¿Y qué me dice de la nave? ¿Han encontrado alguna información relacionada con ella?

—No —respondió Marras—, ninguna. Era una unidad de la marina militar cuyo hundimiento premeditado en estas aguas sigue sin tener por el momento para nosotros una explicación lógica. Pero hemos hecho también un descubrimiento interesante… —añadió observando a hurtadillas el efecto que su afirmación producía en el huésped.

—Dígame, se lo ruego —respondió sir Basil.

—Mire, justo ayer, mientras limpiábamos las últimas partes del casco, descubrimos un grafito grabado en la madera del palmejar, ahí lo tiene, ¿lo ve?

Sir Basil se acercó poniéndose las gafas y escrutando la superficie oscura de la madera en el punto indicado:

—No se ve gran cosa —dijo un tanto desilusionado.

—Claro, falta el contraste, pero en el relieve que hemos sacado se lee perfectamente.

—¿Es mucho pedir preguntarle qué es lo que ha conseguido leer?

Marras echó una ojeada al pontón antes de responder y pudo observar que Agostino Fanti había desaparecido con la chaqueta de Foster y que Liddel-Scott parecía buscarle caminando adelante y atrás a lo largo del pontón. Dijo:

—Se trata de un mapa en el que se indica un punto concreto de la laguna o de la propia isla, si nuestro topógrafo, el doctor Masera, no anda errado.

—¿Está aquí el doctor Masera? —preguntó Foster.

—No, señor, está en la Fundación Cini preparando el congreso de la tarde, podrá verle allí. Creo que le dará la noticia del hallazgo del grafito en el palmejar, pero nada más. Masera es muy escrupuloso: si he de decirle la verdad, con toda confianza, he visto una reproducción del grafito a mi entender altamente convincente, pero él no está satisfecho, quiere ahondar, estudiar, realizar nuevas investigaciones antes de dar a conocer su opinión en un informe oficial.

—Comprendo —respondió Foster con mal disimulado desencanto.

—Bien, ahora podemos volver al pontón porque los operarios tienen que proceder al recubrimiento del pecio. Apenas hayamos terminado nuestros levantamientos del terreno será sumergido de nuevo.

—Perdone —insistió Foster—, pero ¿qué prisa hay? ¿No podría haber otros elementos que descubrir, por ejemplo, alrededor del casco?

—Es posible, pero, mire, de haber algo tendría que estar dentro del casco, no en el exterior y, dado que el interior ha sido completamente excavado, es inútil comenzar una excavación exterior que implicaría grandes dificultades y, en definitiva, la recuperación misma del pecio y su restauración integral. Sin contar que, por el momento, no hay ni una sede siquiera para exponer un objeto de estas proporciones. No sé si me explico.

—Perfectamente —respondió Forster.

—Entonces, ¿puedo dar la orden de que se recubra con el toldo antes de la noche?

Foster dudó un momento y luego respondió:

—Si esto es lo previsto, creo que deben proceder de acuerdo con el programa. Tanto más si lo han acordado con Liddel-Scott.

—Hemos tenido algún pequeño roce, pero al final también él se ha mostrado de acuerdo. ¿Quiere seguirnos ahora a la Fundación Cini?

—Con mucho gusto, doctor.

Volvieron a subir al pontón, Foster se quitó las botas de pescador, se puso la chaqueta que le alargaba uno de los operarios y volvió a ir en barca hasta la lancha, que partió veloz de nuevo hacia la ciudad. Liddel-Scott se había sentado al lado de Foster y los dos intercambiaban de vez en cuando alguna frase que Marras no podía comprender debido al ruido de la potente embarcación que les llevaba hacia la isla de San Giorgio, pero desde que se había dado cuenta de que Agostino había hecho su trabajo ya no le preocupaba.

En la Fundación Cini todo estaba listo para el congreso y una buena parte de los participantes habían ocupado ya su sitio en la sala. Fuera, en el patio, Barrese fumaba el último pitillo antes de entrar y charlaba con Lucio. Stefano Marras se acercó y Lucio fue a su encuentro.

—¿Novedades? —le preguntó.

—Ninguna —respondió Marras—. Era tal el ruido que hacía que no he comprendido nada. Pero Agostino ha hecho su trabajo. No sé si me explico. ¿Tú has logrado saber dónde están hospedados?

—En el hotel Cipriani, habitaciones cinco y seis.

Se miraron a la cara como si cada uno se esperase una propuesta del otro. Luego habló Marras:

—Si piensas que yo voy a colarme en el Cipriani, entrar en la habitación cinco y hurgar en los equipajes de Forster mientras tú das tu conferencia, ya puedes quitártelo de la cabeza, pues no pienso hacerlo.

—¿Y quién ha dicho nada…? Pero…

—Pero ¿qué?

—Es una verdadera lástima. Foster se irá mañana y quizá no sabremos nunca qué contenía aquel pergamino.

—Claro que lo sabremos, y además de manera indolora… Eh, mira ahí —dijo Marras—. Aquí tenemos también al teniente Savelli.

—Naturalmente —comentó Lucio—, y ese es el inspector Loredan. —Miró a su alrededor—: Además, hay media facultad de letras, y los directores de casi todos los museos arqueológicos del Véneto. Uno se encuentra a todo el mundo en estas ocasiones. Me pregunto qué pensarían si supieran que Foster y Liddel-Scott han sustraído un importante resto arqueológico de las excavaciones. Quizá alguno de ellos tenga alguna sospecha, quién sabe.

—Es inútil devanarse los sesos y sobre todo no nos pongamos a hacer estupideces como hurgar a escondidas en la habitación de un hotel. Como te dije, Agostino ha preparado una pequeña sorpresa para nuestros amigos y si todo funciona, quizá sepamos algo mucho antes de que Foster se vuelva a casa.

—¿Es decir?

—Antes de visitar la nave se ha puesto las botas y una chaqueta de trabajo y, mientras estaba conmigo inspeccionando el pecio, Agostino le ha prendido un micrófono oculto en la chaqueta. Sí, mira. ¿Ves? Agostino hace gesto de que está funcionando, o sea, grabando todo lo que se dicen Foster y Liddel-Scott.

—¿Qué? —preguntó Lucio estupefacto—, ¿le has puesto un micrófono a Foster?

—Yo no, Agostino. Es un apasionado de la electrónica, ¿no te lo había dicho?

—¡Pero se dará cuenta! ¿Es que tú no te darías cuenta si tuvieras encima un cuerpo extraño, por más que sea pequeño?

—Estaba todo previsto. En todas las fotos de sir Basil que he tenido oportunidad de examinar siempre le he visto llevar una señal de luto en el ojal de la chaqueta. Dicen que lo lleva desde que perdió a su mujer hace veinte años, una mujer bellísima de la que estaba locamente enamorado. Pues bien, simplemente le hemos sustituido el botón del ojal, igualito en todo, con la sola diferencia de que es un pequeño Bose hi-fi oportunamente adaptado.

Lucio miró un instante a Basil Foster con su señal de luto en el ojal y luego a Agostino Fanti a no mucha distancia y seguidamente de nuevo a Stefano Marras que le indicó la puerta de la sala de conferencias concluyendo:

—Y ahora ve a prepararte, que es hora de comenzar.

—Fantástico… —murmuró Lucio alejándose hacia la sala de conferencias—, fantástico…

Barrese se acercó a Marras:

—¿Entonces? ¿Qué novedades hay en vuestra isla de los muertos?

Marras le cogió del brazo encaminándose a su vez hacia la sala de conferencias:

—Cosas importantes, querido profesor: hemos descubierto un grafito grabado en la quilla del pecio y estamos dando caza a algo todavía más importante, pero no me tire de la lengua: es aún demasiado pronto.

Barrese le miró con una expresión extraña, más de desconcierto que de curiosidad y Marras se quedó impresionado por ello, pero fingió que no pasaba nada y le acompañó hacia la sala donde estaba a punto de dar comienzo el congreso.

El presidente de la fundación tomó la palabra para los saludos de rigor y para dar la bienvenida al invitado extranjero, luego presentó al primero de los oradores, el inspector Loredan, que ilustró las primeras fases del descubrimiento: las fotos aéreas del pecio y luego las exploraciones subacuáticas con los primeros levantamientos de planos. Las diapositivas pasaban por la pantalla una tras otra en medio del aburrimiento general hasta que le llegó el turno al doctor Michael Liddel-Scott, que habló en inglés e ilustró las diferentes fases de la intervención. Presentó un vídeo bastante más animado, filmado con técnicas documentalistas y con reconstrucciones virtuales del pecio en su aspecto originario. La platea pareció animarse y pudo percibirse algún murmullo de comentarios que indicaba cierto despertar del interés. Luego fue la vez de Lucio Masera, que comenzó ilustrando las diferentes fases de la excavación propiamente dicha, el vaciamiento del casco, la limpieza y finalmente el grafito grabado en la madera del palmejar.

—En un primer examen —empezó diciendo—, se diría que el grafito indica un punto preciso de la laguna: estas dos líneas tienen como puntos de partida unos elementos topográficos precisos expresados por medio de estas indicaciones en letras. Nuestro paleógrafo, el doctor Agostino Fanti, lleva trabajando desde hace algunos días para tratar de descifrarlas y en caso de que lo lograse podríamos proceder a una localización propiamente dicha porque estos otros signos a lo largo de las líneas indican un valor de distancia expresado en pérticas venecianas, mientras que esta figura representa evidentemente un punto notable que hay que relacionar con un elemento documental que por el momento aún se nos escapa. En nuestra opinión significa que a partir de estas directrices, al menos en aquella época, era posible navegar sin embarrancar en los bajíos. Mi hipótesis es que se trataba de canales abiertos expresamente en el fondo de la laguna y que podían ser recorridos solo por quien estaba en posesión de unos mapas especiales, probablemente mantenidos secretos por razones de carácter militar.

Apenas volvió a encenderse la luz la mano de sir Basil se alzó inmediatamente mientras el moderador preguntaba:

—¿Alguien tiene alguna pregunta que hacer?

—Me gustaría saber si puede usted suponer no tanto el sentido como la finalidad de esa indicación del grafito en el palmejar de la nave, si tiene alguna hipótesis, alguna idea aunque sea vaga. Quiero decir, ¿qué podría representar esa indicación topográfica? ¿Quizá una defensa militar? ¿Quizá el lugar de un encuentro secreto?

—Es difícil responderle, sir Basil —respondió Lucio—, pues lamentablemente no todos los elementos de esta excavación están a nuestra disposición… —Y dejó en suspenso por un momento la frase para ver si había provocado alguna reacción en su interlocutor. Luego, al ver la expresión imperturbable de Foster, prosiguió—: Hay muchas líneas de investigación todavía abiertas, faltan muchas piezas para la recomposición del puzzle, pero tenemos esperanzas. Lo único que deseo es que haya una colaboración entre todos los miembros de esta misión para que nuestros esfuerzos puedan alcanzar esos importantes resultados que todos deseamos. Una excavación arqueológica es sobre todo un trabajo de equipo, la colaboración estrecha y constructiva entre varios especialistas. Les doy las gracias por su atención.

Un breve aplauso saludó el final del pequeño congreso que cerró otra intervención del inspector, luego se pasó al piscolabis: alguna botella de Prosecco no precisamente fría, canapés salados y almendras tostadas.

Lucio se acercó amistosamente a Barrese que había cogido una copa de vino blanco espumoso e hizo un gesto como para brindar:

—Una excelente intervención —dijo—. Cauta, pero bien llevada. Entonces, ¿puedo saber algo más acerca de esas misteriosas palabras grabadas al comienzo de las líneas direccionales del grafito?

—A decir verdad, no estamos siquiera seguros de que se trate de palabras, por ahora parecen abreviaturas. Como he dicho se está ocupando de ello Fanti, nuestro paleógrafo.

—Creía que era un genio de la informática.

—También. Fanti es una especie de comodín en nuestro grupo, una inteligencia ecléctica, pero sobre todo un buen muchacho: esperamos mucho de él.

