El alfarero de Acarne

Dicen que vender vasos en Samos es la más imposible de las tareas, dado que en esta isla se producen desde siempre en cantidades ingentes y se exportan a todo el mundo conocido; pero también vender vasos de cualquier tipo en este período resulta más bien difícil. Sobre todo los artículos refinados y ricamente trabajados de mi taller, el más importante que hay en Cerámico, por más que mi casa se halle todavía a las afueras de la ciudad. Yo resido en Acame, un suburbio de unos pocos miles de personas, porque me gusta más la paz y el verde del campo que la bulliciosa vida de Atenas. La ciudad está exhausta por los largos años de guerra, circula poco dinero, los mares están infestados de piratas y el comercio está parado. En resumen, se pasa hambre y las previsiones para los próximos tiempos no son buenas.

Me llamo Eufronios y la mía es una familia de alfareros desde hace al menos cinco generaciones. En casa conservo una colección completa de ejemplares que reflejan la evolución del estilo y de la técnica que se ha producido en nuestro arte durante más de cien años. Tengo los vasos que creaba mi tatarabuelo Eupites, llenos de figuritas estilizadas, negro sobre ocre, con hombrecillos que parecían hormigas porque se les representaba tanto en carros de guerra como a bordo de naves a Punto de zarpar. El más hermoso que hizo lo utilizaron como urna para sus cenizas después de que fuera incinerado. Lástima: se trataba, dicen, de una pieza soberbia, con el cuello alto y estrecho, las asas pequeñas en el vientre panzudo, ligero como una pompa de jabón.

Luego el estilo cambió y en tiempos de mi bisabuelo Antenor se realizaron vasos de vivos colores, decorados con franjas de secuencias de animales y de monstruos fantásticos: grifos, sirenas, arpías, esfinges. En aquel tiempo los pintores ceramistas tenían horror al vacío y entre una figura y otra llenaban los espacios libres con toda suerte de motivos estilizados: flores, palmetas, animales marinos, patitos, esvásticas. El efecto de aquel abigarramiento era singular pero no carente de gracia y de una intrínseca animación. Pueden encontrarse todavía en las mansiones de los aristócratas que gustan de vanagloriarse de la continuidad de su poder y de su rango y se encuentran, obviamente, en mi casa, dado que entre los alfareros también yo me tengo por un aristos.

Mi abuelo Calicrates fue uno de los primeros en consolidarse en la gran innovación de la pintura en negro sobre un fondo natural de arcilla cocida: sus figuras eran extremadamente incisas y estaban bien planteadas, los rasgos anatómicos estaban perfilados con breves y rápidos trazos, las secuencias de tema mítico magníficamente narradas como en una representación teatral. Pero cuando era ya anciano, el estilo cambió de nuevo y los papeles se invirtieron: más que pintar en negro sobre un fondo natural, se pintó el fondo negro dejando libres solo los márgenes de las figuras, que de este modo resultaron del color de la arcilla cocida: ¡una innovación extraordinaria! Es evidente que el color encarnado de una figura humana es mucho más parecido al de la arcilla que al negro. Y así todas las figuras resultaron más naturales. Por otra parte, imaginemos una escena en la que se representa a unos helenos en actitud de comprar mercancías de los etíopes: ¿cómo se distinguirían unos de otros si todas las figuras fueran negras? No cabe duda de que la técnica de figuras rojas se asemeja mucho más a la realidad, mientras que el fondo negro las hace resaltar todavía más.

Luego vino mi padre, Onchestos, gran maestro mío y de muchos como yo: fue uno de los más excelentes pintores en el arte de las figuras rojas y el otro día, mientras entraba en el templo de Hefaistos en el agora, me detuve a contemplar una de sus obras maestras: una gigantesca crátera con asas y volutas de dos codos de alto, uno de ancho, con escenas de la caída de Troya: ¡magnífica! Fue comprada y ofrendada al dios como presente votivo por Cimón, hijo de Milcíades, cuando era comandante supremo de nuestra flota.

Cuanto más la contemplaba, más orgulloso me sentía; quizá sea presuntuoso, pero en mi opinión no hay arte más sublime y refinado que la pintura sobre vasos. Se dirá: «¿Y los frescos de Zeuxis y de Parrasio, de Polignoto y de Protógenes en el pórtico Adorno?». Son hermosos, no cabe duda: pero pintar grandes imágenes sobre la bella y amplia pared perfectamente plana es una cosa, mientras que dar vida a figuras de mínimas dimensiones en la pared convexa de un vaso o en la cóncava de una copa es algo muy distinto: hay que saber previamente cuál será la distorsión provocada por las superficies, calcular el efecto de las superposiciones, las proporciones entre grande y pequeño, dar a cada personaje el justo valor; todo ello con dos únicos colores y sobre superficies abombadas.

Cierto que mi padre me las cantaba claras cuando hacía una chapuza, cuando no conseguía realizar lo que me pedía, pero yo le bendigo porque hoy puedo decir, sin temor a verme desmentido, que no hay otro pintor en todo Cerámico que esté a mi nivel. Y debo decir que mis comienzos no fueron nada brillantes: era un holgazán y una calamidad hasta el punto de que mi padre, para enderezarme, como decía él, me alistó entre los voluntarios que partían a la guerra. Un desastre: habría perdido el pellejo en ella de no haber sido por el noble Alcibíades, que mandaba mi destacamento. Estaba rodeado de enemigos a punto de arrollarme cuando él, advirtiendo el peligro que me amenazaba, acudió en mi ayuda y me puso a salvo mientras yo temblaba como un pinzón aterido. ¡Se lo agradeceré toda la vida!

Desde entonces senté la cabeza y me apliqué a mi trabajo con redoblado entusiasmo, ganándome una considerable reputación. Y he aquí mi obra maestra: el vaso pintado más grande que se haya realizado nunca: de la altura de un hombre y tan ancho que nadie que yo conozca tiene los brazos tan largos para poder abarcarlo.

