Todos en el pueblo les envidiaban porque eran la familia de más buen ver que pudiera imaginarse, y cuando asistían a misa en uno de los primeros bancos de la iglesia, uno de esos con la plaquita de cobre con el nombre de su linaje, todas las miradas eran para ellos.
Él, el aparejador Borelli, con uniforme negro de la Milicia, cinturón, galones de oro en la chaqueta y el fez[7] con el ribete de seda negra, era alto y elegante, de complexión atlética y participaba cada sábado en las exhibiciones que se hacían en el gimnasio Virtus de Bolonia. En medio estaban los hijos: Flavio y Claudio, a cual más guapo, altos y atléticos como el padre, pero con una piel lisa y ambarina y unos ojos oscuros y húmedos como los de la madre, Ortensia.
Ella era el astro de la familia, ella la figura lateral de la izquierda que cerraba el pequeño desfile dominical. Iba vestida en verano con trajes ligeros de seda floreada que dejaban entrever sus formas marmóreas, y se contoneaba graciosamente sobre sus largas piernas perfectas embutidas en unas medias de seda de reflejos dorados. El pecho erguido y firme, los labios rojos y carnosos acentuados por el carmín brillante, los largos dedos lisos y suaves que nunca habían ejercido oficio alguno, hacían de ella el objeto ideal del deseo de todos los varones del pueblo, desde el más pudiente y gordo terrateniente al más miserable y macilento de los braceros.
Sus delicadas manos no habían tocado siquiera la aguja o la plancha, por más que en el colegio de las Ursulinas la hubieran educado en todas las artes femeninas, porque el aparejador Ferruccio Borelli era un importante empresario de la construcción que construía edificios en la ciudad y podía permitirse tanto una mujer de la limpieza como una cocinera. Y así todos, en el pueblo, se imaginaban que aquellas manos seguramente expertas y casi inteligentes servían solo para hacer el amor, para acariciar sabiamente cada parte, hasta la más íntima, del cuerpo masculino, en este caso el del afortunado marido, único beneficiario de tanta bendición del cielo, a lo que parecía.
En un pueblo como aquel, en efecto, donde nadie se dedicaba a lo suyo y donde todos lo sabían más o menos todo de todos no había hombre que se preciara que pudiera decir que había recibido de ella más que una mirada distraída en el momento en que el aparejador Borelli decía: «Le presento a mi esposa».
Él, además, no había sido nunca un fanático y era evidente que llevaba el uniforme de la Milicia tanto porque le sentaba bien (quería que ella fuera siempre perfectamente acicalada y planchada) como porque, por su trabajo, era mejor caer en gracia a quien mandaba y navegar según de dónde soplara el viento. Por esta moderación suya estaba en muy buenos términos con todos, aunque le gustaba guardar ciertas distancias para acentuar el rango social y el privilegio, por así decirlo, familiar y conyugal stricto sensu. Que es como decir que, para poder permitirse una hembra de aquella categoría, había que ser alguien desde todo punto de vista. La única vez que había hecho uso de la autoridad que le confería el uniforme fue cuando vinieron a decirle que los trabajadores de la trilladora en el patio de los Mingotti no habían izado la bandera tricolor sobre el montón de las gavillas. El capataz Araldo Palmieri era un rojo y un bolchevique declarado a quien ni el aceite de ricino ni los palos de los camaradas habían conseguido hacer agachar nunca la cerviz, y podía uno jurar que lo había hecho aposta. En aquella ocasión Borelli se presentó como un rayo en el patio de los Mingotti montado en su flamante nueva Frera con la borla del fez ondeando al viento; les puso a todos firmes; le dio un hostiazo memorable a Palmieri y ofició personalmente de izador de la bandera antes de marcharse con un perentorio: «¡Y que no se vuelva a repetir nunca más!».
Por lo demás, puede decirse que estaba hecho de una pasta que cuando podía complacer a alguien lo hacía y que tampoco se daba muchos aires. Vicios no tenía, aparte del tabaco, y un día sí y otro no, antes de ir al trabajo, se pasaba por el estanco a comprarse un paquete de Serraglio, lo abría y luego metía uno a uno los bonitos cigarrillos redondeados dentro de su pitillera de plata maciza. Se fumaba el primero después de haberse tomado su café de la mañana en el bar Sport y el aroma se dejaba sentir enseguida en aquella atmósfera impregnada por el pesado olor a picadura fuerte, a tabaco nacional corriente y a toscanos.
