El tesoro del Suphan

—¿No has oído hablar nunca del rey Midas?

El comendador Morselli se inclinó ligeramente hacia delante sobre su escritorio apoyando los codos en mitad de la mesa y clavando la mirada interrogativa en su director general, el señor Fulvio Ricossa, que estaba sentado enfrente de él, con las piernas y los brazos cruzados.

—Claro, por supuesto. Era un rey de la antigua Lidia que se dice podía transformar cualquier cosa que tocara en oro. Pero luego estuvo a punto de morirse de hambre porque se volvía también de oro la comida.

—Ya —comentó Morselli—, en aquel tiempo no conocían los cubiertos. Pues bien, quizá hemos descubierto lo que probablemente dio origen a la leyenda.

Ricossa le miró desconcertado: el comendador Morselli, presidente y administrador único del más vasto imperio industrial del ramo de la cerámica, no se había ocupado nunca de nada más que de baldosas, de todo color y formato, para todos los gustos y para todas las necesidades, para todos los mercados y para todo tipo de clientes. Llegaba hasta el punto de proporcionar baldosas incluso a sus amigos personales que se construían una casa o remozaban un cuarto de baño, haciéndoles como es natural un precio de favor porque no soportaba la idea de que pudieran usar material de la competencia. Las baldosas eran toda su vida, su sueño era poder pavimentar el mundo entero con sus baldosas, embaldosar las calles, revestir las fachadas de los edificios, los tejados de las casas. Porque con las baldosas se podía hacer de todo, se podía imitar cualquier material: la piedra tosca, el granito, los adoquines, todo en resumidas cuentas. Y todo quiere decir todo. Su última patente había dejado de piedra a la competencia: mediante un sistema de barrido digital había conseguido imitar cualquier piedra natural, mármol de Carrara incluso. Obviamente los marmolistas y los excavadores no estaban muy contentos, pero él respondía:

—Siempre les quedarán los bloques para la construcción en grueso y para las estatuas. ¿De qué se quejan?

Como si el mercado de las estatuas fuera tan amplio y popular para dar de vivir a todo un sector mercantil.

¿Por qué diablos, entonces, se ocupaba del rey Midas y de su conocida leyenda? No era propio de él.

—No sabía que le interesase la mitología —respondió, en efecto, Ricossa.

—A decir verdad, es lo último que se me ocurriría —fue la previsible respuesta.

—Pues, ¿entonces?

—Le ruego me escuche, Ricossa, porque le voy a dar una noticia fantástica que por el momento es un secreto celosamente guardado.

—Soy todo oídos —contestó Ricossa con una expresión de insultante arrogancia.

El comendador Morselli fingió no hacer caso a aquel aire de suficiencia, encendió un cigarrillo para cargar de expectativa la atmósfera de su despacho, expelió una gran nube de humo y comenzó diciendo:

—Hace un mes, como sabe usted bien, mandamos a un grupo de técnicos a la filial de Esmirna para que instalasen las plantas de nuestra línea de producción. Uno de ellos, el señor Florian, hizo una visita a las canteras de granito del monte Tauro. Ya sabe usted de qué estoy hablando.

—Por supuesto —asintió Ricossa—. Yo mismo preparé el viaje del señor Florian y el borrador del contrato para la compra de las canteras.

—Muy bien. Así, pues, durante la inspección Florian fue abordado por un individuo que, sin darle el nombre ni el apellido, le dio cita en un pequeño local de la ciudad vieja diciendo que tenía algo sumamente interesante que enseñarle. Florian se arruga, está inseguro, luego por fin la curiosidad se impone y va a la cita. El individuo le muestra una piedra, un fragmento de pocos centímetros cuadrados, con unas características nunca vistas hasta ahora. Es una piedra, no un cristal, pero tiene el esplendor y el timbre cromático del oro satinado con reflejos que cambian al rojo cobre según la incidencia de la luz…

—¿La ha visto usted? —preguntó Ricossa.

El comendador Morselli le miró con una expresión casi compasiva, luego, sin responder a la pregunta, fue hacia la caja fuerte, la abrió y extrajo de ella una cajita que depositó sobre la mesa:

—Mire usted mismo —dijo.

Ricossa se dio cuenta en aquel momento de que debía de tratarse de algo serio, abrió la cajita, sacó de ella una pequeña lasca de quizá dos centímetros por uno y medio, ligeramente irregular en la superficie, y la puso debajo de la luz de la lámpara de mesa. El efecto era extraordinario, casi mágico. Así había imaginado la piedra filosofal en sus fantasías de chico, de aquel material maravilloso debían de estar hechas las murallas de la Atlántida y quizá realmente aquel fragmento había sido una modesta pizarra antes de ser transformada por el toque de Midas.

—Imagine usted… —comenzó diciendo Morselli—, imagine usted que encontramos una losa lo bastante grande para poder extraer una copia en cerámica y que podemos ponernos a producirla para el otoño del próximo año y presentarla en el CIRSAIE y en todas las ferias internacionales, a precios estables, muy estables, diría que a precios altísimos. Tendríamos patente y exclusiva mundial seguramente por varios años con la perspectiva de obtener unos beneficios inmensos. Y tengo también un nombre para esta maravilla.

—¿Y cuál sería?

—La piedra del rey Midas. ¿No es genial?

—Pero ¿cómo puede estar seguro de tener la exclusiva? Ese individuo, así como se la ha enseñado a Florian, podría habérsela enseñado a otros.

—Estoy seguro y punto —repuso Morselli con un tono insólitamente imperioso, casi descortés. Lo que cogió por sorpresa al doctor Ricossa. Los dos se pinchaban alguna que otra vez dependiendo del humor del día y de los movimientos de la bolsa, pero se respetaban en lo fundamental y se tenían el uno al otro en alta consideración.

—Siendo así… —comentó Ricossa más bien picado.

—Escúcheme bien —dijo Morselli con un tono más conciliador—, quiero que se ocupe usted personalmente de toda la operación con el mayor secreto y la máxima reserva. De esto estamos al corriente solo usted, Florian y yo…

—Entonces, también la amante de Florian, la mujer y la criada.

—No es momento de bromas.

—No bromeo. Pero ¿se puede saber al menos dónde se encuentra esta maravilla? ¿Hay otros ejemplares? ¿Alguien los ha visto?

—Por supuesto. Y por ese motivo quiero que usted se ocupe personalmente de esto. No puedo fiarme de nadie más.

—¡Hable, por el amor de Dios!

—Bien. Por lo que me consta, no existe en el mundo nada como esta piedra, y si lo dice Florian, que es un especialista, tengo que creerle. El único ejemplar conocido fue descubierto por ese turco en las entrañas de un volcán apagado en la Anatolia oriental. Es una lastra, incorporada en una colada de lava. Podría ser el frontal de una veta, pero podría ser también la única lastra existente. Hay que vigilar. De todos modos, la quiero aquí cuanto antes.

—Pero es un lugar peligroso —objetó Ricossa.

—Por eso se estará usted en Ankara. Es un ser tan inútil que sería más un estorbo que otra cosa. Pero deberá coordinarlo todo desde allí.

—¿Y quién encabezará la expedición, entonces?

—Florian. ¿Quién si no? Junto con algunos guardias personales y un par de técnicos: buey solo bien se lame.

—Si usted lo dice. ¿Y cuándo salimos?

—Mañana. No me gusta esperar. El tiempo juega en nuestra contra.

—¿Quiere decir que he de partir mañana yo también?

—Usted puede hacerlo pasado mañana. Sabrina le ha comprado ya los billetes y reservado el hotel.

Ricossa suspiró:

—Siendo así… —dijo.

Echó una última mirada a la fabulosa piedra mientras el comendador Morselli la recubría con guata, luego se dirigió hacia la puerta y salió.

Ricossa llegó a Ankara a la una y media de un día de finales de octubre, recogió el equipaje y encontró a la salida al chófer con el cartel que decía «Mr Ricossa». Esperándole en el coche estaba Florian en persona, que le saludó con cierta afectada cordialidad.

—¿Se puede saber a qué viene tanta prisa? —preguntó Ricossa—. He tenido que salir en cuarenta y ocho horas sin poder arreglar siquiera mis cosas. He tenido que anular citas importantes y cancelar también esas pequeñas vacaciones que esperaba desde hacía tiempo y que realmente necesitaba y además…

—No me lo diga a mí —le interrumpió Florian—, el comendador ha querido que preparase la expedición en diez días cuando normalmente se requiere por lo menos dos meses. Y con los turcos, créame, no es cosa fácil: bakshish por aquí, bakshish por allá, todo es un bakshish.

—¿Y qué es esto de bakshish?

—Es la propina. En resumen, el soborno.

—Ah. Entonces, es como en Italia. ¿Dónde está el problema?

—Sí, pero aquí la cosa es más caótica, que es como decir menos científica.

Ricossa asintió con cierto aire compasivo y se puso a controlar sus expedientes, la agenda, el pasaporte. Luego cambió de conversación:

—¿Ha hecho analizar la piedra?

—Sí, por supuesto.

—Pues, entonces, dígame de qué se trata exactamente, quiero decir, desde un punto de vista químico.

—Bien, este es el busilis. La composición es muy compleja. No es como cuando nos encontramos frente, pongamos, a un ónice: este es un carbonato de calcio con algunas sales de hierro o de cobre que le dan ese color verde o rojo según los casos. Es una mezcla confusa de sustancias de muchos tipos distintos, un concentrado de compuestos bastante raros, con inclusiones de pajuelas doradas y hasta de microscópicos diamantes.

—¿Qué ha dicho?

—Así es. Parece que Dios Nuestro Señor se quiso lucir en una exhibición de virtuosismo creativo…

—Pero, entonces, es una piedra preciosa…

—Sí y no. Lo es en el sentido de que no existe nada comparable que conozcamos. No lo es en el sentido de que no estamos ante una gema como el diamante, el rubí o la esmeralda.

—¿Y piensa usted que nuestro sistema de reproducción estaría en condiciones de recrearla igual?

