Turno de noche

Me llamo Jacques Lafitte y he escrito estas pocas páginas por una extraña forma de sugestión o de presentimiento: una de esas situaciones en las que uno piensa, o se hace ilusiones, de vivir un momento importante, fundamental e irrepetible. Falta media hora para la medianoche del año 2000 y estoy contento de estar de servicio para el turno de noche cuando la mayor parte de mis semejantes se prepara para la barahúnda del fin del milenio: fuegos artificiales, convulsos bailes de borrachos, como cubas, cachivaches estampados desde las ventanas a las calles atestadas de papeluchos y botellas vacías. Una especie de frenesí, de psicosis general por un festejo totalmente carente de sentido, hasta del sentido del temor milenarista, absolutamente desprovisto de todo fundamento.

Todos han tratado de crear un poco de suspense, de expecativa catastrófica: películas de Hollywood sobre asteroides asesinos; virus exterminadores; gigantescas olas oceánicas; erupciones volcánicas; agujeros en la capa de ozono; colapso informático; hasta improbables invasiones de extraterrestres. Para no hablar de los libros: maldiciones faraónicas; profecías de Nostradamus y de Malaquías; desvaríos de magos, videntes, sensitivos y cabalistas. Nada que hacer: nadie cree en ello. Esta humanidad es tan cínica y devoradora que no consigue ya siquiera tener miedo, construirse una pesadilla decente y creíble por la que experimentar al menos una considerable, accesible dosis de inquietud.

Por otra parte, ¿cómo podría hacerlo? Se están sentados a la mesa para cenar y tienen puesto el televisor con escenas en directo de mujeres y niños hechos pedazos en los pueblos de Argelia, cientos de miles de seres humanos torturados y asesinado en pueblos y ciudades de Bosnia y de Kosovo, Afganistán, Timor, Chechenia, Zaire y en quién sabe cuántos otros lugares que ahora no recuerdo. Aceptan como noticias rutinarias que los niños del Tercer Mundo se vean obligados a prostituirse con turistas del sexo o a esconderse en las cloacas de Río de Janeiro para escapar a los cazadores de meninos da rua. Les parece normal que los desheredados de la fortuna del Tercer Mundo puedan ser utilizados como donantes de órganos para trasplantar a viejos riquísimos y pusilánimes que no tienen el valor siquiera de aceptar la cita natural con la muerte.

¿Por qué habría de tener miedo la gente de un banal, inocuo, inofensivo fin de milenio? ¿O por qué habría de pensar que el próximo milenio puede ser mejor que el anterior, con todo yéndose a hacer puñetas; con un aire cada vez más irrespirable; un clima enloquecido; una naturaleza agonizante; un océano envenenado; una civilización sin fe y sin la luz de la razón?

El año 2000, además, no es siquiera el comienzo del nuevo milenio, sino solo el inicio del último año del viejo: una celebración carente por completo de razón de ser, o mejor dicho, solo justificada por ese doble cero que no aparece en las fechas desde hace novecientos noventa y nueve años: ¡pues menuda ocasión!

Mejor el turno de noche, me he dicho, y cuando el director de la central me ha llamado a su oficina con cara de circunstancias para pedirme un gran sacrificio, no podía siquiera imaginar que fuera a hacerme un gran favor. Se ha puesto en pie y ha venido a sentarse a mi lado como para ponerse generosamente a mi nivel y me ha dicho:

—Jacques, sé que voy a pedirle un gran sacrificio, pero, teniendo en cuenta que no tiene usted familia…, es decir, no la tiene ya (¿quién le habrá dicho que mi mujer me plantó por un couturier italiano y que se llevó con ella a mi única hija?)…, sí, en vista de ello, he pensado que quizá aceptaría hacer este turno de noche…

Y cuando yo me disponía a aceptar con entusiasmo me ha quitado la palabra de la boca y ha proseguido diciendo:

—Mire, quiero que sepa que esto se traducirá en unas vacaciones suplementarias y en una gratificación especial…, sé que usted también tendría derecho, pero verá, Fournier ha estado de turno para las vacaciones de Navidad, Müller me ha traído un certificado médico, no hace falta ni que lo diga, yo también sé que es un incapaz, pero ¿qué puedo hacer? Ferretti estuvo de turno el año pasado cuando usted estaba de vacaciones en Saint-Tropez con su mujer. Lo sé, podría quedarme yo, pero, mire, mi mujer me viene pidiendo desde hace años que la lleve a cenar al Maxim’s de París para el fin de año del 2000 y como hice la reserva desde hace tiempo…

He tenido que entrar en el juego y fingir que aceptaba a regañadientes, solo porque me lo pedía él y además porque, sí, en el fondo, ¿qué tenía que perder en vista de que no tenía tampoco una familia, o mejor dicho, no la tenía ya? Es más, en ese instante le he dicho:

—Si he de serle sincero, señor director, estas no me parecen a mí unas buenas razones, quiero decir, por el hecho de que yo no tenga oportunidad de pasármelo bien mañana por la noche, pero en vista de que la cosa, si no he entendido mal, está ya hecha, por esta vez pase, es más, a fin de cuentas estoy contento de que al menos ustedes se lo pasen bien. Yo celebraré el verdadero fin del milenio el próximo año.

—Por supuesto —ha respondido él—, esto está fuera de discusión y yo se lo garantizo desde este mismo momento.

He salido más contento que unas pascuas y aquí estoy, para el turno de noche.

Una noche tranquila, debo decir, al menos en esta zona, en medio de este bosque de abetos apenas agitados por un ligero viento de poniente, casi un suspiro… Se oye, de vez en cuando, el reclamo del autillo y del búho que va dando vueltas en busca de algún ratón campestre. He oído también al mochuelo: un reclamo largo y triste, casi un lamento: provoca cierto estremecimiento si uno está solo y con el ánimo un poco decaído, cuando, por el contrario, no es más que el reclamo para la hembra, para quien se supone que en su lenguaje debe de tener un sonido festivo y en cualquier caso seductor.

Ahora, en este preciso momento, el bosque de aquí alrededor está silencioso: únicamente se oye el zumbido del reactor y el soplo de las turbinas que giran a todo gas. Hace falta mucha energía esta noche: metrópolis enteras con todas las luces encendidas, fiestas, espectáculos, verbenas, conciertos, y luego, la maravilla de las maravillas: a medianoche en punto una gran parábola en órbita alrededor de la Tierra será herida por un proyector de rayos láser a una altísima potencia emplazado sobre el Mont Blanc y se iluminará como una segunda luna: el triunfo de la tecnología puesto al servicio del derroche y de la estupidez humana. ¡Qué gran resultado!

Pero el director estará contento: a estas horas está sentado a una mesa de Maxim’s con su esposa, degustando su plato favorito: pastel de pato con Château Mouton Rotschild y se dispondrá a descorchar el Dom Perignon para el brindis bimilenario. No cabe duda: está visto que he nacido para hacer favores a mis semejantes y hacerles felices. Tan cierto es que hace tres horas, cuando ha venido a verme Michel Duboch del control de seguridad y se ha sentado en mi oficina resoplando le he preguntado:

—¿Qué pasa, Duboch? Te veo alicaído.

—Pero ¿qué quieres? —me ha respondido—, me toca estar de servicio cuando todos se lo están pasando bomba, justo esta noche que había conseguido una cita con una chavala que me cae de bien…, una preciosidad, te lo aseguro. Pero ese hijo de puta de Müller se ha hecho el enfermo y por tanto me toca mandarlo todo a hacer puñetas y pasar el fin de año en este sitio de mierda jodiéndome hasta las seis de mañana por la mañana. Y ella encontrará a algún otro que le alegre esta noche.