En privado decían que ella también fumaba, la encantadora Ortensia, especialmente cuando había huéspedes a cenar como el ingeniero Bartoletti, amigo y colega del marido, o como el secretario de la federación fascista de Bolonia, que le honraba con su amistad. En el momento del café ella se sentaba en la sala de estar con ellos y fumaba voluptuosamente un cigarrillo con una larga boquilla de hueso igual que Ferida en Cadenas[8].
Aparte de en la misa dominical era bastante difícil verla por la calle, pero los hombres se paraban a veces delante del bar desde casi la hora de la comida con la esperanza de verla salir para hacer alguna compra en la droguería de Adalgisa. Nadie hacía ningún comentario porque se trataba de una madre de familia, pero se comprendía igualmente lo que pensaban cuando ella caminaba con distinción vestida con sus ligeros trajes de lino o de organdí.
Tampoco en el tiempo de la guerra las costumbres de la familia Borelli habían cambiado gran cosa porque, para quien podía pagarla, ropa la había, y además la gente complacía con sumo gusto al capitán de la Milicias Ferruccio Borelli, así como lo hacía con el aduanero, el veterinario y el médico del pueblo.
Las cosas cambiaron bruscamente con el final de la guerra, cuando el mando partisano instalado en la villa de los Corradini, evacuados a Viareggio a otra villa, comenzó a aplicar de modo tan enérgico como sumario los principios de la justicia proletaria. Quienes sufrieron las consecuencias fueron, por un lado, los grandes propietarios que no habían tenido el buen sentido de poner pies en polvorosa, por otro, huelga decirlo, todos aquellos que habían estado comprometidos, de un modo u otro, con el anterior régimen.
Los uniformes, a decir verdad, habían desaparecido todos en un santiamén ya desde el 8 de septiembre, y también Borelli se había vestido de civil luciendo unos trajes de doble pechera gris oscuro que le hacía a medida el sastre de Castelletto. Esperaba que esto bastase, en vista de que no había hecho nunca mal a ningún alma viviente, y sin embargo una noche tocaron al timbre y le sacaron de la cama. Era gente de fuera que no había frecuentado nunca el pueblo, por lo que Borelli se las vio realmente feas. Ortensia fue también a la puerta en salto de cama y se interpuso entre su marido y aquellos extraños visitantes.
—Ferruccio no ha hecho nada malo —decía—. Es una buena persona y un hombre honrado que siempre que ha podido ha complacido a todo el mundo. Podéis preguntar por el pueblo si no me creéis, todos os dirán que es la pura verdad.
Pero el hombre que parecía ser el jefe del grupo, impresionado por su belleza, su porte y su gesto valeroso, trató de tranquilizarla. Era el único de los cuatro que tenía estudios, y aquella mujer que escudaba con su cuerpo al marido que ya estaba incluido en las listas negras le parecía una de aquellas grandes matronas romanas de la conjura de los Pisón descritas en las historias de Cornelio Tácito.
Dijo:
—No se preocupe, señora. Es una mera formalidad, una simple comprobación. En un par de horas su marido estará de vuelta y le quedará tiempo aún de conciliar el sueño.
—Pero si es una mera formalidad —dijo Ortensia—, ¿por qué no vienen mañana cuando sea de día?
Se mostraba tan ingenua y apasionada al hacer aquella pregunta que el jefe del grupo se sintió en el deber de decirle otra mentira piadosa:
—Su marido deberá proporcionarnos también cierta información reservada que luego debemos presentar al mando. Bastará con que responda a nuestras preguntas; no tiene nada que temer, se lo aseguro. Son tiempos duros, señora, y nosotros cumplimos con nuestro deber para servir al pueblo y por el bien del país.
—¿Me da su palabra de honor? —preguntó Ortensia que había aprendido un poco del lenguaje militar de los colegas de su marido.
—Le doy mi palabra de honor —juró en falso el jovenzuelo.
—Déjalo correr, querida —intervino Borelli, que en cambio lo había comprendido ya todo y estaba repentina y dignamente resignado—. ¿No has oído al señor? Es una mera formalidad. Cuatro palabras y todo solucionado. Prepárame un buen café con dos galletas para cuando vuelva.
No volvió y toda búsqueda fue inútil. Nadie le había visto, nadie le había oído, nadie sabía nada ni de formalidades ni de interrogatorios.
Ortensia, pasados solo dos días, le dio por muerto, e hizo que la agencia de pompas fúnebres pegara en el pueblo su fotografía en uniforme para las exequias, pero no se resignó tan fácilmente. Fue a ver al párroco, al jefe de los carabinieri, fue también a la ciudad donde todavía podía contar, pese a todo, con algunos amigos bastante poderosos que habían sabido ponerse a salvo a tiempo.
