Siempre he sostenido que los mayores descubrimientos se hacen allí donde todo parece claro y definitivamente establecido, donde nadie echa ya una mirada o propone una hipótesis de duda, donde la bibliografía está cerrada. Un volumen entero del Corpus inscriptionum latinarum lleva por título Falsae y recoge todas las inscripciones latinas que la crítica epigráfica ha considerado carentes de toda autenticidad. Es increíble cuánta gente se divertía en la Edad Media y sobre todo en el Renacimiento falsificando inscripciones latinas con los más dispares propósitos. El más frecuente de los cuales es el de situar en un lugar preciso (normalmente el país natal del falsificador) un gran acontecimiento histórico como el paso del Rubicón o la estipulación del segundo triunvirato. Casi siempre, de todas formas, la falsificación tiene una razón de ser, un cui prodest[9] en razón del cual alguien se ha tomado la molestia de elegir una lápida de mármol o de bronce y hacer esculpir en ella un texto epigráfico. En el presente caso no.
He aquí la falsa inscripción, más imposible, falsa en el excesivo distanciamiento de las dos iniciales D M (Diis Manibus, «A los Manes»), falsa en el formato y en el estilo de las letras capitales, en el trazo de las líneas, falsa en su evidente falta del más mínimo sentido común…
Y sin embargo el texto en toda su evidente falsedad posee una poderosa apariencia de enigmática verdad.
Aelia Laelia Crispís, ni hombre ni mujer,
ni andrógino ni muchacha, ni joven ni vieja,
ni casta ni meretriz, ni púdica, sino todo a la vez…
No es posible que se trate de un fantasma, de una pura invención: siempre he pensado que había una persona de verdad detrás de este rompecabezas en mármol.
Hoy ha fallecido de improviso mi profesor de epigrafía: su vida truncada por un ictus que ha borrado de golpe en su cerebro el inmenso catálogo de inscripciones falsas y auténticas que él podía citar de memoria en cualquier momento. Se ha perdido en un instante la extraordinaria habilidad para completar las lagunas abiertas por el tiempo y por los vandalismos en los mármoles y en los bronces. Todo perdido. Tenía setenta y siete años y era profesor emérito desde hacía cinco, un cargo que le permitía todavía frecuentar el instituto donde había sido el indiscutido amo y señor durante tantos años, donde había dado clases a generaciones enteras de estudiantes sobre cómo hay que leer una inscripción latina, sobre cómo se completa y sobre cómo se publica. Era un hombre poderoso e importante, incluso después de haberse retirado y haber colocado en la cátedra a todos sus discípulos, excepto a mí. No es que fuera yo el peor de todos. Pero me había prometido que esta vez sería mi turno, ¡por fin!
Prometido propiamente no, digamos que me lo dio a entender, que es como decir prometido porque una media palabra suya era como una declaración escrita y un levantamiento de acta. Maldición, maldición… ¿Por qué he de tener tan mala pata? ¿Y qué puedo hacer ahora, ir a ver a los miembros de la comisión de las oposiciones para titular y decirles que el profesor Cassanelli estaba decidido a defender mi candidatura?
Y con todos estos contratiempos y problemas me pregunto, a pesar de todo, por qué me encuentro en el museo medieval delante de la inscripción de Aelia Laelia como si él me hubiera llevado de la mano.
No quedamos buenos amigos porque tenía un carácter difícil y sombrío y habíamos discutido acerca del enfoque que había que dar a mi curso. Yo le había dicho que eso era responsabilidad mía, que sabía lo que hacía y que no tenía necesidad de consejos de nadie. Él, por el contrario, seguía tratándome como a un alumno, peor aún, como a un bisoño que no sabe siquiera consultar un fichero en la biblioteca. No obstante, tengo casi la certeza de que quería reparar el haberme tratado de manera tan brusca y descortés, que quería hacerme una revelación importante. Pero ¿cuál?
Estoy evidentemente impresionado por su desaparición y por la manera en que nos despedimos hace solo dos días en la puerta de su despacho…, por el hecho de que dentro de unas horas estaré presente en su funeral.
