La estatua de nieve

Atravesó la gigantesca obra de construcción con paso apresurado, deteniéndose solo unos pocos instantes, casi preocupado, a observar la mole de la basílica completamente enjaulada por el andamiaje, envuelta en una especie de halo oscuro: la polvareda levantada por los miles de obreros que se ajetreaban sobre los entablados, de la cal y del yeso que flotaban en el aire denso y frío de aquel día de enero. El trabajo no se interrumpía nunca, ni siquiera en las jornadas más frías y grises. Su cúpula comenzaría a surgir, dentro de algún tiempo, del colosal cimborrio en la intersección de los dos brazos de las naves y del crucero, pero él la veía ya, terminada, dominando toda la ciudad, y más allá el mundo, con su linterna, grande como una iglesia, rematada por la cruz.

Soñaba a veces con ella, como si fuera el monte de la Transfiguración, circundada de una luz dorada, otras veces como un calvario de piedra desnuda sobre el que se cernían unos nimbos de tempestad. Y no había vez que aquel sueño no se viera estropeado por visiones de pesadilla: pensaba que aquella mole desmesurada se desplomaría, que la tierra no soportaría su peso. A veces le parecía sentir que aquella montaña de mármol le pesaba sobre el pecho y sobre el corazón y le aplastaba como a un insecto. Cansancio, miedo quizá, conciencia de haber proyectado, él, Miguel Ángel, florentino, la más grande de las maravillas del mundo. Ya veía el último día, cuando la cruz gigantesca de hierro colado fuera izada hasta allí arriba para consagrar el triunfo de Cristo en el mundo entero. ¡Y sin embargo cuántas miserias! ¡Cuántas envidias y maquinaciones, cuánto dinero que pasaba de mano en mano para corromper, favorecer, enriquecer a amigos y parientes de obispos, cardenales, canónigos y hasta el Papa! Era el precio a pagar a fin de que la gloria de Dios brillara en el mundo. ¿O la gloria de Miguel Ángel? ¡Cómo se echaba todo a perder, cómo se corrompía todo en manos de los hombres! En aquellos días recordaba con nostalgia los tiempos en que, aún mozo, crecía bajo la protección de Lorenzo el Magnífico, en su ciudad, todavía desconocido y sin embargo ya tocado por el dedo de Dios.

Vittoria. Bastaba su nombre para disipar las nubes, para calentarle el corazón, para liberarle de las angustias cada vez más recurrentes: la gloria efímera, el miedo del último día que se acerca y con él el juicio de Dios, el mismo que había pintado al fresco con furia apocalíptica en las paredes del fondo de la Sixtina…

Criatura dulce, mirada intensa y apasionada, velada a menudo de melancolía, voz armoniosa y leve en su ligero dejo romano. Se había enamorado enseguida, hombre ya maduro, desde el mismo momento en que ella le había invitado por primera vez a su casa acogiéndole en su cenáculo de nobles espíritus y le escuchaba pacientemente, discutía con él durante horas, sonreía, iluminando su vida. Un amor etéreo, espiritual, impalpable como el polvo de sus colores que flotaba en el aire cuando pintaba un fresco pero no por ello menos intenso y angustioso.

Aceleró el paso mientras el sol se ponía y bajó en dirección al Tíber impaciente de encontrarla y de entregarle, para su cumpleaños, un extraño dibujo de la Virgen que había hecho de joven y que volvió a encontrar por casualidad, rebuscando entre sus papeles. Era el cumpleaños de ella, pero muy pocos lo sabían porque Vittoria Colonna era persona esquiva y modesta y rehuía las celebraciones y fiestas, prefiriendo la seriedad de la discusión filosófica y el intercambio intenso de sentimientos e ideas. Salió a recibirle personalmente a la entrada y le saludó:

—Qué agradable sorpresa, Miguel Ángel.

—Os he traído un regalo: ¿no es por casualidad vuestro cumpleaños?