Se abrió una investigación, pero no fue posible encontrar el menor rastro, el menor indicio. Ni siquiera fue posible considerar difunto al aparejador Ferruccio Borelli al no haberse encontrado su cuerpo ni ningún objeto personal de su pertenencia. Pero Ortensia sabía quién había sido: había sentido durante años su mirada cada vez que pasaba por delante de la Casa del Pueblo para ir a la carnicería, y sus amigas le habían contado lo que él dijo después de que su marido le gritara delante de todos por no haber izado la bandera sobre el montón de las gavillas. Podía imaginarse asimismo la escena: Araldo Palmieri, que se había ganado en su día aquel bofetón debido a la bandera, atribuía sin duda a Borelli todas las humillaciones, el aceite de ricino y todo lo demás que había tenido que soportar de los fascistas. Se la tenía jurada y en la reunión del comité debía de haberse puesto en pie para decir bien claro que aquel era un fascista y un enemigo del pueblo y que se la iba a cargar.
Había sido él: estaba prácticamente convencida, pero por desgracia eso no cambiaba mucho las cosas. Su marido la había mantenido al margen de todo, preocupado solo de que no le faltara de nada, y ella se había hecho la idea de que la disponibilidad económica de la familia era grande, por no decir ilimitada. Cuando vio que el dinero que tenía en el banco acabaría pronto en nada y que al cabo de unas pocas semanas no sabría qué hacer para mantener el tren de vida al que estaba acostumbrada ella y también sus hijos, tomó la única decisión adecuada, a su modo de ver, para una mujer de su posición. Decidió que desplumaría a todos los primos que cayeran en sus garras en aquel condenado pueblo y también decidió, para aplacar la furiosa sombra de su marido, que vengaría su muerte, de un modo u otro.
Encontró un trabajo en apariencia honorable, haciendo de empleada en la sede local de la Caja de Ahorros, pero pronto comenzó a recibir huéspedes en el apartamento que le había quedado en la bonita casa con jardín en las afueras del pueblo. Los hijos, que estudiaban en el instituto Minghetti de Bolonia, los había confiado a su hermana soltera que vivía en la ciudad, y así podía contar con la necesaria reserva que sus relaciones privadas exigían. El primero en presentarse, según los rumores, fue Fredo Vitali, uno de los más apreciados comerciantes en cerdos de la zona. Iba a Toscana todos los primeros jueves de mes, compraba doscientos cerdos de vida a ojo sin equivocarse ni un kilo y los revendía el lunes siguiente de nuevo a ojo en Módena ganándose un treinta por ciento.
Llevaba siempre consigo una bonita cartera de mano con fuelle llena a rebosar de billetes rojos de mil nuevos y flamantes, y cuando se había presentado en el banco para hacer un depósito y había puesto los ojos en el escote ella había dicho (sin estar al tanto de los rumores que corrían):
—Dicen que tiene usted muy buen ojo. Quién sabe si será tan bueno con lo demás.
Ante tamaña provocación Vitali no había podido echarse atrás, es más, se había lanzado a la carga como un joven teniente de caballería:
—Siempre dispuesto a servir a una guapa señora —fue su galante respuesta, y ella le había dejado junto al resguardo del recibo una notita que decía «21.30», para que no hubiera equívocos.
Vitali se presentó puntual con el pelo reluciente de brillantina Linetti después de haberse incluso lavado y perfumado con pino albar Vidal, para matar el olor a cerdo que no le abandonaba nunca; luego volvió, regularmente dos veces por semana hasta que, al cabo de algunos meses, le dejó la pequeña hacienda que se había comprado con los beneficios de los cerdos. Adalgisa, que era una mujer con cabeza y que desde detrás del mostrador de la droguería veía y oía historias de todos los colores, dijo que ya se esperaba que Vitali fuera a tener aquel mal final por esa manía suya de abrir siempre la cartera en público y de dejar ver a todo el mundo el dinero contante que llevaba.
—La cartera de los bobos es como la bolsa de los perros: siempre está a la vista —sentenciaba entornando los ojos detrás de sus gafas de vista cansada—. Era de prever que acabase así.
Una vez desplumado Vitali, Ortensia le echó el lazo a Ghinelli, que era un comisionista de fruta roja en el mercado de Rubiera; mandaba a Francia y a Suiza dos vagones de cerezas y uno de ciruelas todas las semanas cuando era la temporada y se sacaba su buena comisión del cinco por ciento o más. Era uno de esos broncas que en casa hacen ir a todos más derechos que un huso, que blasfeman haciendo temblar el misterio si a mediodía en punto no se está a la mesa o si a la sopa le falta un poquito de sal, pero que fuera de ella son espléndidos y no se hacen de rogar ni con las deudas de juego ni a la hora de invitar a una ronda.