Por el momento no es más que un dibujo: por un lado, el dibujo del vaso desnudo con su forma y dimensiones; por otro, el desarrollo en sentido horizontal de las figuras. ¿El tema? Una especie de ceremonia, un rito, se diría, celebrado en el interior de las cuatro paredes del hogar, no de un templo o de un santuario. Ha sido mi cliente quien me ha encargado este motivo y, a decir verdad, fue demasiado lejos en lo que a darme indicaciones se refiere. La composición y la posición de las figuras quería prácticamente definirla él, quería que hiciera el esbozo ante sus ojos y poco menos que guiar mi mano. Estaba a punto de decirle: «Ya puestos, ¿por qué no te haces tú mismo el vaso?». Pero he de admitir que el hombre fue tan convincente que se hizo perdonar la excesiva intromisión. Convincente en el sentido de que me ofreció una suma enorme si me comprometía a hacerlo hasta en sus mínimos detalles tal como me lo había pedido. Digamos, sin discutir. Diez minas son un montón de dinero, y yo me apresuré a cambiar el tenor de mis palabras. El trabajo es laborioso, pero ¿quién te da, hoy en día, diez minas por un vaso?

El hombre vino la otra tarde, cuando ya oscurecía, y estaba yo ordenando mi taller para cerrar con llave e irme a casa a tomar un bocado. Ahora es el tiempo de las habas tiernas y del queso de cabra y no veía la hora de volver a casa, cuando llega él, llama a la puerta y me dice:

—¿Es este el estudio del gran Eufronios?

—Lo es —respondo yo—, pero iba a cerrar. ¿Por qué no vuelve mañana?

—Porque mañana no tengo tiempo —me responde él.

—Amigo —digo yo—, como acabas de decir tú mismo, este es el estudio del gran Eufronios, que abre y cierra su taller cuándo y cómo le parece. No sé si me explico.

—Te has explicado muy bien —responde él sin inmutarse y sentándose en una silla después de haberle quitado el polvo con el faldón del manto—. Pero las cosas han cambiado. Necesito hablar contigo en este momento, concretar y, si llegamos a un acuerdo, pagarte un adelanto adecuado.

Y diciendo esto se saca una bolsa llena de cicecenos de plata y la vacía sobre mi mesa de trabajo. Enciendo una lucerna porque ya casi no nos veíamos y me siento. Aquellas monedas relucían que era una maravilla: brillantes y centelleantes, recién salidas de la ceca. Un verdadero espectáculo.

—¿Quién eres? —le pregunto.

—Esto carece de importancia —responde él.

—Mira, yo necesito saber con quién trato.

—Tú lo que necesitas es que se te pague por lo que haces. El resto no es asunto tuyo.

He dicho un poco más arriba que las cosas van mal y mis negocios todavía peor, pero la dignidad es la dignidad y no estoy dispuesto a transigir cuando alguien quiere pasarse de listo conmigo.

—Entonces —le respondo yo con rudeza—, si la cosa no es asunto mío, solo tienes que darte media vuelta y andando. Yo no sé qué hacer con tu dinero.

—No te sulfures —me responde—. El hecho es que mi nombre no te diría nada. Soy un intermediario comercial del Pireo: ayer vino a verme un hombre, me dio un dinero e instrucciones y me dijo que viniera a verte para hacerte este encargo: eso es todo. Yo tengo mi porcentaje: comprendí que no le gustaban las charlas y tampoco dejarse ver por ahí, por lo que tampoco yo he perdido tiempo contigo.

La explicación me pareció creíble, aunque poco clara: el mundo está lleno de gente extraña y uno tiene derecho a gastar su dinero como le plazca. En este punto digo yo:

—Está bien, como quieras. Trato hecho: dentro de tres meses entrego el trabajo y tú me pagas el resto de las diez minas.

—Cinco días —responde él.

—¿Qué has dicho?

—Cinco días.

—Bromeas —respondo yo—, en cinco días no consigo ni preparar siquiera el material en bruto.

—Lo necesito para dentro de cinco días. O lo tomas o lo dejas…

Y cuando me dispongo a responder añade:

—Y si lo entregas dentro del tiempo pedido, tengo órdenes de añadir una prima del diez por ciento.

—Puedo intentarlo, pero no sé si lo conseguiré.

—Por supuesto que lo conseguirás —responde él. Se levanta y se va, tal como ha llegado.

Yo me lanzo fuera lucerna en mano y grito:

—Eh, espera…

Pero ya se había largado. Miro aquí y allá por las oscuras y estrechas calles, pero había desaparecido, como tragado por la nada.

Aquella noche, por más que estuviera más bien cansado, no quise tomar el camino de casa, me fui en dirección al agora, compré un pedazo de pan y un poco de queso de cabra a un vendedor ambulante y me volví a mi taller mordisqueando aquella frugal cena. Vino tenía en una ánfora todavía medio llena y me puse a bosquejar con un carboncillo la secuencia de las figuras a tamaño natural sobre la mesa de mármol. Un apunte y un mordisco de pan, un apunte y un mordisco de queso, o un trago de vino: la mejor cena que pueda haber cuando se apodera de ti una idea y te enamoras de ella, así de improviso. El carboncillo corría sobre la superficie plana de la mesa con naturalidad: de vez en cuando tiraba las migajas al suelo y luego proseguía.

Comenzaba a tener las ideas claras: sería una obra maestra aunque no tuviera más que cinco días de plazo.

