Tenía un aspecto decididamente envejecido: tenía la piel seca y arrugada, la frente surcada por profundas arrugas y mostraba una extensa calvicie en el centro del cráneo. El ojo que había perdido en Italia, no por una estocada como alguien iba diciendo, sino por una infección, estaba cubierto por una venda de piel negra que le confería cierto aire insolente y al propio tiempo amenazante.
Vestía modestamente: un traje muy sencillo de burda lana, que cerraba en la cintura un cinturón de cuero, y un par de sandalias de tipo militar constituían toda su indumentaria. Admito que sentí cierta emoción al encontrármelo de frente nueve años después de nuestro encuentro dentro de la tienda de campaña en terreno neutral, la víspera de la batalla de Zama. Aníbal era siempre Aníbal, el hombre más sagaz, el político más sutil, el combatiente más temible que nuestro siglo haya conocido.
La silla a su lado estaba vacía y comprendí que el maestro de ceremonias me había reservado el sitio a mí. Nuestra delegación debía discutir sobre la libertad de las ciudades griegas de Asia del yugo del rey Antíoco de Siria. Éfeso, Esmirna y todas las demás ciudades de la antigua Jonia se habían dirigido a nosotros en busca de ayuda y nosotros habíamos respondido también en nombre de la antigua descendencia troyana. No era la nuestra una injerencia sino más bien un retorno al lugar de origen del héroe Eneas, fundador de nuestra patria. Es notorio además que estábamos apoyando al rey de Pérgamo, Eumenes, que sufría la pesada hegemonía de Siria, para hacer de ella nuestra cabeza de ariete contra Antíoco.
Antes de tomar asiento, le saludé en griego:
—Salve, Aníbal.
Me respondió con un leve movimiento de cabeza:
—Salve Publio Cornelio —y lo dijo sin emoción, como si saludara a uno de los muchos presentes.
Es difícil explicar lo que sentí en aquel momento: no pude dejar de retrotraerme a aquel día ya lejano, a ese encuentro dentro de la tienda, a la caída del sol. Me parecía sentir aún el olor del polvo, y ver enrojecer los rayos oblicuos del sol poniente, a través de la tela del pabellón, nuestros rostros y nuestras manos. Había sido un encuentro breve, teniendo en cuenta la importancia de lo que había en juego: el resultado final de un enfrentamiento entre dos imperios que llevaba durando ya más de sesenta años. Pero no olvidaré la emoción que me entró al encontrarme cara a cara con el hombre que había aniquilado a tantos ejércitos romanos combatiendo en campo abierto. Temía tanto sucumbir a su influencia y a la fascinación de su personalidad y de su carisma que fui, por reacción, más duro e intransigente de lo necesario. Y no cabe duda de que esto condujo a la ruptura casi inmediata de las negociaciones e imposibilitó un arreglo político del conflicto. Arriesgué y gané. Y fue lo mejor. Pero ahora que había pasado el tiempo, que nada amenazaba la supremacía de la patria, encontrármelo enfrente de nuevo en Éfeso, como miembro de una delegación para las negociaciones políticas, me causaba placer. Podía permitirme hablarle como se habla a una persona a la que se admira y se estima.
No he compartido nunca el ensañamiento con que algunos de nuestros magistrados y comandantes militares le han dado caza hasta ahora, no porque represente un peligro real sino solo para traer su cabeza como un trofeo: el anciano e indómito enemigo por fin aniquilado. ¡Qué miserable actitud!
Las negociaciones se empantanaron casi enseguida en aquella sala de la asamblea ciudadana de Éfeso. Nosotros sosteníamos nuestro justo derecho a intervenir en defensa de las ciudades griegas de Jonia, ellos defendían que nuestra intervención era en realidad una injerencia. Un diálogo entre sordos cuyo resultado ya habían previsto ambas delegaciones. Pero más que el tiempo dedicado a las discusiones políticas fueron interesantes los descansos, durante los cuales surgían las relaciones humanas y hasta el aprecio mutuo entre los miembros de las delegaciones, más allá de las tareas que los respectivos gobiernos les habían encargado desarrollar.