—Yo creo que sí. Al menos, el ojo humano no descubriría ninguna diferencia. Solo necesitamos una muestra relativamente grande. Como se ha dicho ya.

—¿Y si el yacimiento natural se revelase lo bastante grande?

—No hay ninguna diferencia. En esto está la grandeza de nuestra patente: ya no es preciso abrir las entrañas de la tierra para arrancarle los tesoros. Estamos en condiciones de reproducir sus características y aspecto.

Habían llegado al cuartel general de Florian, un chalet de dos plantas con un jardín a la inglesa en la zona residencial de Ankara. Ricossa fue conducido a su habitación para que pudiera refrescarse en espera de que estuviera pronto en la mesa. En la pared de enfrente de la cama, junto al televisor, había un mapa de Turquía con un circulito hecho con rotulador rojo que indicaba un punto concreto en la zona oriental. Ricossa se puso las gafas y se acercó para leer: se trataba de una montaña de cuatro mil quinientos metros de altura que se llamaba Suphan Dag. En el centro, en la cima, una minúscula manchita azul indicaba que era un pequeño lago: evidentemente un antiguo cráter volcánico que se había llenado de agua. Suspiró, devolvió las gafas al bolsillo y bajó para la cena.

El camarero llevó a la mesa los platos a la manera turca: verduras, salsas, quesos, tortillas de pan ácimo, estofados de verduras y de carne. Puso en el centro de la mesa una botella grande de cerveza local y se retiró.

Ricossa comenzó a servirse mientras Florian sacaba de la cartera de mano un documento con el logotipo de ASTRA, la empresa cerámica de Morselli, y lo dejó sobre la mesa.

—He visto el mapa en mi habitación —dijo Ricossa—. Imagino que ese circulito rojo indica el objetivo de la expedición. Un volcán apagado, si no he entendido mal.

—Así es. Ese es el Suphan, pero yo no diría apagado. Diría más bien en reposo.

—¿Y cuál es la diferencia?

—Que no está en actividad de tipo eruptivo, pero está sin embargo activo: fumarolas, microsacudidas telúricas, y géiseres que desprenden poderosos surtidores de vapor hirviente. En invierno vuelven a caer en una especie de aerosol helado que crea formaciones absolutamente fantasmagóricas.

—Ya le creo, ya le creo —respondió Ricossa atropelladamente, temiendo que aquel entusiasmo descriptivo tuviera por finalidad implicarle para que tomase parte en la expedición. Se llenó el plato con pequeñas porciones de todas las gollerías que se exhibían sobre la mesa y se sirvió un vaso de Maden Suyu, el agua mineral turca.

—Está bueno esto —dijo zampándose el primer bocado—, temía que estuviera peor. Pero dígame: ¿cuáles serían mis funciones aparte de hacerles de base de enlace con nuestra casa matriz en Sassuolo?

—Usted, señor Ricossa, deberá mantener las relaciones políticas. Esa zona está controlada por una banda de rebeldes kurdos muy agresiva. He establecido ya contacto con sus emisarios, pero podrían importunarle a usted después de que yo me haya ido.

—Bromea usted —respondió Ricossa—. Ni pensarlo.

—Oh, no, no estoy bromeando. Y usted ahora no puede echarse ya para atrás. Estamos metidos en danza, querido doctor, y hay que bailar.

Ricossa carraspeó a aquellas palabras, convulsamente. El bocado se le había atragantado.

Florian decidió partir el lunes, como si se encontrara en Europa y no en un país islámico, a pesar de todo. Había preparado cuatro todoterrenos tipo furgoneta provistos de un equipamiento completo de escalada, además de una sonda desmontada para sacar muestras estratigráficas, comida enlatada, alimentos integrales, tres cargas de agua mineral y de bebidas, cajas de cerveza turca, puros y cigarrillos, chocolate y cualquier otra bendición del cielo. Hasta una provisión de lokum, las típicas gelatinas turcas de color rosa. Florian había crecido, de chico, leyendo literatura de viajes y de aventuras, y no podía creer que estuviera encargándose del cargamento de las provisiones y anotando meticulosamente la calidad y la cantidad, como si fuera a partir para La vuelta al mundo en ochenta días o estuviera en puertas de embarcarse a bordo del Pequod para dar caza a Moby Dick.

Como dotación tenía a cuatro italianos y cuatro turcos: ingenieros, técnicos, operarios especializados. Uno de ellos, Venanzio Massignan de Cortina d’Ampezzo, era un conocido guía alpino que había escalado el Annapurna y el K2; tenía cuarenta y ocho años y un carácter decidido y testarudo de montañero, pero también el trato elegante de un hombre de mundo habituado a frecuentar la jet set de la Perla de los Dolomitas.

El jefe del equipo turco era, en cambio, Amir Dorkat, un técnico de la Universidad de Ankara, pero Florian tenía sus buenas razones para pensar que era también miembro de la policía secreta. Se veía por los bigotes, decía él, y por cómo miraba a su alrededor a cada instante cuando uno le hablaba, aunque no hubiera nadie, que es como decir que estaba acostumbrado a cubrirse las espaldas, ante todo.

Avanzaron por la meseta central atravesando el área de Tuz Gol, el gran lago salado que se extendía como el lago de Garda y de una profundidad como máximo de un metro y medio en su parte central. Luego tomaron hacia Kayseri, anunciada ya a gran distancia por la mole encapuchada de nieve del Erciyas Dag, el mítico monte Argeo del que hablaba la leyenda.

—Decían que aquí abajo estaba aprisionado el gigante Tifón —explicó Florian por la radio a sus más bien ignorantes compañeros de viaje— y pensaban que las grandes exhalaciones de humo y vapores del volcán salían de la misma boca del gigante.

A bordo del todoterreno los ocupantes resoplaban, en especial los turcos que no comprendían ni jota de italiano, aparte de Amir Dorkat. Y también esta era una de las razones por las que Florian lo consideraba un agente de paisano. El segundo día de viaje llegaron a Elazig asomada a un enorme lago artificial que impedía el curso del Eufrates para alimentar una central eléctrica y proporcionarle agua en las zonas más áridas de la meseta. Al sur se veían las cimas imponentes del Tauro, la gran cadena montañosa que delimitaba Anatolia hacia la parte meridional y que se extendía al este para casi toparse con el inmenso plegamiento caucásico, uno de los laboratorios geológicos más imponentes de todo el planeta, atormentado desde hace millones de años por erupciones apocalípticas y por espantosos corrimientos telúricos. Durante una parada para cenar Florian explicó que la zona se veía todavía afectada por una fuerte actividad sísmica caracterizada cada año por millones de microsacudidas que de improviso podían desencadenar terremotos devastadores, hasta una magnitud diez en la escala de Mercalli. Todo ello era debido a la permanente presión de dos grandes placas continentales: la asiática y la africana que habían provocado, a comienzos de la era cuaternaria, el alzamiento del sistema montañoso que iba de los Pirineos hasta el Himalaya.

El tercer día se adentraron en la Anatolia profunda entre los angostos valles y las vastas mesetas diseminadas de aldeas minúsculas hechas de piedra seca con tejados de maderos de chopo cubiertos de paja. Las costumbres de la gente variaban radicalmente: tanto los hombres como las mujeres llevaban largos bombachos otomanos y babuchas de plástico blanco o negro con la punta hacia arriba. Florian hizo notar que las mujeres usaban escobas sin mango y tenían, por tanto, que trabajar prácticamente dobladas en dos. Preguntó a Amir si conocía la razón de ello, y este respondió lacónicamente que lo que importaba, para hacer limpieza, era la escoba y no el mango. Florian atribuyó una afirmación semejante a lo que él consideraba el supremo desprecio del hombre islámico hacia la condición femenina, hasta el punto de especular sobre el coste de un mango de escoba. El tercer día pasaron por Dyarbakir con sus murallas grises de piedra, que se remontaban a la época romana, y se encontraron en pleno Kurdistán. Dio noticia de ello a Ricossa vía radio y le pidió que permaneciera en todo momento disponible para prestar apoyo logístico y político en cualquier momento, dado el clima que se respiraba en aquella zona y lo que llamaba la atención su vistosa caravana de flamantes todoterrenos.

Estaban ya en vísperas del último ascenso y en el pequeño restaurante de los aledaños del bazar se reunieron en torno a la mesa para consultar el mapa militar americano y preparar el itinerario de la última etapa. Uno de los técnicos, Arnaldo Baldini, un aparejador de Nonantola, observó con sorpresa que la primera ciudad que encontrarían al día siguiente se llamaba Batman y se propuso llevar a cabo una investigación para establecer si el padre del hombre murciélago había viajado alguna vez a Anatolia oriental.

—No diga tonterías, Baldini —le reprochó Florian—. «Batman» es una palabra inglesa que significa «hombre murciélago» y no tiene nada que ver con esta ciudad. Esté bien atento. De aquí a poco es como decir hic sunt leones: Hay que tener los ojos bien abiertos y ponerse en campaña. Los secuestros y las extorsiones están a la orden del día, pero también los robos de medios de locomoción y de material. Nuestros todoterrenos pueden despertar la apetencia de la guerrilla, y la policía turca de por aquí solo sale de patrulla cuando se ve obligada a hacerlo, pues de lo contrario vive metida en los cuarteles.

Dorkat replicó que no era cierto y que la policía turca estaba por todas partes, así como también la gendarmería y que por tanto podían estar absolutamente tranquilos. Se procedió, pues, al día siguiente a recorrer la última etapa por una carretera más bien estrecha y accidentada pero frecuentada por pesados camiones que venían de Irán y de Pakistán y que no estaban habituados a hacer concesiones a la hora de los adelantamientos. Llegaron a Bitlis, cerca del lago Van, hacia las primeras horas de la tarde y tomaron el itinerario más difícil: un camino todavía más estrecho, pero de increíble belleza panorámica, que bordeaba la orilla norte del lago, en otro tiempo corazón de la civilización de Urartu y luego de la armenia, ambas desaparecidas de modo violento.

