La espada de oro

No hay que dejarse dominar nunca por la presunción de saber suficiente, ni siquiera cuando se ha pasado una vida entera estudiando, cultivando la mente y ampliando las experiencias. Siempre llega el momento en que uno debe agachar la cerviz y admitir que ha sido un tonto o cuando menos un desconsiderado, y esto suele suceder precisamente en el momento en que uno está más seguro de sí mismo.

A lo que me refiero, a decir verdad, es a un momento de estancamiento. Soy arqueólogo: acababa de terminar una campaña de excavación sin ningún resultado particularmente emocionante y trataba de hilvanar un informe presentable y sobre todo publicable cuando, un martes por la noche del invierno pasado, sonó el teléfono.

—No me conoce usted, profesor —dijo una voz desde el otro lado del hilo telefónico—, pero yo le conozco bien a usted: he leído todo lo que ha escrito y estoy absolutamente convencido de que es usted el único que puede resolver mi problema.

—A decir verdad —respondí—, soy un desastre cuando se trata de resolver problemas, pero diga, le escucho.

—Soy Righi, perito mercantil, jefe de sección de la sede turinesa de la Seguridad Social, y soy un apasionado de las armas antiguas, por eso tengo muchos conocidos entre los restauradores y también entre el personal directivo de las colecciones reales. La otra noche estuve en el café de via Lamarmora con el doctor Frabetti, director de la sección clásica de la colección Emanuele Filiberto, y me di cuenta de que se moría de ganas de decirme algo, pero que en aquel momento tenía ciertas reservas.

»Finalmente, como tenía más ganas de confiarse que yo de saber, me contó una historia increíble. Se presentó en su taller de restauración un extraño personaje con una bolsa de cuero en bandolera y le pidió que le hiciera una limpieza y valorara una espada antigua que era propiedad de su familia desde hacía tiempo, porque había decidido venderla.

»Frabetti acepta, el hombre abre la bolsa y aparece un objeto de increíble belleza: una espada muy antigua… ¡de oro macizo!

—Bromea usted…, no es posible.

—Eso mismo me dijo Frabetti, y he de creerle dado que le tengo por un estudioso muy serio y por un técnico de excepcionales facultades. El propietario de la espada dice tener un cliente extranjero que quiere comprarla y desea que Frabetti le haga una expertise, pero él no se ve con ánimos: es una tipología que no conoce y además quisiera evitar que el arma acabara en el extranjero. Yo tengo una fotografía de la que he sacado una fotocopia, por el momento. Pensaba mandársela por fax y ver qué piensa usted de ella.

—Oiga —respondo yo—, un fax de una fotocopia de una fotografía se parecerá al original como yo a mi foto del día de la Confirmación, pero si por el momento no tiene nada mejor mándemela.

Poco después observaba ansiosamente la fina lengua de papel térmico que salía lentamente por la ranura del fax: la punta, primero, luego la espiga y finalmente la empuñadura. Me quedé mirándola encantado: de ser auténtica, su valor sería inestimable. Poco después sonó el teléfono de nuevo:

—Soy yo de nuevo, profesor. ¿Qué me dice?

—¿Qué quiere que le diga?…, está todo negro, la definición es pésima, los contornos de las figuras son inciertos, pero…

—¿Pero…?

—Pero si es auténtica, entonces se trata de arte celta más que antiguo…, diría que del siglo I antes de Cristo o del posterior…, norte de Europa…, tal vez las Islas Británicas…, no sé, Escocia o Irlanda…, no podría afirmarlo con exactitud.

—¡Fantástico!

—Pero, escuche, no me consta que se haya encontrado nunca una espada de oro macizo: casi siempre los objetos de oro de la Antigüedad solo están chapados, y además en una espada no tiene mucho sentido… Debe tratarse, sin duda, de una espada ceremonial, pero también en tal caso… No sé, estoy muy perplejo e inseguro. Son solo impresiones, consideraciones con escasa base documental.

—Comprendo, pero con esto me parece que tenemos una hipótesis sobre la que trabajar.

—En teoría, porque sin ver el original nos quedamos en simples especulaciones.

—Ya…, de todos modos, mire: lo primero que pienso hacer es enviarle una fotografía propiamente dicha, y ya sobre ella podrá hacerse una idea más exacta, luego veremos si es posible llegar a ver el original.