Cierto que, si realmente en el más allá se nos revela la verdad en todo su esplendor, será fácil para él ver la solución del enigma, quizá él conozca perfectamente la identidad del personaje que un tal Achule Volta, gran maestro de la Orden de los Caballeros Gozadores había querido inmortalizar en aquella inscripción quizá burlona, quizá cargada de auténtico misterio. Pero ¿qué puedo pensar yo? La Orden de los Caballeros Gozadores no podía ser más que una asociación de goliardos que vivían dedicados a una vida crapulosa, al vino y a todo tipo de orgías y bacanales. ¿Y quién podía ser Aelia Laelia sino un objeto ambiguo e inquietante de placer, doble y replicante, rostro oculto detrás de una máscara, cuerpo enfermo, indefinible y quimérico: hembra, varón, andrógino, muchacho y muchacha, un ser admirable y monstruoso, un ángel de carne diabólica, capaz de montar y de yacer debajo al mismo tiempo, de entregarse y de negarse a un tiempo, de gritar de excitación y de desesperación, de amar el odio, de odiar el amor. Y por último de morir tras una inscripción verdadera y falsa, simple y absurda, letra burlona y elusiva?
Es extraña la sensación que estoy experimentando: melancolía mezclada con una intensa excitación como si tuviera que ir a una cita decisiva, como si me dispusiera a encender una vela delante del santo patrón de los epigrafistas. Y las palabras grabadas en la inscripción que tengo delante parecen desaparecer y reaparecer, con manchas, lagunas, como en una pantalla catódica que está a punto de agotarse. Es el exceso de concentración, dicen, una sobrecarga del lóbulo parietal izquierdo del cerebro, una zona que puede provocar alucinaciones igual que un pantano libera miasmas y fuegos fatuos. Ahora haré de tripas corazón e iré a San Francesco a asistir al funeral del profesor Cassanelli, aguantaré a esos pozos de ciencia de los glosadores, y me parecerá asistir a mi propio funeral: siempre es así últimamente. Cuando voy a un funeral, en realidad sigo mi propio cortejo fúnebre. No soy más que un fantasma: soy yo quien está dentro del ataúd. ¿No es, en el fondo, una simple cuestión de tiempo? Es probable que no saque la oposición a la cátedra y, honestamente, de no haber muerto él no puedo jurar que apostara por mí. De todas formas, sin él, como se dice en la jerga académica, sin la cabeza que me sostenga, soy carne muerta: los otros titulares se repartirán los despojos y destinarán los puestos disponibles a sus alumnos: es la ley no escrita de nuestro mundo.
Cassanelli me apreciaba sin convicción y en cualquier caso no consideraba que fuera capaz de dedicar toda mi vida y todo mi ser, que en definitiva viene a ser lo mismo, a la epigrafía tal como él había hecho, al menos con miras a una oposición a cátedra. Aelia Laelia. Hasta el nombre parecía equivocado.
Camino en medio de la neblina de noviembre, paso por la calle como una rama en la corriente de un río fangoso: así es cómo me acerco a mi cita.
Los pináculos de San Francesco se pierden en la niebla densa cual cimas montañosas entre nubes bajas y cargadas de lluvia. Llega el coche fúnebre, negro y resplandeciente, cubierto de coronas de flores. Descargan otras coronas de un furgón que sigue de cerca y las disponen a los lados del féretro. La celebración corre a cargo del arzobispo, de quien el profesor era íntimo amigo, una amistad que quizá pueda favorecerle en el más allá. De profundis, Aelia Laelia: ¿de qué profundidades de mi memoria has surgido? ¿Cómo es que tu inscripción, desde siempre en el limbo de las inscripciones falsas, ha salido a la superficie, flotando en mi subconsciente como el cadáver de un suicida? No lo recuerdo, al menos ahora. En este momento estoy muy ocupado en leer las inscripciones en las cintas violetas que cuelgan de las coronas de flores. Deformación profesional. Son epígrafes estas también.
ACHILLE VOLTA, EN NOMBRE DE LOS EXALUMNOS DEL CURSO DE 1981
Pienso que la depresión es como una droga: te hace ver lo que no existe. A mi lado está Ornella Sabatini, una colega de la universidad de Pavía que se suena la nariz ruidosamente tanto por la emoción como por el resfriado. Le pregunto:
—Ornella, ¿qué ves tú en esa cinta, no, esa no, esa otra de la izquierda, en la de la corona apoyada en la columna?
—Veo que dice «Achille Volta, en nombre de los exalumnos del curso de 1981». ¿Por qué, le conoces?
—Por supuesto —respondo—. Le conozco, sí. Es el gran maestre de la Orden de los Gozadores.
