Pienso que el hombre siente venir la muerte y que su inminencia le marca de cansancio y de luz, de tensiones milagrosas y de presentimientos.
JORGE LUIS BORGES
Verona es una ciudad extraña, indescifrable desde ciertos puntos de vista: aletean en ella atmósferas tan intensas que se dirían excesivas —¿cómo decir?—, demasiado perfectas para ser verdaderas, demasiado apropiadas. He vivido en ella siempre y todavía no me he acostumbrado. Cada vez que paso por debajo del arco dei Gabii no puedo dejar de dirigir un saludo a aquellas desvaídas cabezas de antiguos difuntos, como si hubieran desaparecido desde hace algunos años, como si fueran tíos o abuelos y no piezas de museo. Y el mismo efecto me produce el ponte Scaligero: por más que sepa muy bien que está casi totalmente terminado, reconstruido en su totalidad después de un bombardeo, me causa el efecto del más hermoso, del más medieval, del más arqueado de los puentes e imagino siempre que tengo que pagar un peaje al diablo cada vez que lo cruzo, quién sabe por qué. ¿Y qué decir de San Zeno? ¿Puede haber un destino más irónico para una ciudad tan nórdica que un santo protector negro como un tizón? ¿Y sus señores, los Scaligeri? ¿Cómo se puede llamar un señor Cangrande? Imaginad a su madre llamándole de niño. ¿Le llamaba con el nombre entero o lo abreviaba en Can, o en Grande? ¿Y ese otro que se llamaba Mastino?
Y así, cuando leo los versos de Shakespeare grabados en la lápida de los portoni della Bra, no puedo sino confesarme de acuerdo todavía hoy. Estar lejos de Verona no es vida: es un exilio amargo, precisamente porque en todo el mundo no hay otro habitat tan perfecto y equilibrado, tranquilizador e inquietante al mismo tiempo: cuerpo y anticuerpo, luz y sombra, mejor dicho, tinieblas. ¿Porque Shakespeare era en realidad veronés?
Y también la gente que vive en ella está hecha a imagen y semejanza de la ciudad. Hay secretos inimaginables dentro de estas antiguas murallas y casi nadie es el que parece ser. En porta Palio conozco a alguien que trabaja de asesor fiscal y organiza fiestas de beneficencia para la Unicef, pero durante dos años fue cirujano en primera línea de la guerra de Bosnia. Un abuso, obviamente. Nunca se sacó una licenciatura en medicina y tampoco un título de enfermero. ¿Un liante? ¿Un impostor? No, un sádico. Fijaos en la Arena: ¿es acaso un teatro de ópera? No, es un anfiteatro y, si tenéis el oído fino, tras los gorgoritos del tenor podréis oír también los aullidos de los heridos y de los moribundos. Y, a decir verdad, tampoco yo soy el que parezco. Enseño matemáticas en un instituto privado muy exclusivo y llevo una vida de lo más metódica y regular. Nada de alcohol, nada de humo, una sola mujer ni guapa ni fea, ni estúpida ni inteligente. Y sin embargo tengo un vicio oculto: la pasión por la aventura. Sobre el papel, se entiende. No sería capaz siquiera de participar en un viaje organizado fuera de un país del Occidente europeo. Devoro la literatura de aventuras y veo todas las películas del género, incluso las más trash, por decirlo con una palabra de moda, y el origen de todo ello está en mi niñez. Mi madre, separada de su marido, un padre al que no he conocido nunca, no me quería cerca, y por eso me mandó interno a un colegio de Monfortani de disciplina casi militar. El aburrimiento reinaba soberano entre aquellos muros: nunca nada que perturbase la regla, el horario, el programa. Todo estaba previsto, contemplado, era ejecutado a la hora y en el momento debidos. La única evasión era la lectura y yo leí todos los libros de aventuras que había en la gran biblioteca del colegio. Aventuras de todos los tipos, en todos los mares y en todos los continentes, y en todas las épocas.
Hasta hace algún tiempo esta dicotomía tan acentuada y tan geométricamente equilibrada funcionó a la perfección hasta que intervino un elemento perturbador: un objeto encontrado en el tenderete de un ropavejero en un mercadillo de antigüedades. Era uno de esos puñales indios con la hoja serpenteante: un kris. Lo cogí en la mano, no sé por qué; quizá porque tenía un aspecto tan acabado y tan fuera de lugar en esta ciudad que me pareció auténtico.