—Si puedo serte de ayuda en algo —dijo Barrese—, no dudes en preguntar.

—Puedes apostar lo que quieras que, apenas Fanti haya descifrado esos líos de letras, iremos enseguida a verte para que nos digas qué significan, pues no tenemos experiencia en este tipo de documentos.

—¿Cuándo crees que estarás en condiciones de presentar algo legible?

—Fanti decía que le falta poco y normalmente cuando dice algo es que es así.

—Muy bien, entonces os espero.

—¿Qué impresión te ha causado nuestro patrón?

—¿Foster? Parece un caballero.

—De esto no cabe duda. Me pregunto si lo es de verdad.

—¿Por qué lo dices, tienes alguna duda?

—Más que dudas, pero es todavía pronto para expresar un juicio definitivo.

Barrese le lanzó una mirada como diciendo «cuidado» y Lucio reparó enseguida en que tenía a sus espaldas a Basil Foster. Se había acercado para despedirse:

—Doctor Masera, querría felicitarle por su exposición y por el ejemplar trabajo que ha llevado a cabo sobre esa nave. Creo que voy a retirarme al hotel: estoy más bien cansado y mañana tengo que partir.

—Ha sido un honor tenerle con nosotros, sir Basil —dijo Lucio estrechándole la mano— y gracias por sus amables palabras. Trataremos de estar a la altura. —E hizo una pequeña inclinación con la cabeza, pero en realidad era para poder observar disimuladamente el botón de luto en el ojal de Foster. Era exactamente igual a un botón normal recubierto de raso negro y habría querido susurrar «Bravo Agostino». En cambio, dijo—: Hasta la vista, sir Basil, vuelva pronto a vernos, a lo mejor con otros fondos como estos podemos proceder a la recuperación completa del pecio y organizamos una espectacular exposición abierta al público.

—Es lo que pretendo hacer, doctor Masera, es justamente lo que pretendo hacer. Hasta la vista.

Saludó con un gesto a Barrese y se reunió con Liddel-Scott que le esperaba cerca del taxi. El conductor de la lancha arrancó y partió dejando tras de sí una larga estela de espuma.

Lucio observó que Marras, a cierta distancia, hablaba con Fossa y le hizo seña de que se le acercara:

—¿Dónde está Agostino? —preguntó.

—Estará en el puesto de un momento a otro —respondió—. Antes de la noche podremos tener noticias interesantes.

—¿Es decir?

—Bueno, Liddel-Scott se ha ido con Foster, y los dos se han dirigido al hotel y esta es la primera oportunidad que tienen de quedarse solos y hablar con comodidad en un ambiente reservado desde que Foster llegó con su Falcon a Tessera. Si trata de comunicarle el texto del presunto pergamino, este podría ser el momento, ¿no te parece?

—Oh, sí, por supuesto. Pero imagina que se limite a pasarle la transcripción y que aquel se la lea en silencio, quizá añadiendo al final solo algún comentario general: «Fantástico, increíble, ¿quién lo hubiera imaginado?». Y nosotros allí royéndonos los hígados y sanseacabó.

—También esto es posible —sentenció lacónico Marras—, pero conviene esperar.

—¿Qué habéis acordado con Agostino? ¿Que nos llamará él o que le llamaremos nosotros?

—Nos llamará él a las diez como muy tarde. Foster no se acuesta nunca pasada esa hora y por tanto se supone que a las diez el jueguecito habrá acabado.

—Muy bien. ¿Y hasta esa hora qué piensas hacer?

—Yo me iría a alguna pizzería del Lido: ¿qué te parece?

—¿Por qué no? Sé de una bastante buena por la zona del palacio de la Mostra de Cine.

—¿Le preguntamos a Barrese si quiere venir con nosotros?

—Mejor que no. Es aún pronto. Ya le llegará también el momento.

Se despidieron de los colegas y del inspector y tomaron un vaporetto que llevaba al Lido mientras seguían charlando y fantaseando sobre las más dispares hipótesis hasta que llegaron a la pizzería.

No había muchos clientes y el pizzero estaba todavía atizando el fuego de leña dentro del horno. Lucio pidió dos cañas medianas y Marras pensó en comunicarle a Agostino dónde se encontraban por si decidía reunirse con ellos a alguna hora.

Agostino respondió al segundo pitido:

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Nada —respondió Marras—. Solo decirte que estamos en la pizzería Da Mario en el Lido, Lucio y yo, por si quisieras pasarte.

—De acuerdo, pero ahora apago el móvil porque me estoy acercando y no quiero armar ruido. Os llamo en cuanto haya terminado.

Marras se dirigió a Lucio:

—Todo en orden. Agostino está al quite y si todo sale bien dentro de un par de horas como máximo nos llamará y sabremos si las cosas han ido según lo planeado.

—Planteemos la hipótesis —dijo Lucio— de que Agostino no saque nada en claro. ¿Vamos a dejar la cosa colgada? —Lucio se quedó durante un rato en silencio, luego dijo—: ¿Tú que harías?

—Avisaría a Savelli.

—Sí, tal vez sea lo más acertado, pero no creo que resolviera gran cosa. Como se ha dicho ya, estamos con las manos vacías. Savelli recibiría solo una reacción indignada y resentida de Foster y tendría que largarse con cajas destempladas.

—Pero siempre tiene la posibilidad de dirigirse a sus colegas de la Interpol para que no le pierdan de vista y lo tengan a su alcance. Más no podemos hacer. Pero esto me parece que debemos hacerlo en cualquier caso.

—Sí, también yo lo creo —respondió Lucio—. Pero mientras tanto esperemos a que Agostino dé señales de vida, luego decidiremos.

El camarero pasó a preguntar qué deseaban tomar y sirvió poco después una margarita y una cuatro estaciones. Cuando comenzaron a cenar faltaba un cuarto de hora más o menos para las nueve.

A las diez comenzó a alzarse una niebla que velaba los contornos de las cosas y la superficie de la laguna. Stefano Marras y Lucio habían terminado de comer y se estaban tomando un café mientras esperaban de un momento a otro que el sonido del móvil anunciara la misión cumplida, pero pasaban los minutos y no ocurría nada. El local estaba casi lleno, seguía entrando gente y el camarero empezó a mirarles con malos ojos.

—Quiere decir que desaparezcamos —dijo Marras—, así dejamos la mesa libre.

—Pero ¿y si llega Agostino?…

—Tenemos el móvil, ¿no? Le decimos que se reúna con nosotros en otro bar. Vamos, paguemos y vayámonos.

Lucio pasó por la caja, pagó sin dejar propina y se dirigió hacia la salida. En el mismo instante Marras observó con el rabillo del ojo que estaba llegando Milena, la exchica de Lucio, con su nuevo amor, un tío cachas con el pelo bañado en gel y las patillas en forma de hoja de puñal, vaqueros y camiseta negra de gorila y se puso de través haciendo lo posible para que él no la viera, pero ya era demasiado tarde. Al dar la espalda al cajero, Lucio se topó de frente con la pareja: ella, con unos vaqueros ceñidos de Prada, zapatillas de hacer footing a juego y mochila de piel, estaba de palique con el armario ropero que llevaba de acompañante. Saltaba a la vista por su expresión que el verles había hundido a Lucio en la más negra depresión y le había hecho olvidarse de todo aquello por lo que se encontraban en aquel lugar y por qué esperaban ansiosamente que Agostino se decidiera a llamar. No menos evidente era que hubiera querido hacer papilla a su rival, que era al mismo tiempo consciente de no tener la menor posibilidad y que la conciencia de su impotencia le hacía sentirse un gusarapo. Marras le dio un tirón antes de que se pusiera a gritar o a hacer alguna estupidez y soltó un suspiro de alivio cuando se encontraron fuera, al aire libre y fresco de la noche.

—Maldito hijo de puta, pedazo de mierda, cachas de los cojones… —comenzó a despotricar Lucio.

—Déjalo correr —le cortó Marras—. Una tía que se lía con un pintamonas como ese no te merece. No era para ti, créeme. Y ahora tratemos de hacernos una composición de lugar, si no te importa. Son ya las diez y veinte y Agostino no ha dado señales de vida. Propongo llamarle.

Lucio asintió y marcó enseguida el número. Un pitido y luego la voz grabada anunció: «Omnitel, mensaje gratuito: el cliente al que ha llamado podría tener el móvil apagado. Vuelva a intentarlo más tarde».

—¡A tomar por culo! Lo sabía —imprecó.

—¿Qué, no lo coge?

—Dice que lo tiene apagado.

—Es posible. Supon que esté en alguna situación en que no pueda armar ruido, es perfectamente lógico que lo tenga apagado. Esperemos un poco más.

—Sí, pero vayámonos de aquí. No quisiera que Milena pensara que estoy aquí fuera suspirando por ella.

Se encaminaron en dirección al Gran Viale, aún con bastante tráfico, y luego tomaron de nuevo por una bocacalle hasta encontrarse en la otra parte de la isla, cerca de la playa. Se sentaron en un banco, más bien nerviosos los dos.

Marras se sacó del bolsillo la cajetilla de medios toscanos, se metió uno en la boca y ofreció otro a su amigo:

—Fuma, que te hará bien. Te relajará.

Lucio tomó el medio toscano, lo encendió y soltó una nube de humo azulado.

—Yo no me preocuparía —dijo Marras—. Agostino es de los que saben apañárselas en todas las situaciones, si no no se hubiera metido en problemas.

—Puede, pero a estas horas explícame tú por qué no ha dado todavía señales de vida.

—Es inútil devanarse los sesos. Esperemos un poco más y luego nos vamos para casa. Ya verás como mañana da un telefonazo y nos lo cuenta todo con pelos y señales.

Pasó un grupo de chicos algo bebidos armando alboroto y luego un viejo que había sacado a pasear a su perro.

—¿Lo has contado todo en el congreso al hablar del grafito o te has guardado alguna cosa que yo no sepa? —preguntó Marras distraídamente, como si estuviera observando al perro.

—No hay nada concreto aún, pero me he hecho una idea, quizá más que una idea…

—¿Es decir?

—Vamos a razonar en voz alta: hace cerca de siete siglos una nave de la Serenísima, todavía en perfectas condiciones, navega hasta el socaire de un islote de la laguna utilizado como lugar de enterramiento de los apestados, y es hundida. Pero antes de llevar a cabo la operación alguien graba en el palmejar una serie de referencias que parecen indicar un lugar preciso de alguna parte de la laguna o, quizá, más verosímilmente, de la propia isla. Según tú, ¿quién fue y por qué motivo? O dicho de otro modo, el grafito ¿lo grabaron los mismos que hundieron la nave o alguien distinto?

—Así de entrada yo me inclinaría por la primera hipótesis. Alguien quiso dejar un rastro de lo que se quería esconder hundiendo la nave.

—Sí, podría estar de acuerdo. Pero ¿y luego?

—Lo que se quería esconder era algo tan terrible o tan importante que se eligió un cementerio de apestados como última morada de ese secreto. Se quiso añadir al miedo a los cementerios el miedo a la peste.

—Querían ir sobre seguro.

—Ya.

—¿Y el pergamino?

—Otro enigma. Por el momento. Todo depende de lo que haya escrito en él. Podría tratarse simplemente de un libro maestro de la última carga, o de una copia del reglamento, o de la relación de los miembros de la tripulación.

—Sabes perfectamente que eso no es verdad. Foster no mantendría en secreto el asunto.

—Oh, sí, al contrario. Le conviene. ¿Cómo quedaría él si se descubriera que el patrocinador oficial de toda la empresa ha sustraído un resto arqueológico de una excavación oficial de la Inspección de Arqueología?

—Lo olvidaba. Ya hemos hablado de esto.

—De todas formas, si el texto, digamos, careciera de un interés real, seguro que Foster encontraría la manera de reintroducirlo, mediante algún subterfugio, en el circuito habitual de la documentación y ese texto sería hoy objeto de una exposición pública…

Sonó el móvil de Marras:

—¿Sí? —dijo.

—¿Es él? —preguntó Lucio.