Las atenciones de Ortensia, tan elegante y refinada aparte de ser una mujer de bandera, le llenaron de legítimo orgullo, y cuando ella le dio a entender que le recibiría con mucho gusto, pero en un lugar discreto debido a su buen nombre, él reservó la mejor habitación en La Mandatora, un hotel de Reggio que, quién sabe por qué, todos llamaban La Montadora quizá por una fácil analogía con los encuentros galantes y clandestinos que se consumaban en aquel lugar. En aquella ocasión Ortensia se contentó con la habitación de hotel y la cena para hacerle ver a Ghinelli que se trataba precisamente de un flechazo, pero a continuación se volvió cada vez más exigente, hasta el punto de que el pobre hombre en un momento dado tuvo que llevarse una mano al corazón y la otra a la cartera para saber cuál de los dos le oprimía más. Cuando consiguió aclarar un poco su dilema, estaba ya medio arruinado.
Algo parecido le sucedió a Evaristo Canella que era un comerciante en vacas, siempre en la plaza de abastos los lunes por la mañana con el traje de rayadillo, el chaleco y la camisa de cuello duro. Inmoló sobre el blando vientre de la hechicera un ganado entero de terneras, tanto es así que se dijo que Ortensia se las había comido con cola, cuernos y todo.
El hecho es que ella estaba cada vez más guapa y deseable. Asimismo decían que iba a Bolonia en tren todos los jueves por la tarde a hacerse masajes para mantener su carne hermosa y prieta y que gastaba en cremas y otros potingues tanto como habría podido comprar una familia entera. No obstante, siempre por el hecho de que en los pueblos todos lo saben todo sobre todos, también se sabía que para irse a la cama con Ortensia no había que ser un miserable, porque si uno no tenía dónde caerse muerto las charlas se acababan bien pronto, aunque se fuera más apuesto que Errol Flynn.
Era extraño el clima que se respiraba en el pueblo en aquel período de los primeros años de la posguerra: por un lado, las enormes ganas de vivir daban rienda suelta a las energías largo tiempo reprimidas y por eso había más muchachas preñadas (no importa si solteras o casadas) que cuantas había habido en los últimos diez años. Por otro, el tufo a muerte lo contaminaba todo, incluso las alegrías más sencillas e inocentes como comer y hacer el amor. Eran tiempos de ajustes de cuentas y no se hilaba muy fino. Tal como le había sucedido al aparejador Ferruccio Borelli, así también otros muchos desaparecieron de la circulación.
Por lo general se trataba de ricos propietarios que mientras todos pasaban hambre habían abusado más de lo debido de su posición privilegiada: o arreando una patada de más a un trasero equivocado, o yéndose a la cama con la mujer de alguien que pasaba hambre o había tenido que aguantarse y tragárselo todo. En resumen, las típicas cosas que la gente en condiciones normales resuelve con una pelea y que en cambio despiertan odios feroces y provocan venganzas sangrientas cuando la injusticia social, el hambre, el miedo, la incertidumbre del mañana transforman cualquier enfrentamiento en una tragedia.
Quien era juzgado culpable, como ya hemos visto en el caso del pobre Borelli, era detenido de noche, llevado a algún caserío apartado, sometido a juicio sumario y ajusticiado tras la adecuada dosis de torturas.
Los enterramientos, tal como se averiguaría posteriormente, no eran menos sumarios que los juicios, y la gente era a menudo enterrada bajo unos pocos palmos de tierra. El oro y el dinero que llevaban encima se repartía a partes iguales.
Araldo Palmieri, que había considerado siempre a Ortensia como el objeto de sus deseos más ardientes y al mismo tiempo inconfesables, la evitaba no obstante porque no quería que la gente viera en su comportamiento lo que todos creían saber, es decir, que había sido él quien había organizado la detención y el asesinato de Ferruccio Borelli por motivos sin duda comprensibles, pero no lo bastante consistentes a juicio de la mayoría. El dinero para poder permitirse su compañía al menos por una noche o dos lo tenía, y también tenía, digámoslo así, la autoridad, porque en aquel momento todo el mundo le temía, incluso el mismo jefe de los carabinieri que hacía la vista gorda y estaba recluido siempre en su oficina redactando atestados sobre robos de pollos. Él, por el contrario, daba vueltas por el pueblo en pantalones a la suaba, metralleta en bandolera, pañuelo rojo al cuello y la gorra ladeada, disfrutando de su momento de popularidad en espera de que la revolución del proletariado le confiriera cargos de mayor responsabilidad.