Fuera reinaba un silencio irreal, en aquellas calles habitualmente resonaban llamadas de jóvenes que reían y bromeaban y se divertían con las mujeres públicas que hacían la calle detrás del pórtico Adorno. No habían quedado muchos jóvenes en la ciudad, y tampoco adultos. Casi todos habían partido a la guerra en Sicilia, contra Siracusa, la mayor aliada de nuestro mayor enemigo: Esparta. ¡Qué día aquel! La ciudad entera había bajado al Pireo para asistir a la partida de la flota: ciento cincuenta naves de batalla empavesadas de fiesta cada una con el estandarte de su navarca en popa, con las velas tensadas al viento mostrando la imagen de la lechuza, símbolo de la diosa Atenea y de nuestra ciudad. Los ancianos tenían lágrimas de emoción en los ojos; las mujeres agitaban miles de pañuelos para saludar a sus hijos, a sus maridos, a sus padres que zarpaban hacia una aventura gloriosa. Y ellos, nuestros guerreros, formados en la toldilla de las naves, resplandecientes en sus armaduras de hierro y de bronce, con los escudos brillantes cual espejos que centelleaban al sol con sus imágenes heráldicas que recordaban las gestas de los antepasados o los símbolos de sus familias. Luego, finalmente, las trompetas dieron la señal de partida: los remos descendieron al agua entre un rebullir de espuma y un resonar de órdenes imperiosas, mientras los tambores comenzaban a marcar rítmicamente la boga: un espectáculo que nunca olvidaré. Y en la nave capitana nuestros comandantes: Nicias y Lámaco y luego Alcibíades, el hombre que un día me salvó la vida en la guerra, el más apuesto joven y el más brillante político de nuestra ciudad. Despreocupado e inconformista, inteligente y refinado, gozador insaciable, curioso por toda experiencia, entusiasta de lo bello. ¡Cuántas veces le he visto pasar de noche con su cuadrilla acompañado por un enjambre de amigos y de muchachas hermosísimas! Por otra parte, le gustan tanto los unos como las otras, así como le gusta, dicen, experimentarlo todo en este mundo.

Le vi pasar de aquel modo también pocos días antes de que partiera la flota, con su magnífico manto a rastras que se ha puesto de moda en toda la ciudad, pero me quedé impresionado por el hecho de que entre las mujeres que iban con ellos había una con un barrigón tal que parecía encinta, pero de noche no se veía mucho, así que puedo también haber visto simplemente una sombra. De todos modos, no armaban el típico alboroto. Es más, iban casi circunspectos.

Yo trabajo de pintor ceramista y no me meto en los asuntos ajenos, voto cuando hay que votar, pero para ser honesto debo decir que no soy muy asiduo de la asamblea y no entiendo gran cosa de política, en especial en estos tiempos en que cada mañana surge alguien que pretende enseñar a todos cómo se gobierna la ciudad: zapateros remendones, vendedores de legumbres, mercaderes, todos creen saber más que los demás… Los tiempos de Pericles se han acabado: entonces la política sí era una cosa seria: la ciudad era poderosa y próspera, los enemigos no se atrevían a alzar la cresta, nuestra flota dominaba el mar y en la ciudad los artistas, los filósofos, los arquitectos, los poetas animaban las calles y las plazas con sus obras y enseñanzas. Todavía recuerdo lo que decía Pericles cuando se le preguntaba cuáles deben ser las cualidades de un hombre de Estado: «Saber lo que hay que hacer, saberlo explicar a la gente, amar a la propia patria». Palabras simples y eficaces. Pero ¿quién hay ahora en Atenas capaz de hablar con tal fuerza y claridad?

En cuanto a mí, no me he ido porque la ciudad, en pleno esfuerzo bélico, no puede permitirse quedarse sin el exponente más importante de sus exportaciones. Y así todos los alfareros y pintores ceramistas más hábiles y conocidos han quedado exentos de prestar el servicio militar. Yo junto con ellos, naturalmente.

De todas formas, el día después de aquella extraña noche el espanto cundió por la ciudad. A las primeras luces del día, en efecto, los panaderos que eran los primeros en levantarse hicieron un descubrimiento desconcertante: todas las efigies de Dioniso que adornaban la ciudad habían sido mutiladas. Las efigies que adornan las plazas y los cruces de calles de la ciudad son pequeños pilares de base rectangular rematados por un busto del dios, pero en la parte delantera del pilar, justo a la altura adecuada, sobresale el miembro erecto de Dioniso, símbolo de fertilidad: las mujeres estériles que pasan por la calle lo acarician y así se quedan embarazadas, al menos eso es lo que ellas creen. Pues bien, precisamente eso es lo que les habían roto de un buen martillazo.

La ciudad se sumió en la consternación: semejante sacrilegio, prácticamente la víspera de la partida, traía mala suerte, era de mal agüero. Pero ¿quién podía haber perpetrado tal acción? Los magistrados lanzaron enseguida a sus informadores y, a decir verdad, vinieron a verme a mí para hacerme preguntas. Es sabido que la luz está encendida en mi taller, muy a menudo hasta entrada la noche, y por tanto podía haber visto algo.

¡Pues sí! Si uno lleva a cabo una acción semejante no lo hace ciertamente al filo de la medianoche: hay demasiada gente rondando por ahí. Lo hace antes del amanecer, cuando todos duermen y no hay nadie precisamente por las calles. En cualquier caso, por lo que me han contado, alguien ha mencionado el nombre de Alcibíades, el joven de gran apostura, el sobrino de Pericles, el discípulo de Sócrates: ¿qué otro, si no él, podría haber llevado a cabo una bravata semejante? Despreciador de las tradiciones, desenvuelto, inconformista, temerario, amoral. Pero no hay ni una sola prueba, al menos esto es lo que he oído decir. Por otra parte, digo yo, ¿cómo se puede calumniar a una persona que es también un jefe político aparte de un oficial de alto rango, miembro del alto mando de la expedición contra Siracusa? ¿Cuál será la moral de las tropas si saben que están mandadas por un hombre que no tiene ningún respeto por los dioses?

Por el momento no hay nada concreto contra él, la expedición partió igualmente y él con los demás, pero en la ciudad gravitaba una sensación de profundo desconsuelo, una especie de presentimiento de desventura a pesar de los grandiosos ritos propiciatorios que habían acompañado la partida de la flota, a pesar de la conciencia común de que nuestra ciudad era la mayor potencia del mundo conocido, que nuestras naves no tenían rival y que nuestro ejército era el más numeroso y el mejor equipado.

En este momento nuestra magnífica armada está ocupada en establecer una base en Catania, una ciudad aliada nuestra aunque a mí me parece que estamos perdiendo el tiempo, pero yo soy un ceramista y no un general, y mi parecer no vale un pitoche.