Marras hizo gesto de que no y escuchó durante un poco con el móvil apretado contra el oído y luego dijo:

—¿Dónde estás?… Entendido, vamos enseguida.

—¿Qué, entonces? —preguntó Lucio.

—Es Alberto: han encontrado a Agostino.

—¿Y dónde?

—Le han encontrado dentro del agua, medio ahogado. Está en reanimación en el hospital.

—¡Oh, Dios mío!

—En Fatebenefratelli. Vamos, movámonos: vamos a ver qué ha pasado en realidad.

Corrieron al embarcadero y esperaron al primer vaporetto para que les llevara hacia las Fondamente Nuove, pero tuvieron que esperar un buen rato porque era una hora tardía y pasaban más espaciadamente. En el ínterin trataban de imaginar cómo habían podido ocurrir las cosas. Volvieron a llamar a Fossa, pero el móvil ahora estaba apagado, o quizá se había agotado la batería. Cuando por fin atracó el primer vaporetto eran casi las once y necesitaron media hora para llegar a la parada del hospital. Alberto Fossa estaba en la sala de espera.

—He ahí por qué no respondía —dijo Marras—. En el hospital está prohibido tener conectados los móviles.

Al verles Fossa se levantó y fue a su encuentro:

—Me ha avisado Savelli —dijo—, apenas se dio cuenta de que el medio ahogado era el pobre Agostino.

—¿Y se ha avisado a la familia? —preguntó Lucio.

—Hemos pensado que era mejor no hacerlo. Agostino no tiene más que a su madre que es muy anciana y sufre del corazón. Mejor ir en persona, mañana, en cuanto sea posible. Ya iré yo o uno de vosotros, como prefiráis.

—¿Dónde está Savelli? —preguntó Marras.

—Arriba con un cabo. Están redactando un atestado.

—Pero ¿dónde le han encontrado? —preguntó Lucio.

—Ha sido un milagro. Le ha visto el conductor de un taxi que iba al Cipriani a recoger a unos clientes. Le ha subido a bordo y luego ha telefoneado al hotel diciendo que no podía llegar y que llamaran a otro medio de transporte. Le ha hecho expulsar el agua, le ha practicado un masaje cardíaco y luego se ha ido directamente al hospital; ha llegado justo a tiempo para que pudieran reanimarle. Un poco más y no lo cuenta.

Marras y Lucio se intercambiaron una mirada como diciendo: «¿Le ponemos al corriente?».

—Pero ¿qué demonios está pasando? —preguntó Fossa advirtiendo aquel gesto—. ¿Qué hacía Agostino en el muelle de la laguna a esas horas? ¿Hay algo que yo no sepa y que debería saber?

Marras suspiró y se dispuso a hablar también porque tenía más ganas de sincerarse que Fossa de ser puesto al corriente.

—Pero… punto en boca, por favor.

Lucio se encogió de hombros al parecerle, la de Marras, una expresión de desdicha, dadas las circunstancias.

—Digamos, entonces —comenzó Stefano—, que el otro día en los vestuarios pesqué sin querer…, bueno, digamos más bien por casualidad, una conversación telefónica muy interesante entre Liddel-Scott y un interlocutor que luego se reveló que era sir Basil Foster, por la que me pareció claro que el primero había sustraído de la excavación un resto arqueológico probablemente de gran valor.

Fossa sacudió la cabeza incrédulo:

—No sabría decir por qué, pero a mí ese individuo creído nunca me ha despertado confianza: va siempre más tieso que un palo de escoba. Sigue.

Stefano prosiguió contando todo el asunto con pelos y señales, interrumpido de vez en cuando por el amigo que decía, resentido:

—Hubierais podido decírmelo, joder, hubierais podido ponerme al corriente, demonios.

Pero estaba aún la historia a la mitad cuando apareció el teniente Savelli que bajaba por la escalera llevando en una mano los guantes de piel negra. Le seguía el cabo Zulian con una carpeta en la mano.

—¿Y qué? —preguntaron los tres casi al unísono yendo a su encuentro.

—Por lo que veo, parte del congreso se ha desplazado al hospital —respondió Savelli—. El doctor Fanti ahora está mejor, pero se ha escapado de una buena por un pelo. Le han practicado un lavado de estómago porque corría el riesgo de sufrir un shock anafiláctico con todas las porquerías que flotan en la laguna.

—¿Se le puede hacer una visita?

—No creo. Debe descansar.

—Pero ¿tú has hablado con él? —preguntó Lucio con cierto tono de aprensión en la voz.

—Un poco. Pero está tan agotado que no consigue articular palabra. No he insistido. Volveré mañana cuando se encuentre mejor y esté más descansado. Y si queréis un consejo, idos a la cama también vosotros. Aquí no hay nada que hacer.

—Sí —repuso Lucio—. Yo creo que sí. Solo quisiéramos hablar con el médico de guardia antes de irnos. Nos vemos, teniente.

—A lo mejor en mi oficina —respondió Savelli.

Se puso la gorra en la cabeza, se calzó los guantes y se llegó a la lancha del ejército seguido por el cabo Zulian. El ruido del motor se perdía poco después en la lejanía.

—¿Qué habrá querido decir? —preguntó Fossa.

—Pues… —respondió Lucio—, quizá se ha olido algo. No ocurre todos los días ver a un técnico de la Inspección de Arqueología flotando en la laguna panza arriba. Tal vez cree que nosotros sabemos algo más de lo que dejamos entender. Lo que, a fin de cuentas, es la pura verdad.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Marras.

—Vamos arriba a ver al médico de guardia —propuso Lucio—. Podemos hacernos pasar por familiares suyos. Es casi la pura verdad.

Todos asintieron y los tres entraron en el ascensor y subieron hasta la tercera planta. La crujía estaba sumida en el silencio, las puertas de las habitaciones de hospitalización estaban todas cerradas. En el pasillo los pilotos de noche difundían una ligera aureola sobre las paredes blancas y sobre los suelos de linóleo. El único espacio iluminado era el cuartito del turno de noche.

Los tres se asomaron mirando al interior. Había una mesa con una silla y una lámpara de pantalla encendida, en la pared lateral un hornillo de gas de tres fuegos con una cafetera exprés y al fondo un tabique de plástico con una portezuela de laminado. Marras dijo:

—¿Se puede? ¿Hay alguien?

Se oyó un ligero trasiego del otro lado y al poco apareció una enfermera, hermosota, que tenía todo el aire de que acababa de arreglarse.

—¿Qué desean? —preguntó con tono desabrido—. No es horario de visita, ¿quién les ha dejado subir?

—El teniente Savelli —respondió Lucio con descaro—. Somos colaboradores del grupo que tutela el patrimonio arqueológico. —Y mostró con gesto rapidísimo el carnet de su club de fútbol metiéndoselo acto seguido en el bolsillo—. El doctor Fanti —prosiguió— es colega nuestro y tiene las llaves del laboratorio científico. Tenemos que llevar a cabo un importante encargo técnico que debemos entregar mañana por la tarde y sin la llave, como usted comprenderá… Y ya que estamos aquí quisiéramos también decirle dos palabras al médico de guardia. Sabe, el doctor Fanti es íntimo amigo nuestro.

La muchacha terminó su arreglo echándose sobre la nuca un mechón de pelo, aplanado por una reciente posición supina y dijo:

—El doctor está ocupado en estos momentos. Les llevaré mientras tanto a ver al paciente. Pero debe entrar una sola persona. Está muy fatigado, exhausto y sedado.

—Pero ¿consciente? —preguntó Marras.

—Consciente pero sedado. Pudiera ser que esté durmiendo en estos momentos, mejor dicho, seguro que lo está.

Echó a andar delante de ellos y Lucio no dejó de hacer notar a los compañeros que no llevaba ropa interior debajo de la camisa.

—Bonito descubrimiento —dijo Marras sin ir más lejos en sus comentarios.

La enfermera abrió la puerta. Marras y Fossa se hicieron a un lado y dejaron entrar a Lucio. La enfermera repitió:

—Se lo ruego…, solo dos minutos. —Y volvió sobre sus pasos por el pasillo en dirección al cuartito de guardia con la solicitud de quien debe ir a terminar un trabajo dejado en suspenso.

Lucio entró de puntillas y miró a su alrededor: había encendido solo el piloto de noche en la habitación de dos camas y Agostino descansaba en la de la izquierda cerca de la puerta, mientras que la otra de su derecha estaba vacía. Se oía su respiración regular y a lo lejos de vez en cuando la sirena de un buque mercante que entraba en Porto Marghera. Lucio se acercó susurrando:

—Agostino… Agostino…, soy yo…, ¿me oyes?

—Claro que te oigo —respondió Agostino como si no pasara nada—, no estoy muerto.

—Ah. Me acaban de decir que estabas sedado.

—Un poco de Valium, eso es todo.

Agostino encendió la luz de la mesilla de noche y Lucio pudo verle bien la cara: tenía un amplio moretón en el lado derecho de la frente, el ojo derecho hinchado y semicerrado y unos rasguños en el brazo derecho hasta el codo.

—¡Por Dios! ¡Qué te han hecho!

En ese mismo instante entraron también Marras y Fossa:

—Eh, Agostino —le saludaron al verle bien despierto y con la luz encendida.

—Podemos hablar tranquilamente —dijo Fossa—, la enfermera está de nuevo ocupada con su paciente.

—Dichoso él —comentó Lucio—. Vendería el alma al diablo por estar en su lugar. Entonces, ¿quieres decirnos qué demonios ha pasado? Nos has dado un susto…

—Bueno, no hay mucho que contar, me había situado por la zona del hotel Cipriani con mi equipo, nada que hiciera mucho bulto, cabía todo dentro de un maletín que llevaba en bandolera: receptor, grabadora… y comenzaba ya a grabar cuando oigo interferencias y me veo obligado a acercarme. Me bajo a tierra por la parte del oeste, pero, justo cuando bajaba, el cable de unión de los auriculares con la grabadora se enreda en la chumacera de la barca y los auriculares se me caen al agua.

—Vaya una mala pata —comentó Marras.

—Y que lo digas —prosiguió Agostino—. Había una oscuridad completa por aquella parte: con una mano sujetaba fuerte la bolsa para que no se moviera y con la otra trataba de agarrarme a la barandilla de atraque.

—Continúa —dijo Lucio.

—En ese momento, sin auriculares como estaba, trataba de arreglármelas con los indicadores de nivel. Veía que grababa y me desplazaba buscando la mejor señal.

—Pero ¿no te dio tiempo de oír ni un fragmento siquiera de conversación antes de perder los auriculares?

—Bueno, sí, algo sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Mi inglés no es nada del otro jueves… Me pareció que decía…

Los tres compañeros estaban pendientes de los labios de Agostino que trataba de articular alguna palabra en la lengua de Albión, pero el resultado fue tan pobre que no valió la pena siquiera hacérselo repetir.

—En resumen —dijo Agostino—, yo contaba con transcribir la grabación de la cinta y luego traducirla cómodamente, ¿no?

—Así es —apostilló Fossa—, ¿y entonces, dónde está esa cinta?

—Vayamos por partes —respondió Agostino—. Bien, mientras estaba allí pendiente de observar mis indicadores de nivel, oigo un ruido de pasos, me doy la vuelta y veo a dos tipos que vienen en dirección a mí a paso ligero y con una pinta que no me gustaba nada. Enseguida comprendo las intenciones que traen: saco la casete antes de que me cojan la grabadora y la tiro al suelo. Luego ellos cogen la correa de la grabadora y se ponen a dar tirones. Yo trato de defenderme, pero noto un golpe y luego un dolor en un brazo, y en la cabeza, no recuerdo bien. Y acto seguido una sensación de ahogo…

—Está bien, Agostino, está bien —dijo Lucio—. Quédate tranquilo. No te esfuerces.