Cuantos más días pasaban, sin embargo, más degeneraba la situación. Los esbirros comenzaban de nuevo a alzar la cresta y muchos de sus compañeros dejaban la metralleta, tiraban la pistola al fondo de un pozo negro y volvían al campo o al establo para cuidar a los animales y para cortar la mezcla de forraje y remolacha para las vacas.
Ortensia comprendió que él no se le insinuaría nunca por más que se muriera de ganas de darse con ella ese gusto y aquella satisfacción con la que durante años había soñado y que ahora tenía al alcance de su mano; no lo haría un poco por desconfianza y un poco por su rústica timidez de bracero analfabeto frente a una guapa señora, perfumada e instruida. Había comprendido que debía dar ella el primer paso si quería llevar a buen término el asunto, y así un buen día que él andaba entre los mostradores del mercado de conejos de Castelnuovo le rozó, ligera con su perfume y, alzando apenas la voz con el vendedor y fingiendo no verle, preguntó:
—¿A cuánto tiene el kilo del país como ese de ahí?
—A treinta y cinco liras, señora —respondió el vendedor de pollos.
—Pues pélemelo y límpiemelo, que pasaré a buscarlo dentro de una media hora. Mire, aquí le dejo el dinero.
Y se alejó. Es obvio que sabía que él la había visto y oído y que sin duda el perfume de su colonia y el carmín se le habían subido a la cabeza, pero quería tenerlo todo bajo control. Y así, cuando volvió a recoger su conejo, vio con el rabillo del ojo que él había vuelto para verla de nuevo, o que quizá no se había movido de allí, y estaba apoyado contra la pared a tres o cuatro metros de distancia con las manos metidas en los bolsillos y la mirada sombría.
La vez siguiente fue en la feria de la Virgen del Rosario, en las barracas de atracciones. Allí estaba él probando en el aparato para medir la fuerza. Le pegaba unos viajes tremendos con todas sus fuerzas y con toda la rabia de sus frustraciones y remordimientos, y el contador de los puntos giraba sin parar y la gente gritaba: «¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!». En un determinado momento se la encontró de frente justo mientras echaba para atrás el codo tenso por el esfuerzo y reluciente por el sudor. Ella observó fijamente su brazo y luego le miró a los ojos, durante un instante, pero con tan elocuente intensidad que él sintió que le hervía la sangre en las venas, pero que no iba a tener el valor de decir: «Buenas tardes, señora».
Fue ella en cambio quien le dirigió la palabra, pocos minutos después, mientras él iba de camino a casa y pasaba por el depósito de las bicicletas. También Ortensia cogía en aquel momento su nueva y flamante Bianchi con la canastilla sobre la rueda trasera, pero justo cuando estaba a punto de montar dijo:
—Vaya, qué baja está esta rueda. Los chavales estos se divierten deshinchando los neumáticos de las bicicletas. Y no faltan los que echan clavos por la carretera… ¿y qué voy a hacer ahora?
No hizo falta decir más. Palmieri, que estaba ya cargado como un resorte, manifestó:
—Déjemelo a mí, señora, ya me ocupo yo. Tomó la bomba y comenzó a bombear con tal ímpetu y energía que se veía a las claras la alusión que quería mandarle a la guapa señora. Que era como decir, en resumidas cuentas: «Si usted me da tanto, yo le doy tanto…». Y Ortensia dio muestras de haber comprendido.
—Debe de ser usted fuerte como un toro —dijo.
—Gracias a Dios —respondió Palmieri, que no creía ni pizca en Dios—. Y me gustaría hacerle una demostración si estuviéramos solos usted y yo.
Era lo máximo que nunca pensó que lograría decir, y él mismo estaba asombrado de haber sido tan descarado, pero Ortensia dio muestras de no hacerle mucho caso:
—Ah… —suspiró—. Si quiere que le diga la verdad, también a mí me gustaría. Solo que…
Y parecía que no tuviera fuerzas para seguir.
—Hable, señora, al fin y al cabo estamos los dos solos.
—Mire, es que no quisiera que pensara usted mal de mí… Soy una pobre viuda que…
—No hace falta ni que lo diga —respondió Palmieri que sentía ya un hormigueo bajo la piel y tenía la lengua seca como un pedazo de cuero—. La comprendo…, por otra parte, lamentablemente, cómo decir, así es la vida.
—Sí, ya —respondió ella—. Así, pues, si me promete usted no ir diciendo por ahí cosas que puedan dañar mi honor, entonces, yo…
—No hace falta ni que lo diga —repitió Palmieri, que tenía un vocabulario más bien limitado.
