Ni siquiera yo sé por qué volví a Novellara: es un lugar asfixiante en verano y neblinoso en invierno, únicamente agradable en algunos momentos, en ciertos días de mayo o de septiembre cuando el sol cae a la hora del ocaso sobre la avenida principal de la pequeña ciudad y hace resplandecer los adoquines de la calle pulidos por un secular pisoteo, cuando el aroma del heno se mezcla, bajo los porches, con el del café y de las cremas de helado.
La separación de mi mujer que se volvió a Suiza con los niños y la desaparición de mi padre han marcado profundamente lo que me queda de vida. Mi innata capacidad de renovar los intereses y las curiosidades parece acabada y, lo que es peor, mi entusiasmo por la pintura casi ha muerto por completo. Desde hace meses los colores y la paleta descansan abandonados en una esquina de mi estudio, cubiertos de polvo, y la tela que había puesto en el caballete está aún desoladoramente blanca, un pequeño desierto de la fantasía que me desconcierta con su vacío.
Quería pintar en ella un desnudo de Liv de una vieja foto que le había hecho cuando estaba todavía en la Academia de Bellas Artes de Göteborg. Recuerdo que le había rogado insistentemente que posara para una fotografía y que al final ella había vencido su timidez solo en parte descubriendo el torso pero velando la ingle con un embozo de sábana que cubría su cama.
Aquella foto, que había conseguido sacarle con luz natural, una luz nórdica, difusa y álgida, estaba sin embargo impregnada de una atmósfera estática y vibrante, emanaba una fascinación intensa, casi agresiva, y aquella inhibición suya, solo en parte superada, exaltaba el deseo hasta el colmo.
Aquella imagen era para mí como una condena, constituía la conciencia de estar ligado a un tiempo, a un momento, a un cuerpo y a un rostro que no existían ya desde hacía años y que no poseería nunca más. Pintar aquella imagen se había convertido para mí en una especie de desafío porque esperaba que solo con proyectarla en la tela la arrancaría de mí, me liberaría de ella para siempre.
Había fracasado hasta aquel momento y pasaba desde hacía mucho tiempo jornadas indolentes en la casa que fuera de mi padre y en la que había nacido, despachando con desgana un poco de correspondencia o escribiendo algún que otro artículo de crítica de arte para la prensa local.
Fue en aquella extraña modorra física y mental cuando me encontré con Anna. Muy atractiva todavía, había sido mi amor de juventud, muchos años atrás, y había pasado con ella un par de tórridos veranos haciendo el amor en los campos y por las márgenes de los canales de saneamiento, escondidos entre los arbustos de acacias, bañados de sudor en las tardes ensordecedoras por las cigarras. La había frecuentado ocasionalmente también después de haberme casado con Liv, porque a veces echaba de menos su sensualidad total no atenuada por ningún sentimiento, el color moreno de su piel, la fuerza irresistible de su mirada. Liv buscaba sobre todo una relación intelectual conmigo, un intercambio de ideas, de creatividad, de opciones de vida, y tendía a dar una importancia limitada a nuestra relación física, un hecho que tenía un peso relativo en los primeros tiempos pero que posteriormente, con el paso de los años, se había convertido para mí en fuente de desequilibrio emotivo y de continua inestabilidad sentimental.
Había llegado al punto de presentar a Anna a Liv como una modelo que posaba algunas veces para mí previo pago para poder llamarla a mi estudio cuando sentía la necesidad de hacerlo. Y una vez faltó poco para que mi mujer me sorprendiera con las manos en la masa: desde hacía algún tiempo me ayudaba a realizar una gran escenografía para una película y trabajaba durante horas conmigo para estar segura de la uniformidad estilística de la construcción. Aquella vez entró sin llamar y a mí apenas me dio tiempo de vestirme. El espanto y la idea de que si me sorprendía simplemente la perdería me llevaron a espaciar cada vez más mis encuentros con Anna, y también a interrumpirlos durante largos períodos pero sin romperlos nunca del todo. En aquellas largas semanas en las que no la veía notaba un fuerte padecimiento, una aguda sensación de privación y tendía a descargar mi frustración sobre mi mujer con un comportamiento exasperante o incluso arrogante.