Ornella Sabatini me mira con una expresión compasiva y se suena de nuevo la nariz, ruidosamente. Gracias, profesor, querido viejo profesor Cassanelli, arisco benefactor que me coloca en la cátedra post mortem como un hijo póstumo. Seré el que resuelva el enigma de Aelia Laelia. Venceré por méritos propios, por pundonor, saldré del anonimato; el violín que toco como aficionado voluntarioso no será ya mi único pasatiempo. Me ofrecerán entrar en los círculos más exclusivos de la ciudad y finalmente tendré también yo investigadores que colocar como asociados y asociados que ascender a titulares a cambio de duras prácticas cuyos tiempos y formas estableceré yo.
Salgo deprisa de la basílica olorosa a incienso y me acerco a los de la funeraria:
—¿Quién ha confeccionado las coronas?
La respuesta me lleva hacia un autobús que recorre el centro urbano y luego se adentra en la periferia sur cada vez más neblinosa, hacia San Lázaro. No tengo carnet de conducir, no lo he tenido nunca. A lo sumo consigo ir en bicicleta: no podría dominar nunca un automóvil, correr a cien por hora estando sentado. Ahora recuerdo. Encontré una foto de la inscripción sobre una mesa del instituto. El día 16 de octubre de este año de gracia de 2003, mi cuarenta y cuatro cumpleaños. He aquí cómo ha comenzado mi caza del misterio. Creo que antes de mí lo intentaron docenas de investigadores que publicaron toda clase de desvaríos y los únicos estudiosos serios la dieron por falsa. Error. Una falsificación posee su propia verdad, una razón de ser: en cuanto falsedad es auténtica. Me bajo en la parada de las Due Madonne. ¿No es un nombre curioso? ¿No es extraordinariamente ambiguo? Todos saben que Virgen solo hay una.
Aunque es difícil creerlo, no tengo siquiera un móvil y las cabinas de teléfono se han convertido en una verdadera rareza, en piezas de museo. No sé por qué pero debo saber dónde estaba el profesor Cassanelli el 16 de octubre y podría saberlo telefoneando a Osvaldo Cuomo, el secretario del departamento, su fiel, silencioso y devoto colaborador, su sombra. No estaba en el funeral y por tanto debe de estar indispuesto y en casa. Quizá una gripe, quizá su asma cardíaca. He ahí una cabina, y tengo la moneda que me permitirá hacer una llamada urbana.
Cuomo responde con una voz extraña, casi ausente. Es más, no responde, pregunta a su vez:
—¿Por qué quiere saberlo?
No me había preparado para la respuesta:
—Porque no recuerdo haberle visto en el instituto ese día y la cosa me pareció extraña. Estoy… estoy tratando de reconstruir sus últimos días de vida: es una cuestión personal.
Cuomo guarda silencio durante unos instantes, luego dice:
—Fue a ver a su hermana monja que se iba al día siguiente a África. Me dijo que pasara a recogerle por la tarde porque se entretendría en su casa comiendo.
—Gracias, Cuomo. Siento haberle molestado.
La agencia de pompas fúnebres está una treintena de pasos más adelante bajo el porche de via Dallolio. Tiene todavía las puertas de cristal de otro tiempo que hacen sonar un timbre cuando uno entra. El empleado es amable y me alarga enseguida el catálogo de los productos de la casa con los precios correspondientes: coronas, cojines de flores, guirnaldas de laurel con falsas bayas doradas estilo honras a los caídos, lámparas votivas, lápidas, con las inscripciones. ¡Qué pobre es la epigrafía moderna: ni una frase de pleno sentido, ni una expresión elegante: solo datos personales a secas! Me he distraído:
—Mire —le digo—, no quiero nada. Solo quisiera saber si la corona con el texto «Achille Volta, en nombre de los alumnos del curso de 1981» ha sido ya pagada por alguien. ¿Sabe?, también yo formo parte de ese curso y quisiera participar de los gastos, pero no sé cómo encontrar a la persona.
El empleado hojea el grueso bloc de los encargos y de las facturas:
—Aquí está —dice—, Achille Volta, via Gilberto Gualandi, trescientos cuarenta y siete, b.
Un estremecimiento recorre mi espinazo: esas señas corresponden a la vieja dirección del profesor Cassanelli, la casa donde vivía en los primeros tiempos en que yo frecuentaba el instituto.
—Gracias —respondo con una voz que casi no reconozco.