—Pues, entonces, mire, hay una pequeña pensión en San Damiano. Un lugar mono y limpio donde iba a veces de veraneo con mi pobre Ferruccio, que en paz descanse, y donde preparan una cocina sencilla y genuina. Yo me pasaré por allí mañana a eso del atardecer. Podríamos tomar un bocado y luego subir arriba a charlar un poco y descansar.
—Con mucho gusto, señora Ortensia, realmente con mucho gusto —respondió Palmieri, quien no podía creerse que le pudiera tocar a él aquella bendición del cielo. Estaba dispuesto a dilapidar toda su fortuna en la cena y en hacer noche en aquella pequeña pensión que para su bolsillo era como dormir en el Baglioni de Bolonia, pero al menos vería de verdad, desnudo a la difusa luz de la lámpara de pantalla, aquel cuerpo con el que solo había soñado, aquellas formas que tantas veces le habían hecho sudar y jadear las noches solitarias de verano en su apestosa cama encima del establo de los Mingotti. Era algo que deseaba hasta tal punto que le parecía que después podría incluso morir, porque habría logrado su máxima aspiración en la vida.
Se presentó puntualísimo a la cita, con los zapatos relucientes y el traje de los días de fiesta, e incluso olía a colada porque se había lavado con jabón de Marsella, pero no comió casi nada porque tenía un nudo en el estómago; ella, en cambio, comía con apetito y tomaba largos sorbos de un buen Sangiovese de la Romaña dejando en el bisel de su vaso la sombra de su carmín.
—¿No tiene hambre, Araldo? —le preguntaba ella de vez en cuando.
Y él habría querido decirle que sí, que tenía un hambre canina, pero de ella, que no veía el momento de quitarle la ropa, de echar mano a toda aquella bendición del cielo que había siempre, aunque solo eso, tratado de imaginar; de darle un buen tute, la Madre de Dios, para que lo recordara por un tiempo, qué coño de bicicleta y de buen nombre y que si pobre viuda y tanta gilipollez.
Cuando subieron a la habitación, él le saltó encima como una bestia. Estaba tan a tope que el primero no duró más de unos segundos, pero ella ni se enteró porque él fue directo al segundo sin pestañear y la dejó tan molida que fue ella quien, finalmente, le pidió una tregua.
—Me imaginaba que erais fuerte —dijo Ortensia con un suspiro—, pero no hasta este punto.
Y luego, mientras él se tapaba, siempre a causa de su timidez, le preguntó:
—Pero ¿es cierto lo que he oído decir que una vez en una apuesta se comió usted siete platos de tallarines al huevo?
—Es la pura verdad, señora Ortensia.
—Pero ¿cómo pudo?
—El hambre acumulada, señora, así fue como pude. Cuando se tiene hambre acumulada, el día que uno tiene ocasión de comer lo hace hasta reventar. Es igual con todo, no solo con los tallarines.
Ortensia frunció los labios con una sonrisita maliciosa, queriendo dar a entender que acababa de tener una prueba de lo que le decía y que no le había desagradado en absoluto.
—A propósito de hambre. ¿Qué le parecería si pidiéramos un buen helado, que aquí lo hacen muy rico, con nata fresca y chocolate?
—Como quiera —respondió Palmieri haciendo mentalmente las cuentas de lo que llevaba en el bolsillo, esperando que le alcanzara. Por otra parte, si uno quería irse a la cama con una mujer de clase, no podía esperar que le compadecieran. Y además solo se vive una vez, ¡qué caray!
Cuando por la mañana se despidió de ella después de haber pagado la cuenta que le había dejado casi sin blanca, no tuvo el valor de preguntarle si podría volver a verla, pero se sorprendió de que fuera ella quien se lo dijese:
—¿Sabes, Araldo? —Y el hecho de que ella le tuteara le hizo sentirse en el séptimo cielo—. Me gustaría volver a verte, pero no quiero hacerte gastar mucho dinero. Con los tiempos que corren cuesta ganarlo. ¿Por qué no nos vemos en un bonito lugar apartado, quizá por la orilla del Secchia donde no se ve a nadie? Vamos, como cuando uno es chaval y se va a la hierba…
—Qué más quisiera yo, señora. Quiero decir, Ortensia. No pido nada mejor. Es más, sé de un sitio adonde voy siempre a pescar carpas que es una maravilla. Hay un buen lecho de hierba suave y alrededor todo son matorrales de sauce y acacias floridas; parece estar uno dentro de una cabaña.