Hubo un momento en que me pareció que Liv sospechaba algo. De repente y sin venir a cuento me dijo: «Si descubriera un día que me traicionas, no sé lo que haría. Yo he renunciado a todo por ti. No lo soportaría». Había pronunciado aquellas palabras con una calma glacial, como solo ella sabía hacerlo en ciertos momentos. Habían sido probablemente aquellas palabras las que me habían inducido a postergar todavía más mis encuentros con Anna hasta que por fin fue ella la que cortó de golpe nuestra relación.
Al volver a verla ahora, mientras elegía una revista de moda en el mostrador del quiosquero, volvieron a mi mente por un momento las imágenes de nuestra pasión de otro tiempo y tuve la conciencia de que ahora no existían ya impedimentos de ningún tipo. Me acerqué a ella por detrás hasta percibir el olor de sus cabellos y de su piel. Cuando se volvió y la miré fijamente a los ojos, me di cuenta de que había leído enseguida en mi cara lo que me pasaba por la mente: las mismas imágenes que de golpe veía ella, estaba seguro, de un amor viciado y recalentado, fuerte y embriagador como el vino de uva pasa.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó.
Pero yo no sabía qué responder porque en aquel momento miraba a través de su vestido ligero para imaginar la suavidad de su piel y el volumen de sus formas. Su olor era igual, el mismo de otro tiempo, y esto solo podía significar una cosa.
Comenzamos a frecuentarnos de nuevo casi de inmediato, en mi casa, a cualquier hora. Por la mañana, a veces, antes de que me levantara. Llegaba casi sin decir nada, se desnudaba y luego se metía en mi cama. Después de hacer el amor se tumbaba sobre las sábanas como una gata y se dejaba mirar desnuda sin decir nada. Tampoco yo conseguía decir gran cosa. En aquellos momentos me volvían a la memoria las palabras oscuramente amenazantes de mi mujer: «No sé qué haría», como si pudiera verme en aquel instante echado en la cama al lado de aquella mujer desnuda que impregnaba el aire con su olor. Otras veces Anna venía a mi casa a primera hora de la tarde, como en otro tiempo, cuando íbamos en bicicleta junto a las márgenes buscando los arbustos más espesos de acacias.
Me hundí todavía más en la inercia. Mi vida era solo un intervalo entre un encuentro y el siguiente. A veces pasaba por delante de la tela vacía y advertía una sensación de vértigo, una imprevista falta de respiración. Pensaba en mis hijos en aquellos momentos, para distraer la mente con mis sentimientos paternales, pero era en vano. La pesadilla volvía insistente a perseguirme. La imagen de ella tal como era en otro tiempo se volvía cada vez más fuerte y concreta, como si fuera una persona dotada de vida propia, pero faltaba la inspiración, o quizá la energía indispensable para coger los pinceles.
Un vez entré en el patio de la Rocca, hacia la puesta del sol, y subí a la galería superior porque, imprevistamente, me había acordado de una lejana tarde cuando Liv vino a verme por primera vez a esta pequeña ciudad perdida en las tierras bajas del Po, tan distinta de su tierra de luces fuertes y cristalinas, y yo la había llevado a la galería poco menos que para apartarla de la bruma que gravitaba sobre el suelo y para contemplarla con el sol rojo en los cabellos. Pensé que en aquella hora del día y en aquel lugar esa imagen remota de la única mujer que había amado de verdad, con sus colores y su vitalidad, volvería a encender en mí el deseo intenso de pintar.
El castillo estaba desierto y yo me senté en el suelo, en el pavimento, apoyando la espalda en la pared, y estuve en silencio observando el lento movimiento de las sombras sobre las baldosas conforme el sol avanzaba hacia la noche. Fumé, mezclada con el tabaco de mi pipa, una dosis de opio turco que me había traído de Afyon en un viaje reciente, mirando fijamente el disco del sol hasta que desapareció detrás de los tejados de la ciudad.