Nos despedimos así y yo tuve aquel fax sobre mi mesa durante varios días. Por un lado, aquel objeto me tenía muy intrigado y por tanto hojeaba mis catálogos de colección, pasé docenas y docenas de diapositivas en busca de cotejos tipológicos, pero, por otra parte, algo dentro de mí me decía que aquello no podía ser verdad: tres kilos y medio de oro puro, ¿de dónde? Ni en la tumba de Tutankhamon se había encontrado un arma tan valiosa.

Righi vino en persona a traerme la foto: ¡una gran estampa a color de 18x24 que reproducía el objeto con gran detalle y precisión, espectacular, clamoroso! El impacto visual era tal que dejaba sin respiración, y a duras penas pude disimular mi excitación.

—¿Qué le parece?

—Ni que decir tiene que son palabras mayores…

—¿Es auténtica, según usted?

—Por la fotografía se diría que sí, pero solo el examen directo del objeto podría proporcionarme la certeza de que así es. Es verdad que, si es una falsificación, es obra de una persona más bien culta, es más, cultísima…, pero ¿seguro que es de oro?

—Tan seguro como que yo estoy aquí —respondió Righi—. Frabetti es un genio en su campo y además, cualquiera puede comprobarlo, basta con un poco de cloro: si el metal se vuelve rojo es que es oro, de lo contrario es alguna otra cosa.

—¿Se sabe dónde está ahora este objeto?

—En el extranjero. En un banco. Y mucho me temo que esté a punto de emprender el vuelo, cosa que quisiera impedir a toda costa: esa maravilla debería quedarse en Italia. Me pregunto una cosa: si es de procedencia nórdica, ¿cómo es que se encontró aquí?

—Es difícil de decir: mientras no sepamos si proviene de aquí, no conoceremos el contexto, pero si fue encontrada en Italia, digamos en una excavación clandestina, podría ser parte de un botín de guerra, por ejemplo. Obviamente se trata de puras especulaciones, castillos en el aire, por ahora.

Righi se fue, pero me llamó algunos días después.

—Hay un comprador, un escocés. Pero el propietario pone dificultades: para iniciar una negociación habría que saber cuál es el valor del objeto, pero es reacio a enseñarlo, pues teme que puedan requisárselo…, se hace representar por un abogado a quien he conseguido conocer por medio de Frabetti, le he hablado de usted…

—Ah —le interrumpí un poco cortado.

—Me he permitido…

—¿Qué?

—Bien, le interesa mucho la idea de que usted pueda hacerle una expertise, valorar el objeto, así ellos tendrán una base sobre la cual empezar una negociación de compra.

—Pero yo no puedo prestarme a una operación de este tipo: se trata de un delito, exportación clandestina de objetos arqueológicos…, siempre y cuando se trate de un objeto auténtico.

—Estoy de acuerdo, pero mientras tanto se establece el contacto y luego… el comer y el rascar todo es empezar…

—Pero, según usted, ¿de veras tanta prisa tiene ese individuo?

—Sí…, el cliente quiere cerrar el negocio sin falta antes de que acabe mil novecientos noventa y nueve.

—¿Porqué?

—Esto no lo sé… Entonces, ¿qué hago?

Le dije que fijara la cita y dos días después me presenté a la salida de la estación de peaje de la autopista de Fidenza como en una típica escena de novela de espías. El abogado era un tipo pintoresco, medio aventurero, medio abogado de tres al cuarto que evidentemente trataba de sacar su buen porcentaje de un negocio que se anunciaba multimillonario. Traté de hacerle ver que lo mejor era denunciar el hallazgo a la superintendencia si era cierto que podían probar su propiedad. El Estado presentaría una opción de compra en igualdad de precio con el comprador extranjero: tendrían así la expertise gratis de un inspector y todo se haría a la luz del sol. Si el Estado ejercía su opción, no se perdería una lira y por añadidura ese objeto se quedaría en Italia.

El hombre recelaba, decía que luego el Estado se quedaría con la mitad del valor en impuestos, que su cliente no se fiaba. Al final, de todos modos, pensó que lo mejor era un encuentro directo y así, al cabo de algunos días, hubo un encuentro en la cumbre en casa de Righi, en Castiglione delle Stiviere.

El primer encuentro fue una desilusión: me esperaba un tipo un poco especial, una especie de traficante sospechoso, pero en cambio tenía el rostro más apuesto de caballero que se pudiera imaginar, se llamaba Alfredo Gabaldo y tenía una fábrica de contramarcos metálicos en Brianza. Me contó una extraña historia de un tío suyo que había ido a trabajar a Friuli y se había traído de allí a casa la espada cuando era todavía un niño.