—Magnífico —respondió Ortensia mostrando sus dientes blancos en una radiante sonrisa.
«Las acacias floridas», pensó. Un pensamiento casi poético para un animal como Palmieri. ¿Quién lo hubiera dicho nunca? Y se quedó mirándole durante un rato mientras él tomaba impulso para emprender el descenso y desaparecía tras la primera curva que llevaba al llano. Luego fue a sentarse a una mesa debajo de una sombrilla y pidió el desayuno: un capuchino y dos apetecibles pastas recién hechas.
A decir verdad, aquella dieta tan rica en calorías comenzaba a hacer que estuviera metida en carnes, pero a sus amigos ello no les desagradaba, sino muy al contrario. Y precisamente uno de ellos se pasaría por la tarde a echar una siesta con ella en su cama y luego la llevaría a casa en su flamante Millecento nuevo.
Una vez en casa Ortensia dejó pasar un tiempo antes de verse con Palmieri, porque quería que se dorara bien dorado y a fuego lento.
«Qué estúpidos son los hombres —pensaba—, basta con dejárselo oler una vez y ya pierden el seso, les llevas por donde tú quieres, les haces hacer lo que te apetece».
Y le venían a la memoria ciertos amigos suyos que gastaban y gastaban con ella y luego, cuando se iban a casa y se les pasaba la chifladura, la emprendían con la familia y daban una paliza a sus mujeres porque eran más feas que pegar a un padre, desdentadas y apestaban a establo.
Palmieri, en cambio, estaba sobre ascuas: Ortensia no daba señales de vida, tras aquellas bonitas palabras y después de todo lo que habían hecho en la cama, que además a ella le había gustado, ¡caray si le había gustado! ¿Y, entonces, por qué? Quizá tuviera algún compromiso…, quizá estaba indispuesta.
Y además podía ser que tuviera también sus cosas que a determinadas mujeres les duran más que a otras. En resumen, no se resignaba. Caminaba de un lado a otro por el pueblo con las manos en los bolsillos con la esperanza de verla pasar cuando fuera a hacer la compra a la tienda de la Adalgisa o cuando por la noche iba a jugar a las cartas con las monjas que la querían con toda su alma tanto por lo que había pasado, la pobre, como por las generosas donaciones que les hacía.
Finalmente, un miércoles se la encontró a su lado en el mercado de pollos y de conejos de Castelnuovo mientras escuchaba embelesado las alabanzas que hacía a grito pelado un vendedor de hojas de afeitar.
—Hace algún tiempo que no te dejabas ver —dijo ella en voz baja fingiendo escuchar las estupideces del vendedor de hojas.
—¿Yo? Pero si ha sido usted quien no daba señales de vida, mi bella señora.
—He tenido compromisos.
—Me lo imaginaba.
—Entonces, ¿tenemos aún pendiente ese lugarcito junto al Secchia del que me hablaste?
—Se acuerda…, ¿lo recuerdas aún? —le preguntó él, que todavía no se acostumbraba a tutear a una señora de tanto tronío.
—No pensarás que me he olvidado —respondió ella—. Es más, no he hecho otra cosa que pensar en ello todos estos días que no nos hemos visto. Tenemos que ir antes de que se marchiten las acacias. Yo soy muy romántica y la idea de hacer el amor en medio de todas esas flores me hace soñar.
—Cuando tú quieras —dijo Palmieri.
—El jueves por la noche a eso de las once para mí estaría bien. Pero ¿cómo puedo encontrar el lugar?
—Iré a esperarte delante de la capillita de la Virgen de los Ángeles.
Ortensia asintió con la cabeza porque el vendedor de hojas de afeitar había terminado su perorata y todos aplaudían frenéticamente, luego se alejó con sus andares suaves y graciosos de potranca.
Palmieri vivió en una tensión espasmódica las veintinueve horas que le separaban de la cita y, dado que no tenía reloj y quería ir sobre seguro, fue al lugar convenido poco después de la puesta del sol y mató el tiempo caminando adelante y atrás a lo largo del sendero que llevaba al Secchia. Ortensia, en cambio, había hecho venir aquella noche a Amalia que era al mismo tiempo su mujer de servicio y, por así decir, su dama de compañía, y le rogó que se quedara a dormir con ella porque no se sentía muy bien. Se acostaron juntas hacia las diez y, cuando oyó que ella roncaba como una bestia, se levantó, fue al cuarto de baño, se lavó y perfumó y acto seguido se puso un pañuelo en la cabeza y salió en bicicleta por la puerta trasera tomando una carreterita poco transitada. No llevaba ninguna joya: ni collar, ni pendientes, ni anillos aparte de la alianza de boda de la que no se separaba nunca.