Marras se inclinó hacia atrás para echar un vistazo al pasillo, pero estaba totalmente tranquilo y silencioso. Luego se adelantó a su vez:

—Escúchame, Agostino: no necesitamos más que una información, si te es posible, y luego te dejamos dormir en paz: ¿recuerdas dónde tiraste la casete? Quiero decir, ¿en qué dirección? Podemos tratar de recuperarla, ¿comprendes?

Agostino suspiró, luego trató de concentrarse venciendo la modorra provocada por la generosa dosis de Valium que le habían suministrado.

—Hay dos tiestos de adelfas cerca de la pared: la casete la he tirado en esa dirección. En resumen, quería acertar en uno de los tiestos, pero no sé si lo he conseguido. Y luego se ha armado una tal que…

—Está bien —dijo Lucio—, no te agites. Ahora descansa y trata de recuperarte. Vendremos a verte mañana de nuevo. Si necesitas alguna cosa no te andes con cumplidos: fruta, galletas, no sé.

—Fruta está bien, gracias.

—Entonces, nos vamos —dijo Lucio—. Buenas noches.

—Buenas noches, muchachos —respondió Agostino—. Si por casualidad queréis volver allí, estad atentos: es fácil acabar dentro de la laguna y podríais coger un resfriado.

—Estaremos atentos —dijo Lucio—. Ahora duerme. Salieron fuera uno tras otro y volvieron hacia el cuartito de guardia.

—¿Qué hacemos? —dijo Fossa—. ¿Esperamos al médico de guardia para preguntarle cómo está Agostino?

—No me parece una buena idea —respondió Lucio—. Agostino rebosa salud y el médico está jugando a médicos y enfermeras con la suya, en mi opinión. Dejémosle tranquilo. Se fueron hacia el ascensor y se encontraron en la calle pocos minutos después.

—Yo me voy al hotel Cipriani —dijo Lucio—. Si no recuperamos la cinta ahora, puede que no la volvamos a ver nunca más.

—Voy contigo —añadió Marras.

—Yo también —le hizo de eco Fossa, que tenía la barca de la inspección y era, por tanto, un hombre clave en aquel tipo de situación. En pocos minutos llegaron al embarcadero y arrancaron mar adentro. Las Fundamente Nuove se alejaron rápidamente a sus espaldas y algunos minutos después no se veía más que el reflejo de las farolas en el agua negra. El tiempo refrescaba y el cielo iba cubriéndose de gruesos cúmulos iluminados en la lejanía por el imprevisto palpitar de los relámpagos.

—Lo único que nos faltaría es que se pusiera a llover —dijo Marras añadiendo en sardo una imprecación que tenía el regusto de un oscuro anatema.

—Al contrario, mejor —replicó Lucio—, con mal tiempo a nadie le darán ganas de andar por ahí y nosotros podremos actuar sin ser molestados.

—Cómo no —comentó Fossa—, y si nos cae un aguacero encima el chisme ese se irá a hacer puñetas.

—Pues, entonces, deja de refunfuñar y acelera —le exhortó Marras.

Fossa accionó la palanca del gas y la pequeña embarcación hundió la popa en el agua alzando la proa por encima de la cresta de las olas. Blancas olas espumosas se formaban al paso de la barca que comenzó a rebotar sobre las olas cada vez más altas. Apareció por fin la isla de Torcerlo y luego la embocadura del pequeño canal que llevaba hacia el hotel Cipriani. Fossa puso el motor al mínimo y avanzó lentamente hacia su destino. No había ya casi un alma por el lugar y se distinguían solo las pocas luces de los locales públicos.

—Llueve, demonios —maldijo Marras observando los diminutos círculos concéntricos que las primeras gotas de lluvia producían al caer en la superficie del agua.

—Gobierno ladrón, habría que decir —le corrigió Lucio.

—Tú siempre tienes que sacar la política a relucir —replicó Marras.

No había terminado de decir esto cuando un relámpago iluminó las entrañas de un nimbo enorme, haciendo resaltar sus bordes azulados, seguido por un estruendoso trueno. La lluvia, casi de improviso, se convirtió en un fuerte chaparrón y los tres se pusieran deprisa y corriendo los anoraks guardados junto con un traje de hombre rana y otros útiles en el racel de proa y se echaron las capuchas sobre la cabeza.

Pasaron por delante del hotel II trono di Attila, tomaron no sin dificultad entre los andamiajes y apagaron el motor prosiguiendo con el último impulso, por la fuerza de la inercia. Tenían el hotel Cipriani delante de ellos a escasa distancia, y a través de la cristalera de la entrada podían distinguirse los diligentes movimientos del conserje que alargaba a un cliente tardío la llave de su habitación.

—Por allí —dijo Lucio indicando un punto a su derecha—, me parece que son aquellos los tiestos de adelfas de los que hablaba Agostino.

—¿Tienes una linterna? —preguntó Marras a Fossa.

—Cómo no voy a tenerla —repuso el interpelado que empezó a hurgar en el racel.

—Entonces, acerquémonos y pongámonos a buscar —dijo Lucio—. Pero esta vez no quiero sorpresas. —Se volvió hacia Marras—: Tú, Stefano, sitúate pasada la esquina y estáte atento a que no llegue nadie. Alberto, mientras tanto, estará listo con la mano en la llave de encendido. A la primera señal de follón, saltamos a la barca y nos largamos a todo gas. ¿Habéis comprendido bien? Tened presente que tanto Foster como Liddel-Scott están todavía aquí dentro y quizá también los gorilas que echaron al pobre Agostino al mar, los muy hijos de puta.

Los dos asintieron y Marras fue a situarse pasada la esquina. Lucio encendió la linterna y comenzó a rastrear el terreno con el pequeño rayo de luz en torno a los tiestos de adelfas.

—¿Ves algo? —preguntó Fossa ansioso.

—No veo ni torta: me entra agua en los ojos y solo veo un centelleo —respondió Lucio con la nariz pegada al suelo en todo momento.

—Y sin embargo debe de estar por ahí. Mira detrás de los tiestos.

—¿Y si esos hubieran advertido el gesto de Agostino y hubieran cogido ellos la cinta? —preguntó Fossa desde la barca.

Un relámpago iluminó la figura arropada y un trueno ahogó inmediatamente después su voz. Lucio no le prestó siquiera oídos y prosiguió su busca.

—Yo propondría que nos fuéramos —dijo de nuevo Fossa—. Si no está, no está. El tiempo se está poniendo cada vez más feo y no sé si vamos a poder volver atrás. Aquí los hoteles cuestan un ojo de la cara y yo…

—Por Dios, Alberto, ¿quieres estarte callado, por favor? —le reprochó Lucio, más nervioso aún por el resultado evidentemente infructuoso de su búsqueda. Dirigió de nuevo el rayo de luz al interior de los tiestos, pero tampoco allí había nada. Se disponía a volver sobre sus pasos hacia la barca cuando su mirada cayó sobre una boca de alcantarilla—. ¿Y si ha terminado aquí dentro?

—¿Dónde es aquí dentro? —preguntó Fossa cada vez más impaciente.

—Aquí hay una alcantarilla. Pero necesito que alguien me sostenga la linterna. Vamos, muévete, ven aquí. Stefano debe permanecer de guardia.

Fossa abandonó refunfuñando la barca, se acercó y cogió la linterna iluminando la rejilla. Lucio se arrodilló, se sacó del bolsillo la navaja multiuso e hizo palanca con el destornillador de hoja en el borde hasta que consiguió levantarla de un lado. Fossa dirigió al punto el rayo de luz al fondo del agujero.

—¿No tendríamos por casualidad unos guantes de plástico a bordo? Me da la impresión de que este alcantarillado conecta directamente con los servicios del hotel.

—Qué desagradable eres —repuso Fossa—, los hemos acabado hoy y no he tenido tiempo de ir a comprar otros.

Lucio suspiró, se arremangó una manga y la sumergió en el líquido oscuro que llenaba el sumidero.

—Soy un hombre de suerte —dijo—, recoge también el agua que cae del alero y cae una buena lluvia.

—Bueno, si es por eso —precisó Fossa—, la lluvia son los meados de Zeus, según los antiguos. Así que siguen siendo aguas fecales.

Lucio se desentendió de las citas mitológicas de su amigo y comenzó a hurgar en el fondo cuidadosamente, hasta que una expresión de triunfo asomó en su rostro:

—¡La he encontrado! —dijo exultante—. Y mostró la casete a sus compañeros.

—Magnífico —dijo Fossa—. Entonces, larguémonos de aquí antes de que el tiempo se ponga imposible.

Volvieron a subir a la barca deprisa y corriendo y partieron de nuevo marcha atrás por el canal hacia la laguna abierta. El viento había disminuido de intensidad, pero el temporal no daba señales de amainar y comenzó a caer un pedrisco que acribillaba la cara como minúsculos proyectiles. Los tres bajaron la cabeza y se pusieron las capuchas hasta casi la nariz. Estaban saliendo del canal cuando se cruzaron con una lancha de carabinieri que seguía hacia delante al mínimo y siguiéndola con la mirada se dieron cuenta de que se dirigía hacia el hotel Cipriani.

—Me ha parecido ver a Savelli en el puente de mando —observó Marras.

—Nada más fácil —respondió Lucio—, pues, al fin y al cabo, la historia de Agostino podría considerarse como un intento de homicidio.

—Pero ¿no dijo que volvería mañana a ver a Agostino? —observó Fossa.

—Si es por esto, ya es mañana —replicó Lucio—. Es la una pasada. De todos modos, Savelli puede haber sospechado algo. Habrá llegado a alguna conclusión y ha decidido venir a echar un vistazo por aquí. Nosotros, en buenas cuentas, hemos conseguido ya lo que perseguíamos y nos vamos contentos como unas pascuas…, es un decir.

—A menos que no sea una casete de Al Bano o de los Pink Floyd —dijo Marras a quien le gustaba hacerse el cenizo.

—Venga, corta ya —le hizo callar Fossa—. No quiero ni pensarlo, después de todo el esfuerzo que nos ha costado.

En aquel momento estaban ya fuera del canal y Fossa dio gas cogiendo velocidad.

Cuando Dios quiso recalaron finalmente en el puente de la Academia, ataron la barca en un fondeadero y subieron los tres a casa de Lucio.

El dueño de la casa entregó una toalla a cada uno, luego, cuando todos se hubieron secado, se sacó del bolsillo la casete y la dejó con gesto mesurado en el centro de la mesa sometiéndola a la atención general. Nadie la tocó y nadie dijo nada hasta que llegó un té hirviendo para calentar un poco los estómagos.

—Pero ¿no se habrá estropeado? —preguntó Fossa.

—Esperemos que no —respondió Marras—. No tendría por qué. Pero ahora se trata de desmontarla para hacer una buena limpieza antes de escucharla.

Pidió que le dieran un destornillador de estrella, desmontó la parte superior de la casete y puso la cinta debajo del grifo haciendo correr por encima un abundante chorro de agua. Luego la secó con el aire caliente de un secador. Eran casi las dos de la noche cuando la casete, limpia y vuelta a montar, estaba lista para la escucha. Lucio la introdujo en la minicadena de casa y en un clima de religioso silencio pulsó el play. Se oyó un breve zumbido, luego comenzó a oírse la voz de sir Basil que conversaba con Liddel-Scott.

—¡Son ellos! —exclamó Marras—. Fantástico, les tenemos en el bolsillo.

—Espera a cantar victoria —le enfrió Fossa—. Ahora se trata de comprender lo que dice y no va a ser fácil, en mi opinión.

Lucio, que había pasado un par de años en la Universidad de Birmingham, comenzó a tomar apuntes y Marras se había situado detrás de sus espaldas para atisbar. Foster y Liddel-Scott comenzaron a hablar del congreso, del descubrimiento del grafito y del significado que podía tener. Seguían frases más bien distorsionadas de las que se comprendía en general que los dos estaban hablando de la hipótesis topográfica de Masera. Luego, en un determinado momento, cambiaron de tema y se pusieron a hablar del pergamino. La atención de todos se hizo espasmódica, en particular la de Lucio que era el más fuerte en inglés. ¡Por fin! Aquella chapuza de investigación de un grupo de completos aficionados estaba acercándose al misterio, si no a su solución. Al mismo tiempo Marras observaba con preocupación que la bobina de la cinta magnética que quedaba era cada vez más reducida. ¡Increíblemente Agostino había usado una casete de solo veinte minutos de duración!