Y he aquí mi vaso, la obra maestra de Eufronios, hijo de Onchestos: el material en bruto está listo, ejecutado por el mejor artesano de Cerámico, un tal Apolodoro, un emigrante de Mégara al que recogí yo mismo en mi taller porque pasaba hambre. Luego adquirió experiencia y abrió un taller por su cuenta. Nadie sabe preparar la arcilla como él, y este vaso gigantesco es ligero como una pompa de jabón, equilibrado como un nivel de albañil, y sus curvas son más suaves y perfectas que las del trasero de Afrodita. Un talento natural, una predisposición a la perfección que es un verdadero regalo de los dioses.

Y ahora me toca a mí: ha llegado el momento de que yo extienda la pintura y dé comienzo a la composición figurada; no faltan más que tres días para que venza el plazo, luego se presentará ese tipo con cara de enterrador que me preguntará: «¿Has terminado ya?».

Helo aquí, pues: la primera franja es una simple decoración en el cuello, un detalle sobre el que mi cliente me ha dejado completa libertad: «Pon lo que quieras», me dijo. Y yo he elegido un collar de ovas y palmetas rematadas por una secuencia de olas marinas estilizadas, lo que los del oficio llamamos kyma. Luego viene el tema de la primera franja decorada, que cubre exactamente toda la vuelta del vaso.

Fuera está lloviendo, una llovizna escasa de finales de verano que trae más bochorno que refrigerio, y estoy bañado en sudor. Estos días he despedido a mis aprendices, con un pretexto, aun al precio de retrasar todos mis trabajos ya en curso de ejecución, pero quiero estar solo mientras realizo este objeto.

Todavía hay luz suficiente para trazar al menos las figuras de la primera franja, y aunque fuera a sorprenderme la oscuridad siempre podré completar esta parte de mi trabajo a la luz de las lucernas. No sé por qué me viene siempre a la mente esa noche y Alcibíades con ese grupo de jovenzuelos cruzando la oscuridad casi en silencio: ¿adónde iban? ¿O de dónde venían? Es verdad que fue justo después de esa noche cuando encontraron todas las efigies de Dioniso con el pájaro roto, pero quién sabe cuánta otra gente había rondado de noche, cuántos pequeños delincuentes o, peor aún, enemigos disimulados andan por ahí espiando o sonsacando noticias.

Mejor ponerse al trabajo y no pensar más en ello. Pues sí, basta con trasladar las figuras de la superficie plana a la curva…, un juego de niños para alguien como yo, pero cuánto tiempo, cuántos sacrificios, cuántos pescozones de mi padre… He aquí el pequeño cortejo que va tomando forma, y delante de todos dos jovenzuelos con una antorcha en la mano que hacen de luces por la calle anochecida. Detrás va un séquito de jóvenes y muchachas y también algunas «compañeras», de las más hermosas que pueda imaginarse, ha dicho mi cliente. Tal vez pensaba en alguna en particular. ¿Friné, quizá? Y Mirina, probablemente. Es cierto que cuando Friné baja al Pireo una vez al año para bañarse desnuda, está allí toda Atenas para verla… Y luego un personaje con la cabeza cubierta…, eso es…, que sostiene entre las manos un recipiente envuelto en un paño. Extraño, ¿no?

El momento más delicado en el arte de un pintor ceramista como soy yo es justamente este: cuando se trazan las figuras en la superficie, pero no está todavía el fondo que las delimita y poco menos que les devuelve sus proporciones. Hay que imaginar el trabajo terminado, la secuencia de las escenas, la preparación de las superficies, el equilibrio entre llenos y vacíos. Son estas relaciones y estas proporciones las que hacen insuperable el arte de los ceramistas atenienses. Cierto que el tiempo pasa deprisa cuando se trabaja con pasión, se oye ya el toque de trompeta del primer turno de guardia en las torres de las murallas. Dentro de poco se oirá el paso cadencioso de la patrulla de arqueros escitas que inspeccionan las calles mandados por nuestros oficiales…, ya… ¿Y cómo es que esa noche en que las efigies de Dioniso fueron mutiladas nadie vio nada? ¿Es posible que semejante sacrificio pudiera llevarse a cabo sin que nadie notara nada? En el fondo se trata de un gran número de efigies: casi podría decirse que hay una por cada cruce de calle, y las patrullas andan de un lado a otro durante toda la noche. Pero…

Y ahora hay que atacar la segunda franja: más larga que la primera, y que habrá de ocupar también toda la parte posterior del vaso. Una elección que me desequilibra la composición…, no sé por qué ese hombre me ha pedido que procediera de este modo. Por otra parte, es él quien paga y yo obedezco sin chistar. Eventualmente podría pintar una imagen en la parte posterior del vaso a la altura de la primera franja…, quizá una herma, una imagen de Dioniso con su miembro bien erecto…

La segunda franja, decíamos… ¡Oh, poderosos dioses! El hombre con el recipiente… He aquí lo que era esa especie de protuberancia inexplicable sobre la panza de una de las figuras que seguían al pequeño grupo aquella noche… No era una mujer en estado: era un hombre que escondía un vaso debajo del manto. Pero ¿por qué? ¿Y por qué la escena que estoy pintando se asemeja tanto a esa pequeña y silenciosa procesión? Un asunto curioso en el que se mezcla el arte con extraños acontecimientos cuyo sentido se me escapa. La pequeña comitiva entra ahora en una casa que tiene delante un peral y está vigilada por un gran perro. En este punto he de trazar una separación que indique la puerta de entrada. En la otra parte, se desarrolla la escena siguiente. El hombre con el rostro tapado descubre el objeto que llevaba escondido debajo del manto, un vaso bastante ancho con un tapadera como la de una gran copa, y escancia vino a todos cuantos le alargan sus copas para beber…

Hoy es el cuarto día y he llegado a mi taller temprano. Filis, la esclava del panadero, ha llegado con una hogaza todavía caliente rellena con tocino y olivas, y yo me he servido un vaso de vino de mi ánfora. Una buena manera de empezar el día. Dentro de poco pasará Frixos, el mendigo, a pedir limosna, y luego la vieja Gliqueria a hacer la limpieza con su escoba. Ayer por la tarde, mientras cerraba el taller y me dirigía hacia casa, oí unas voces muy acaloradas procedentes de la plaza. Me dirigí hacia allí y vi a un amigo mío, un joven oficial de la guardia de vigilancia, que discutía acaloradamente con otros dos o tres individuos. Habían llegado en aquel momento del Pireo y querían hablar con el arconte.