No sé cuánto tiempo pasó, pero caí en una especie de sombría catatonía, de pesado éxtasis del que solo salí cuando sentí la humedad de la noche que penetraba en los huesos mientras del campanario se difundían en el aire estancado los toques de la hora de la noche. Estaba ya oscuro y no había sucedido nada que pudiera quitarme de encima mi mortal indolencia. Volví a bajar lentamente la escalera y me asomé al gran patio herboso y vacío, iluminado en su parte central por una farola.
Mientras me encaminaba por el lado derecho del patio hacia la salida me pareció entrever, con el rabillo del ojo, que se movía una figura al borde del halo luminoso que la farola proyectaba sobre el prado. Me volví hacia ese lado y me pareció que la figura flotaba en el aire como niebla o humo, e inmediatamente después tuve por un instante la certidumbre de que aquel simulacro no era más que la sombra de mi padre que fluctuaba en aquel espacio incierto entre la oscuridad y la luz. «Papá», murmuraba para mis adentros. Pensé que no se había ido aún porque mi recuerdo le retenía en aquel territorio fronterizo, o quizá porque tenía aún algo que decirme. No sentía temor y no se me pasó siquiera por la cabeza que aquella visión fuera debida al efecto de la potente droga que había tomado. Me acerqué atravesando la explanada con paso incierto hasta que me pareció, pero ahora no podría afirmarlo con seguridad, que lo tenía enfrente.
No tenía el aspecto sufrido y demacrado de sus últimos días, es más, aparentaba más o menos unos cincuenta años. Tenía el pelo bien peinado sobre el pálido rostro y me parecía que llevaba su chaqueta preferida de terciopelo y sus pantalones de pana.
—¿Qué haces aquí, papá? —le pregunté—. Es tarde, ¿no tienes sueño?
Y me daba cuenta de que me dirigía a él como en un sueño y que mi voz tenía un extraño sonido gorgoteante, como si estuviera hablando debajo del agua. Él me respondió, estoy convencido, porque vi el movimiento de sus labios, pero no conseguí entender lo que decía:
—No te oigo, papá, no te oigo… —continuaba diciendo, y veía su rostro pálido marcado por una expresión preocupada mientras trataba aún de hablar, pero sin emitir ningún sonido. Traté de leer las palabras por el movimiento de sus labios, pero no lo conseguí y también ahora, mientras trato de escribir estas notas deshilvanadas, vuelvo a ver aquel movimiento áfono y aquella expresión angustiada, el movimiento de aquellos labios exangües…
La figura se desvaneció en la oscuridad de la noche y yo retomé mi camino con una extraña inquietud en el corazón. Llegué a mi casa, saqué las llaves de mi bolsillo y forcejeé un poco con la cerradura hasta que oí saltar el pestillo. La casa estaba tibia y silenciosa y tuve una sensación de comodidad al encontrarme de nuevo entre aquellas paredes que me habían visto de niño. Encendí la luz y cogí la fotografía de mi padre de mi mesa de trabajo: era una bonita imagen que le retrataba sonriente y con el sombrero ladeado en la cabeza como acostumbraba llevarlo, y también aquella me tranquilizó porque era una imagen real que me retrotraía a un día concreto de cierto mes y de cierto año.
Me sentía cansado, como si hubiera trabajado intensamente durante todo el día cuando no había hecho, en realidad, nada. Pasé, como siempre, por mi estudio antes de ir al dormitorio y encendí la luz para ponerme una vez más delante de la tela vacía que esperaba ya desde hacía meses el primer toque de pincel y me quedé inmóvil de estupor. El cuadro estaba comenzado: había los contornos de la figura perfectamente trazados y un cierto tratamiento de los volúmenes con los sombreados y los colores de fondo. Pensé en una broma cualquiera de mal gusto, pero cuando me acerqué más a la tela y la hube examinado con gran cuidado ¡no pude dejar de reconocer mi propia mano!