Y finalmente, a la caída de la tarde, se encontraron a la vista del Suphan Dag: un grandioso cono volcánico cubierto de nieve del que partían en todas direcciones coladas de lava cristalizadas que destacaban negras sobre el terreno rojizo de la meseta. Algunas se arrojaban dentro del lago y desaparecían en el fondo de la inmensa cuenca, otras se desparramaban hacia el oeste y hacia el norte. La amplitud de cada una de las coladas era impresionante y el espesor aún más. En determinados puntos podía acercarse uno directamente al frente de lava petrificado en el que centelleaban grandes cristales facetados de oxidiana, esplendentes a la luz del sol poniente como diamantes negros. En lontananza, el sol hacía brillar también las cumbres nevadas de otros volcanes dormidos y distantes cientos de kilómetros: el Ala Dag y el mismo Ararat.

—¿El del arca de Noé? —preguntó Baldini—. Yo le oí decir a un individuo, en cierta ocasión, en el Maurizio Costanzo Show, que había descubierto el arca en esa montaña.

—Tonterías, Baldini —le hizo callar Florian—. ¿Cómo puede creer que el nivel del agua llegara hasta aquí solo porque llovió cuarenta días y cuarenta noches? Aunque se fundieran todos los hielos del planeta el nivel de los océanos crecería algunas decenas de metros y no tres o cuatro kilómetros. Si cree usted que Dios Padre se pone a jugar a las barquitas y las deja sobre la cima de una montaña de quinientos metros, pues entonces es otra historia. Déjelo correr, es mejor. Pensemos en cosas serias.

—¿Como cuáles, por ejemplo? —preguntó Baldini—. Como buscar un lugar adecuado para plantar el campamento, lo que no es fácil. Hay lava por todas partes con sílex y oxidianas que cortan como navajas de afeitar. —Luego se dirigió a Dorkat—: Pero ¿no tenían que llegar unos guías locales en este punto?

Dorkat indicó dos faros que zigzagueaban sobre el terreno aproximadamente a un kilómetro de distancia provocando espectaculares resplandores de los cristales esparcidos por el volcán en toda la llanura:

—Ahí están —dijo—. Están llegando. Para ellos el Suphan no tiene secretos, conocen cada recoveco, cada grieta.

Florian siguió como hipnotizado la luz de los faros, luego alzó la mirada al imponente pico volcánico enrojecido por los últimos rayos del ocaso.

—Esperemos —respondió.

El jeep de los guías kurdos se detuvo con un brusco frenazo y bajaron de él cinco individuos de aspecto pintoresco: pantalones bombachos, fajín en la cintura y turbante. Dos de ellos llevaban una cartuchera terciada en el pecho a modo de bandolera y un Ak-47 empuñado por el cañón. Baldini les miró con cierta inquietud, intercambió una rápida mirada con Amir Dorkat como diciendo: «¿Nos podemos fiar?». Dorkat le respondió con una seña tranquilizadora. Los dos dejaron apoyadas las metralletas y comenzaron a descargar ayudados por los otros tres que eran evidentemente porteadores: no tenían tienda ni intención de dormir en la de la expedición. Depositaron en el suelo las esteras de gomaespuma de tres centímetros y los sacos de dormir de alta montaña, luego uno de los dos encendió un hornillo de campamento y puso a cocer una çorba, su sopa tradicional con garbanzos, lentejas y otras legumbres.

—No muestran demasiada confianza —dijo Massignan al ingeniero turco.

—No la tienen tomada con ustedes —respondió Dorkat—, sino con nosotros. Somos turcos, y no podemos vernos ni en pintura. Nuestro gobierno los considera terroristas, su jefe Ocalán, llamado Apo, está en la cárcel en una isla de los Dardanelos, con una condena a muerte que pesa sobre su cabeza, y su partido político, el PKK, está al margen de la ley…

—¿Ha sido prudente sumarles a nuestra expedición? —preguntó preocupado Baldini—. No quisiera que crearan problemas, o cosas peores. Necesitamos trabajar tranquilos.

—No se preocupe —respondió Dorkat—. A estos lo único que les interesa es el dinero. Les pagamos bien por su trabajo y es suficiente así.

—¿Y esas metralletas?

—Les pagamos también por ellas. La montaña es peligrosa desde muchos puntos de vista.

Baldini sintió que un estremecimiento recorría su espinazo y no era solo por la temperatura que comenzaba a descender. Pensó en Ricossa, que estaba tan tranquilo en Ankara lamentándose de inexistentes incomodidades, y suspiró. Entretanto los hombres montaban la gran tienda de varios compartimientos que serviría de campamento base mientras Baldini, que era un poco el chico para todo, instaló la cocina de campamento de cuatro fogones con protecciones para el viento y puso a hervir el agua para la pasta.

Massignan descargó la pequeña nevera de campaña, los víveres, y puso en marcha el generador que alimentaba tanto una estufa eléctrica para la noche como la nevera y el alumbrado.

Cuando estuvo listo se sentaron todos en el interior en torno a una mesa bastante cómoda en la parte destinada a las reuniones en común, iluminada por un par de bombillas, y comenzaron a comer.

—La pasta está cocida por fuera y cruda por dentro —protestó al punto Florian.

—No es culpa mía —dijo Baldini—, es la altitud. El agua hierve a noventa grados, y por tanto reblandece la parte exterior, pero no cuece bien la interior y, si se hace hervir más, se vuelve un pegote.

—Muy bien —respondió Florian—. Entonces, evitemos hacer pasta. Tendremos alguna otra cosa, ¿no?

Baldini lo encajó sin rechistar y la conversación discurrió sin demasiado entusiasmo. Tras retirar los platos, extendieron sobre la mesa los mapas del volcán y todos se acercaron.

El primero en tomar la palabra fue Amir Dorkat, a quien competía la organización de la parte final de la expedición y, mientras hablaba, trazaba con un rotulador rojo el itinerario que debían seguir al día siguiente a lo largo de las laderas de la montaña:

—Hemos de salir muy temprano —dijo— porque el camino es largo y los días son muy cortos en esta estación. Les dije que hubiera sido mejor a finales de primavera.

Baldini se hubiera puesto de buena gana a despotricar contra las condenadas prisas del comendador que le había obligado a partir en aquel período del año, pero se limitó a suspirar:

—Sigamos.

—Hacia mediodía —prosiguió Dorkat— deberíamos estar en el primer campamento intermedio, aproximadamente en este punto, donde haremos una breve parada para el almuerzo y plantaremos una tienda estable…

—Perdone —le interrumpió Massignan—, pero ¿qué necesidad tenemos de una tienda en ese punto si el campo de trabajo está por lo menos unos seiscientos metros más arriba? —Porque podría convertirse en un refugio en caso de que el campamento final se vea embestido por un vendaval.

—¿Un vendaval? Nadie me ha hablado de vendavales —dijo Baldini más bien molesto.

—Quizá no querían espantarle, pero yo mandé enviarle a su dirección de Italia una detallado informe sobre las condiciones meteorológicas en el área del Suphan Dag en esta estación del año. Siento que…

—Déjelo correr —dijo Florian—. Sigamos.

—Muy bien. Así, pues, la carga mayor deberá ser transportada precisamente al campamento final porque estará muy cerca del punto en que comenzaremos a sondear la roca. Será indispensable subir un segundo generador de corriente con dos bidones de combustible para alimentar el martillo pilón y también este deberá ser transportado a hombros. Nuestros porteadores deben ser suficientes porque los de las metralletas están también en condiciones de transportar cargas. Obviamente todos los demás deberán transportar sus cosas personales, como sacos de dormir, esterillas, mudas de ropa y las raciones de comida. Espero que esté en buena forma porque, en cualquier caso, se tratará de unos seis, siete kilos que a esa altura pesan bastante. Me parece que es todo. ¿Alguna pregunta?

—Una —dijo Baldini—. ¿Conocen nuestros amigos kurdos la finalidad de la expedición?

—Sí y no —respondió Dorkat—. Saben que tenemos que sacar unas muestras de roca para un instituto de geología de Italia, lo que se aproxima bastante a la verdad. No creo que quieran saber más.

—Muy bien —dijo Baldini—. Esto es todo.

—Entonces, vayámonos a la cama —concluyó Florian— y tratemos de descansar.

Todos se retiraron y uno de los técnicos turcos fue a apagar el generador. El campamento se sumió de repente en la oscuridad y el silencio.

Al día siguiente la caravana se puso en movimiento antes del amanecer guiada por la claridad de la luna que navegaba en un cielo azul oscuro en el que solo había quedado visible la estrella matutina. La mole del Suphan se cernía sobre el valle desierto con su cumbre cubierta de nieve y las laderas atormentadas por antiguas, apocalípticas erupciones. Se había alzado un viento frío que soplaba del norte y levantaba una densa nube de polvo rojo que cubría las arenas volcánicas negras como la noche. Delante avanzaban los porteadores kurdos, detrás iba el grupo de los técnicos. Por último, Florian y los suyos con las mochilas y los sacos de dormir. Recorrían una especie de sendero de cabras que se hacía cada vez más escarpado y dificultoso, a veces encajonado entre las coladas de lava, otras expuesto a crestas yermas, batidas por un viento cada vez más frío y cortante.

Pero a medida que subían, Baldini, arrebujado en el anorak, se sentía cada vez más perdido en medio de aquella desolación, cada vez más pequeño en presencia de aquella naturaleza majestuosa y tremenda que a cada paso parecía volverse más hostil. Luego, por fin, el sol asomó por el horizonte e inundó de luz la inmensa meseta, incidió en las laderas del Suphan poniendo en dramático relieve cada una de las asperezas de la superficie, intensificando los colores de las rocas: el negro, el ocre, el gris plomo, y el blanco cegador de la nieve. Baldini se detuvo durante algunos instantes a contemplar aquel espectáculo soberbio y por un momento, en aquel triunfo de luz cristalina, le pareció renacer.