—¿A estas horas? —preguntó el oficial, un muchacho de Acame, mi barrio—. Pero estáis locos. El arconte duerme a pierna suelta y yo no pienso despertarle ni en sueños.

—No hace falta que le despiertes —dijo uno de los tres—, ya lo haremos nosotros.

—Pero ¿se puede saber quiénes sois y qué queréis? Yo no os dejo ir a ninguna parte si no me decís quiénes sois.

Dicho esto desenvaina la espada y se interpone entre ellos y la casa del arconte, que se alza a no mucha distancia.

—Enfunda ese acero —le dice uno de los tres, uno con el pelo y la barba entrecanos que me parecía haber visto otras veces frecuentar la zona del Pireo. Luego los tres se acercan y comienzan a parlotear en voz baja. En ese momento no consigo ya comprender una sola palabra, pero veo que el oficial les acompaña hasta la puerta de la casa del arconte, y acto seguido da una voz al guardián, pide que le abran y se introduce en el interior.

En aquel momento ya sentía mucha curiosidad por saber cómo podía acabar la cosa y me quedé ahí, sentado en un banco, en espera de que pasara algo. Entretanto se habían encendido luces en el interior de la casa y parecía que hubiera un gran trajín. Pasa un buen rato, hasta que oigo resonar desde las murallas la llamada del segundo turno de guardia, luego, por fin, salen primero los tres misteriosos personajes que luego desaparecen en el dédalo de callejuelas que se extienden a los Pies de la Acrópolis, y por último mi amigo el oficial que se une a su patrulla que le espera a poca distancia con las armas en posición de descanso.

—¿Eres tú, Anticles? —le digo mientras pasa por delante de mí sin reconocerme.

—¡Eufronios! ¿Qué haces tú por aquí a estas horas sentado en un banco en medio de la plaza desierta?

—Estoy tomando el fresco —le respondo yo, al no encontrar nada mejor que decir—. Pero dime, ¿qué está pasando? ¿Quiénes eran esos que antes discutían tan acaloradamente?

Anticles baja la cabeza:

—Oh, nada…, querían ver al arconte.

—¿A estas horas?

—A estas horas, sí.

—Debe de tratarse de algo muy importante, pues nadie se atrevería a molestarle a estas horas de la noche.

—Importante, sí.

—¿Problemas?

—Y gordos.

—¿De Sicilia?

Anticles se encoge de hombros.

—¿Qué pasa, no te fías de mí?

—Se trata de cosas reservadas y no sé…

—Siendo así, dejémoslo correr, pero puede ser que también yo tenga cosas reservadas que podrían interesarte…, algo importante si no estoy equivocado, pero sí no tienes ganas de charlar un poco podemos irnos a dormir. Por lo menos yo, no sé tú…

Anticles parece impresionado por mi afirmación:

—El tribunal supremo ha decidido incriminar a Alcibíades…

—¿No lo dirás en serio?

—Claro que sí.

—¿Y de qué?

—Sacrilegio.

—Apuesto a que es por el asunto de las hermas de Dioniso.

—Eso mismo.

—El delito de sacrilegio está castigado con la pena de muerte.

—En efecto.

—Y por tanto no falta quien quiere aguarle la fiesta. Demasiado joven, demasiado apuesto, culto, demasiado valiente.

—Demasiado presuntuoso, demasiado arrogante… —continuó Anticles.

—Será eso, pero volvamos a esos tres. ¿Qué querían?

—Ya te lo he dicho, hablar con el arconte. El jurado popular ha decidido incriminar a Alcibíades y ha enviado una rápida nave a llevarle la comunicación a Sicilia. En el mismo instante en que reciba el comunicado pierde su grado de estratega y deberá regresar de inmediato para defenderse ante el tribunal.

—Comprendo, ¿y entonces?

—Nada, esos tres son oficiales del tribunal que partieron de Sicilia inmediatamente después de que Alcibíades recibiera el comunicado para hacer saber al arconte que ha decidido presentarse.

—¿Y cuándo llegará?

—Pasado mañana, o al siguiente a más tardar; depende del tiempo que haga.

—Pasado mañana…

Me pongo a reflexionar. Era precisamente el día siguiente a aquel en que vencía el plazo de mi encargo, en que se pasaría ese individuo del Pireo a buscar su vaso.

—Pero ¿sabe Alcibíades de qué se le acusa?

Anticles baja la cabeza.

—No lo sabe. ¿No es así?

—No exactamente. Por lo que he podido comprender, le han dicho que ha sido llamado para que preste declaración por el asunto de la mutilación de las hermas de Dioniso.

—Para prestar declaración contra sí mismo.

—Esto no lo han especificado, creo.

—Ya.

—Diría que también tú tienes cosas que contarme.

—Es cierto, pero no ahora. Estoy todavía indagando. Además, he de terminar de pintar un vaso para un cliente del Pireo. Luego te diré lo que pienso y qué he conseguido saber.

—¿Y cuándo terminarás?

—Mañana. Mañana al atardecer. Será entonces cuando venga ese individuo a recoger el vaso y deberás estar tú también presente, bien escondido y camuflado, se entiende, no con todo este armamento que llevas encima.

—Cuenta conmigo. Estas historias me intrigan.

—Sin contar que puedes ponerte en evidencia a los ojos de la autoridad.

—Si he de serte sincero, la cosa no me desagradaría.

—No hay nada de malo. Entonces, hasta mañana por la tarde, al toque del primer turno de guardia. Pero no entres en mi taller: quédate apostado fuera y mira si consigues reconocer al hombre que salga llevando un gran vaso pintado. Seguro que lleva con él unos siervos y un carro: se trata de un objeto de considerable tamaño.