—Es auténtico —dijo el vendedor, como si me hubiera leído el pensamiento, o la mirada.
—Sí, eso cuénteselo a mi abuela —respondí yo, para que no se fuera a creer que era yo un alma de cántaro.
El hombre me miró fijamente con una mirada mefistofélica que me turbó ligeramente, por más que fuera pleno día y la hora más frecuentada del mercado:
—Tenga en cuenta que no solo es auténtico, sino también una pieza histórica. Es, nada menos, que el kris con el que se suicidó Emilio Salgari.
Aquella declaración me pareció tan descarada que no quise siquiera discutirla. Me limité a preguntar:
—¿Cuánto cuesta?
—¿Por qué quiere comprarlo? —me preguntó él a su vez.
—Esta si que es buena, porque está a la venta, si no estoy equivocado.
—Si es por esto, tiene aquí también otras cosas a la venta. ¿Qué le parece, por ejemplo, esta góndola veneciana con luces y carillón?
—Quiero comprarlo porque me despierta curiosidad y punto. Pero, mire, no es una cuestión de vida o muerte…
—Eso lo dirá usted —replicó el vendedor.
Y debo confesar que aquellas palabras me provocaron otro estremecimiento. Pero solo por un instante. En el fondo era normal: probablemente tampoco él era lo que parecía. A lo mejor era un profesor universitario, o un mago, o un cura: ¿quién podía asegurarlo?
Quienquiera que fuese, percibió inmediatamente mi estado de incomodidad y volvió, como si no hubiera pasado nada, a la actitud normal de su profesión. Y empalmando acrobáticamente con mi primera pregunta respondió:
—Puedo ofrecérselo por setenta y cinco mil liras porque me cae bien, pero le juro que no gano nada.
Pagué sin discutir considerando que, aunque las probabilidades fuesen escasas, aquel objeto podía verdaderamente ser lo que el vendedor afirmaba, y en ese caso era una buena compra. Es más, muy buena. Lo envolví en una hoja de periódico fijándolo con un par de gomas elásticas, lo metí dentro de una bolsita de plástico usada y me lo llevé. Tenía planeado pasarme también por el supermercado para hacer la compra y luego por el relojero para recoger el reloj que había hecho arreglar. Sin embargo no fui a ninguno de esos sitios, volví a casa para ver qué aspecto tendría aquel objeto fuera del contexto de cachivaches en el que lo había encontrado, restituido a una cierta dignidad, depositado sobre un tapete o sobre la viga de la chimenea. Me quedé mirándolo largo rato y, se me crea o no, desde aquel día ese puñal serpenteante me cambió la vida. No porque tuviera nada mágico, no, por el amor de Dios, sino por lo que significaba: no había considerado nunca que el Autor capaz de crear ciento cinco novelas y ciento treinta relatos en menos de veinte años de actividad, todos completa y genuinamente ficticios, ya que no había asomado nunca la nariz fuera de su casa, en un determinado momento se hubiera atrevido a emprender, no obligado por la naturaleza, es más, por iniciativa propia, el viaje más absolutamente aventurero: el del más allá.
Así, un día tras otro, comencé a violar aquella línea de demarcación interior entre aventura solo de ficción y vida real de absoluta regularidad y previsibilidad. Empecé a hacer incursiones cada vez más frecuentes más allá de esa frontera que había respetado durante toda la vida. Pequeñas cosas, por favor, como no ir a clase e ir a dar una vuelta por el campo, o sacarme la licencia de caza y disparar a los patos en el pantano. Pero para mí solo algunos meses atrás estas eran gestas inconcebibles.
El apetito, ya se sabe, entra comiendo, y algún tiempo después me uní, siempre por pura casualidad, a un grupo que se dedicaba a los juegos paramilitares en la montaña los fines de semana. Cosas totalmente inocentes: se nos dividía en dos bandos, los rojos y los azules, obviamente nos poníamos uniformes de camuflaje y botas impermeables y empuñábamos armas láser, de juguete sí, pero que daban el pego, con las que se apuntaba al enemigo para abatirlo. Los uniformes tenían sensores que señalaban el blanco centrado cuando el rayo láser se lo pedía, y el que era alcanzado quedaba eliminado del juego: estaba muerto, por así decirlo. Por la noche, cansados, sudorosos y cubiertos de barro de la cabeza a los pies, nos reuníamos en un refugio en torno a una mesa para terminar la jornada de combate cenando un asado de carne y evocando las acciones más brillantes. Increíblemente me convertí en poco tiempo en uno más de los diestros jugadores, diría incluso que en el mejor y, dentro de aquel pequeño ejército de broma, estaba considerado casi un héroe, un líder, como se decía en nuestra jerga de Rambo de fin de semana.
