Hotel Bruni

Lo llamaban hotel Bruni porque quienquiera que llamase a aquella puerta encontraba hospitalidad a cualquier hora del día o de la noche, pero era una simple casa de labor de la llanura, una de aquellas viejas construcciones con las paredes agrietadas y los postigos descoloridos por el tiempo.

Los Bruni eran una gran familia de labradores y trabajaban aquella hacienda desde hacía cien años, siempre pendientes del qué dirán, pero era posible que vivieran en aquella casa desde hacía mucho más tiempo. «Cien años», en efecto, equivalía simplemente a «un montón de tiempo». La gente decía «se necesitan cien años para hacer un refrán», lo que es como decir «siglos».

El viejo se llamaba Giovanni y su mujer Clerice; tenían seis hijos varones y dos hembras, y la vida de la familia transcurría entre la cocina ennegrecida por el humo de un enorme hogar, el establo con los animales para la leche y los de tiro y los campos sembrados de cereal y de cáñamo. Cien fanegas de tierra feraz y generosa, una por cada año que los Bruni la habían cultivado doblando el espinazo bajo un sol de justicia para atar cientos de gavillas de cereal o, en los años de rotación del cultivo, para cortar el cáñamo con la hoz y agramarlo a la hora de mediodía cuando el calor aprieta más, pues de lo contrario la fibra no se separa, la hilaza no es buena.

En otoño comenzaba la temporada de la labranza y los Bruni uncían hasta seis pares de bueyes para arrastrar el gran arado de desfonde. Labraban día y noche por turnos durante dos o tres semanas y luego se iban a echar una mano a las fincas vecinas que no tenían animales suficientes de tiro para la labranza.

El período más agradable era el invierno, cuando la tierra se purgaba bajo la nieve, en la casa se encendía un buen fuego y de noche se encontraban todos en el establo: las mujeres hilando cáñamo para los ajuares de las hijas, los hombres jugando a las cartas o contando historias mientras los bueyes rumiaban tranquilos.

El verdadero hotel Bruni era precisamente el establo, donde los pobres encontraban hospitalidad durante el invierno. El boyero desataba una bala de paja fresca en la pocilga y el forastero se podía tumbar cómodamente y calentito. A la hora de la comida y de la cena Clerice mandaba a María, la hija pequeña, con un plato de sopa, un pedazo de pan y una frasca de vino.

Pero si el huésped se volvía útil arreglando los sombreros o reparando sillas o poniendo los mangos a las herramientas agrícolas o echando una mano para limpiar el establo, entonces era admitido a la mesa con la familia y comía y bebía sentado con muchos cubiertos, porque quien trabaja justo es que coma con los pies bajo la mesa.

El mayor número de huéspedes, o de clientes, como los llamaba la gente, llegaban en invierno, cuando uno se pelaba de frío y la escarcha permanecía en los árboles sin disolverse nunca, ni siquiera cuando salía el sol. No era raro que se diera el caso de que en la pocilga durmieran más de uno incluso durante varias semanas, porque nadie les echaba o decía «¿Cuándo pensáis iros?». A veces estallaba alguna pelea y se escapaba alguna bofetada por pequeñas rivalidades o celos entre los mendigos, pero nadie hacía caso.

Había entre ellos también tipos singulares: gente que había corrido mundo y las había visto de todos los colores, que tenía historias extraordinarias que contar, asuntos de celos, de venganzas, de asesinatos. Su mejor momento era por la noche, después de la cena, cuando todos se reunían en el establo. Había uno que decía haber estado en la banda de Adani y Caprari, y que había hecho de salteador de caminos durante cinco años antes de ver caer muertos a los jefes de su banda a pistoletazo limpio por los carabinieri en los trigales de las tierras bajas del Po. Cuando se había tomado un vaso de más, los Bruni le oían cantar a voz en cuello:

¡Cuando la luna traspone los montes,

nosotros estamos listos, listos

para asesinar!

María tenía mucho miedo cuando él la miraba con aquellos ojazos blancos y decía: «Tengo hambre de carne de cristiano, mi potranca bonita» y rompía a reír mientras ella dejaba deprisa el plato de la sopa en el suelo y salía pitando. Y mientras ella huía, le oía que seguía cantando:

El primero de los asaltos que dimos

fue en la persona de una señora.

Le plantamos el cuchillo en la garganta

y le robamos el dinero de la bolsa.