—Así lo haré. Entonces, hasta mañana.

—Hasta mañana, Anticles, y que tengas una buena guardia.

Así me he despedido de él y estoy seguro de que esta tarde (es ya el quinto día en que confío a un breve diario estos apuntes) será puntual como la muerte. Por otra parte, ya no falta mucho, es cuestión de un par de horas: debe de estar ya escondido en medio de los mostradores de los vendedores de barniz y no se perderá ni una fisonomía ni un bisbiseo: le conozco bien.

Y he aquí mi obra maestra: la tercera franja está terminada, se extiende por ambas caras: en la primera se ve al pequeño grupo, después de entrar en casa, sirviéndose con las copas directamente del vaso apoyado ahora sobre un pedestal: es negro, pero está todo él decorado con un manojo de espigas de oro, una verdadera maravilla. Uno de los personajes tiene el rostro cubierto con el manto, pero del cuello le cuelga una especie de medallón con la imagen de una espiga de trigo: un símbolo que adorna ya el misterioso vaso y que hace pensar en los misterios de la diosa Deméter de Eleusis.

En la franja posterior del vaso hay la escena de una orgía con danzarinas desnudas que bailan al ritmo de crótalos y tamboriles, tañedores de aulós, jóvenes y muchachas que se ayuntan de todos los modos que la fantasía puede imaginar, incluidos los que practican las prostitutas en los burdeles. Todos están desnudos en esta última escena, unos de pie, otros echados en triclinios, muchos coronados de espigas y todos con el rostro al descubierto. Solo el personaje con el colgante al cuello está cubierto con la clámide y los ojos son la única parte visible de su rostro.

Que Zeus me fulmine si comprendo de qué se trata. Lo único que sé es que debajo debe de esconderse algo gordo: esta pintura representa un acontecimiento muy concreto, estoy convencido de ello. El motivo ornamental inferior que separa el cuerpo central del vaso de su pie lo he realizado con un manojo de espigas, para seguir con el tema, motivo que no desentona en absoluto con el superior, es más, crea una especie de agradable contraste.

El horno está listo, a la temperatura adecuada, la de las brasas al rojo blanco, el esmalte está extendido; ahora tiene el color gris oscuro de la arcilla cruda depurada, pero bastará con una media hora para que tome su color negro y para que sea absorbida convirtiéndose en un todo con la superficie inferior volviéndose así indeleble durante los siglos y milenios venideros.

He invertido la clepsidra hace un rato y espero confiado el caer lento y continuo de los pequeños granitos de arena finísima. El mío es un instrumento de precisión, el mismo que se utiliza en los tribunales para contar el tiempo asignado a los imputados para pronunciar su alegato de defensa. Arena líbica: he ahí el secreto: es tan fina y seca que se desliza con un movimiento perfecto, constante y continuo como el agua. He hecho este gesto miles de veces, y sin embargo me siento presa de una extraña excitación: no tengo tiempo para cambios de parecer, ni para remediar eventuales errores: si hubiera algún defecto en el empaste, o alguna intrusión que ha escapado a la depuración, podría producirse una raja: la obra se perdería irremediablemente y mi cliente casi seguro que se pondría furioso. He de confesar que me da un poco de miedo, con esos ojos hundidos y esas ojeras oscuras: nunca he creído que sea un intermediario del Pireo. ¡Por todos los dioses, cuando te mira fijamente parece que te hurgue dentro de las entrañas!

El tiempo se ha cumplido. Abro el horno y ahí está el milagro…, sabía que sería una maravilla, lo sabía… Perfecto, negro y liso, brillante y uniforme en cada una de sus partes, ¡y las figuras! Una secuencia formidable, un movimiento rítmico, una composición poderosa y equilibrada; y la última luz de la tarde le da un dorado maravilloso, unos reflejos mágicos. Queda el tiempo justo para dejarlo enfriarse y poder contemplarlo cómodamente: es una criatura mía y está a punto de dejarme quizá para siempre.

Llaman a la puerta: debe de ser él.

—Adelante.

Es él, en efecto, y parece cada vez más un ser huraño.

El vaso preside mi mesa de trabajo y yo dejo que muestre todo su esplendor a la última luz del crepúsculo.

—Buen trabajo. Ni que decir tiene.

—Gracias.

—Y ejecutado justo a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

El hombre vacila un instante. Quizá he hecho una pregunta que no esperaba.

—A tiempo para la entrega.

—Ah, claro.

—Y aquí tienes el resto. —Derrama sobre la mesa la bolsa con el resto de las diez minas. Luego añade una más haciendo tintinear uno sobre otro seis decadracmas de plata recién acuñados—: Dijimos el diez por ciento más por la entrega a tiempo y por la excelencia en la ejecución: me parece que ambas condiciones se han dado.

—Gracias de nuevo, amigo.

—Entonces, me voy. Adiós.

—Adiós y buena suerte.

El hombre hace una seña asomándose a la puerta. Entran dos siervos, envuelven el vaso en un paño de lana y luego lo apoyan dentro de una canasta llena de paja que cargan sobre un carro. Dan una voz al mulo y andando. El hombre de las ojeras oscuras no se vuelve siquiera para mirar atrás y yo estoy allí, derecho como un palo, delante de la puerta de mi taller con las manos sobre la panza pensando.

—Buena idea la tuya —dice una voz a mis espaldas.

—Andeles. ¿De dónde sales?

—¿Sabes quién es ese?

—Ha dicho que era un intermediario del Pireo.

—Es un sacerdote del santuario de Deméter de Eleusis.

—He ahí el porqué de todas esas espigas.

—¿Qué espigas?

—Te lo explicaré en otro momento.

—Mejor. Tengo que ir tras él para conocer el resto de esta historia.

—Vamos. Yo permaneceré en todo momento aquí, no me moveré. Creo incluso que dormiré en el taller. Preparé un camastro mientras trabajaba en ese vaso.

Desaparece. Quién sabe cuándo le veré.

Y sin embargo ha vuelto. Al menos, pienso que es él. ¿Quién puede ser si no el que me desvela a estas horas?