El sol trajo junto con la luz también un poco de calor, pero no por ello la ascensión se hizo más fácil. Aparte de los kurdos, que vivían en aquellas tierras desde hacía milenios y estaban acostumbrados a recorrer las montañas con cualquier tiempo y a cualquier altura, los otros miembros de la expedición no estaban ciertamente en condiciones de afrontar pruebas físicas demasiado severas. La subida, además, se hacía cada vez más pronunciada y pasada cierta cota también todo indicio de sendero había desaparecido por completo. Se avanzaba por un terreno virgen y cada vez más accidentado, y los guías kurdos habían comenzado a golpear el suelo con sus bastones de punta herrada.

—¿Qué hacen? —preguntó Baldini a su colega turco. Un técnico llamado Günes.

—Tantean el terreno. En esta zona abundan los conductos de lava que en gran parte están vacíos en el interior. El peligro es que cedan bajo nuestro peso y si alguien se hundiera se le desgarrarían las piernas con los bordes fracturados de los conductos, cortantes como el cristal. Moriría desangrado antes de que pudiéramos socorrerle, ¿comprende?

Baldini le miró trastornado y maldijo aún más para sus adentros a Ricossa que no se había informado lo suficiente acerca de las características de aquella expedición o, si lo había hecho, se había desinteresado totalmente de las posibles consecuencias. Aquella noche se proponía darle un telefonazo para decirle lo que pensaba de él y de las condiciones generales de su fichaje.

—Comprendo… —dijo jadeando.

—Por eso es esencial que de ahora en adelante sigan todos, en fila india, a los guías, y pongan los pies exactamente donde ellos los ponen. Advierta a sus hombres, los míos ya lo están, como puede ver.

Florian hizo correr la voz entre los suyos que la cumplieron de inmediato y la marcha prosiguió cada vez más dura y fatigosa. Los pasos eran desiguales, los desniveles imprevistos, y el fondo se hacía cada vez más irregular y accidentado. Hacia mediodía Dorkat dio el alto aprovechando una pequeña explanada al abrigo de una espesa colada de lava que resguardaba un poco del viento cada vez más frío y cortante y anunció que era tiempo de almorzar. Todos soltaron un suspiro, en especial los italianos; cada uno intentó encontrar un lugar donde sentarse: empresa nada fácil teniendo en cuenta lo abrupto y afilado del terreno. Cuando finalmente encontraron un punto de apoyo no demasiado desagradable, abrieron las mochilas y sacaron las provisiones que en aquella situación se revelaron particularmente reconstituyentes. Había pan para bocadillos, crackers, pechuga de pollo y de pavo embuchado, pepinillos en vinagre, quesos blandos para untar, quesitos y bebidas enlatadas de todo tipo, incluida la cerveza que tanto los turcos como los kurdos bebían sin problemas a pesar de su fe islámica. El único tabú era el cerdo que, en efecto, había sido excluido de la dieta, pero en compensación había mantequilla de cacahuete y tabletas de chocolate.

Massignan se había traído también grappa y le daba un tiento de vez en cuando a escondidas hasta que Florian le hizo notar que no resultaba procedente:

—Mire allí —dijo—, tanto los turcos como los kurdos beben raki, una especie de anís que tiene por lo menos cuarenta grados. Estos son musulmanes de manga ancha. Es más, si les invita a una ronda, no hará sino ganárselos como amigos.

Massignan lo hizo a regañadientes y vio disminuir su reserva personal de grappa de manera preocupante y en poco rato, a medida que pasaba de mano en mano entre turcos y kurdos. Cuando se la devolvieron, quedaba apenas un dedo, más o menos.

Reanudaron la marcha al cabo de poco más de media hora: los kurdos parecían desde luego, recuperados, mientras que a los italianos les costaba mantener el ritmo del paso y tenían los músculos fríos después del alto. Ahora habían superado ya el límite de las nieves eternas, pero se veían aquí y allá manchas completamente descubiertas.

—¿Ve esas manchas? —dijo Dorkat volviéndose hacia Florian, a quien tenía detrás—. Esas son zonas de actividad volcánica de cierta intensidad. El terreno está lo bastante caliente para hacer disolverse la nieve, es más, se puede decir que quema hasta el punto de que no es posible tocarlo con las manos. En otras partes, por el contrario, la superficie está completamente fría. También este fenómeno, obviamente, tiene consecuencias…

—Me lo imagino —respondió Florian con la respiración entrecortada—. En las líneas divisorias entre rocas frías y calientes debe de haber un fortísimo desnivel del coeficiente de dilatación…

—Exacto —prosiguió Dorkat— y el fenómeno, en ciertos casos, puede producir que se abran de repente grietas, también extremadamente peligrosas. Como puede ver, nuestros guías tratan de evitar estas líneas de posible fractura, pero puede haber pasos obligados. En estos casos no hay que olvidar nunca tener los ojos bien abiertos.

Florian asintió y no dejó de observar que una de aquellas líneas de fractura estaba ya abierta algo más arriba y a la izquierda de la columna en marcha y dejaba salir una cortina de vapores sulfurosos que enseguida era dispersada por el viento entre las asperezas del terreno.

Llegaron al punto previsto para el campamento intermedio hacia las dos. El tiempo era bueno, aparte del fuerte y frío viento del noroeste. La superficie nevada reflejaba un resplandor cegador de modo que todos se habían puesto gafas oscuras, aparte de los kurdos, que no parecían sentir la menor molestia. Los porteadores descargaron en el suelo los paquetes y comenzaron a preparar las armaduras para montar la tienda, pero clavar las estaquillas se convirtió enseguida en un problema casi insuperable. El fondo rocoso o resistía, y las estaquillas se doblaban, o se fragmentaba y no ofrecía ya ningún anclaje. Florian hizo poner en marcha el pequeño generador de corriente que dos de los kurdos llevaban en una especie de angarillas y utilizó el taladro eléctrico logrando finalmente un resultado bastante satisfactorio. Para completar su labor inyectó silicona en los agujeros que bloqueó las estaquillas de forma definitiva. En una hora aproximadamente el trabajo estuvo terminado y la tienda pareció bastante sólida y bien anclada para resistir incluso un viento huracanado. Se colocaron además unos tacos expansibles en las rocas próximas que permitieron tensar otras cuerdas de fijación de los laterales y de la parte superior de la tienda.

—Me parece que podemos estar satisfechos —dijo Florian observando complacido.

—Sí —respondió Dorkat—, pero no se haga demasiadas ilusiones. Aquí el tiempo puede cambiar de forma muy rápida y el viento puede alcanzar una velocidad muy peligrosa. Esperemos que no se ponga a prueba la robustez de nuestro equipo, que no haya que someterlo a una dura prueba.

No había terminado de hablar cuando se oyó un sordo rugido.

—¿Qué pasa? —preguntó Baldini que estaba enrollando a escasa distancia el cable del generador de corriente.

—Un trueno —respondió Massignan para tranquilizarse.

—No es un trueno —respondió Dorkat—. Es la montaña. Pero no debe espantarse. Como he dicho, el volcán está en una fase de baja actividad, y estos fenómenos entran dentro de lo normal.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Baldini.

—Los kurdos regresarán al campamento base —respondió Florian— y volverán mañana con los bidones de carburante para el generador, y el resto del equipamiento. Nosotros dormiremos aquí y les esperaremos; luego mañana, todos juntos, subiremos a la cima y plantaremos el campamento permanente: si todo va bien, pasado mañana comenzaremos a trabajar y espero que en una semana a más tardar hayamos recogido nuestras muestras y podamos volver a Ankara y luego a Italia. Está prevista para todos nuestros empleados la concesión de dos semanas extra de vacaciones remuneradas.

Los kurdos partieron hacia las tres, pero como había todavía luz, Dorkat y Massignan pensaron que valía la pena alcanzar la cima para echar un vistazo al cráter.

—Yo también voy —dijo Florian.

Baldini, por el contrario, meneó la cabeza:

—Estáis locos, ni pensarlo. Yo me meto en la tienda y me echo una siesta; me caigo de sueño. Despenadme cuando estéis de vuelta.

—No lo dudes —respondió Florian—, estaremos de vuelta antes de que anochezca.

—Como queráis —dijo el técnico metiéndose en la tienda—. Pero estad atentos: en la montaña las distancias engañan.

Arnaldo Baldini abrió los ojos sin darse cuenta al principio de qué hora era y dónde se encontraba. La altitud y la pureza del aire al que no estaba acostumbrado desde hacía ya muchísimos años le producían una desagradable sensación de vértigo, y el silbido del viento, de improviso fuerte, le hería los oídos. Estaba ya oscuro y se dio cuenta de que no había un alma dentro de la tienda aparte de él, no había nadie más en las inmediaciones. Encendió la luz de gas y consultó el reloj: eran las siete y media: ¡había dormido casi cuatro horas! ¿Cómo no se le había ocurrido poner el despertador? Sacó la nariz fuera de la tienda y vio solo la débil, difusa claridad de la nieve que reflejaba la palidez de la luna filtrada por unas nubes altas y delgadas. La cima del Suphan se alzaba por encima de él como la cabeza canosa de un gigante ceñudo. Babas de humo se arrastraban aquí y allá en las anfractuosidades entre los dorsos escabrosos de las coladas de lava que surgían del manto de nieve cual lomos de dragones.

Trató de rastrear las laderas de la montaña con la linterna, pero no vio nada. Sintió que le dominaba una ansiedad repentina: el espanto le hizo un nudo en el estómago produciéndole una sensación de insoportable opresión. Consiguió gritar:

—¡Florian! ¡Ingeniero Florian! Señor Dorkat, ¿dónde estáis? ¡Responded!

Solo le respondió el eco distorsionado del viento: ¿era posible que hombres de su experiencia se hubieran perdido en aquella maldita montaña? Pensó incluso que se trataba de una broma, se imaginó a todos escondidos en los alrededores, camuflados entre las rocas, y que de un momento a otro saltarían fuera gritando como posesos para darle un susto. Pero descartó enseguida la idea, evidentemente absurda.