Vittoria se sonrojó y en aquel momento las mejillas se le tiñeron de rosa contrastando con el color aceitunado del encarnado, como en el estupendo retrato de Sebastiano del Piombo:

—¿Cómo lo habéis sabido?

—Tengo mis informadores.

Vittoria sonrió:

—Entrad, os lo ruego.

Y le indicó el camino hacia su biblioteca privada donde ardía un fuego vivo en la chimenea, reverberando una luz incierta en la estancia y en los retratos que colgaban de las paredes.

—¿Qué me habéis traído? No debíais haberos molestado.

Miguel Ángel desenrolló su dibujo sobre una mesa, mostrando una Madona dulcísima que amamantaba al Niño Jesús. Vittoria miró el dibujo rozándolo con sus largos dedos, como para acariciar la imagen.

—No conseguiría nunca pintar vuestras manos… —susurró—. Debo admitir a pesar mío que solo Leonardo…

Vittoria se volvió de nuevo hacia él:

—Vos habéis pintado la mano de Dios, Miguel Ángel.

Estaba tan cerca que podía sentir el perfume de sus cabellos, un vago perfume de violeta. Se topó con su mirada, sombría, brillante: sintió que aquel cuerpo y aquella alma era una sola cosa, una fuerza intacta e incontaminada. Un ligero sudor le perló la frente.

—¿Qué os pasa, Miguel Ángel?

—Nada, señora mía…, ¿os gusta mi regalo?

—Inmensamente. Y sin embargo…

—Hablad, os lo ruego.

—No sé por qué: justo en este momento me he acordado de otra obra vuestra de la que he oído hablar y que me ha visitado en sueños esta noche.

—¿Una obra mía? ¿Y cuál es?

Vittoria Colonna se apartó ligeramente y se sentó en un sillón, de tal modo que le miraba de arriba abajo como una niña.

—Hablad —repitió Miguel Ángel.

—Hace de ello muchos años: un día de invierno en Florencia. Erais muy joven: aquel día, dicen, cayó tanta nieve…

Miguel Ángel volvió la mirada hacia la ventana, a la débil luz del ocaso y repitió:

—Nieve…

Nevaba ahora, en efecto, pequeños copos blancos que el viento del norte hacía remolinear entre las paredes del antiguo patio.

—Ahora recuerdo —dijo el artista siguiendo con la mirada aquella danza maravillosa—. Sí, recuerdo…

—Una estatua de nieve —prosiguió Vittoria—. De una belleza incomparable…, una maravilla efímera que la tierra se bebió y la tierra disolvió…

—¿Cómo lo habéis sabido? —preguntó Miguel Ángel, volviéndose de improviso hacia ella—. Solo estábamos, Masso della Bella, que murió hace tiempo, y yo…

—Giorgio Vasari.

—En efecto, Giorgio Vasari. Era poco más que un niño con las mejillas enrojecidas por el frío. ¿Ha sido él quien os lo ha dicho?

Vittoria Colonna asintió con un gesto delicado de la cabeza.

Miguel Ángel no dijo nada, absorto como estaba en sus pensamientos, y el crepitar del fuego en la chimenea resonaba más fuerte en la habitación desierta, magnificado por el silencio profundo del invierno. El viento había cesado y la nieve caía ahora más lenta y en copos más grandes, blanqueando los setos y las estatuas del jardín; los copos orlaban la parte alta del recinto amurallado.

—¿Qué representaba aquella… estatua? —preguntó de pronto Vittoria.

—Una mujer. Una mujer… desnuda —respondió Miguel Ángel inclinando la frente.

—¿Quién era aquella muchacha? —preguntó Vittoria.