Me dejé caer en una silla y traté de algún modo de comprender cómo había podido hacer aquel esbozo sin recordar luego en absoluto haberlo hecho. Pensé en el opio que había fumado sentado en el suelo de la galería de la Rocca, pensé en la imagen de mi padre flotando en las márgenes de la oscuridad: ¿cómo podía, encontrándome allí, haber empezado a pintar el cuadro? No podía excluir que, bajo el efecto de la droga, hubiera vuelto a casa y hubiera iniciado, como en un estado de trance, el trabajo que ahora veía en la tela, pero no podía siquiera afirmarlo con certeza.
No había soñado las imágenes del sol que se ponía tras los tejados de la ciudad, ni bajar la escalera y atravesar el patio, ni recorrer a paso apresurado la calle adoquinada que conducía hacia mi casa. Cierto que, dado que los muertos no vuelven, la figura de mi padre no podía ser sino parte de un sueño o de un éxtasis, y si las cosas eran así, ¿no podía quizá ser también que yo hubiera pintado de algún modo aquella imagen en la tela?
Me encontraba, aún entrada la noche, en un estado confuso en el que no conseguía discernir la realidad de la imaginación, en el que había perdido la noción del tiempo y hasta, a ratos, la conciencia de mí mismo.
Me dormí tarde y no sin esfuerzo y tuve un sueño angustioso y atribulado, poblado de pesadillas que me hacían saltar de vez en cuando de la cama con los ojos fuera de las órbitas y la frente sudorosa.
Fue el sol el que me despertó a la mañana siguiente, un sol lechoso que se filtraba a través de la niebla diáfana que envolvía mi casa. Me llevé las manos a las sienes e inmediatamente después hurgué en el cajón de la mesilla de noche en busca de un Advil que me calmara el dolor de cabeza.
Me levanté para ir al cuarto de baño y, cuando estuve delante del espejo, sentí repugnancia al verme la cara. Parecía unos diez años más viejo, con unas ojeras oscuras y unas profundas arrugas que me surcaban el rostro. Sin embargo, tuve la precisa sensación de que todo cuanto había agitado mi noche había sido solo un sueño, y este pensamiento me produjo un cierto alivio. Llegué a mi estudio seguro de que encontraría, como de costumbre, la tela blanca y que experimentaría la habitual sensación de angustia, tras lo cual saldría a tomar un café al bar y esperaría a que Anna viniera a buscarme o yo la buscaría a ella. Me equivocaba: el esbozo era real y estaba aún allí, es más, la pintura había hecho progresos. Había una expansión del color y un efecto de leve claroscuro en las nuevas superficies pintadas, y no me cabía duda de que era mi mano la que había extendido aquellas pinceladas en el cuadro.
La miré, acerqué la nariz a ella y aspiré profundamente: si había pintado sin recordarlo, como un sonámbulo, el olor de los colores acrílicos hubieran tenido que pegarse a mi mano derecha. No percibí ningún olor a no ser el aroma penetrante del opio.
Me quedé largo rato enfrente de aquella imagen que estaba tomando forma sin mi consentimiento, y traté de concentrarme. Me sentí dominado, en cambio, por un estremecimiento incontrolable que traté de controlar con un gran esfuerzo de voluntad y, cuando finalmente me hube calmado, me volví a acercar a la tela, cogí la paleta y los pinceles y empecé a extender algunas pinceladas para continuar el trabajo que, sin yo saberlo, había ya iniciado. Pero, a pesar de mis esfuerzos, no conseguí de ninguna manera continuar: la mano parecía pesada como un peñasco y los colores parecían cola que tenazmente se pegaba al pincel y no lo dejaba correr sobre la tela.