La verdad era que se encontraba en aquella montaña en medio de la oscuridad y el frío, solo como la una, que si había sucedido algo no sabría a qué santo encomendarse, que si gritaba nadie le oiría. Los kurdos no volverían antes de doce o trece horas, admitiendo que volviesen. ¿Y si había estallado una tormenta? ¿Y si se había producido una erupción? ¿Y si algún animal, algún depredador famélico había salido a merodear por aquellos parajes? Maldijo y lamentó la tontería que había cometido aceptando aquel trabajo. ¡Era de prever que acabara mal! ¡La piedra del rey Midas, qué idiotez! Le parecía estar como Calandrino buscando el heliotropo en el Mugnone[11], pero la comparación, lejos de hacerle sonreír, acrecentaba y empeoraba aún más su sensación de angustia.

El viento se intensificó y comenzó a caer una nevisca. Eran minúsculos cristales de hielo que rebotaban sobre el terreno como bolitas de cristal. Luego empezó a caer nieve: un espectáculo fascinante y tremendo al mismo tiempo, pero que aumentó acto seguido su ansia ya casi insoportable.

Pero ¿dónde diablos podían haber acabado aquellos tres? ¿Y si estuvieran en peligro? ¿Habían caído quizá dentro de una grieta y pedían ayuda desde alguna parte de allí arriba hacia la sima sin que nadie pudiera oírles? Pensó que a fin de cuentas era su obligación ir a buscarles. Pensó en lo que había oído decir hacía tan solo unas pocas horas sobre las cavidades de los caminos de lava capaces de transformarse a cada instante en trampas mortales, en tajaderas mortíferas, y aquel pensamiento le heló la sangre. Pero no se dejó dominar por el desaliento: tantearía el terreno con el mango de la piqueta y avanzaría siguiendo las huellas bien visibles en la nieve bajo la luz de la linterna de gas. Claro, las huellas le guiarían y podía estar seguro de que allí donde la corteza había aguantado el peso de tres personas aguantaría también el suyo, qué diablos. Pero justo cuando se disponía a ponerse en camino oyó un sonido lejano, una especie de quejido agudo y desgarrador que se apagó enseguida, que le paralizó de terror. ¿Qué pasaba?

Gritó:

—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien?

No recibió más respuesta que el silbido intermitente del viento.

Dejó escapar un largo suspiro y luego echó mano de todos sus recursos. Pensó que a fin de cuentas había trepado un par de veces a la Crosa Rossa y al Pelmo durante las vacaciones y que en el fondo aquella era una montaña solo un poco más alta. Buscó una botellita de grappa entre los víveres de consuelo, la metió en la mochila y se puso en camino con una linterna de gas después de haber dejado otra colgada en el palo central de la tienda para que hiciera de faro en la noche cuando regresase. Si es que regresaba.

Finalmente se puso en camino cuando faltaba un cuarto de hora para las ocho y comenzó a subir a buen paso. Comprendía que no tenía mucho tiempo: la nieve que caía bastante copiosa borraría las huellas dejadas por sus compañeros.

Avanzó jadeando cada vez más a medida que aumentaba la pendiente y la altitud volvía el aire cada vez más enrarecido y frío. Cada paso le costaba un esfuerzo considerable y esto le hacía comprender que había superado ya desde hacía rato los cuatro mil metros.

De vez en cuando se detenía para gritar:

—¡Señor Dorkat! ¡Ingeniero! ¿Dónde están?

Varias veces temió perderse en el remolinear de la nieve y varias veces volvió la mirada hacia abajo para no perder de vista la débil claridad de la linterna, apenas perceptible en la lejanía. ¿Lograría encontrarla cuando quedara escondida tras el perfil de la montaña?

Llegó a un saliente rocoso, resto de un antiguo chorro de lava petrificado, y trepó a él con enorme esfuerzo ayudándose con la piqueta para poder ver mejor en la lejanía y sobre todo para lograr que alguien viera brillar su linterna desde aquel punto dominante casi a modo de un faro en la oscuridad de la noche. Ahora la nieve era más escasa y la capa más fina y comenzaba a filtrarse la luz lunar por los espesos nubarrones. Volvió a bajar por el otro lado y afrontó de nuevo la subida en dirección a la cumbre que no debía de estar ya a mucha distancia.

Se detuvo en un punto en el que las rocas formaban una especie de embocadura en quebrada y gritó de nuevo con todas sus fuerzas:

—¡Florian! ¡Ingeniero! ¡Señor Dorkaaat!

De pronto se encontró de frente a Florian: pálido como un muerto, unas ojeras profundas y rehundidas, parecía un espectro.

—Ingeniero… —balbuceó Baldini—, pero ¿qué ha pasado?

Dorkat apareció al poco desembocando de una muralla de niebla.

—¿Dónde está Massignan? —preguntó después de haber mirado a su alrededor repetidamente.

—Ha desaparecido —respondió Florian como si dijera la cosa más natural del mundo.

—¿Qué ha dicho?

—Que ha desaparecido —confirmó Dorkat—. De improviso. Caminaba detrás de nosotros a unos cincuenta metros de distancia aproximadamente cuando hemos oído una especie de aullido agudo y prolongado, algo que yo no había oído nunca en mi vida. Un sonido espantoso y sobrecogedor. Cuando nos hemos vuelto, Massignan había desaparecido sin dejar el menor rastro.

Baldini miró a la cara primero a Dorkat y acto seguido al ingeniero Florian como si mirase a dos fantasmas, luego murmuró:

—¡Oh, Dios mío!

Amir Dorkat fue el primero en romper el silencio:

—Hemos de regresar al campamento —dijo—. Dentro de poco el frío aquí arriba se hará insoportable.

—¿Y Massignan? —replicó Baldini—. ¿Le abandonamos así como así? ¿Y si estuviera vivo? ¿Y si yaciera herido en alguna parte y no pudiera hacerse oír?

—Andar a estas horas por ahí en la oscuridad es exponerse al riesgo de sufrir nuevas bajas —dijo Dorkat—. Y hacer fracasar completamente nuestra misión.

—¡Me importa un pimiento la misión! —espetó Baldini—. El que la ha organizado ha sido un loco inconsciente, un hijo de puta que no se ha preocupado más que de su propio interés poniendo en riesgo vidas ajenas.

—Cálmese, Baldini —dijo Florian—, haciendo esto no resolveremos nada y en la situación en que nos encontramos será mejor ser prácticos. Massignan debe de haber caído dentro de alguna grieta, no hay otra explicación, y nosotros no llevamos nada, ni cuerdas, ni mosquetones, solo la piqueta. De estar todavía vivo se haría oír, ¿no cree? Es triste, pero debemos resignarnos. Arriesgar nuestra vida no salvaría la suya. Volvamos atrás, la tienda es nuestro único refugio para la noche. Mañana, con la luz y con los equipos, examinaremos la situación y veremos qué hacer.

El viento había cambiado de dirección y soplaba ahora del noroeste, tan frío que cortaba la cara. Baldini sintió que el frío intenso le calaba hasta los huesos y casi le llegaba al mismo corazón y tomó conciencia de que su débil altruismo era ya prácticamente nulo. Sus superiores tenían razón: lo único que cabía hacer era regresar al campamento, y rápido.

Amir Dorkat fue el primero en avanzar seguido por Florian. Baldini les siguió en último lugar. El rastro que habían dejado al subir era todavía lo bastante visible, pero comenzaba de nuevo a nevar con grandes copos, y pronto aquel rastro quedaría borrado. Caminaron bastante rápido procurando no resbalar y consiguieron recorrer la distancia que les separaba de la tienda en poco menos de una hora.

Florian encendió el hornillo de gas, echó en una sartén unos huevos liofilizados, añadió agua y obtuvo una papilla amarillenta que consiguió de algún modo transformar en una tortilla. Luego puso a tostar unas rebanadas de pan de molde y repartió los sandwiches calientes mientras Dorkat llenaba unos vasos de plástico de cerveza Efes muy fría. Comieron, pero nadie abrió el pico: Venanzio Massignan era el convidado de piedra que imponía el silencio a todos, un silencio pesado y denso que dilataba de forma inverosímil las continuas sacudidas de la tienda embestida por el viento.

—Pero, según vosotros, ¿qué puede haber pasado? —preguntó de golpe Baldini no pudiendo soportar más aquel ruido de velas en medio de la tempestad.

—Ya se lo he dicho —respondió Florian—. Yo creo que se ha caído dentro de alguna grieta.

—Pero usted, Dorkat, que debería tener experiencia en estos lugares, ¿por qué se ha aventurado allá arriba sin ser consciente del peligro?

—Déjelo correr, Baldini —le interrumpió Florian—, las desgracias suceden cuando suceden. Hay gente que se mata el sábado yendo a la discoteca. Estamos en la alta montaña después de todo. No estamos seguros ni siquiera aquí, donde ahora estamos, ¿qué se cree? Y ahora tratemos de descansar. Mañana llegarán los kurdos y volveremos para ver qué ha pasado exactamente.

—Pero ¿qué dice? ¿No avisamos siquiera a la familia?

—Ya he pensado en ello —respondió Florian—, pero el móvil no tiene cobertura. Esperemos a que traigan la radio con el generador de corriente y llamaré a Ankara para que se avise a la familia.

—¿Y luego?

—Luego se reanudará todo como estaba previsto: hemos asumido unos compromisos, firmado un contrato, ¿lo ha olvidado?

—¡Al infierno! —replicó Baldini, y fue a acurrucarse dentro de su saco de dormir.

Dorkat apagó la luz y los tres se dispusieron a pasar la noche con aquel nudo en el estómago, con el silbido del viento y las sacudidas de la tienda que les mantendría en aquel extraño estado entre la vigilia y el sueño, en una pesada modorra de semiinconsciencia.

Hacia las tres de la madrugada Baldini salió de la tienda para orinar y vio que lejos, hacia abajo, en dirección al Ararat, había fulgores de rayos y una tempestad que se cargaba por aquel lado. Pensó que los kurdos podían también decidir no subir o quizá incluso irse con el equipo y los coches, ¿por qué no? Y sintió que se ahogaba en una repentina angustia. Luego oyó roncar tranquilamente a Dorkat y pensó que él debía de saber bien que no había motivo para preocuparse demasiado.