Había también mujeres con nosotros, a las que les gustaba mucho ponerse uniformes ajustados, cinturones y bandoleras, gorras con estrellitas y distintivos de diverso tipo comprados en las tiendas especializadas. Comencé a encontrarlas muy atractivas y no tardé en darme cuenta de que ejercía sobre algunas de ellas cierta fascinación, sobre una en particular, una morena de formas provocativas, de pelo corto a lo garçon. Se llamaba Sabrina, nombre que solo seis meses atrás habría considerado de telenovela y que ahora en cambio me sonaba exótico y de algún modo excitante. Mi compañera me acabó aburriendo: de improviso me pareció sosa, insignificante, carente de todo atractivo y la dejé. Lloró, me preguntó qué había hecho para merecer un trato tan frío, pero yo no supe qué responderle. Dije que simplemente había cambiado, que veía el mundo de modo distinto y quería vivir mi vida sin ningún lazo ni condicionamiento. Y comencé una relación con Sabrina, de la manera más excitante que quepa imaginar. Ella formaba parte de mi grupo de asalto y era la mujer de un agente de bolsa de mediana edad que combatía con el bando adversario. Nos aislamos durante una acción e hicimos el amor en el suelo, escondidos entre los arbustos del sotobosque. Nunca en la vida había oído a una mujer gemir de placer y todo me parecía fantástico, maravilloso: me sentía un hombre nuevo, un héroe de novela y me gustaba verme así.
¿Cómo había podido vivir todos aquellos años como un fantasma, como un ser insignificante?
Comprendí que podía ir más allá y que la vida podía ofrecerme experiencias todavía más fuertes, más emocionantes. Mi relación con Sabrina se volvió cada vez más estrecha hasta absorberme en una especie de dimensión de vigilante delirio. Hasta que un día ella me pidió una prueba de amor y de valor extremo. Debía demostrarle si era capaz de destacar únicamente en las ficciones o si era un verdadero hombre, un triunfador. Me dijo que su marido era un ser despreciable, un impotente depravado y que yo era su única esperanza de liberarme de él. Había también mucho dinero en juego, una montaña de dinero, con propiedades y participaciones en una enorme cantidad de actividades financieras. Se trataba solo de planearlo del mejor modo y llevar a cabo el plan con sangre fría e inteligencia. Y luego nuestro futuro no conocería ya límites. Solo habría que tener paciencia durante algunos meses, un año quizá, dos como máximo, esperar a que las aguas se calmaran, que el caso fuera archivado y luego encontrarse en otro lugar, en otra situación, en nuestra nueva vida. Asimismo me dijo que la enorme mayoría de los delitos en Italia quedan impunes y que no había por tanto motivo para preocuparse. Dentro de nuestro grupo teníamos nombres ficticios (¡el mío era Yáñez!) y esto me ayudaría a desaparecer, a refugiarme en mi identidad habitual de gris profesor de instituto.
No sé por qué esta noche, cuando he regresado a casa, mi mirada ha caído sobre el kris que compré en aquel ropavejero en el mercadillo de antigüedades. Y de improviso me he dado cuenta de haber interpretado el personaje negativo, el malvado que Yáñez y Kammamuri habrían matado en la espesa jungla para que no causara más daño. Por primera vez esta arma de decorado teatral me ha parecido auténtica. Su punta reluciente es mucho más afilada de lo que me pareció cuando la compré, y también su cortante filo. ¿No podría ser, en el fondo, el arma del crimen? No, demasiado reconocible. Quizá la sugestión exacta es otra: la que llevó a Emilio, humilde artesano de la aventura extrema pero ficticia, a emprender el viaje más terriblemente auténtico de su vida. Sé que soy capaz de hacer lo que Sabrina me ha pedido, no representa para mí un problema ni una dificultad, es como si lo hubiese ya hecho. Es más, me gustaría eliminar a ese flácido cerdo: el verdadero desafío es otro, el último, el extremo. Será entonces cuando se verá si mi metamorfosis es completa, si me he convertido en un verdadero hombre.
No he visto centellear nunca como ahora, en efecto, el kris que compré al ropavejero, nunca como ahora he estado tan convencido de que esta fue el arma.