Abandoné de inmediato la tarea y salí de casa para ir a tomar mi acostumbrado café bajo los porches. Por desgracia mi situación económica había empeorado mucho en los últimos tiempos porque no conseguía ya trabajar. Mi marchante, que sin embargo había sido generoso conmigo en el pasado dándome importantes anticipos, no estaba ya dispuesto a darme ni un céntimo más y últimamente me veía obligado a cargar en cuenta también mis consumiciones en el bar, hasta el punto de que el dueño me miraba ya con cierta impaciencia. También había otros acreedores que comenzaban a apremiarme y aunque el droguero y el estanquero eran absolutamente inofensivos, quien me proporcionaba droga, ahora ya cada vez más indispensable en mi vida totalmente degradada, era en cambio no solo la persona más exigente, sino también la más peligrosa.
Resulta extraño decirlo, pero, aquella mañana, mientras me tomaba a sorbos el café, por más que hubiera vivido experiencias increíbles en las veinticuatro horas precedentes, era el pensamiento del dinero el que más ocupaba mi mente, junto con la imagen de mi padre. Vi de nuevo su boca que se movía sin emitir ningún sonido y de golpe me pareció comprender qué era lo que trataba de decirme: estaba pronunciando una serie de números. No me cabía duda: estaba diciendo 7, 11, 21, 5. Pero ¿qué sentido tenía?
Saqué de la cartera un billete de mil y algunas monedas para pagar el café, y salí al porche invadido en aquel momento por una niebla cada vez más densa y fría.
Volví a la Rocca y entré en el amplio patio. La construcción estaba completamente inmersa en la niebla, hasta el punto de que a duras penas, desde la entrada, podía distinguirse la pared del lado opuesto. Desde lo alto caía una pálida luz que anulaba todos los colores en una especie de suspensión lechosa. En aquella extraña dimensión, en aquella atmósfera provisional y sorda, mis pensamientos se volvían cada vez más pobres y limitados. Me volví hacia el lado de levante del patio, allí donde se me había aparecido la imagen de mi padre, y me pareció volver a verla, envuelta por los cendales de niebla cada vez más espesa, y su boca se movía para pronunciar aquellos números.
No me cabía ya duda de que se trataba de números y de golpe me convencí de que mi padre había vuelto para ayudarme aquella noche que se me apareció en las márgenes de la sombra. Me había traído los números para jugar a la lotería a fin de que pudiera hacer frente a mis deudas y a mis compromisos y volver a empezar, quizá, una nueva vida.
Casi me avergüenzo de haber tenido un pensamiento semejante en un momento en el que me encontraba atrapado por problemas muy serios, por no decir terribles, cuando acontecimientos inquietantes y misteriosos se me manifestaban sin una aparente explicación. Y, sin embargo, era la pura verdad: aquella secuencia mágica, aquella indescifrable cabala en los labios exangües de mi padre yo la interpretaba como una vulgar lista de números que jugar para obtener un provecho metálico.
A mi regreso encontré a Anna que me esperaba en casa. Tenía encendida la estufa y se había quitado la ropa, menos una combinación negra de encaje que me excitaba muchísimo y que ella se ponía a veces para complacerme. La saludé con un beso y le pregunté si tenía un cigarrillo, luego me dirigí hacia el estudio para mirar el cuadro: la imagen estaba aún más completa que cuando la había visto la última vez. Los drapeados y los pliegues de la sábana habían sido tratados con pinceladas ligeras y espesas para crear un juego cambiante de superficies apenas fruncidas, animadas por una débil pero persuasiva luz, fría pero al mismo tiempo intensa.
—Has vuelto a tu mejor nivel —dijo la voz de Anna detrás de mí.
—¿Lo piensas de veras? —le pregunté—. ¿De verdad reconoces mi estilo?
—De forma totalmente inconfundible —dijo—. Y la verdad es que no me explico cómo lo haces, en el estado en que estás.
—Si he caído tan bajo, ¿por qué sigues viniendo a verme? —le pregunté.
Dudó un instante, luego me quitó el cigarrillo de entre los dedos, echó una larga bocanada de humo y dijo:
—Porque quiero ver cómo termina todo esto.