No recuerdo quién pronunció la primera frase de nuestra conversación informal: él, me parece, quizá dándose cuenta de cierto embarazo mío creo que me habló de comida, del hecho de que no había comprendido nunca el entusiasmo de los habitantes de aquella tierra por la carne de grulla y que echaba mucho de menos el pescado hecho a la manera de Tiro y de Cartago.
Tuve que admitir que tampoco a mí me volvía loco la carne de grulla y que prefiero el pescado, pero en determinadas situaciones no había elección y había que hacer los honores a la mesa de quien nos hospeda. Apenas habíamos comenzado a hablar cuando el difuso vocerío en la sala se atenuó, y sentí todas las miradas sobre mí. Lo cual me produjo un cierto fastidio, no cabe duda, mientras que mi interlocutor parecía completamente a sus anchas y prosiguió hablando; en aquel momento cambiaba de conversación para referirse a los usos y costumbres de los habitantes de Asia, semejantes en todo a los de los griegos, aunque se tratara de extranjeros. Pero la sombra de Zama se alargaba sobre nosotros y podíamos notar la atención de los presentes, en apariencia pendientes de sus discusiones, y el intento de aquellos que teníamos más cerca de pescar algún fragmento de conversación.
El magistrado que había organizado el encuentro, un efesio llamado Antístenes, se acercó a nosotros sin ningún pudor mientras el charloteo se atenuaba de nuevo hasta casi el silencio y su voz se dejó oír de modo claro:
—Creo que todos los presentes, yo el primero, nos sentiríamos felices de escuchar vuestra conversación, de no perder la oportunidad de asistir al encuentro de dos de los más grandes hombres de nuestro tiempo. Y creo, en particular, que todos querrían hacerle una pregunta a Aníbal.
—¿Qué pregunta? —inquirió el interpelado.
—Me parece obvio —respondió Antístenes—. ¿Quién ha sido el mayor caudillo de todos los tiempos?
Aníbal me miró por un instante y la luz de su único ojo era penetrante como la punta de un puñal. Sonrió, descubriendo una hilera de dientes aún intactos pese a la edad y se acercó a mí para decirme primero algo confidencialmente, casi al oído:
—En mi ciudad se cuenta una historia, Publio Cornelio, de cuando al héroe Eneas, prófugo de Troya, nuestra reina y fundadora Elisa[10] le pidió que contara sus vicisitudes. El héroe no quería, era reacio a evocar acontecimientos tan luctuosos, pero finalmente cedió a las insistencias de ella y empezó a hablar. Y en aquel momento, se cuenta, todos guardaron silencio en la sala del banquete… No sé por qué, pero esta situación me evoca aquella historia, mutatis mutandi, como diríais vosotros los romanos. Curioso, ¿no?
Sonreí también yo ante aquella observación irónica que ponía en relación al barbudo Antístenes con la bellísima reina fenicia. Luego Aníbal respondió en voz alta a la petición del magistrado:
—Alejandro de Macedonia, sin duda.
Antístenes apuntó que estaba de acuerdo y yo también, si mal no recuerdo, hice un gesto de asentimiento. ¿Quién podría poner en duda la primacía del mayor conquistador de todos los tiempos? Claro está que, en mi fuero interno, yo pensaba que la fama de Alejandro se habría visto muy disminuida de haber tenido que cruzar sus espadas con nuestros legionarios, pero obviamente no lo di a entender.
—¿Y el segundo? —preguntó Antístenes.
Y entonces el silencio que se hizo fue absoluto. Todos esperaban la respuesta. ¿Qué diría Aníbal? ¿Se acreditaría a sí mismo como el más grande después del macedonio? Pero en ese caso, ¿cómo podría sostener la comparación directa conmigo, allí presente, que le había derrotado?
—Pirro —respondió en medio de la sorpresa general—. Porque fue el primero en concebir los campamentos y aportó una innovación fundamental para el arte militar, no inferior en importancia a cualquier invención táctica o estratégica.