—¿En qué parte de Friuli? —pregunté yo.

Nombró un pueblecito de la zona de Aquileya.

«Tierra legionaria —pensé—. Podría tener sentido».

Traté de convencerle de todos modos para que siguiera la vía legal, pero no hubo nada que hacer. Nos despedimos sin de hecho concretar nada, pero me acompañó por la carretera hasta mi coche y charlamos un poco de todo. De vez en cuando miraba a mi alrededor, para cerciorarme de que no me seguían, y luego me echaba a reír para mis adentros: ninguno de nosotros dos reunía las características de un personaje de novela negra. Antes de arrancar me pidió el número de teléfono y al día siguiente me llamó personalmente para fijar una cita a solas.

Nos encontramos a la salida de la estación de peaje de Piacenza en dirección al enlace para La Specia y nos sentamos en un pequeño local delante de un café y de un cenicero que no tardó en llenarse de colillas porque Alfredo Gabaldo fumaba como un carretero y de vez en cuando yo le pedía también un pitillo, porque me sentía un poco nervioso e incómodo.

—Oiga —me dijo en un momento dado—, es inútil que siga predicando: no se la pienso entregar al Estado porque la policía fiscal me ha arruinado un par de veces por un quítame allá esas pajas, por irregularidades de forma en mi comercio: no me fío de ellos. Ahora bien, ¡basta ya de charlas! Yo le garantizo mil millones de liras en una cuenta anónima en el extranjero si usted me hace la expertise y me dice lo que vale ese objeto.

—No hay necesidad de ningún dinero: le hago la expertise de viva voz, ahora mismo y gratis: si esa espada es auténtica, es arte celta del siglo I después de Cristo, de procedencia nórdica, probablemente Irlanda o Escocia. ¿El valor? Repito, si es auténtica no tiene precio, porque no hay ninguna otra en el mundo de estas características. Digamos no menos de diez millones de dólares.

—Dieciocho, diecinueve mil millones.

—Lira más, lira menos.

—Póngamelo por escrito, firme y le garantizo el cinco por ciento en una cuenta en el extranjero.

—Nada que hacer. Mis hijos no pasan hambre y mi reputación vale mucho más.

—¿Cuánto?

—No está en venta.

Continuamos con la esgrima verbal alejándonos y reencontrándonos varias veces: estaba convencido de que era el hombre que le convenía y que podía fiarse de mí porque no era alguien que se dejara comprar; yo quería convencerle de que pidiera una inspección a la superintendencia. Un día fue precisamente el superintendente quien me llamó, un viejo amigo y compañero de estudios de la universidad.

—Oye, me consta que te has metido en cierto lío y que frecuentas a gente extraña.

Comprendí enseguida a qué se refería:

—¿Y tú qué sabes?

—Los carabinieri del grupo especial andan tras los pasos de un tipo desde hace algún tiempo y por eso saben que tú estás implicado de algún modo. Quítate de en medio, déjalo correr. Haz caso a un amigo.

—Yo lo único que estoy tratando es descubrir de qué se trata exactamente y de convencerles de que entreguen el botín. Hazme el gran favor de decirles a esos muchachos que me dejen en paz, y no me rompan las pelotas. ¡Demonios!, estoy trabajando para vosotros, ¿no?

—Sí, pero ellos están acostumbrados a no fiarse de nadie y por tanto déjalo todo y vuelve a ocupaciones más tranquilas: es un juego demasiado peligroso.

Me di cuenta de que no tenía elección: telefonee a mi hombre y le dije que no podía hacer nada más por él y que, al no haber logrado convencerle de que solicitara una inspección de la superintendencia, no tenía ya motivo para ocuparme de aquel asunto. No tuve más noticias suyas por un tiempo, hasta que un buen día fui a un congreso internacional que se celebraba en Trieste: Gabaldo estaba allí, en la cafetería del palacio de congresos, y se acercó a mí.

—¿Quiere verla? —preguntó.

—¿El qué?

—La espada.

—Bromea. ¿No dijo que estaba en el extranjero?

—En efecto, podemos llegar en tres cuartos de hora. Portorose.