—¿Importa? Era… una mujer del pueblo a la que había visto un día bañarse en las aguas del Arno, y su imagen se había quedado grabada en mi mente: el esplendor de sus miembros, la delicadeza de sus formas… Aquel día me di cuenta de que solo la nieve sería digna materia para retratarla…

Vittoria se puso en pie y se le acercó. Había un ligero estremecimiento en su mirada, una excitación insólita y desconocida:

—Un día me pedisteis que posara para vos…

Miguel Ángel asintió gravemente:

—Y vos rehusasteis.

—Es un rito pagano y…

—Es arte. El arte es pureza absoluta. Es inocencia primigenia.

—Soy viuda, Miguel Ángel. ¿No podéis comprender mi pudor?

—Lo comprendo. Y os amo igualmente, del modo que a un hombre como yo le es posible amar a una mujer como vos.

—Sin embargo…

—¿Sin embargo qué?

—Cuando oí ese relato pensé que quizá podría posar para vos solo…, solo para una estatua de nieve, una forma milagrosa y efímera, un prodigio de vuestra generosidad capaz de dar vida a formas admirables, sabiéndolas destinadas enseguida a la destrucción. Sé perfectamente que, si fuera un mármol o una pintura, luego no tendríais valor de destruirlo y mi desnudez permanecería expuesta para siempre recordándome un momento de debilidad, quizá un pecado.

Miguel Ángel sintió que las lágrimas le brotaban de los ojos.

—¿Haríais esto por mí?

—¿Y vos? —preguntó Vittoria en un soplo.

—Con toda mi alma.

Vittoria asintió y comenzó a desatarse con lento gesto mesurado el manto de los hombros:

—Entonces, hacedlo —dijo—. Ahora o nunca.

Miguel Ángel corrió afuera al jardín iluminado por las linternas y comenzó a amasar febrilmente la nieve que recubría el suelo compactándola con una pala hasta crear una tosca forma aproximadamente humana. Luego se sacó del bolsillo interior del jubón una gubia que llevaba siempre consigo y se volvió hacia la puerta de la biblioteca: Vittoria se erguía detrás de los cristales, inmóvil y desnuda.

El artista fue presa de una emoción irrefrenable a la vista de aquella imagen con la que había soñado durante años, sin atreverse siquiera a imaginársela delante. Comenzó a esculpir la estatua con gestos delicados, suaves y mesurados, como si sus dedos acariciasen el cuerpo de su señora. Pero el cristal se volvió enseguida opaco por la diferencia de temperatura y de humedad entre las dos superficies y él se vio privado de la vista de su modelo. Sin embargo no se atrevió a pedir más: intentó continuar la obra recurriendo a su memoria, a la fuerza del amor que le grababa a fuego en la mente aquellas formas tan anheladas.

Aun así Vittoria comprendió y abrió la puerta exponiéndose a la fría noche invernal.

—¡No! —exclamó Miguel Ángel—. No, cubrios, os lo suplico.

Pero ella le detuvo con un gesto.

—Esta obra no valdrá menos para vos y para mí que aquellas que habéis inmortalizado en el bronce y en el mármol. Y yo quiero verla. Continuad. Quiero que continuéis.

Y él continuó entre lágrimas, contemplando el cuerpo de ella en el que se reflejaba el cálido fulgor de las llamas del hogar. Y cuando hubo terminado se quitó de en medio para que la modelo pudiera contemplar su propia imagen esculpida en el blancor inmaculado de la nieve. Vittoria yacía en el suelo, desvanecida. Él se arrodilló a su lado, la cubrió amorosamente y la puso en posición yacente al amor del fuego del hogar hasta que se recobró. Entonces se levantó y volvió delante de la puerta para contemplar su propia imagen.

Tenía aún los labios lívidos y las cejas húmedas de nieve disuelta.

—Es maravillosa —susurró con voz débil—. Gracias.

—Gracias a vos, señora mía —consiguió balbucear Miguel Ángel.

—Ahora marchad, os lo ruego.

El artista salió echando una última mirada a su obra maestra.

Pocos días después Vittoria cayó enferma para no recuperarse nunca más.