Apenas Palmieri la vio llegar soltó un suspiro de alivio porque, al no llevar reloj, no sabía qué hora era y el lugar estaba demasiado lejos del pueblo para que pudiera oír los toques del campanario.
—Entonces, ¿es este el lugar? —preguntó ella apeándose de la bicicleta.
—Ven —respondió él—, no está muy lejos.
Habría querido tomarla de la mano, pero no se atrevió y le indicó el camino en medio del monte bajo que comenzaba a espesarse en las proximidades de la orilla del río.
—Aquí es —dijo cuando hubieron llegado dentro del cauce, y señaló una especie de alcoba natural: una maleza de arbustos y de acacias en torno a una pequeña explanada herbosa. A escasa distancia se oía el río que corría raudo entre una y otra orilla, crecido por los últimos aguaceros primaverales.
—Dios mío —dijo ella—, habrá un montón de mosquitos en este sitio.
Pero él le había puesto ya las manos encima y la hacía agacharse al tiempo que le quitaba con una mano las ropas y trataba frenéticamente de desabrocharse los pantalones con la otra. Ella le secundó dócilmente y dejó que se desahogase a placer, luego, cuando él se hubo tumbado sobre la hierba cerca de ella panza abajo, exhausto, cogió una piedra del río y le rompió la cabeza como si fuera un melón.
Por suerte el río estaba cerca y bastó con arrastrar el cuerpo unos pocos metros hasta la orilla y hacerlo rodar ribera abajo. Los restos mortales de Araldo Palmieri desaparecieron inmediatamente en el agua turbia y remolineante del Secchia iniciando un largo viaje hacia el mar mientras Ortensia se arreglaba las ropas y se cubría de nuevo la cabeza y el rostro con el pañuelo.
Al día siguiente, cuando Amelia se despertó, la encontró aún dormida a su lado y se levantó de puntillas para ir a preparar el desayuno.
Pasaron un par de días antes de que se notara la desaparición de Araldo Palmieri, porque vivía solo y dormía en una habitación encima del henil de los Mingotti, pero no siempre había quien fuera a comprobar si estaba o no en casa, porque era mejor ignorar o fingir ignorar sus andanzas nocturnas en aquellos tiempos todavía tan turbulentos. El cuerpo no fue encontrado nunca.
Ortensia continuó su vida de mujer hermosa, pero sacó de un cajón de la mesilla de noche un retrato de su pobre marido y lo volvió a poner en el lugar de honor al lado del tocador pensando haber aplacado la sombra inquieta del aparejador Borelli y haberse hecho perdonar también su infidelidad póstuma. Pero un buen día, mientras su amigo de turno, el ingeniero Bartoletti, fue al baño a orinar, encontró la pitillera de plata de su marido en el bolsillo interior de su chaqueta colgada en la entrada. Un asunto de negocios, evidentemente: aunque se hubiera declarado siempre amigo y colega del difunto y frecuentara su casa como huésped que era bien recibido, Bartoletti era evidentemente un competidor que había encontrado una manera cómoda e indolora de acabar con su adversario y, como un antiguo combatiente, no había resistido a la tentación de despojar al enemigo caído de sus objetos valiosos y de llevarse también a la cama a su mujer.
Tampoco el ingeniero Bartoletti volvió a su casa. Ortensia partió al día siguiente y nadie la vio nunca más. La casa permaneció cerrada y vacía durante décadas.
Se decía en el pueblo que había ido a instalarse en Francia con una prima que estaba casada con un rico terrateniente, mientras que los hijos, licenciados uno en ingeniería y el otro en arquitectura, habían seguido los pasos de su padre. Volvieron, ya hechos unos hombres maduros y con un poco de barriga, para reestructurar la casa de familia y hacer de ella apartamentos para alquilar y, al excavar los cimientos para construir un reservado para cenas y reuniones, encontraron un esqueleto en la bodega todavía con los jirones de la camisa y los pantalones, pero sin chaqueta, y lo cubrieron de inmediato con una buena colada de hormigón.
—Es por la Superintendencia —le dijeron al capataz—. Aquí debajo había un cementerio de los antiguos romanos y si se enteraran nos harían parar los trabajos y perderíamos un montón de dinero y de tiempo.
En aquel momento, Ortensia, o estaba muerta o era vieja y estaba apergaminada, pero en el pueblo los más ancianos la recordaban todavía tal como la habían visto la última vez, hermosa y lozana, con el pecho erguido y firme, con aquel trasero glorioso embutido en el ligero traje de organdí.