—¡Eufronios! ¡Eufronios! Abre, soy Anticles.

—Un momento, ya voy.

Es él. Esta vez armado hasta los dientes y con el yelmo bajo el brazo:

—¿Qué pasa, ha hecho irrupción el enemigo en la ciudad?

—¿Tienes algo de beber?

—Un vaso de vino.

—Dámelo y tómate uno tú también, lo vas a necesitar.

—Eh, calma, ¿qué pasa?

—Es como te dije: ese hombre es un sacerdote del santuario de Deméter de Eleusis.

—Comprendí enseguida que no podía ser un intermediario comercial del Pireo. ¿Y, entonces, qué?

—¿Sabes qué era la escena que te hizo pintar en el vaso?

—He pensado en ello varias veces, pero no he conseguido comprender.

—Es un acta de acusación. Para Alcibíades. No tienen ninguna prueba de la mutilación de las hermas, pero cuentan con el testimonio de un crimen todavía más grave: la profanación de los misterios eleusinos.

—Ve despacio, pues no consigo seguirte.

—Se trata de lo siguiente: Alcibíades tiene enemigos implacables en la ciudad que quieren que sea desautorizado e incluso verle muerto. Ahora han intentado hacer correr la noticia de que fue Alcibíades quien mutiló las hermas de Dioniso, pero Alcibíades tiene en el jurado a varios amigos de un cierto peso, y estos han exigido pruebas irrefutables. En el examen de los hechos los acusadores no han podido presentar más que vagas conexiones. Es más, existe la sospecha de que fueron ellos quienes perpetraron la fechoría para luego poder inculpar a Alcibíades. Pero el jovenzuelo les ha dado otros motivos para acusarle. Alcibíades, cosa que no tiene nada de extraño, se inició en los misterios eleusinos, un ritual muy secreto, como bien sabes, que de ningún modo es lícito revelar, so pena de muerte.

—Pero ¿él qué habría revelado?

—Nada, pero ha hecho una cosa aún peor: parece que celebró una parodia de los misterios en su propia casa, que además habría degenerado en una orgía.

—Si lo hizo, merece morir… Pero no consigo comprender qué tiene que ver mi vaso…, ¿por qué me lo encargaron con esas escenas…?

—Lo que le ha delatado ha sido su desmesurada curiosidad. Escucha ahora lo que voy a decir y luego olvídalo al instante: es una patata caliente, se juega uno el tipo solo de pensar en ello. Pues bien, hay una sustancia que se hace tomar a los iniciados en el momento en que han de entrar en contacto con la divinidad, una sustancia cuya composición nadie conoce pero de efectos extraordinarios. Un secreto que los sacerdotes de Deméter se transmiten de generación en generación…

—Me voy a servir otro vaso de vino…, creo que lo necesito.

—Así pues, Alcibíades consiguió sustraer una cierta cantidad de esa sustancia y luego la experimentó con un grupo de amigos en su propia casa…

—El hombre con un vaso debajo del manto…

—¿Cómo dices?

Tengo nítida ahora la imagen evocada por mi amigo Andeles: vuelvo a ver al pequeño cortejo silencioso que atraviesa las oscuras calles de Cerámico en dirección a…, ya…, precisamente la casa de Alcibíades está por esa zona…

—¿Cómo has dicho? —repite Anticles con insistencia.

—Déjalo correr. Es solo una sensación. Pero dime, ¿qué tiene que ver mi vaso con todo esto? ¿Qué significado puede tener?

—Un sacerdote de Eleusis no puede testificar directamente y tampoco entrar en el tribunal para un asunto penal que tenga que ver con los misterios. Ha elegido, por tanto, un mensaje figurado para acusar a Alcibíades.

—La secuencia pintada en mi vaso.

Exactamente.

—Pero Alcibíades no es reconocible de ningún modo.

—Y en cambio, lo es. ¿No has pintado un personaje con un colgante al cuello con una espiga?

Dioses del cielo, ¿cómo puede saber un muchacho todas estas cosas?

—Lo he pintado —tuve que admitir—. ¿Y, entonces, qué pasa?

—El tribunal ha tenido noticia de que Alcibíades lleva al cuello ese talismán y que solo él tiene uno así. El arconte basileos ha recibido en obsequio el vaso esta misma tarde acompañado de una carta: le bastará con sacar las debidas conclusiones y así podrá acusar a Alcibíades apenas desembarque en el Pireo y emitir una sentencia de muerte en un tiempo muy breve. Por si fuera poco, se quedará como regalo con tu vaso que vale, supongo, un patrimonio. En otras palabras, los sacerdotes de Eleusis, al no poder testificar directamente para no comprometer el secreto de los misterios, han decidido hacer llegar una imagen al arconte, la imagen realizada por tu maestría, y así será como si el arconte hubiera asistido en persona a la profanación de los misterios. ¿Me explico?

—Por supuesto. Pero ¿puede un vaso ser una prueba?

—No, pero ese colgante que lleva al cuello sí. Bastará con que Alcibíades ponga pie en tierra en el muelle del Pireo. Será cacheado y, si se lo encuentran encima, será el fin para él. Y, por lo que yo sé, no se separa nunca de él. De todos modos, es casi seguro que también el arconte basileos es un iniciado en los misterios y por tanto Alcibíades no tendrá escapatoria, creo yo.

—Ya. Por otra parte, si ha hecho lo que dices…

—Es cierto, pero, si no le conozco mal, él no quería ofender a los dioses, ni profanar los misterios, lo único que quería era comprobar si esa poción producía efecto también fuera del santuario. Lo demás, lo que ocurrió luego dentro de las cuatro paredes de su casa, era imprevisible… ¿Comprendes lo que quiero decir?

Lo comprendo perfectamente, ¡demonios!, y me molesta sobremanera que me hayan embaucado. Y ese dinero que me han pagado… me parece que es el precio de su vida. Maldición, maldición, no es esta la finalidad para la que yo creé esa obra maestra, el más hermoso vaso que nunca haya pintado. He creado la prueba para mandar a la muerte a un hombre. Mis reflexiones se han visto interrumpidas de repente por la voz de Anticles:

—¿En qué piensas?