Salgo. Ahora ha oscurecido y las farolas difunden un globo opalescente que a duras penas se refleja en el asfalto húmedo. Son casi las siete. Estoy cansado y no tan convencido ya de que este asunto me interese demasiado, después de todo. Pienso en mi apartamento de via Castiglione lleno de libros, de discos y de vídeos, en una buena copa de brandy que me saque de la niebla y me quite las bascas que siento en el estómago. Es más, ¿sabes qué voy a hacer? Coger un taxi, sí, me permito un lujo de vez en cuando, cogeré un taxi y me haré llevar hasta la puerta de casa.
Hay que esperar un poco antes de que pare uno y es una suerte porque está empezando a caer una llovizna apenas algo más molesta que la niebla, que cala hasta los huesos. A veces me siento más viejo de lo que soy en realidad. El chófer arranca sin decir una palabra, pero tanto da, tampoco yo tengo ganas de charlar. Leo la chapa que dice COTABO, unas siglas que no me es difícil interpretar como CO[PERATIVA] DE TA[XISTAS] DE BO[LONIA]. Deformación profesional, no cabe duda. Y el nombre del conductor: Ignazio Bonetti. Ya vamos por las avenidas, Porta Mazzini…
—Espere, he cambiado de idea. Lléveme, por favor, a via Gilberto Gualandi, trescientos cuarenta y siete, b.
No sé cómo, me han salido de repente estas palabras. Mejor dicho, sí lo sé. Si Cassanelli ha querido de alguna forma dejarme un rastro para descifrar una de las inscripciones más famosas de la epigrafía urbana, no veo por qué debería dejar escapar la ocasión. Quizá tuvo algún presentimiento antes de morir, quizá no se vio con ánimos de hablar directamente conmigo, dado su carácter orgulloso, quizá solo quiso dejarme las indicaciones para que alcanzara el objetivo y me ganara la cátedra. A lo mejor se había puesto ya en contacto con algún miembro de la comisión que quizá se sienta así más atado por una promesa hecha a un difunto. O quizá mi valía es mayor de lo que pensaba.
La carrera ha costado diez euros: esperemos que valga la pena.
Heme aquí delante de la puerta. Llamo al timbre, una, dos veces. No obtengo respuesta. Quizá no hay nadie en casa. ¿O es que no funciona el timbre? En efecto, no sé si he oído ningún timbrazo. Llamo. La puerta se abre sola: estaba entornada nada más.
—¿Con permiso? ¿Con permiso? ¿Hay alguien?
Tal vez sea mejor que vuelva en otra ocasión. Si llegara alguien y me encontrara en su casa, ¿qué podría decirle? Hay una luz encendida en una de las habitaciones que reverbera en el suelo de la entrada. Es un despacho. Sobre la mesa hay una lámpara encendida y sobre la mesa unas fotografías… Dios mío…, Dios mío…
Son fotografías que me reproducen en actitudes íntimas con su hijo…, o su hija…, según cómo se quiera ver la cosa. Él sabía, por tanto, que yo tenía una relación íntima con su criatura, con el ser ambiguo al que había registrado veintiocho años atrás en el registro civil como una persona de sexo masculino, pero que era también otra cosa… Estaba al tanto del hecho de que yo soy un hombre vil y corrompido que se aprovechaba de una persona débil e indefensa y que se aparta de todo eso una vez que ha satisfecho su placer para volver a una vida completamente normal y respetable, borrándolo todo, también la conciencia, hasta el siguiente encuentro…
Y ha querido que lo supiera cuando se ha sentido morir. Pero él (ella) ¿dónde está ahora? ¿Por qué de improviso recuerdo no haberla (haberlo) visto en el funeral de su padre? ¿No es extraño?
Y al saber que el profesor Cassanelli estaba muerto, el primer pensamiento que me vino a la mente no fue la oposición a cátedra ni los datos personales de Aelia Laelia, no. El primer pensamiento que me vino a la mente fue poder verme con su hijo (hija) cuando quisiera, sin peligro de que él me descubriera y se vengase.
Recojo deprisa las fotografías y me dirijo hacia la puerta. Pero hay alguien en el umbral. Es Osvaldo Cuomo y me apunta con algo que no veo muy bien en la oscuridad.
—Buenas tardes, doctor. ¿Qué hace usted aquí?
Me ha llamado «doctor». Significa que no conseguiré nunca la cátedra.