En aquel punto se oyó que la voz de sir Basil anunciaba con cierto énfasis: «And this is what it says… Y he aquí lo que dice…».

Lucio estaba preparado con papel y pluma para intentar una trascripción, pero lo que se oyó parecía absolutamente incomprensible. Detuvo la cinta pulsando nerviosamente en la tecla de stop:

—Pero ¿qué coño de lengua es esta? —despotricó.

Rebobinó y pulsó de nuevo el play dejando avanzar esta vez la cinta hasta el final. Pero las palabras seguían siendo incomprensibles, exactamente como antes.

—La cinta se ha estropeado —concluyó Fossa con desconsuelo.

—No —replicó Marras—. La calidad del audio es la misma cuando se habla inglés, solo que nosotros somos incapaces de comprender.

—Es un poco como pasa con el etrusco —precisó Fossa—, se lee pero no se comprende.

—Yo sé por qué —les interrumpió Lucio—. Si Foster está leyendo el texto del pergamino, entonces con toda probabilidad se trata de veneciano del siglo XIV pronunciado con acento británico. No lo conseguiremos nunca aunque lo escuchemos cien veces. En mi opinión, mientras él leía en voz alta, le había dado a Liddel-Scott una copia en papel con las transcripciones de modo que podía seguir el texto escrito mientras su jefe leía.

—Tienes razón —admitió Marras—. Es la explicación más lógica. Escuchad, dejémoslo correr, no lo vamos a conseguir nunca. Para mí es como si fuese chino, o turco.

—También para mí —dijo Fossa.

—Un momento —replicó Lucio—. Todavía queda una esperanza.

—¿Y cuál es? —preguntó Fossa.

—Barrese. Rocco Barrese. Es un genio de la filología, un prodigio lingüístico, su cerebro contiene decenas de diccionarios con todas las concordancias e interrelaciones. Barrese puede distinguir una palabra de calabrés dentro de una frase en siciliano, conoce cada matiz dialectal y tiene el oído más entrenado que se pueda imaginar. Ya le telefoneo yo.

—Estás loco, son las tres menos veinte —dijo Marras lanzando una mirada a su hombre rana.

—Me mandará al diablo —repuso Lucio.

Y sin más pérdida de tiempo levantó el auricular y marcó el número del insigne catedrático. El teléfono sonó largo rato y luego una voz somnolienta e irritada al propio tiempo vociferó:

—Pero ¿quién es a estas horas?

—Barrese, soy yo, Lucio Masera. Perdona…

—Ah, eres tú. No, hombre. Es que normalmente no recibo llamadas a estas horas de la noche. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema hermenéutico?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Lo sabía. No se puede sacar de la cama a un genio como yo si no es por un problema de este tipo. Desembucha.

Lucio le contó la historia de la cinta pero sin entrar demasiado a fondo en el asunto que había detrás.

—¿No será una broma? —dijo al final Barrese—. Puedo intentarlo. Ven mañana a eso de las dos.

—Por desgracia la cosa urge, de lo contrario no te habría despertado. Podría contener elementos que hicieran necesaria una intervención inmediata. Sería demasiado largo de explicar ahora. La verdad, si estás demasiado cansado…

—Estoy lleno de curiosidad, hijo de puta. Muévete que te espero.

—Tengo a unos amigos conmigo.

—Tráetelos a ellos también. Mientras tanto, yo preparo un café fuerte. Si no he entendido mal, me parece que nos llevará hasta el amanecer.

—Creo que has entendido muy bien —respondió Lucio. Luego, vuelto hacia sus amigos, agregó—: Vamos, nos espera.

Cogieron la casete y se prepararon para bajar cuando el sonido del timbre les paralizó.

—Dios mío, ¿quién puede ser a estas horas? —dijo Lucio.

—No lo sabrás nunca si no respondes al interfono —sentenció Marras.

—¿Y si fueran los carabinieri? —preguntó Lucio—, quizá lo mejor es que aparentemos que no pasa nada.

—Vamos, habrán visto la luz encendida —dijo Fossa—. Es mejor que respondas.

Lucio levantó el interfono y preguntó:

—¿Quién es?

—Perdona —respondió una voz queda desde abajo—. Soy Milena. Volvía a casa y he visto la luz encendida… Sabes, de repente me he dado cuenta de que es a ti a quien quiero y que no podría…

—¡Oh, santo cielo! —exclamó Lucio—. ¿Y vienes a llamar al timbre a estas horas para decirme estas chorradas?

—Pero estaba la luz encendida —insistió la voz desde abajo.

—Escucha, querida, vuelve con tu pintamonas y que no te vuelva a ver más por aquí. Tengo otras cosas que hacer y tus arrepentimientos me la refanflinfan. ¿Ha quedado claro?

—Sí, está claro… —lloriqueó la voz desde abajo.

—Vale, bien —concluyó Lucio volviendo a colgar el auricular—. Y ahora movamos el culo.

Fossa le miró estupefacto mientras meditaba sobre lo efímeros y pasajeros que son los sentimientos humanos.

Marras, en cambio, no pudo dejar de intervenir al parecerle un delito mandar al diablo a aquella preciosidad:

—Pero la pobre… se ha arrepentido…

—Arrepentido una mierda —replicó Lucio mientras tomaba por la rampa de la escalera—. Yo no vuelvo con una tía que ha estado con ese cachas de gimnasio. Yo soy un intelectual, por Dios, y quiero que se me respete. Y si queréis que os diga lo que pienso de las mujeres en este momento… Pues bien, pienso como el poeta.

—¿Es decir? —insistió puntilloso Marras.

Estaban ya en el exterior. Lucio se detuvo, alzó el dedo índice y declamó con énfasis:

Per leí assai di lieve si comprende

quanto in femmina foco d’amor dura

se l’occhio o l’tatto (y mientras pronunciaba la palabra

«tatto» hizo un gesto obsceno) spesso non l’accende[14].

—Bien —insistió Marras—, si no te vas a ofender, quisiera intentar consolarla yo.

—Haz lo que te parezca —fue la respuesta—. Yo ahora he alcanzado ya la paz de espíritu, si no la de los sentidos.

Se encaminaron a pie recorriendo las calli de la ciudad ya casi completamente desierta. Solo algún bar estaba aún abierto y algún restaurante con los últimos clientes que hacían tiempo esperando que dejara de llover del todo.

Barrese les vio llegar desde la ventana y abrió antes de que tocaran el timbre, luego se puso a esperarles en batín en el rellano hasta que hubieron subido los cuatro tramos de escalera de puntillas. Allí les saludó uno por uno y les hizo acomodarse en torno a la mesa de la cocina mientras el café borboteaba en la cafetera, difundiendo su aroma por toda la casa.

—Bueno, ¿qué es todo este misterio? —preguntó mientras vertía el líquido negro y humeante en las tacitas.

Lucio extrajo la casete:

—Está todo aquí dentro. Espero que tengas una cadena de música.

—Por supuesto que la tengo. Trae para aquí.

Se fue a la estancia contigua y puso la casete en el aparato. Luego volvió para sentarse. Pasó la parte en inglés y luego vino la siguiente. Barrese se llevó las manos a las sienes mientras los otros le miraban en silencio sin atreverse siquiera a sorber el café para no hacer ruido. Finalmente Barrese levantó la cabeza:

—Es veneciano, de esto no cabe duda, pero daría un dedo de la mano derecha por poder leerlo en el original.

—No se entiende ni papa, ¿verdad? —previno Fossa ya evidentemente extenuado y deseoso de coger una cama a cualquier precio.

—¿Quién dice eso? —replicó Barrese resentido.

—Yo pensaba que…

—Tú no debes pensar. Lo que debes hacer es tomarte todo el café y punto. Soy yo quien ha de pensar aquí, ya que me habéis sacado de la cama a esta hora increíble. Venga, haz algo útil, más bien, vete para allí y dale al retroceso hasta que yo te diga basta.

Fossa obedeció y se fue a la habitación contigua con su tacita. Los otros dos se tomaron su café en silencio y estuvieron observando a Barrese que escuchaba una y otra vez aquellas palabras incomprensibles. De vez en cuando garrapateaba alguna cosa en un gran bloc de notas o suspiraba. Lucio, en un momento dado, echó una ojeada a un viejo despertador que hacía tictac quedamente sobre un aparador y vio que marcaba las tres y cuarto. En el mismo instante Barrese alzó el dedo y dijo:

—Alto.

Marras, medio dormido, se sobresaltó y casi se cayó de la silla. Lucio, asomándose al estudio, repitió:

—¡Ha dicho alto!

Fossa obedeció; al cabo de un instante se reunió con la cuadrilla en torno a la mesa de la cocina.

—Ya lo tengo listo —anunció Barrese—. ¿Lo queréis en veneciano del siglo XIV o traducido al italiano?

—Ya puestos —respondió Lucio—, mejor en italiano, pues así nos quedamos más tranquilos.

—Sí, es mejor, tanto más cuanto que hay intercalados una serie de latinismos.

Lucio y sus amigos se prepararon para el gran acontecimiento: desde una distancia de siete siglos un mensaje medio borrado por la prolongada inmersión en el agua, recuperado por una máquina futurista, grabado en otro soporte caído también en el agua, exactamente en el agua de una alcantarilla, descifrado por una mente humana superior, era finalmente comunicado, desvelaba su contenido, o al menos así lo esperaban todos.

—Hay lagunas en ciertas partes, obviamente —precisó Barrese.

—Obviamente —respondieron al unísono todos los presentes.

Y Barrese declamó:

—… Laguna…

—Pues empezamos bien —comentó en voz baja Stefano Marras.

—… fue tal el dolor por aquella pérdida que se enfermó gravemente…, laguna… Se lamentaba e invocaba a la muerte si la obra no era encontrada…, breve laguna… pues durante muchos años antes le había dejado agotado

Marras y Fossa se miraron a la cara el uno al otro como diciendo «¿Entiendes tú algo?», mientras Lucio parecía completamente absorto, en las nubes, como solían decir sus amigos. Barrese continuó al cabo de una breve pausa:

—Aquí hay una laguna muy larga de dos o tres líneas y luego continúa… a uno que la había ya tenido, de esconderlo en el cuerpo de un apestado…, laguna…, en los cimientos del convento de Boccalama.

Lucio parecía casi presa de un temblor de tan pendiente como estaba de las palabras. Y Marras notó que su mano, casi imperceptiblemente, se deslizaba dentro de la carpeta, sacaba una hoja con la copia del grafito grabado en el palmejar de la nave y la dejaba lentamente sobre la mesa como si quisiera evitar incluso aquel imperceptible crujido.

Barrese sorbió de nuevo una gota de café del fondo de la tacita. Luego se encendió un cigarrillo y se dirigió a sus oyentes:

—Casi está terminado —dijo—, un par de líneas más. Espero que vosotros hayáis entendido algo, porque lo que es yo por ahora no entiendo gran cosa… Entonces… tras volver con su señor, murió…, laguna…, seis meses después le llegó al hijo que se alegró mucho por ello. He escrito esta carta y grabado en la madera la posición…, laguna…, puede encontrarse…, laguna… antes de que el veneno…, última laguna. El texto acaba aquí.

Barrese dejó su gran bloc sobre la mesa y apagó el pitillo. Del campanario de Sant’Alvise llegaron cuatro toques sombríos y luego uno más leve y argentino. Las cuatro y cuarto.

—He aquí por qué Foster tenía tanto interés en conocer tus conclusiones topográficas —dijo Marras—. Este grafito indica dónde se halla enterrado algo gordo y terrible…, si lo escondieron dentro del cuerpo de un apestado, y hundieron la nave que llevó a cabo la misión y envenenaron al capitán. Si no he entendido mal.

—Más o menos —aprobó Barrese.