El magistrado insistió:
—¿Y el tercero?
Era evidente que quería llevarle al enfrentamiento verbal: ¿quién podía ser sino uno de nosotros dos?
Aníbal no lo dudó ni un instante:
—Yo —respondió—, yo soy el tercero.
No dije nada. No tenía mucho sentido rebatir una afirmación semejante. Y sobre todo, en el fondo, yo estaba sustancialmente de acuerdo con él. Sin duda mi silencio fue una desilusión para todos. Quizá se esperaban un violento enfrentamiento verbal o una reacción de orgullo herido por mi parte, pero no sucedió nada de todo esto. En efecto, la conversación se reanudó poco a poco como si nada hubiera pasado: los presentes intercambiaban impresiones sobre aquel triple, singular veredicto, y solo se interrumpieron cuando Antístenes reclamó a las delegaciones a la mesa de las negociaciones. Discutimos de nuevo, sin gran provecho, hasta la puesta del sol, cuando fuimos invitados a pasar a la sala preparada para la cena. Aníbal prefirió salir al pórtico exterior para respirar un poco de aire fresco y yo le seguí.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dije.
—Por supuesto.
—¿Qué habrías dicho de haber sido tú quien me hubiera derrotado en Zama?
—Habría dicho que yo era el primero —fue la respuesta.
No pude dejar de hacer otra cosa que sonreír: en el fondo me había valorado mucho más de lo que podría haber esperado: me había puesto por encima de toda comparación. Pero evidentemente no era aquello lo que pensaba. Las relaciones entre Roma y el reino de Siria eran ahora ya muy tensas, lo que quedaba demostrado con nuestro mismo encuentro que de hecho había terminado en nada. Era bastante evidente además que las dos potencias antes o después llegarían a las armas cortas y tampoco era difícil comprender quién saldría mejor parado, sobre todo para Aníbal que conocía perfectamente las características de nuestros ejércitos y podía compararlas con la mediocre calidad de los ejércitos de Antíoco, más aptos para espectaculares paradas que para duros choques en el campo de batalla.
Había una bonita puesta de sol de primavera tardía: las barcas de los pescadores regresaban a puerto y un par de naves de guerra maniobraban dentro del dique para acercarse al muelle. Los dorados de las acroteras de los santuarios y de los edificios públicos brillaban como fuegos en la quietud del crepúsculo y las gaviotas se agolpaban en torno a los tenderetes de los pescadores disputándose los restos del mercado de pescado que eran arrojados al mar.
—¿Cuándo tendrá lugar? —preguntó de golpe.
—¿La guerra? No lo sé. Dentro de un año, quizá dos. Hemos de consolidarnos aún en Cisalipina y en Macedonia.
—¿Y te parece una buena cosa?
—No lo sé. Pienso que entra dentro de la lógica de los hechos. Un desenlace inevitable.
—Todo es evitable —respondió Aníbal volviendo hacia mí de improviso aquella mirada suya mutilada, inquietante—. Menos la muerte.
—Lo sé —dije—. Esta guerra será distinta de la que libramos nosotros. Tendrá otros fines…
—Es cierto. La nuestra fue una guerra de un imperio contra una ciudad. Esta será la guerra entre dos imperios. Venceréis vosotros, como ya sucedió en las guerras anteriores, pero la victoria se volverá contra vosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Con nosotros fue distinto. Nosotros no éramos un imperio aunque tratamos de serlo a partir de las conquistas de mi padre. Éramos una ciudad que había creado muchas colonias en el mar occidental, cada una de las cuales hacía las veces de punto de encuentro y de intercambio con los pueblos indígenas. Pero Siria lo es y se extiende por un territorio ilimitado, el mayor que exista, mayor también que el vuestro. En todo este tiempo, a partir de la muerte de Alejandro, este imperio ha extendido la civilización de los griegos desde el Cáucaso hasta la India, hasta las riberas del Hidaspes. Vosotros conseguiréis, mucho me temo, debilitar a Siria. Le arrebataréis primero las provincias más ricas, las próximas al mar, desde donde irradia la civilización común de todos los pueblos que se asoman a él, y en ese momento tendrá que venirse abajo…
—Nunca se puede decir. Y en cualquier caso el destino de Roma es gobernar el mundo. Estoy seguro de ello, de lo contrario ¿por qué los dioses, el hado, nos iban a conceder vencer a todos nuestros adversarios?