El amanecer anunció un día cárdeno, iluminando un cielo plúmbeo, pero el viento parecía haber amainado y Dorkat comenzó a prepararse un café turco en el hornillo de gas. Florian se acercó hasta el borde del barranco en el que habían plantado la tienda, miró hacia abajo y descubrió a los guías kurdos que estaban subiendo lentamente con el utillaje de excavación, el generador de corriente y otras provisiones. El peligro, por el momento, parecía conjurado. Luego su mirada cayó sobre la antena de radio que despuntaba de los hombros de uno de los porteadores y se acordó de la triste tarea que le esperaba. Apenas la radio fue depositada en el suelo, se sintonizó la frecuencia convenida y él llamó a Ricossa a Ankara.

—¿Es usted, Florian? ¿Cómo andan las cosas? —resonó contenta la voz de Ricossa.

—Mal, por desgracia. Hemos perdido a un hombre: Venanzio Massignan ha muerto.

—¿Muerto? Pero ¿qué dice?

—Por desgracia es la verdad. Ayer por la tarde hicimos un reconocimiento en la cumbre del Suphan y debe de haberse caído dentro de una grieta: oímos un aullido y luego ya nada. Desaparecido, disuelto. Querría que avisara a la familia, si no le importa.

—¡Oh, Dios bendito! —exclamó Ricossa—. Lo que nos faltaba. Pero ¿qué han hecho?, ¡demonios! ¿Y el seguro? Me pregunto si el seguro es lo suficientemente bueno para cubrir semejante percance. La familia podría pedir una cifra enorme de indemnización, ¿sabe? Oiga, Florian, tenemos que ponernos de acuerdo…, deberá usted declarar que Massignan se puso en peligro en contra del parecer de todos ustedes y sus recomendaciones, confiando en su experiencia de alpinista.

—Pero ¿qué dice, Ricossa? —replicó Florian fuera de sí—. ¿Ese pobre se muere y está usted especulando con el seguro? ¡Vayase al diablo, usted y su seguro! ¿Me ha entendido? ¡Vayase al diablo!

—Cálmese, Florian —dijo Ricossa en un tono de voz bastante más conciliador—. No se hace usted idea de cómo me las veré con este contratiempo imprevisto. Y alguien tiene que ocuparse de estos asuntos. Escúcheme: ¿es seguro que está muerto? ¿Alguien de ustedes lo ha visto? Me refiero al cadáver.

—Bueno, al cadáver no…, pero oímos un grito, nos volvimos y ya no estaba. Miramos alrededor y no vimos nada. Y sin embargo estábamos a cincuenta metros. Por desgracia estaba ya oscuro, se había alzado una niebla muy espesa mezclada con los vapores y las fumarolas del volcán. Era muy peligroso seguir en aquellas condiciones. Por lo que descendimos al campamento intermedio, esperamos a que los kurdos trajeran la radio y me he puesto en contacto con usted. Eso es todo.

—Si no he comprendido mal —dijo Ricossa en un tono de voz aún más tranquilo— existe una posibilidad, por más remota que sea, de que Massignan esté aún vivo. ¿Cómo está el tiempo allí arriba?

—Pasable.

—Entonces, óigame: tomen a los guías y vuelvan a la cima a buscar a Massignan. La zona en que ha desaparecido es muy limitada si no he entendido mal, por tanto no debería ser demasiado difícil peinar unos cientos de metros cuadrados de superficie e identificar el punto en el que desapareció. Si consiguen aunque solo sea ver el cuerpo avíseme enseguida, pero no afronte otros peligros para recuperarlo. No se trata de arriesgar otras vidas para recuperar a un muerto. Por el momento yo no diré nada a nadie, ni siquiera al comendador; ya está de bastante mala leche por esa maldita filial americana que pierde dinero por un tubo. ¿Ha comprendido bien lo que le he dicho?

—He comprendido perfectamente —respondió Florian—. Corto y cierro.

Hicieron falta casi tres horas para acomodar a los kurdos y su utillaje, de lo que se ocupó personalmente Florian mientras Amir Dorkat miraba preocupado cómo se adensaban las nubes en el horizonte.

—Esta es la única zona de Oriente Próximo en la que las perturbaciones llegan del este más que del oeste —rezongó.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó Florian—. El mal tiempo es mal tiempo.

—La hay y grande —apostilló Dorkat—. El mal tiempo aquí es peor porque viene de la estepa y del polo, mientras que el mal tiempo de poniente viene del océano. En cualquier caso, es inútil hablar del tiempo. Vayamos hacia arriba y hagamos lo que hay que hacer.

—Tomémonos otra taza de café —dijo Baldini que llegaba en aquel momento con la cafetera en una mano y la botella de grappa en la otra—. Allá arriba hace fresco.

Dorkat se sentó sobre el saco de dormir y cogió los vasos de té que servían igualmente para el caso y mientras tanto puso la radio para escuchar el boletín de noticias de la mañana. Cogió una emisora siria en francés que hablaba de desplazamientos de tropas turcas a lo largo de la frontera sirio-iraní.

Dorkat cambió de emisora, pero Florian le dijo:

—No, deje, me interesa.

—… Pero si son noticias locales —objetó Dorkat.

—En absoluto —dijo Florian alzando la mano como para pedir silencio—. Está diciendo que hay medio ejército en marcha… —Aguzó el oído—. Cuarenta mil hombres destinados a una gigantesca operación de peinado contra el PKK.

Dorkat meneó la cabeza como diciendo «Tonterías».

—Pero ¿qué sentido tiene? —observó Baldini—. Han apresado ya a Apo, la mayor parte de los jefes están en la cárcel, los supervivientes emigran a oleadas hacia Europa.

—La solución final —comentó lacónico Florian—. ¿Qué sino?

—No diga tonterías, Florian —rebatió Dorkat—. Son palabras mayores y…

—¿Qué es, una amenaza?

—Pero qué amenaza, solo digo que es imprudente hacer juicios de este calibre sin conocimiento de causa y…

Florian alzó de nuevo la mano para indicar que quería escuchar lo que decía la radio. El boletín de noticias proseguía: «El gobierno turco, lacayo de la OTAN y de los norteamericanos, está preparando la mayor operación de represión de los últimos veinte años. Las tropas en orden de combate están subiendo hacia las pendientes orientales del Suphan Dag para esperar la oleada de prófugos empujados por un regimiento de Jandarma que está llevando a cabo masivos peinados al oeste de Dyarbakir. Masas de prófugos están en movimiento con animales, carros, mujeres y niños. Su intención podría ser llegar a un puerto del sur, , probablemente, pero los hombres de Jandarma les han cortado el paso y están canalizando el flujo de prófugos hacia el Suphan, donde les aguarda una trágica cita con la muerte. Toda el área circundante ha sido evacuada: será una matanza sin testigos».

—¡Infames mentiras! —exclamó Dorkat dando un empellón a la radio con un gesto repentino de la mano—. Y ahora movámonos, por favor. Tenemos cosas más importantes que hacer que escuchar estos absurdos.

Los dos asintieron y, poniéndose los pesados anoraks de goretex, salieron al aire libre uniéndose al desfile de los kurdos que subían ya a la cima de la montaña. Algunos de ellos llevaban una especie de angarillas sobre las que habían puesto útiles y provisiones para el campamento que había que plantar en la cota.

Baldini se acercó a Florian:

—¿No le parece extraño todo este asunto?

—Si se refiere a esta descabellada expedición, estoy completamente de acuerdo.

—No, me refiero a lo que decía la radio. Si lo que dice es cierto, o sea, que se prepara una matanza de proporciones bíblicas, ¿cómo es que a nosotros se nos ha permitido venir aquí arriba, es decir, en medio de la zona crítica? Y si en cambio no es cierta, ¿a qué se refería esa emisora?

—Si quiere que le diga lo que pienso —respondió Florian—, la cosa me parece un tanto improbable aunque no la excluiría del todo. Dorkat es a buen seguro un agente de los servicios secretos que nos han puesto para que nos siga a sol y a sombra a fin de no perdernos de vista. Pero si realmente se llevara a cabo una operación semejante, qué cuernos iban a dejarnos subir hasta aquí arriba a riesgo de que pudiéramos ver algo que no debemos ver.

—¿Y la muerte de Massignan? ¿A qué podría responder? ¿No podría ocurrir, en cambio, que nos maten uno a uno? —insistió Baldini.

—No diga tonterías. Era más sencillo denegarnos el permiso y punto, ¿no le parece? Ha sido un desgraciado accidente, una maldita mala pata. En cuanto a la radio, es probable que los sirios estén dando excesiva importancia a una operación de la policía en curso contra algún núcleo de resistencia de la guerrilla del PKK o a simples maniobras militares en la frontera para sacar provecho de ellas con fines propagandísticos. Entre Siria y Turquía hay un viejo resentimiento, pero quédese tranquilo: no ocurrirá nada extraño.

—Esperemos —comentó secamente Baldini mientras su superior se retrasaba para controlar que no se perdiera nadie durante la ardua subida hacia la cima de la montaña.

Llegaron a la cúspide a eso de la una y se detuvieron durante algunos instantes a contemplar el fantástico espectáculo del lago volcánico que se abría como un ojo azul en el interior del cráter, luego comenzaron a buscar un lugar donde plantar el campamento. Lo encontraron al cabo de un rato en una zona al resguardo de la pared del cráter lo bastante llana y prepararon en ella un asiento regular y uniforme con nieve pisoteada. Comieron hacia las dos y media y, mientras los kurdos proseguían con su trabajo de acomodación del utillaje y del generador de corriente, Florian, Dorkat y Baldini con un guía kurdo se pusieron de nuevo en marcha para buscar el punto en el que había desaparecido Massignan. Llegaron avanzada la tarde y comenzaron a batir el terreno palmo a palmo sin resultado alguno. Baldini trató en cierto momento de alejarse hacia el borde oriental del cráter para ver si Dorkat intentaba retenerle, pero no sucedió nada y nadie pareció hacer caso.