—Pero ¿de qué se trataba? Ahí te quiero ver —dijo Fossa.

Todos se volvieron hacia Lucio que estaba garrapateando algo en su hoja y trazaba líneas con la ayuda de una regla que había cogido de la mesa de Barrese.

—Si Lucio consigue localizar el punto la cosa está hecha: hacemos un hoyo, encontramos el cadáver, o lo que quede de él, y vemos qué contiene —dijo Marras.

—¿Un tesoro? —se preguntó Fossa.

—Un secreto de Estado, quizá… —aventuró Barrese.

Marras sacudió la cabeza:

—Algo más…, algo más… No se justifica toda una cadena de espantosas y criminales precauciones por un banal tesoro o por un secreto de Estado, por más importante que este sea… Aquí todo es exagerado, diría que excesivo…

Siguió un largo silencio interrumpido de vez en cuando por hipótesis más o menos plausibles o por simples ocurrencias.

—Y si fuese… —empezó a decir Fossa.

—A mí no me parece que se sostenga —respondió Marras antes incluso de que hubiera terminado.

—Pero si no me dejas hablar… —replicó el otro, picado.

—El hecho es que —observó Barrese— hay que interpretar y comprender la mentalidad de un individuo que vivió hace siete siglos, una psique probablemente desequilibrada por la obsesión de la peste que recurrió a un macabro escondite, para ocultar quizá algo que le concernía personalmente…, alguna pesadilla suya…

—¡Y por la que hace varios años yo me demacro[15]! —exclamó de improviso Lucio, interrumpiendo bruscamente las elucubraciones de la lumbrera como si el Espíritu Santo en persona le hubiera inspirado aquellas palabras.

—¿Qué has dicho? —preguntó Barrese.

—Es evidente —prosiguió Lucio—, ¿cómo ha dicho? «La obra que durante muchos años antes le había dejado agotado». Es la paráfrasis de ese verso, un verso de Dante referido a su poema. ¡El tesoro no es sino la Divina Comedia!

Todos le miraron demudados y por la expresión de cada uno de ellos se adivinaba que estaban tratando de reunir los elementos de prueba de que disponían para refutar aquella enunciación tan manifiestamente exagerada y clamorosa. Fue Marras quien rompió el silencio:

—Puedo comprender que a uno le guste la Divina Comedia —comentó a todas luces desilusionado como si su amigo hubiera anunciado con tanto énfasis el descubrimiento del Mediterráneo—. Pero llegar hasta el extremo de esconder un libro por más hermoso, noble e importante que sea…

—Pero ¿es que no te das cuenta? —reaccionó Lucio—. Razona con la mentalidad de la época. Estamos hablando del autógrafo, de la copia única, del poema pergeñado de puño y letra del mismo Alighieri, de un tesoro universal, de un patrimonio absoluto de la creatividad humana. En ese momento único, irrepetible, insustituible, irrecuperable. Una pérdida de este tipo justifica plenamente que el Autor sufriera un estado depresivo de tal importancia como para provocarle la enfermedad y la muerte. ¿Comprendes ahora?

—Estamos cansados —dijo Marras meneando la cabeza—. Estamos montando el número: quizá es mejor que nos vayamos todos a dormir. Mañana, con la mente fresca, quizá…

—Pero está claro, ¿es que no comprendes? —insistió Lucio que ya viento en popa no se dejaba amilanar por ningún tipo de escepticismo—. Pensad por un momento: Dante murió en su viaje de vuelta a Venecia, exactamente como el personaje al que hace referencia nuestro texto, que sufrió una pérdida de tal importancia como para hacerle caer enfermo y luego acabar con su vida.

—Podría haber sido la pérdida de un hijo… —objetó Fossa.

—Mucho más —replicó Lucio—. Imaginaos que Dante pierde, o mejor dicho, que le roban el autógrafo de su poema, la obra en que «puso mano cielo y tierra, / tal que hace años por él yo me demacro». Pensad en ello por un momento: todo coincide, incluso la época. Imaginaos la escena: Dante llega a Venecia invitado por Guido Novello da Polenta, el señor al que hacen referencia las últimas palabras de nuestro texto. Tiene consigo el manuscrito de su poema del que no consigue separarse porque sigue retocándolo, perfeccionándolo. Alguien se entera: un maníaco, un cazador de rarezas. La cultura en Occidente se está despertando y los venecianos en particular, que están desde hace tiempo en contacto con la civilización bizantina, saben qué cosa significa, qué inmensas consecuencias puede tener este despertar, qué inconmensurable valor podrán tener las obras básicas de la civilización occidental…

Barrese, que llevaba un buen rato callado, se pasó una mano por la frente, luego levantó el dedo índice como reclamando la atención de los presentes:

—¿Alguno de vosotros conoce la epístola de Dante a Cangrande della Scala? —preguntó.

—Bueno, sí —respondió Fossa—, pero si tuviera que decir de qué trata me vería en un serio apuro.

—Es una especie de dedicatoria del poema al mismo Cangrande, si no recuerdo mal —dijo Marras—. Pero no sabría decir nada más.

—Así es, más o menos —confirmó Barrese—, pero también es mucho más. Si la carta es auténtica, y no parece que haya ya ningún motivo para ponerlo en duda, Dante afirma en ella conceptos que hoy podrían parecer delirantes y que en su época podrían haberle costado la acusación de herejía y quizá también la hoguera.

—Continúa —dijo Fossa.

—Dante, en sustancia, viene a afirmar que lo que describe en la Divina Comedia, o sea, el estado de las almas después de la muerte, es el recuerdo parcial, pero básicamente fiel, de lo que él vio realmente.

—Bueno, quizá él lo creía de verdad —comentó Lucio—. No me extrañaría que su grado de concentración hubiera alcanzado un estado alucinatorio: la fuerza de determinados pasajes es asombrosa, apocalíptica…

—Apocalíptica es la palabra justa —prosiguió Barrese— y Dante se atreve a establecer un paralelismo entre su propia experiencia y la de san Juan de Patmos. Ello hubiera bastado para mandarle a la hoguera, de haber podido el Papa echarle el guante. Aquí podría estar la clave de esta presunta sustracción del manuscrito. Por no hablar de posibles lecturas de tipo iniciático de la Divina Comedia. Y si su antepasado Cacciaguida hubiera sido templario, ¿por ejemplo? Dante habría podido heredar por razones que ignoramos una tradición gnóstica o sincretista propia de ciertas desviaciones doctrinales que generalmente se atribuyen a los templarios. Más que un fetichismo cultural, que me parece prematuro en esa época y en esa situación concreta, yo vería aquí la sustracción de un objeto mágico, de un instrumento de iniciación en secretos de lo contrario inaccesibles. Quizá incluso un ritual de algún tipo desconocido para nosotros… —Suspiró—. Tal vez estoy desvariando…

Marras trató de retomar el hilo de pensamientos más prácticos y realistas:

—Pero si la hipótesis de la sustracción del autógrafo es cierta —preguntó—, ¿de dónde procede el texto que ha llegado hasta nosotros, el que estudian todos en el instituto?

—De una copia —replicó Lucio—. «Seis meses después llegó al hijo que se alegró mucho por ello». Nuestro misterioso ladrón le hizo hacer una copia (se necesitaron seis meses para hacerla) o la hizo él mismo, y la mandó al hijo del poeta: Pietro, seguramente, quien se encargó del primer comentario. El cual recibe una gran alegría. Quizá estaba desesperado de no conseguir encontrar la obra paterna entre sus papeles. Y he ahí el inesperado golpe de fortuna: el manuscrito llega de Venecia, probablemente sin remitente.

—Pero como Pietro conocía seguramente la caligrafía de su padre, pues se supone que mantuvieron una larga correspondencia, ¿cómo no se dio cuenta de que era de otra mano? ¿Y cómo excluir que el padre no se lo dijera? Imagino que Pietro debió de darse cuenta, desde luego, a la cabecera de su padre enfermo y moribundo.

—Quizá se dio cuenta, quizá fue Dante mismo quien se lo dijo, pero Pietro no reveló nada a nadie, y la cosa no debe extrañar. ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar? ¿Lo habrías hecho público y habrías comentado el mayor poema de todos los tiempos, escrito por tu propio padre recién desaparecido, especificando que no era el manuscrito original? ¿Es esta la razón del comentario de Pietro di Dante a la Divina Comedia, mejor dicho, a una copia redactada por un desconocido, porque el original se lo mangaron? No. No lo habrías dicho nunca, no lo habrías hecho nunca. Si Pietro recibió la copia y la reconoció como tal, no se lo dijo nunca a nadie y se llevó con él el secreto a la tumba.

Barrese, que no había dicho ni media palabra hasta aquel momento, se limitó a decir:

—Oh, Dios mío…

—Pero qué grotesca manera de esconder el manuscrito, siempre y cuando se trate de él —observó Fossa.

—Lo más seguro. ¿Quién podía ir a hurgar en la panza del cadáver de un apestado? ¿Y quién fue el encargado del asunto? «A uno que la había ya tenido», o sea, la peste. A alguien inmune a ella.

—¿Como los monatti[16] de Manzoni? —preguntó Fossa.

—Exactamente. Solo que la palabra manzoniana tiene su origen en el siglo XVII y es de raíz germánica, de monat, «mes», porque, si mal no recuerdo, se les pagaba o se les contrataba por meses. Probablemente a ese hombre se le encarga que transporte en su nave a los muertos de una epidemia y entre ellos también el cadáver en el que se hallaba escondido el tesoro. Lo desembarca en tierra y lo entierra y acto seguido vuelve a bordo. Y aquí se consuma el último acto del drama. Alguien, probablemente los miembros de una tripulación, casi me atrevería a jurarlo, muy reducida, y seguramente dependientes de quien había encargado la misión, hicieron unos agujeros en la quilla y encerraron a nuestro hombre en la bodega antes de irse, sin conocer el motivo para el que les habían ordenado aquel crimen. El instigador del asesinato quiere asegurarse a tal punto del secreto de su acción que manda envenenar incluso a su víctima. Quizá un veneno de efecto retardado. Existen y existían también entonces. En el momento en que la nave se está hundiendo, el pobre hombre hace lo posible para transmitir la verdad a la posteridad. Escribe estas pocas líneas en una hoja de pergamino que es encontrada siete siglos después por un señor inglés un poco hijo de puta llamado Michael Liddel-Scott que la esconde. Pero hace las cuentas sin el huésped, es decir, nuestro amigo Agostino Fanti, a quien Dios bendiga, consigue grabar su conversación con sir Basil Foster. Y aquí la tenemos.

Los presentes estaban tan desconcertados por aquella reconstrucción de los hechos en apariencia tan absurda, pero tan intrigante al mismo tiempo, que no sabían si buscar otros argumentos para rebatirla o aceptarla sin más como verdadera. Lucio, cada vez más convencido de lo que decía, retomó su perorata sobre su hipótesis.

—¿Y os habéis preguntado cómo es que no existe una sola palabra en toda la literatura crítica sobre los orígenes del autógrafo de Dante de la Divina Comedia? ¿Qué fin tuvo un documento tan importante? Y en vista de que el primer comentario del poema lo firma su hijo Pietro, cabría suponer que en ese momento el manuscrito estaba en manos seguras capaces de transmitirlo a la posteridad. En el fondo contamos con documentos originales mucho más antiguos que la Divina Comedia.

Barrese enarcó las cejas:

—Lo del manuscrito perdido, o del manuscrito como fetiche, es un mito romántico: a los antiguos les traía sin cuidado.