—¿Eso es todo? —le he respondido. Y en ese momento he tenido una feliz inspiración, una de esas ideas que se le encienden a uno en la cabeza en los momentos de gracia—: Mira, no hay ningún problema. Si crees que estás todavía a tiempo de darle un telefonazo, dile que estás libre como el viento y que se prepare para una noche loca.

—Ya, ¿y si el jefe mañana se entera, qué? Y además, lo sabes mejor que yo, son cosas delicadas: el panel de control debe estar bajo observación continuamente…

—¿Y cuál es el problema? Rochat está abajo en la zona de almacenamiento de residuos cruzado de brazos, ya que Ferretti está de permiso y sin él no se puede adelantar el trabajo. Le paso al panel de control y tú quedas libre.

—No, oye…, no me parece que el horno esté para bollos…

—El jefe no se dará cuenta de nada. Ya te ficho yo la tarjeta de salida mañana por la mañana y será como si hubieras estado presente toda la noche. Ya te lo he dicho, Rochat está abajo sin mover un dedo en medio de todas esas pilas de bidones y sin Ferretti antes de dos días no puede mover ni un cenicero. Hazme caso, Rochat ha sido subdirector durante tres años, es el mejor técnico con que contamos aquí dentro, no hay nada que temer. En cualquier caso, oye, haz lo que creas mejor; pero por mí no hay ningún problema, y la verdad es que me parece un crimen que te pierdas una oportunidad así. Te deseo que vivas el mayor tiempo posible, pero dudo que consigas celebrar otro fin de milenio, y aunque lo consiguieras, mucho me temo que tu chica en ese momento no estaría tan lozana y atractiva.

Duboch no esperaba otra cosa:

—¿De veras crees que puedo? Oye, hagamos una cosa, yo telefoneo: si ella todavía está acepto tu ofrecimiento, si no paciencia, quiere decir que a medianoche me bajo y nos tomamos una copa juntos.

—El teléfono está allí —le digo.

Él coge el auricular, marca el número y deja sonar uno, dos, tres, cuatro… Por la expresión desconsolada de su mirada comprendo que la llamada ha llegado tarde, luego de improviso la veo iluminarse:

—¿Eres tú, Sylvie? —dice—. Sí, soy yo. Hay un cambio de programa: no estoy ya de servicio y si te parece puedo pasar a buscarte dentro de una hora. ¿Qué me dices…? ¡Magnífico…, entonces, ponte guapa y prepárate para ponerte en órbita! Estaré allí dentro de tres cuartos de hora como mucho, el tiempo de darme una ducha y de cambiarme. —Luego, vuelto hacia mí, añade—: ¿No es un tesoro? No había aceptado ninguna otra invitación y se preparaba para ver una película en la tele.

—¿A qué esperas, entonces? Vamos, mueve ese culo antes de que cambie de idea. Vamos, vamos, ya me encargo yo de llamar a Rochat.

Así es cómo ha ido la cosa. Duboch se ha ido, Rochat sigue abajo en el almacén de residuos sin mover un dedo y yo he desconectado el sistema de enfriamiento del reactor principal, Ignitor IV. El más potente generador nuclear del continente está en este momento subiendo de revoluciones, pero nadie se dará cuenta porque he desactivado también el sistema de alarma. Y cuando se den cuenta el núcleo estará ya en fase irreversible de fusión. Todavía me queda tiempo de enviar vía fax estas pequeñas notas a mi jefe a Maxim’s y a la primera cadena de televisión nacional donde están transmitiendo la gran velada en directo. Pensarán que se trata de una broma de mal gusto y en cambio la detonación será tal que hará que se colapsen todos los sistemas de energía y de comunicación de gran parte del continente en una reacción apocalíptica. Si los cálculos no me fallan, exactamente a medianoche en punto. Alguien podría pensar que estoy estropeando una bonita fiesta, pero, a fin de cuentas, digo yo, ¿no será ese poco de estremecimiento de fin de milenio que todos buscaban?

¡Pum! Happy New Year!