De pronto oyó la voz de Florian que llamaba:

—¡Venid aquí! ¡Hacia aquí! ¡Le he encontrado!

Baldini acudió incluso demasiado rápido para aquel terreno tan peligroso, hasta que se encontró cerca de sus compañeros que inmóviles miraban fijamente algo que tenían enfrente. Avanzó de nuevo unos pocos pasos y vio el cuerpo de Venanzio Massignan apoyado contra una pared como una dramática estatua de hielo. Algo le había embestido causándole la muerte probablemente por el golpe y estampándole contra una roca; luego, durante la noche las exhalaciones de vapor se le habían helado encima revistiéndole de una capa cristalina de reflejos azulinos. Dorkat se acercó, examinó aquel grotesco bajorrelieve de hielo con meticulosa atención, y seguidamente se dirigió a sus compañeros:

—No tiene nada de extraño —sentenció—. Ha sido un géiser. A veces estallan de improviso. Le mató seguramente un golpe. No creo que haya sufrido mucho.

—Oh, Dios mío —murmuró Baldini.

Los tres se miraron a la cara sin decir nada más. Fue Dorkat quien rompió el silencio:

—¿Qué podemos hacer?

—Quizá deberíamos llevarle abajo —respondió Florian.

—A mí no me parece una buena idea —replicó Dorkat—. Es peligroso, y no tiene sentido afrontar peligros para recuperar un cadáver. Es la regla de la montaña: no se arriesga la vida de los vivos para recuperar a un muerto.

—¿Qué va a saber usted de reglas de la montaña? —espetó Baldini.

—Entonces, haga lo que quiera —respondió Dorkat—. Si quiere romperse la crisma por llevar abajo ese pedazo de hielo, ya puede empezar. Yo tengo otras cosas en qué pensar. Voy a ir al campamento a buscar el generador. Si el tiempo empeorara de verdad, necesitaríamos calor y luz. Nos veremos más tarde.

—Quizá no ande del todo equivocado —tuvo que admitir Baldini después de que Dorkat se hubiera alejado—. Y además Ricossa…

—¡Al diablo con Ricossa! —exclamó Florian—. ¡Al diablo con todo!

Baldini no dijo nada más y los dos se quedaron durante un rato observando al pobre Massignan aprisionado en su costra de hielo. En un momento dado Florian dio una palmada en la espalda de su compañero:

—Vamos. Hay que ponerse a trabajar. Cuanto antes terminemos, mejor.

—No pido nada más —respondió Baldini—. Esta expedición se está volviendo una pesadilla. Entonces, ¿qué debo hacer?

—Coja a cuatro kurdos y al guía, cargue todas las cajas de la pólvora de mina y llévelas hacia ese pequeño cráter secundario, allí abajo al fondo, del otro lado del lago, ¿lo ve?

—Lo veo —respondió Baldini—. Pero harán falta dos o tres horas para llegar hasta allí abajo.

—Lo que haga falta —respondió Florian—. La pólvora de mina debe ser metida toda dentro del cráter. Es allí donde está la veta de piedra del rey Midas, como hemos decidido llamarla. Provoquemos una explosión y saquemos a la luz el yacimiento, ya sea pequeño o grande. Morselli se sentirá feliz, nos liquidará nuestra remuneración y volveremos a casa. Vamos, ahora. Yo voy a llamar a Ricossa, y luego me reuniré con ustedes.

Se acercaron al campamento ya del todo instalado y, mientras Baldini preparaba su transporte, Florian enchufó la radio y comenzó a llamar. Ricossa respondió al poco:

—Diga, Florian.

—Le hemos encontrado —respondió Florian—. Está muerto. Fue el surtidor imprevisto de un géiser. Parece que es un fenómeno nada infrecuente en esta zona.

—Pobre diablo…, lo siento.

—¿Se encargará usted de avisar a la familia?

—Sí, de acuerdo, ya me encargo yo. Es lo que procede.

—Y no piense en esas gilipolleces sobre el seguro. Haga cuanto pueda para que su familia reciba todas las indemnizaciones posibles.

—Quédese tranquilo, Florian. Y tengan cuidado: solo nos faltaría que se produjeran más desgracias.

—Actuaremos lo mejor posible, Ricossa. Y avise enseguida al comendador Morselli, es preferible.

—Ya, lo es. Y no afronten riesgos inútiles para traer el cadáver. Massignan era un escalador. Estará bien allá arriba.

—Sí, quizá tiene razón. Corto y cierro.

Florian dejó la radio encendida, luego cogió la mochila con su equipo personal y se encaminó por la orilla del lago siguiendo el rastro de Baldini y de los kurdos que le acompañaban con el explosivo.

Avanzó a buen paso y al cabo de una hora llegó el grupito que le precedía a paso más lento debido a la carga. Hicieron un alto hacia mediodía para comer algo y luego reanudaron la marcha hasta el destino que se habían fijado de antemano: un pequeño cráter secundario que se alzaba en el borde oriental de la caldera volcánica. Una vez llegados allí, Florian ordenó colocar el explosivo y Baldini se puso manos a la obra ayudado por los porteadores kurdos. Vio con el rabillo del ojo a Florian confabulando en voz baja con el guía, cosa que le pareció un tanto extraña porque no le constaba que Florian hablase kurdo de manera fluida, ni que el guía kurdo hablara inglés con la misma facilidad.

Florian ordenó descargar el explosivo y Baldini comenzó a colocarlo dentro del cráter: eran unos botes de dinamita y de pólvora de mina que se insertaban en una serie de agujeros practicados en la pared de lava solidificada. De pronto, de la niebla que cubría el lago llegó un gargarismo acompasado.

—¿Qué pasa? —preguntó Florian alarmado de repente.

Baldini se detuvo y subió hacia el borde del cráter para ver mejor:

—Se diría…

—Una balsa neumática —añadió Florian mientras aparecía un bote empujado a remo del que en pocos instantes saltó a tierra Amir Dorkat. El turco ganó el borde del cráter y a Baldini no se le escapó la reacción nerviosa de Florian.

—Pero ¿qué es tanto explosivo? —dijo alarmado Dorkat—. Florian, ¿ha perdido la cabeza? Hay aquí material para hacer saltar por los aires media cima de la montaña. Se da cuenta de lo que…

No le dio tiempo de acabar la frase. Florian se sacó una pistola del anorak, hizo girar el tambor montando el arma y apuntó a Dorkat.

—Pero ¿qué diablos…? —comenzó diciendo Baldini estupefacto.

—Quédese tranquilo y no se meta, Baldini —le intimó Florian mientras seguía apuntando a Dorkat.

El turco lo miró fijamente; su mirada decía lo que todos habían pensado desde un principio: que era un agente de los servicios secretos.

—No haga una estupidez, Florian. Déme esa arma y simularé no haber visto nada.

—Pero ¿os habéis vuelto todos locos? —gritó Baldini—. Ya tengo bastante, me largo. No me quedo ni un momento más en este maldito lugar.

—No creo que pueda hacer usted nada de eso —replicó gélido Florian, encañonándole con la pistola—. Es más, siga colocando el explosivo, haga lo que le digo y no pasará nada.

Baldini meneó la cabeza como si no creyera en lo que veían sus ojos y oían sus oídos. Aquella repentina metamorfosis del tranquilo y ponderado ingeniero no era comprensible, ni tenía sentido la gélida luz de su mirada, la luz de un imprevisto e impensable fanatismo que helaba la sangre en las venas.

El frente tempestuoso seguía aproximándose desde levante precedido por rachas de viento helado y por un convulso palpitar de relámpagos entre nimbos.

—Florian —dijo de nuevo Dorkat—, la muerte de su colega no fue culpa de nadie…, no debe pensar que…

Una carcajada más fuerte que el silbido del viento interrumpió aquellas palabras:

—Pero ¿qué dice, Dorkat? Usted no ha comprendido nada. No tengo intención de suicidarme…

—Pero ¿entonces?

—No me llamo Florian. Mi verdadero nombre es Falurjan, soy armenio. ¿Le dice algo esto?

—¿Armenio…?

—Exactamente. Descendiente de una de las innumerables víctimas de vuestras matanzas, de vuestras atrocidades, como lo son estos kurdos que me han ayudado a traer hasta aquí todo este explosivo.

—Pero, entonces, la expedición…, la piedra del rey Midas…

—Un invento. También la piedra. La fabriqué yo mismo en el laboratorio. No ha existido nunca nada por el estilo. Solo ha sido la excusa para mover tanto explosivo…, tanto da…

Dorkat meneó la cabeza incrédulo:

—No es cierto…, no puede ser cierto…, está usted loco. Florian, o como diablos se llame, si piensa hacer una cosa semejante es que está loco de atar. No se salvará nadie. La explosión provocará una reacción sísmica catastrófica y…

—La explosión —le interrumpió Florian— abrirá una fractura en la caldera; el lago se desbordará hacia abajo por la ladera del volcán llevándose de golpe nada menos que a cuatro mil soldados turcos. También sus familias deberán llorar, como lloran las nuestras, desde siempre.

Baldini trató de hacerle razonar:

—Oiga, Florian, ¿y yo qué tengo que ver? No soy siquiera turco… Y además Dorkat tiene razón: la explosión provocará una reacción tal que podría incluso despertar al volcán, desencadenar una erupción apocalíptica: moriría también usted, ¿qué se cree?

—Será una buena muerte —replicó impertérrito Florian— si puedo llevarme conmigo al infierno a cuatro mil turcos.

Piense, se lo ruego —insistió Baldini—, si despierta al volcán sufrirán otros muchos inocentes.

—No hay ya armenios en esta tierra…

—¿Y le parece esta una buena razón? ¿Lo saben estos kurdos que le están ayudando? ¿Saben que el desastre podría afectar a sus aldeas, a sus familias?