—Perdona, pero la cosa no es tan así: ya en la época helenística el rey Tolomeo II pidió a los atenienses que le prestaran un autógrafo de Eurípides para sacar una copia para la gran biblioteca de Alejandría, luego devolvió la copia, por otra parte lujosísima, y se quedó con el original. Obviamente los atenienses tuvieron que aguantarse y fingieron que no pasaba nada, pues no podían permitirse contrariar al rey de Egipto. En la época romana las fichas con los apuntes autógrafos de Plinio para la Historia natural iban a parar a la subasta a unos precios exorbitantes a los pocos meses de la muerte de su autor y también en la Edad Media se conocía muy bien el valor de un autógrafo. No hacían otra cosa que producir copias manuscritas, qué demonios, y sabían perfectamente qué ocurría cuando pasaba de unas manos a otras. Y si queréis que os diga mis conclusiones a este respecto, ya que estamos en ello, pues esto explica también por qué el autógrafo fue descuidado hasta el punto de que se perdió su rastro. Algo bastante poco probable, si bien se mira, pero que ahora se explica, a la luz de este documento, por la desilusión y la frustración del heredero que tiene el convencimiento interior de que la preciada reliquia del genio paterno se ha perdido para siempre. ¿Para qué alabar, conservar, poner el acento en una falsificación? Tanto más cuanto que las copias comienzan pronto a circular y vale tanto una como otra.

—Pero ¿por qué esconder el manuscrito de ese modo? —preguntó Marras.

—Bueno, esto no sabría decirlo. Probablemente nuestro hombre quería montar una especulación de inmensas proporciones o, si la hipótesis de Barrese es acertada, quería para él solo un texto que suponía o creía que contenía mensajes iniciáticos y debía estar completamente seguro de la inviolabilidad del escondite. No encuentro otra explicación, a la que cabría añadir además una cierta dosis de locura que nunca falta en individuos de este tipo. De todos modos, el autor del mensaje en pergamino debía de estar en un primer momento de acuerdo con el instigador y al corriente del robo. De ahí su implicación que la expresión dantesca deja traslucir mediante su dramático testimonio.

Fossa, ya conquistado, se encogió de hombros:

—Bueno…, sin duda es una hipótesis fascinante, pero…

—Demasiado bonita para ser cierta —se le adelantó Lucio—. Pudiera ser. Pero olvidas que tenemos la posibilidad de intentar una comprobación…

—¿La excavación? —se le adelantó Marras meneando la cabeza—. Me parece que, en cualquier caso, tenemos escasas posibilidades de éxito. Quien hizo esconder el autógrafo de ese modo debió de volver para recuperarlo, a menos que imaginemos que hizo todo esto solo por una especie de macabro ritual mágico cuyo significado se nos escapa.

—La excavación —repitió Fossa—. La excavación…, Dios mío, ¿te la imaginas? ¿El autógrafo de Dante? No, tiene razón Stefano, es imposible, no quiero ni pensarlo. Pero…, diablos, si tuviéramos la potra…, titulares a nueve columnas en la primera página de todos los periódicos del mundo. Reportajes de televisión en todas las cadenas del planeta, difusión en internet, recepción en el Quirinal, quizá incluso el premio Nobel de cultura, admitiendo que exista.

—No, no existe —le paró los pies Marras—. Existe el de literatura, pero nosotros no hemos escrito nada tan importante. Y en cualquier caso hemos de dar con el sitio en el que está el enterramiento. Lucio, tú eres el topógrafo. Y ya puestos, apúntate un tanto localizándolo.

Fossa pareció volver a la realidad en aquel momento. Abrió su carpeta y dijo:

—Quizá sí pueda apuntarme un tanto. Ayer por la tarde me pasé por el laboratorio de análisis para recoger los informes médicos de los huesos del esqueleto encontrado en el pecio y todavía no he tenido tiempo de echarles un vistazo.

Barrese se volvió hacia Lucio:

—¿Te refieres a esa calavera que me pusiste sobre la mesa la otra noche?

—Por supuesto. Si mi hipótesis es exacta: él es nuestro hombre, es decir, el que dejó escrito el texto que hemos escuchado hace unos momentos. Valor, Alberto, abre el sobre.

Fossa así lo hizo y el ruido del papel al desgarrarse resonó casi ensordecedor en aquel silencio de la mañana, en el recinto cerrado de la habitación llena de humo. Luego se puso a leer y una expresión de estupor y de satisfacción al mismo tiempo asomó en su rostro. Mostró a su alrededor el informe médico donde aparecía bien visible, junto con los resultados de los demás análisis, la frase: «Restos de arsénico en el tejido óseo».

—¡Bingo! —exclamó Lucio—. ¿Qué os decía? ¡Y espero que ahora no volváis a hablarme más de coincidencias!

Todos se miraron a la cara impresionados por aquella ulterior, inesperada revelación. Estaban todos pálidos y con ojeras, muertos de cansancio por la noche en blanco y por las emociones vividas, pero saltaba a la vista que ninguno de ellos hubiera querido irse a dormir por nada del mundo.

—Llegados a este punto, solo queda la localización de esa sepultura —concluyó Marras.

Lucio echó una ojeada a sus apuntes y a sus dibujos:

—Yo he elaborado una hipótesis —dijo—. Evidentemente, el punto en que se encontraba la investigación hacía absolutamente prematuro un anuncio en el congreso.

—Evidentemente —asintieron todos los demás—. Pero dadas las circunstancias tanto da cantar de plano. O todo o nada. Así, pues, a mi entender existe una posibilidad de que las líneas intersecantes que aparecen en la parte derecha del grafito, quiero decir a la derecha para quien lo observa hacia la proa, son la prolongación del perfil de la pared sur del antiguo monasterio de San Marco y del perfil norte del muro del claustro que sigue en un sentido oblicuo respecto al plano del edificio principal. Aquí está —dijo indicando una sección del dibujo que había reproducido en una hoja de papel—. Como podéis ver, estos son los levantamientos topográficos de los dos muros a los que me he referido antes y se nota perfectamente que el ángulo de incidencia corresponde al que vemos en el grafito. Puede ser una coincidencia casual, pero no hay que desestimarla. Ahora observemos esta figura en forma de rombo que aparece dentro de la intersección. Quien grabó la madera quiso indicar el punto de encuentro de las dos perpendiculares trazadas desde el centro de las dos líneas resultantes de la prolongación de la pared del claustro o de la pared del convento. Este símbolo, seguido de una cifra, indica una unidad de medida de la época, la pértica veneciana, cuyo valor se conoce exactamente. De la intersección de las dos perpendiculares parte otra línea cuya prolongación dividiría exactamente en dos el ángulo interior del rombo, pero que lleva otra indicación en pérticas en dirección al muro de levante del monasterio. Allí, podría estar la sepultura del apestado que tiene en la panza el autógrafo de la Divina Comedia de Dante Alighieri.

Marras observó en silencio la reconstrucción de Lucio y luego se la pasó a Fossa:

—¿Qué te parece? —le preguntó.

—Podría ser, ¿por qué no? En el fondo, tiene su lógica. El trazado de los muros resulta aún legible y fue levantado tal como se acostumbra hacer. En efecto, su prolongación corresponde exactamente a este ángulo. Así pues, si las premisas son ciertas, podrían serlo también las consecuencias. Solo quisiera hacer notar una cosa.

—¿De qué se trata? —preguntó Lucio.

—Esta hoja: es una fotocopia.

—¿Qué?

—Mira tú mismo.

Lucio examinó la hoja y asintió:

—Tienes razón, diablos.

—¿Y dónde está el original?

Lucio sacudió la cabeza:

—Que me parta un rayo si lo sé.

—Parece una especie de recurrencia histórica —observó Barrese—. Estamos hablando de copias y de originales y he aquí que tu documento resulta ser una fotocopia. Curioso, ¿no?

—Más que curioso, sospechoso —replicó Lucio—. Si alguien ha hecho la fotocopia, la hizo a escondidas. Se trata de un estudio no publicado y por tanto no destinado a la circulación. En cualquier caso, es un hecho ilegal.

—¿Quién puede haber sido? —se preguntó Marras.

—No debería ser difícil establecerlo —observó Fossa—. Puedes reconstruir tus movimientos en estos dos días y tratar de recordar cuándo dejaste de vigilar tu bolsa cerca de la fotocopiadora.

—Trae, déjanos ver —dijo Marras de improviso lleno de curiosidad.

Lucio le pasó la hoja y la dejó bajo la lámpara de mesa de Barrese mientras la examinaba con atención, luego cogió un abrecartas y señaló un punto en medio de la hoja.

—¿Veis aquí? Hay esta señal transversal. Puede ser un rasguño en el cristal, por ejemplo. En cualquier caso, las posibilidades se reducen. De fotocopiadoras disponibles durante tus últimos desplazamientos solo hay dos: la primera está en nuestra oficina de la cooperativa de excavación. La segunda en la Fundación Cini donde diste la charla ayer.

Lucio trató de recordar:

—Ahora que me haces pensar en ello, me pasé también por la copistería al volver de la obra para hacer unos pocos calcos de los dibujos de la excavación. Pudiera ser que el dependiente, por error, fotocopiara todas las hojas contenidas en la carpeta. Y si las cosas sucedieron así, el original estará aún en la copistería.

—Pero supongamos que, por el contrario, hubiera sido fotocopiado en la Fundación Cini, por ejemplo. Allí estaban tanto Liddel-Scott como sir Basil Foster. ¿Te parece que dejaste la bolsa sin vigilar?

—Bueno, sí. ¿Cómo se va uno a imaginar que en un congreso de estudiosos, en una reunión de hombres de pro, hay que estar vigilando las propias cosas por si a uno se las roban…?

—Bien —prosiguió Marras—. A esta hora está todo cerrado y no podemos realizar ninguna comprobación, pero supongamos entretanto que Liddel-Scott tiene el original de esta hoja. ¿Podrían estas anotaciones al pie permitirles sacar conclusiones?

Lucio miró el apunte escrito a pluma a pie de página en el gráfico, «sitio para un posible sondeo», y se quedó largo rato en silencio.

Barrese se puso en pie:

—Chicos, es la hora del desayuno. En vista de que llegados a este punto no podemos resolver nada, yo propondría una doble opción: o los cruasanes calientes del horno de la esquina de aquí abajo o una buena ración de huevos fritos y panceta en mi casa. Tengo el colesterol a doscientos ochenta pero me importa un comino.

—Yo normalmente tomo un capuchino, descafeinado —dijo Fossa como si estuviera ya en el bar.

—Yo me inclino por los cruasanes —propuso Marras como si su amigo no hubiera hablado—. Así tomamos también una bocanada de aire. La necesitamos.

Se levantaron uno tras otro y siguieron a Barrese escalera abajo. Apenas salieron a la calle percibieron muy fuerte el efluvio a cruasanes calientes que llenaba el campo y pudieron casi seguir el rastro con el olfato. El horno era el único local iluminado en la oscuridad del soportal y difundía una sensación de calor en aquella mañana más bien fría, casi un anuncio del otoño.

—¡Bepi! —pidió Barrese—, media docena para empezar, y dile a Teresa que ponga la cafetera grande que vamos a tomar todos café.

El interpelado se puso enseguida manos a la obra, mientras Lucio parecía cada vez más absorto en sus pensamientos.

Marras se le acercó y le puso una mano en un hombro:

—Déjalo correr, probablemente no es nada. A lo mejor estoy en un error. Y no se puede decir que tu hipótesis no sea una reconstrucción de coincidencias. Tan atractiva que nos ha fascinado a todos, pero no necesariamente verdadera.

El aroma del café recién hecho se mezcló con el de los cruasanes calientes creando una especie de densa atmósfera epicúrea.

—¿Y los restos de veneno en los huesos de aquel hombre?

—El arsénico se acumula también por razones naturales, ¿no lo sabías? El parte médico habla de restos, no de cantidades específicas. Los huesos pueden haberlo absorbido del agua. ¿Tienes idea de cuántos venenos han sido vertidos en estos parajes en los últimos cuarenta años? Estamos enfrente de Marghera, ¿sabes? Probablemente si hicieras analizar otros huesos se encontraría la misma cantidad de arsénico y probablemente plomo, mercurio, y quién sabe cuántas otras porquerías…

—Agostino… —dijo de improviso Lucio.

—¿Qué pasa con Agostino?

—Debería tener aún las llaves de la hospedería de la Fundación Cini. La fotocopiadora está allí.

—Admitamos que así sea. ¿Y luego qué?