Aníbal guardó silencio durante algunos instantes y me pareció que seguía de nuevo con la mirada las peleas de las gaviotas que se disputaban las sobras del mercado.
—¿Tú crees, Publio Cornelio? —dijo de golpe, sin volverse.
—Sí, firmemente.
Presentía en qué pensaba, en aquel día lejano, en Zama, cuando la suerte le había dado la espalda en el último momento, cuando había preparado con sagacidad su obra maestra táctica, para ser, finalmente, derrotado de todos modos.
—Yo no —respondió—. Lo importante es decir siempre la última palabra, más allá de nuestros planes y de nuestras esperanzas. Y no hay necesidad de imperios. Cartago prosperó durante siglos sin conquistar territorios en el interior, y sin oprimir a las poblaciones indígenas.
—Pero ha perdido. Esto significa que su estructura no estaba hecha para sobrevivir. Los imperios son necesarios, o quizá debería decir ineluctables. Al hundimiento de un imperio le sigue siempre el caos, la fragmentación, un frenesí de particularismos que conducen a luchas intestinas, sangre, duelos y daños sin fin. Solo los nómadas pueden vivir sin estructuras políticas porque no tienen territorios, ni ciudades, ni templos, ni viviendas.
Aníbal meditó de nuevo en silencio durante unos momentos, mientras el sol alcanzaba ya la superficie de las aguas expandiendo una franja bermeja que llegaba hasta la costa.
—Lo que dices es en parte cierto, pero no lo es menos que ningún imperio puede dominar todo el mundo. Vosotros tenéis Occidente, el reino de Antíoco tiene Oriente, pero ninguno de los dos contendientes podría nunca aspirar a una hegemonía universal. Ningún imperio, por sí solo, puede dominar a toda la humanidad. Si derrotarais a Siria, Asia se libraría en cualquier caso. No contáis con hombres suficientes para desplazar desde aquí hasta la India, y aunque los encontraseis tendríais que agotar vuestras generaciones, lo que causaría indirectamente el hundimiento de vuestra estructura política u obligaría a vuestros ciudadanos a convertirse en soldados más que en agricultores, comerciantes, marineros, artesanos y alhamíes.
—¿Vamos a tener que renunciar a la primacía por temor a las consecuencias? No tiene ningún sentido, nadie lo hace y nadie lo ha hecho nunca.
—Tendréis que renunciar a decisiones que conducirán antes o después a vuestra ruina y a la ruina del mundo que habéis construido.
No había animosidad en sus palabras, como la primera vez que me había encontrado con él en Zama dentro de la tienda en campo neutral. Había mostrado equilibrio y una prudencia casi más propias de un filósofo que de un soldado. Por esto, también en aquel momento, sus razonamientos adquirían un peso y una autoridad mucho mayores. Y yo ya me daba cuenta del escenario que trataba de prefigurar. ¡Cuántos de nuestros soldados, a su regreso de las campañas de conquista, se habían visto convertidos en pobres e indigentes! Tenían que vender su hacienda a aquellos que se habían enriquecido desmesuradamente negociando la venta de los prisioneros de guerra y del botín. Y los esclavos estaban ocupando cada día más el sitio de los pequeños propietarios, y de los obreros asalariados a jornal. Aquellos que habían contribuido con su trabajo a su sustento debían ahora humillarse para pedir limosna o favores y la protección de un poderoso.