—En nada. Solo sé que en una ocasión Alcibíades me salvó la vida en la batalla, mientras que yo he proporcionado el medio para destruir la suya.

—No podías saber…

—No, pero eso no cambia nada.

—Yo tengo que irme… Tal vez no hubiera tenido que decirte nada, pero me pediste que indagara sobre ese hombre y lo he hecho.

—Descuida. Solo puedo sentir agradecimiento hacia ti.

—Entonces, adiós…, no te atormentes: el mundo es lo que es, y no podemos hacer nada.

Anticles está ya en la puerta y se pone el yelmo para reanudar su servicio de ronda en torno a las murallas. De pronto se me ocurre una idea:

—Espera.

Anticles se vuelve hacia mí.

—¿Dónde podría estar a esta hora?

—Se estará acercando al cabo Sunion, pero las naves esperarán al amanecer para doblarlo: de noche es demasiado peligroso debido a los arrecifes que afloran.

—¿Las naves? ¿Porque son más de una?

—Sí. No había un camarote para él en la nave de guerra que le mandaron, y él está acostumbrado a viajar cómodamente. Pidió zarpar con su nave y le fue concedido, pero no te hagas ilusiones, es vigilado de cerca y las dos unidades navegan en estrecho contacto, prácticamente al alcance de voz.

—Comprendo.

Anticles ha salido y yo sigo rumiando mis pensamientos. Le controlan de cerca —ha dicho—, pero de noche es más fácil cortar la cuerda. Si estuviera de verdad a la vista de Sunion, yo… Se me acaba de ocurrir una idea: hay todavía brasas en mi horno. Era una señal que habíamos convenido en tiempos de guerra…, la señal de peligro que conocíamos solo en nuestra unidad: los ojos de la lechuza se abren y se cierran varias veces por la noche. Salgo gritando a Anticles que está ya al fondo de la calle.

—¡Espera, espera!

—¿Qué pasa ahora?

—Necesito que me hagas un favor.

—¿De qué se trata?

—Necesito dos escudos.

—¿Dos escudos? ¿Y qué piensas hacer con ellos? Tú estás exento del servicio militar.

—Escucha, no te estoy pidiendo dos espadas o dos lanzas, sino dos escudos. Con los que no se hace daño a nadie.

—Sí, pero se trata de una cosa catalogada y registrada. No puedo sacarlos de los almacenes sin firmar, y cuando se descubra su falta vendrán a preguntarme…

Me saco un puñado de monedas de plata y se las pongo en la mano:

—Con esto tienes para cubrir tus necesidades personales por un par de meses. Los escudos te serán devueltos lo antes posible. ¿Aceptas?

—Mañana los tendrás.

—Mañana no. Ahora. Y los quiero de bronce, nuevos y flamantes.

—Pero ¿qué pretendes…?

Le dejo caer en la mano alguna otra moneda.

—Está bien. ¿Dónde los quieres?

—Aquí detrás, cerca de las caballerizas.

Anticles se aleja y yo me voy al establo: engancho el caballo al carro, lleno de brasas una orza, las cubro de cenizas, y ato la vasija a un lateral, cojo la manta de mi camastro, luego saco el mulo y salgo; espero con impaciencia. ¡Aquí llega, por fin! Va a caballo, y de los dos ijares del animal cuelgan dos objetos envueltos en un paño.

—Aquí tienes lo que me has pedido. No quiero saber qué uso vas a hacer de ellos, pero no crees problemas, por favor. O me pedirán cuentas a mí.

—Descuida. Nadie advertirá nada.

El cabo Sunion de noche es una maravilla y el santuario de Poseidón es un blanco fantasma bajo el cielo estrellado. No hay nadie: dos guardianes duermen en sus yacijas debajo del pórtico. El viento sopla bastante fuerte y el susurro de las copas de los pinos y de las encinas cubre el leve ruido de mis pasos. Sí, este es un buen sitio y bien visible. Quito las envolturas de los escudos. Magnífico: son nuevos y flamantes tal como había pedido y brillan como el oro. Los sitúo a corta distancia el uno del otro, apuntalados de tal modo que la parte cóncava esté mirando al mar. Luego derramo en el suelo delante de cada uno de ellos las brasas que he traído de mi horno y enciendo dos fuegos con leña seca de espino albar. Unas llamas claras, muy luminosas, se alzan muy pronto y hacen resplandecer los escudos. Si Alcibíades está allí en el mar, tendría que verlos resplandecer en la oscuridad como…, ¡como los ojos de una lechuza! He fijado ahora dos palos en el suelo y he apoyado en ellos mi manto…, precisamente como en tiempos de guerra…, cuando hacía las señales… Sí, me parece ver unas luces allí abajo: ¿serán las dos naves que llevan a Alcibíades? ¿O tal vez solo unos pescadores sorprendidos por la noche aguas adentro del promontorio? En este momento la cosa tiene bastante poca importancia. Apunta el amanecer. Ahora cubro los dos fuegos con el manto, luego lo levanto y a continuación los cubro de nuevo… y otra vez. Los ojos de la lechuza que se cierran tres veces: «¡Peligro! ¡Peligro!».

Dejo pasar unos instantes y luego repito la señal y me parece que una de las dos luces en el mar se apaga. Quizá ha sucedido lo que quería o tal vez no, pero al menos he hecho lo que el ánimo me dictaba. Ya es hora de que vuelva a casa a devolver los dos escudos a Anticles antes de que alguien advierta su desaparición y a reanudar el trabajo en mi taller.

Han pasado siete días desde que aquel forastero entrara en mi taller para encargar el vaso y no se ha sabido nada más de él. Pero una cosa es cierta: una de nuestras naves de guerra procedente de Sicilia ha echado el ancla en el Pireo hace seis días. Sola. La otra, evidentemente, ha zarpado mar adentro, y en cualquier caso se ha perdido su rastro. Y como suele decirse: «Ninguna noticia, buena noticia».