—Pues luego, si tengo elementos suficientes para considerar que han sido ellos, yo…

—¿Qué? —repitió Marras con la boca llena.

—No sé…, pero estoy sobre ascuas. En resumidas cuentas, podrían llegar, quiero decir, sacar las mismas conclusiones que he sacado yo. No son unos estúpidos.

—En absoluto, no lo son. Sin embargo, la tuya sigue siendo una hipótesis muy improbable. Olvídate de poder volver al hospital: a esta hora no nos dejarían entrar ni en el vestíbulo.

—Podríamos entrar por la puerta de urgencias, yo finjo haberme dislocado un hombro, que sé yo… y tú vas a ver a Agostino.

—Ni lo pienses. Oye, te propongo hacer la única investigación posible a estas horas de la mañana. Intentemos llamar a Savelli: podría andar aún por ahí.

Marras cogió del bolsillo el móvil y marcó un número.

—¿A quién telefoneas a esta hora? —le preguntó Fossa después de haber engullido el último bocado.

—A Savelli. Si anda aún por ahí podría responderme. Ahí está, en efecto… Hola, teniente, soy Stefano Marras.

—¡Stefano! Eres madrugador. ¿Qué haces levantado a estas horas de la madrugada?

—He de preparar la jornada de excavación y ayer no tuve tiempo de hacerlo, con el asunto del pobre Agostino. Escúchame un momento, ¿me equivoco o has estado por la zona de Torcello, digamos en el hotel Cipriani?

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho un pajarito. Digamos que tu lancha andaba por el pequeño canal a eso de las dos de esta madrugada.

—Estás bien informado.

—Bastante.

—¿Buscabas a Foster, por casualidad?

—Esto a ti no te incumbe, creo yo.

—Hasta cierto punto. Agostino es amigo mío. Dime solo si le encontraste y si por casualidad estaba también Liddel-Scott.

—El recepcionista dijo que sí, que estaban los dos en sus habitaciones.

—Pero ¿tú te aseguraste de ello?

—Por supuesto. Mentía o, en cualquier caso, no estaba bien informado.

—¿Y cómo puedes asegurarlo, si me permites la pregunta?

—Porque están regresando en este mismo momento. Me despido. Hablamos más tarde.

—Foster y Liddel-Scott están regresando al hotel Cipriani justo ahora. Me lo acaba de decir Savelli, que no les deja ni a sol ni a sombra —dijo Marras a los amigos.

—Me gustaría saber dónde han estado hasta ahora —comentó Lucio—. Y si he de decir la verdad, la cosa me preocupa. Liddel-Scott es alguien que está perfectamente capacitado para efectuar un sondeo y no sería la primera vez que sustrae restos arqueológicos de importancia fundamental de una excavación.

—Vamos —dijo Marras—, de noche…

—Quien lo ha intentado una vez puede volver a intentarlo una segunda. Y además, si estoy en lo cierto, la apuesta es de peso y llegados a este punto no existe ya mucha diferencia. Yo propondría que lo intentáramos.

—¿Intentar qué? —preguntó Fossa, que había terciado en la conversación.

—Hacer un sondeo en el sitio que he propuesto en mi gráfico.

—Se puede hacer. Aunque mañana.

—Yo digo ya.

—¿En el sentido de «ahora»?

—Exactamente. ¿Cuándo si no?

—Pero son las cinco menos cuarto.

—La mejor hora. Si llamamos a un taxi, estamos en el lugar de trabajo dentro de veinte minutos. La marea es favorable y podemos bajarnos en el pontón. El teodolito está ya en la caja cerrada con llave. Acotamos el terreno, yo localizo el punto y cuando haya terminado vosotros estáis listos para el sondeo. Una pequeña excavación, de sesenta por un metro y medio, de setenta por ochenta centímetros de profundidad, lodo blando, ¿qué nos jugamos? Para la hora del desayuno, quiero decir, para la hora canónica del desayuno, hemos terminado.

Lucio se volvió hacia Marras:

—¿Tú qué dices?

—Yo propongo ir. No está escrito en ninguna parte que dos funcionarios solícitos no puedan decidir hacer unas horas extras por anticipado sobre el horario de trabajo, más que en las horas siguientes.

—Entonces, vamos para allá —asintió Lucio devolviendo sus papeles a la cartera de mano y poniéndose en pie.

—Eh, ¿adónde vais vosotros? —dijo Barrese, que no se había perdido ripio—. Me habéis sacado de la cama a las dos de la madrugada ¿y pensáis que vais a largaros sin mí?

—Tú eres sedentario, Barrese. Te dará un infarto —respondió Lucio.

—Eso es asunto mío. Esto, de ser cierto, es demasiado importante y no quiero perdérmelo.

El taxi, llamado por teléfono, llegó en unos diez minutos y los cuatro tomaron rumbo aguas adentro hacia la laguna, en dirección a la obra. De camino Lucio hacía una y otra vez sus cálculos, trazaba dibujos, rumiaba sus razonamientos. La excitación estaba por todo lo alto, y sin embargo nadie conseguía decir palabra.

El taxi atracó diez minutos después en el pontón de las bombas de agua y los cuatro bajaron de uno en uno. Barrese, el último, fue prácticamente izado en peso por Marras y Fossa que le sujetaron por prudencia con un par de cuerdas. Inmediatamente después Fossa fue a poner en marcha las bombas y a secar ese poco de agua que había caído del cielo y la filtrada de la laguna en el interior de la obra, pero apenas se acercó al grupo electrógeno se volvió para atrás donde estaban sus compañeros con una expresión alarmada:

—¡Muchachos, este motor está caliente!

—¿Qué? —preguntó Lucio todavía más alarmado.

—Ven tú mismo a comprobarlo.

Lucio se acercó y apoyó la mano en la parte superior del generador aún tibia:

—¡Dios! Esta máquina ha funcionado hasta hace una hora, quizá incluso menos.

Todos se miraron consternados.

—¿Qué significa esto exactamente? —preguntó Barrese desde el fondo de su abismal ignorancia tecnológica.

—Que alguien ha estado en este lugar trabajando o robando, si lo prefieres, hasta hace poco, mientras nosotros nos tomábamos unos cruasanes calientes. Alguien que tenía las llaves del generador.

—Liddel-Scott —concluyó Fossa.

—Yo diría que sí, en vista de que Agostino descansa en una cama de hospital profundamente sedado. Aunque en teoría tienen llaves también los destajistas y los operarios de mantenimiento.

—Perdonad mi ignorancia en la materia —intervino Barrese—, pero si alguien ha andado removiendo tierra en este lugar hasta hace poco, ¿no se verían las huellas de la intervención?

—En teoría sí —respondió Marras—, pero si hubieran querido borrarlas, nada más fácil: con utilizar un chorro de agua, echar lodo líquido en el agujero, y sumergirlo a continuación con agua, todo arreglado, como si no hubiera pasado un alma.

—Interesante —respondió Barrese sin saber qué más decir.

—¿Queréis saber lo que pienso? —dijo Lucio.

—No —respondió Marras—. Nos lo imaginamos. En este momento es mejor que nos pongamos manos a la obra, al menos sabremos si todo el follón que estamos armando tenía alguna razón de ser.

Sacó el teodolito de la caja de las herramientas y comenzó a acotar el terreno siguiendo las instrucciones de Lucio. Luego, una vez fijado el punto para el sondeo, bajaron los tres al fondo de la laguna, y comenzaron a excavar. Barrese les miraba desde arriba fascinado. En pocos minutos se habían ensuciado de lodo de la cabeza a los pies y continuaban excavando a ritmo sostenido. Bajaban rápido escarbando el terreno con el canto de las palas, luego en un momento dado Marras se arrodilló y dijo:

—Quietos ahí, me parece que ya estamos.

—¿Qué ves? —preguntó Barrese desde su punto de observación.

—Los restos de una inhumación, tablas de madera, quizá extraídas de la tablazón de una barca…, removidas y apoyadas de lado.

—¿Quiere ello decir que ya ha pasado alguien?

—No puede excluirse —respondió Lucio—. Pero la posición era perfecta, demonios.

—¡Y aquí está el esqueleto! —exclamó Fossa.

—¡Dios mío, dejadme bajar, también yo quiero verlo! —gritó Barrese fuera de sí por la curiosidad y la excitación.

Siguieron algunos interminables instantes de silencio. Luego Lucio se puso en pie secándose el sudor con el reverso de la manga:

—Puedes ahorrarte el esfuerzo, no hay más que huesos.

—¿Estás seguro? ¿Habéis mirado bien? —insistió Barrese.

—¿Bromeas? Es nuestro oficio, ¿no?

—Entonces, ¿es cierto que ha pasado alguien antes?

—Sí, sin duda. Eso se diría. Pero no podemos estar totalmente seguros. Como he dicho antes, el lodo mezclado con agua se asienta y se vuelve a compactar perfectamente incluso en pocas horas. Puede haber sido hace setecientos años, cuando nuestro misterioso ladrón decidió finalmente recuperar el botín, o puede haber sido hace unas pocas horas. Es difícil decirlo. Lo único seguro es que nosotros no hemos sido los primeros en intentarlo.

Lucio y Stefano Marras volvieron a subir, abatidos, uno tras otro, hasta el pontón y comenzaron a quitarse los trajes de faena de hombres rana, mientras que Fossa permanecía todavía en el fondo ordenando las herramientas. Estaban todos tan deprimidos que no se dieron cuenta siquiera de que otra barca estaba atracando y cuando se volvieron para bajar se toparon de frente con Basil Foster y Liddel-Scott.

—No he podido irme sin antes echar un vistazo a esta magnífica obra —dijo Foster—. Y veo que estáis ya trabajando a estas horas de la mañana: ¡formidable! No cabe duda de que el dinero de la fundación se emplea aquí del mejor modo.

Lucio no mostró siquiera sorpresa:

—Gracias, sir Basil —se limitó a responder respetuosamente.

—¿Sabe una cosa? —dijo de nuevo Foster—. Cuando miro la tablazón de ese pecio me vienen a la memoria aquellos versos de Dante:

Quale ne l’arzanà de' Viniziani

bolle l’inverno la tenace pece…

—También a mí —respondió Lucio—, también a mí. Es una referencia que le viene a uno de forma espontánea, ¿no le parece?

Foster se fue para tomar su avión y poco después sonó de nuevo el móvil de Marras. Era el teniente Savelli:

—Se han vuelto a ir. Me parece que van hacia la obra.

—Lo sabemos —respondió Marras—, lo sabemos.

—Ah. ¿Están ya allí?

—No, se han ido ya.

—Pero qué rapidez… Agostino está bien: le dan de alta mañana.

—Mejor así.

—Dadas las circunstancias y a falta de ulteriores elementos contra los encartados, por el momento no se puede hacer nada más que sobreseer el caso en espera de cómo evolucionen las cosas. Nos vemos, Stefano.

—Nos vemos, teniente —respondió Marras cerrando la comunicación y metiéndose el móvil en el bolsillo.

—¡Eh, muchachos! —resonó de improviso la voz de Fossa, y en aquel silencio pareció una trompeta del Juicio final.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Lucio.

—Según vosotros, ¿qué es esto?

Fossa volvió a subir de prisa al pontón y depositó sobre la caja de herramientas un minúsculo fragmento sucio de lodo.

Lucio vertió encima agua hasta lavarlo por completo y fue evidente que se trataba de un trocito de pergamino no más grande que un centímetro cuadrado en el que parecía que podían reconocerse unas letras. Barrese se acercó y miró aquel minúsculo resto arqueológico en religioso silencio durante un interminable minuto y luego alzó los ojos empañados de emoción:

—¿Podría ser todo lo que nos queda? —preguntó—. ¿La última reliquia de la obra de Dante?

Lucio asintió con aire grave y también sus otros compañeros, todos igualmente silenciosos y emocionados.

—Podría —respondió por fin Lucio—, y apenas estemos en condiciones de leer estas letras, tu podrás decir si tenemos en nuestra mano un fragmento de paraíso, o un pedazo de infierno.