Se dio cuenta de que estaba meditando sobre sus palabras y reanudó el discurso:
—Es probable que derrotéis a Siria como nos habéis derrotado a nosotros. Lo cual no es malo en sí. Antíoco no está menos ávido de riquezas y de poder de lo que lo estáis vosotros, pero precisamente eso, de no haber nada más, debería empujaros a un acuerdo. Cuando hayáis destruido también el único imperio que ha quedado, no podréis, como he dicho, heredar, su extensión territorial, ni el control de los pueblos que lo habitan, sino en mínima parte, pero heredaréis las consecuencias de la ruina. Las etnias en lento proceso de asimilación recuperarán su identidad y su fuerza y con ellas la voluntad de engrandecerse con guerras y saqueos.
—Hablas como si vuestros ejércitos no hubieran hecho lo mismo en Sicilia, en Cerdeña, en Hispania —respondí, más para reaccionar contra lo que me parecía un sombrío presagio que por verdadera convicción.
—Es cierto. Pero mientras fue posible penetramos en tierras extranjeras mediante el comercio y el tráfico marítimo, no con los ejércitos. Solo cuando se vio amenazada nuestra supervivencia me decidí a un largo conflicto, a transformar mi ciudad de mercaderes en una metrópolis guerrera. Y perdí. Tal como has perdido tú.
—Hace solo un rato has admitido, aunque sea indirectamente, mi superioridad en el campo de batalla.
—Sabes bien cómo fueron las cosas, y sabes el papel que desempeñó la fortuna en aquella jornada como en todas las jornadas campales. Yo, de todos modos, me refería a otra cosa. Tú has perdido porque ha terminado tu momento así como ha terminado el mío.
—Tengo poco menos de cuarenta años…
—Eso no cambia nada. Has perdido porque tu tiempo ha pasado, los tiempos en que los adversarios se enfrentaban mirándose a los ojos y podían batirse con encarnizamiento sin perder la estima y el respeto que tenían el uno por el otro. Los tiempos en que contaban sobre todo el valor, el coraje, la fuerza de ánimo, la fe en los propios ideales. No hay cabida ya para gente como nosotros: ahora el campo está libre para corredores de apuestas, contratistas, especuladores, gente que tiene como único fin acumular dinero.
—Dicen que quieres convencer a Antíoco para que lleve la guerra a Italia.
—¿Y tú te lo crees? Nadie que esté en su sano juicio pensaría nunca en invadir Italia. Yo el primero, que soy el único que sabe realmente lo que ello significa. Son solo especulaciones: una nueva guerra significa nuevos abastecimientos, nuevos gastos, nuevos contratos, nuevos esclavos y quizá, por fin, la captura de Aníbal. Sé que en Roma se fábula con mis escondites secretos en cuevas de las montañas, con fortalezas provistas de docenas de galerías. Se demostrará que uno de los motivos para acabar con el reino de Siria es que da hospitalidad a Aníbal. Tanto tú como yo sabemos que no es cierto, que la razón es únicamente la codicia. La cual no puede estar de ningún modo en la base de ningún proyecto político. Destruid Siria y alguien mucho más agresivo y peligroso surgirá de las ruinas de su imperio y, antes o después, os hará morder el polvo. Es cierto, Publio Cornelio, los imperios son ineluctables, pero el principio que determina su éxito contiene en sí un germen de locura que al final les conduce a la disolución. Adiós.
Se despidió de mí con un movimiento de cabeza y se alejó en dirección al puerto.
Han pasado cuatro años desde aquel día. Hemos derrotado a Siria y ocupado una parte de sus territorios; el imperio de Roma parece que no ha de conocer el ocaso, pero nunca como hoy resulta más evidente que no podremos de ningún modo recoger la herencia de Alejandro y tampoco la mucho más modesta de Antíoco. Aníbal está todavía libre, pero el cerco en torno a él se estrecha y pronto no habrá ya más países independientes que puedan darle asilo. Mi familia se ha visto trastornada por un escándalo a causa de la distracción de fondos pagados por Antíoco al Senado romano en concepto de daños de guerra. Mi hermano Escipión el Asiático ha sido sometido a proceso y yo vivo casi desterrado lejos de Roma, adonde nunca volveré.