—Es un riesgo que he de correr. No pasará nada: el magma es bastante profundo dentro del cráter. No existe un verdadero peligro. Lo único que sucederá es que saltará por los aires el borde oriental de la caldera y el lago se desbordará pendiente abajo ahogándoles como si fueran ratones. Y nosotros disfrutaremos con el espectáculo. Puedo hacer estallar las cargas con un mando a distancia. Y ahora continúe, si no quiere acabar mal.

Baldini obedeció y se puso de nuevo a colocar el explosivo siguiendo la indicación de Florian, diseminando las varias cargas a lo largo de una línea que arrancaba del pequeño cráter secundario hasta alcanzar el borde exterior de la caldera.

Ahora todo el explosivo estaba colocado, diseminado de modo que creara una grieta desde la orilla del lago hasta el borde exterior de la caldera. No quedaba más que hacerlo explotar. Los kurdos observaban aparentemente impasibles. Era evidente que formaban parte del complot y que debían de tener sus buenas razones para colaborar sin discutir.

—Ahora voy a conectarlo —declaró Florian—, aléjense todos.

Dorkat y Baldini retrocedieron mientras Florian se acercaba al explosivo llevando en la mano un cajita de plástico rojo del que salían dos contactos eléctricos y una pequeña antena. En el bolsillo debía de tener el mando a distancia que lanzaría la señal para el contacto eléctrico. Aplicó los contactos de encendido al explosivo y luego comenzó a alejarse hasta llegar al borde del cráter. Gritó:

—No se muevan de aquí hasta que yo se lo diga. Si hacen un movimiento en falso, haré estallar el explosivo. ¿Está claro?

Dorkat se volvió hacia Baldini:

—Hemos de pararle los pies —dijo—, al precio que sea.

—Pero ¿cómo? —respondió Baldini.

—Tengo una pistola —respondió Dorkat.

—Me lo imaginaba… Pero ¿y si falla?

—No fallaré. Y de todas formas no hay nada que perder. Dispararé cuando él coja los prismáticos para ver dónde se encuentran las tropas turcas. Cuando saque la pistola, arrójese al suelo y póngase a cubierto.

Baldini tenía la frente cubierta de sudor frío: alzó la cabeza y vio que el cielo encima de ellos estaba ya completamente cubierto de nubes negras. Una ligera niebla se arrastraba en cambio por el suelo, una mezcla de niebla y vapores sulfurosos que velaba los contornos y atenuaba los sonidos. Un rugido de trueno anunció que el temporal estaba próximo.

—Si esta niebla alcanza el borde del cráter, Florian no podrá ver nada abajo. Todo será cubierto por la niebla.

—Razón de más para actuar cuanto antes —repuso Dorkat—. Es tan fanático que hará explotar las cargas igualmente.

Florian estaba ahora trepando hacia el borde superior del cráter. Cuando estuvo en la cima se volvió hacia atrás y gritó:

—Ahora vengan a este lado, manténganse a su derecha.

Los dos se pusieron en marcha en la dirección indicada.

—¿Y los kurdos? —preguntó Baldini—. Si usted dispara, nos liquidarán a los dos.

—No tengo alternativa…

—Pero ¿yo qué tengo que ver…?

—Lo siento, Baldini, no puedo permitir que ese hombre destroce la cima del volcán y haga morir quién sabe a cuántos miles de personas.

Baldini sintió que se le helaba la sangre. Se dio cuenta de que no tenían escapatoria: Dorkat dispararía de ahí a poco y aquellos kurdos les segarían la vida a los dos acto seguido. Comprendió que no tenía un instante que perder y, mientras Dorkat se echaba mano al bolsillo interior de la chaqueta, él se le abalanzó encima y le arrojó al suelo.

—¡Baldini! Pero qué demonios… —le dio apenas tiempo de decir a Dorkat mientras rodaba por tierra.

—Maldita sea, no oponga resistencia —le gruñó Baldini al oído—. Sé lo que hago.

Pero, no pudiendo prever la reacción de Dorkat, le aferró la muñeca y lo estampó contra una roca afilada haciéndole soltar la culata de la pistola. Luego, con un golpe de riñones, rodó hacia un lado y cogió el arma apuntándola hacia él. Un relámpago iluminó como si fuera de día la cima y se reflejó sobre la superficie del lago como en un espejo proyectando sobre todo el cráter un resplandor espectral. Un estruendoso trueno estalló inmediatamente después y, cuando el estruendo se atenuó perdiéndose en la lejanía, solo se oyó un ligero silbido procedente del subsuelo.

—Maldita sea, Baldini, si salgo de esta se la haré pagar —dijo Dorkat.

—Pórtese bien y mantenga las manos en alto. Si le hubiera dejado actuar lo único que hubiéramos conseguido es que nos matasen. Es imposible acertarle desde esta distancia.

Los kurdos, que habían sacado las armas, las bajaron al ver aquello y se limitaron a escoltar a los dos hacia donde estaba Florian que esperaba de pie en el borde del cráter con los prismáticos en la mano.

El silbido se dejó oír de nuevo, más fuerte, y Baldini bisbiseó:

—¿Lo oye? Esta es nuestra única posibilidad de salvación. No su pistola. —Luego, vuelto hacia Florian, gritó—: Dorkat quería dispararle, y así nos hubiéramos buscado la muerte los dos. Oiga, Florian, se lo entrego, ¡y déjeme ir, por favor! Le he salvado la vida, ¿no?

Florian dudó, luego dijo:

—¡Venga para arriba, rápido!

Baldini dobló hacia la derecha desviándose del camino que estaba recorriendo y respondió:

—Venga aquí, a esta parte, a la izquierda, el camino es demasiado accidentado. ¡No quiero dar ningún paso en falso!

Florian consintió y comenzó a bajar hacia el oeste para ir al encuentro de Baldini y del hombre al que aquel amenazaba con el arma. Alcanzó una pequeña explanada cubierta de arena y se detuvo. En aquel mismo instante el silbido aumentó de improviso en una fracción de segundo hasta volverse lacerante e inmediatamente después brotó el violento surtidor de un géiser de las rocas próximas embistiendo de lleno a Florian y estampándole contra un pináculo de lava, a escasa distancia del cadáver congelado de Venanzio Massignan.

Los kurdos se quedaron de piedra al ver esto y Baldini entregó a escondidas la pistola a Dorkat.

—Pero ¿cómo ha hecho para…? —preguntó Dorkat.

—He visto que nos acercábamos al punto en que pereció el pobre Massignan. He oído el silbido, he calculado el tiempo y, sobre todo, he tenido suerte. Ahora cuénteles algo a esos kurdos: que la montaña se ha vengado porque él pretendía destrozarla…, lo que se le ocurra. Funcionará.

Dorkat, todavía incrédulo, apuntó su pistola contra los kurdos cohibidos y pasmados:

—¡Que nadie se mueva! —gritó en su lengua—. Arrojad las armas al suelo y retroceded.

Los kurdos obedecieron y Dorkat se dirigió a Baldini:

—Recoja las armas y tráigalas aquí. Yo voy a ver qué ha sido de ese loco.

—No, oiga —respondió Baldini—, yo no me arriesgo a tenerles a raya. No sé cómo hacerlo, no me deje solo.

—No se preocupe, lo conseguirá perfectamente. Basta con que les apunte con una metralleta y no se moverán.

Baldini comprendió que no tenía elección e hizo como le había sido pedido, mientras Dorkat se acercaba al cuerpo exánime de su enemigo. El géiser agotó al poco su empuje y del gran surtidor de vapor no quedó más que una nube blancuzca que surgía de la boca de la chimenea de lava. Florian yacía con las ropas desgarradas, las carnes horrendamente abrasadas, completamente inmóvil. Dorkat se acercó para asegurarse de que estaba muerto, pero, cuando se inclinó sobre él, aquel abrió los ojos y con una mueca de dolor y de triunfo al mismo tiempo mostró el mando a distancia del detonador sobre el que apretó el pulgar para provocar la explosión. No pasó nada y Dorkat se dio cuenta de que Florian no debía de tener la menor sensibilidad en los dedos y que por tanto no había percibido dónde estaba exactamente el pulsador. Le bastó una fracción de segundo para reaccionar y descargó todo el cargador sobre el cuerpo de Florian que se aflojó como un andrajo sobre aquel sablón infernal.

Dorkat volvió para atrás y alcanzó a Baldini:

—Se acabó todo —dijo—. Podemos volver al campamento.

Dirigió a los kurdos un breve discurso en su lengua del que Baldini no comprendió una sola palabra y luego, para gran asombro suyo, les devolvió las armas y se encaminó hacia el campamento.

—¿Qué les ha dicho? —preguntó Baldini.

—Que se les pagará lo acordado y que recibirán una gratificación de quinientos dólares por barba si devuelven el explosivo al campamento y luego olvidan todo lo que han visto.

—Comprendo —respondió Baldini.

Llegaron al campamento y Dorkat le señaló la radio:

—Avise a sus jefes —dijo—, mañana mismo regresamos a Ankara.

—¿Avisarles? ¿Y qué les digo? Era Florian quien tenía el mando y la responsabilidad. Yo no sé…

—Dígales lo que quiera —respondió Dorkat—. A estas alturas no hay mucha diferencia. ¿No le parece?

Baldini asintió con la cabeza y se puso a la transmisión:

—Aquí el campamento operativo de Suphan Dag, respondan.

—Aquí la base —contestó al cabo de poco la voz de Ricossa—. ¿Quién habla?

—Soy Baldini, señor Ricossa.

—Ah, hola, Baldini, ¿cómo han ido las cosas?

—Mal. Florian ha muerto.

—¿Muerto? Pero ¿qué diablos está diciendo? ¿Qué accidente ha ocurrido?

—Ha sido una desgracia, señor Ricossa.

—¿Otra? ¡Pero no es posible, maldita sea, no es posible!

—Por desgracia es como le digo. Obviamente hemos decidido regresar.

—Me hago cargo… Pero ¿y la piedra del rey Midas?

—¿Esa? Era una mala jugada.

—¿Una… mala jugada? Pero ¿qué demonios…?

—Una mala jugada, señor Ricossa —replicó Baldini—. Corto y cierro.