Me acerqué a ella, apoyé las manos en sus costados y luego le levanté la falda por encima de los muslos y del vientre. Ella me dejó hacer, casi indiferente, mientras seguía mirando el cuadro. Parecía fascinada por aquella imagen.
—¿Tienes algo de dinero que prestarme? Por favor —insistí—, necesito por lo menos doscientas mil liras.
Me miró con una expresión mezcla de compasión y de desprecio.
—Por favor —repetí mientras le quitaba todas las prendas y la empujaba contra la pared.
Me dejó hacer y siguió mirando fijamente el cuadro mientras yo me movía dolorosamente dentro de ella, continuó mirándolo fijamente mientras resbalaba, vacío y exhausto, a lo largo de su cuerpo hasta el suelo, hasta el piso helado. Alargó la mano hacia la chaqueta que colgaba cerca de una percha, cogió el dinero y me lo tiró. Recogí del suelo los billetes, y cuando alcé los ojos ella se había vuelto ya a vestir y se alejaba hacia la puerta. Antes de asir la manecilla para salir se volvió hacia mí y dijo:
—¿Sabes una cosa? No creo que seas tú quien pinta ese cuadro: estás pagándole a alguien para que lo haga en tu lugar con el fin de convencerme de que vales todavía algo, que puedes todavía salvarte. Pero no me engañas. Tú no eres capaz de nada. No creo que vuelvas a verme.
Han pasado cuatro días desde aquel momento y Anna ha mantenido su palabra dejándome en mi soledad. Hace poco he pasado por mi estudio y he visto el cuadro terminado. Liv resplandece en aquella tela de una fascinación penetrante y tremenda, pero su infinita belleza no enciende el deseo, no provoca emociones. Brilla como una estrella fría en las profundidades del tiempo y del espacio. Yo la miro y no consigo hacerme todavía una idea de cómo pude pintar aquella imagen. La técnica es la mía, no cabe duda, pero esa belleza desértica no puede haber sido fruto de mi ánimo.
Tal vez es todo un sueño, tal vez he perdido la última posibilidad de gobernar mi vida, pero eso no me importa. Creo no amar ya la imagen de Liv que he llevado durante años dentro de mí, y esto es lo que cuenta. Pronto estaré libre de su obsesión y ello significa que de un modo u otro aquel cuadro es mío.
Esta mañana me he jugado el dinero que Anna me había dejado, doscientas mil liras, en la lotería de Milán donde nació mi padre y espero que la radio comunique, dentro de unas horas, los números que han salido. Estoy seguro de que serán 7, 11, 21, 5. Ganaré un montón de dinero, estoy convencido, y me iré de este país. Me iré, quizá a México, o a Jamaica, y volveré a pintar lejos de las pesadillas de esta niebla. Y mis hijos pasarán las vacaciones conmigo en una bonita casa de paredes encaladas de blanco con patio y buganvillas.
Ahora reina la oscuridad. Y la siento fuera y dentro. La habitación está impregnada de humo y de mis humores melancólicos. Me parece ver las sombras en la pared de enfrente… «¿Eres tú, papá?». Y la radio difunde, quedamente, una vieja canción de los años sesenta. «De día puedo no pensar en ti, por la noche te maldigo…».
El opio lo vuelve todo más leve, evanescente, también los toques del campanario que dan la hora de la noche; solo las sombras parecen adquirir cuerpo y vida y cada movimiento, cada acto, aunque mínimo, parece diluido en un tiempo enorme.
—¿Eres tú, papá?
La sombra ahora tiene una forma clara y precisa porque se ha encendido de golpe la lámpara que tengo a mis espaldas. Es la sombra de un brazo alzado que empuña un cuchillo y el cuadro que tengo delante iluminado tiene ahora también la firma del autor, Liv Roggeveen, y la fecha de hoy, 7 de noviembre. Y son las 21.05. La hora de la noche. Mi hora.