Asentí. La tentación era demasiado fuerte y acepté. Le dije que me esperara en la primera estación de servicio de la autopista y que le alcanzaría con un taxi. Estaba en el colmo de la excitación: desde que no me ocupaba ya de aquel asunto no hacía otra cosa que pensar en él, e incluso cuando cerraba los ojos el resplandor de aquella espada de oro me cegaba. Llegamos a la ciudad croata hacia media tarde, entramos en un banco alemán y bajamos al sótano. El corazón me latía aceleradamente mientras el empleado abría la cámara acorazada y luego la caja que contenía el valioso resto arqueológico.

—¿Qué me dice ahora? —dijo mi acompañante.

Tomé mi pequeña lente del bolsillo y examiné la espada milímetro a milímetro.

—¿No es una maravilla? —preguntó de nuevo Gabaldo.

—Es falsa. Y no es siquiera de oro. Diría que una aleación, que lo imita bastante bien.

—¿Qué? No es posible.

—Claro que es posible. Es falsa, tengo una seguridad del noventa y nueve por ciento.

Gabaldo se dejó caer contra el respaldo de la silla, pálido y sudoroso mientras yo, más desilusionado que él, le desgranaba todos los aspectos y las características que me habían llevado a ese veredicto. Seguía diciendo:

—No es posible…, no es posible.

Aquella misma noche telefoneé a los carabinieri y al superintendente comunicándoles mi conclusión y diciendo que podían dar por cerrado también el caso. Entregué asimismo la fotografía que fue incluida en los autos y archivada. Al día siguiente, llamé a Frabetti a Turín:

—Lamentablemente es falsa —le dije—. La he visto y no me cabe ninguna duda.

Siguió un largo silencio.

—Y tampoco es de oro —añadí.

—Es de oro, profesor, es de oro —dijo Frabetti, y continuaba repitiendo—: Es de oro…, es de oro. Y es auténtica, se lo juro… Está cometiendo un error. Un hombre como usted, ¿cómo puede cometer un error semejante? Hemos de impedir que salga de Italia…

Con un pretexto di por terminada la conversación que de lo contrario habría podido volverse embarazosa: estaba totalmente convencido de lo que decía y no iba conmigo imponer de modo excesivamente drástico mi punto de vista a mi interlocutor. No pensé más en ello y en los meses siguientes me dediqué a otras actividades. Pero una noche de invierno, entre Navidad y Año Nuevo, mientras recogía mis papeles para ir a refugiarme en mi casa de campo de Maremma, lejos de las locuras del fin del milenio, sonó el teléfono: era de nuevo Frabetti.

—Quería desearle un buen año, profesor y… si me permite, quería pedirle su parecer sobre la inscripción… Sabe, no tengo experiencia en epigrafía.

—¿De qué inscripción me habla, Frabetti…? No comprendo.

—Pero ¿cómo…?, la que está grabada en la hoja, justo debajo de la guarnición…, no me diga que no la vio.

—No hay ninguna inscripción, Frabetti, examiné la pieza con la lente centímetro a centímetro.

—Se le debió de pasar por alto: había tres letras que yo interpreto como KLG. Si tiene correo electrónico, le mando la imagen como archivo a mi mensaje.

Poco después examinaba, asombrado, el detalle con la inscripción: epigráficamente intachable. Pero ¿cómo era posible? Yo no la había visto en ningún momento. Comencé a tratar la imagen en el escáner y, paso a paso, salieron las sombras de otras letras K LGAK S: ¡KALGAKUS! El mítico héroe escocés de la resistencia contra la ocupación romana. Pero, entonces, ¿qué había visto yo en el sótano de aquel banco? Una terrible sospecha se abrió paso en mi mente: las espadas eran dos y mientras yo, las fuerzas del orden y las autoridades legalmente constituidas corríamos detrás de la falsa, la pieza auténtica había desaparecido. Una puesta en escena formidable y aquel hombre un actor formidable…, pero ¿quién era en realidad? No conseguí ya dar con él, ni tampoco con Frabetti. El último día del año, mientras leía el Corriere della Sera en mi casita de Maremma, reparé en un suelto al final de la página de cultura: «Sir Angus McInroy, gran defensor del movimiento nacionalista escocés, anuncia la recuperación de una valiosísima reliquia del héroe Kalgakus. Está prevista la construcción de un santuario y grandes manifestaciones por la independencia escocesa».

Siempre he pensado que el material arqueológico puede ser más explosivo que un residuo bélico, y esta historia me convence todavía más de ello, aunque no hacía falta. Y ahora, ¿qué sucederá?, o, como se dice por aquellas latitudes, What next?