El vino que se servía a los huéspedes no era de botella, aunque era igualmente bueno. Pero si la cantidad que ofrecía el hotel Bruni no era suficiente, los huéspedes que se quedaban con sed podían servirse del barril del trujal que estaba debajo de la entrada. La familia lo tomaba con agua en verano.

Raramente los Bruni sabían cuál era el nombre de sus huéspedes, les llamaban siempre con un apodo y lo preferían así. No es que tuvieran gran cosa que esconder, pero les proporcionaba ese mínimo de misterio que les volvía interesantes y por eso mismo dignos de ser hospedados.

No faltaban, aunque en menor número, las mujeres, en cuyo caso Clerice ponía a su disposición el cuartito donde guardaban el vinagre porque no quería líos. Había una, que hacía perder el oremus, que se hospedó varias veces, luego desapareció y durante bastante tiempo no se supo nada más de ella, ni ahí te pudras. Cuando le pedían que contara su historia decía: «Pobre, Desolina, enfermedad mental…, enfermedad mental, pobre…». Eran las únicas palabras que pronunciaba y sabe Dios dónde las había aprendido. Alguien dijo que era una viuda que vivía en la montaña con una única hija que se deslomaba de sol a sol para trabajar un trozo de tierra lleno de piedras y de grama. Un día la hija palideció, le entraron náuseas, vomitaba con frecuencia. Y ella comenzó a decirle: «¿No estarás embarazada, no estarás embarazada? ¡Mira que si lo estás te mato! ¡Ya te dije que si pasaba algo así el amo nos despediría!».

Lo que era muy cierto. Si en una familia campesina una muchacha se quedaba embarazada, el amo les echaba a todos para evitar así el escándalo y el mal ejemplo en el pueblo. Y si una familia de labradores era despedida, luego resultaba casi imposible que consiguiera tener otra ocupación. Generalmente se veían obligados a mendigar o acababan en alguna casucha de alquiler tratando de ganarse un pedazo de pan al jornal.

La muchacha se había espantado tanto que un buen día se tomó una botella de sublimado corrosivo y murió entre atroces espasmos echando baba y sangre por la boca. La madre enloqueció y el médico la hizo encerrar en Reggio en la casa de locos de donde luego, no se sabe cómo, escapó.

Quizá fue precisamente allí donde aprendió aquella frase: «Pobre, Desolina, enfermedad mental…, enfermedad mental».

Nunca nadie fue capaz de decir si aquella historia era realmente cierta, pero así la contaban.

El primero en casarse de los seis hermanos varones fue el mayor, Gaetano, y por desgracia no fue un buen comienzo. Desde hacía casi un año cortejaba a una muchacha de un pueblecito vecino y en un determinado momento le preguntó, como es natural, si quería casarse con él porque así mandaría al padre a pedir su mano. La muchacha estuvo dudando durante algunos días y Gaetano pensaba que lo único que quería era hacerse desear un poco. Pero finalmente ella le dijo lisa y llanamente a la cara que los Bruni cosechaban demasiado cáñamo, lo que significaba que en aquella casa había que deslomarse demasiado. El pobre hombre trató de convencerla, pero no hubo nada que hacer: tuvo que irse de mala gana porque la muchacha era muy bonita y le gustaba de verdad.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que Gaetano se resignara; empezó a requerir de amores a otra muchacha también del mismo pueblo y fijó el día de la boda. El día anterior a subir al altar cogió el birlocho, unció la yegua y se fue para la casa de su enamorada para recibir la dote. De camino pasó precisamente por delante de la casa de su viejo amor que estaba en la puerta limpiando guisantes. Al verle le saludó y le dijo:

—¿Adónde vas tan guapo, Gaetano?

—Voy a un lugar que habría podido ser para ti de haberlo tú querido —respondió él.

El rostro de la muchacha se ensombreció de golpe, cambió de expresión y, con voz extraña y remarcando las palabras, le dijo:

—Quiera Dios que no disfrutéis ni de la primera noche de bodas.

Y así fue. La misma noche de bodas Gaetano no se sintió muy bien y no hizo sino empeorar día tras día. Apollonia dio a luz una niña muerta y a los pocos meses perdió también al marido. Así las cosas, se presentó ante Clerice y le dijo que ella no tenía ya nada que la retuviera en aquella casa y que prefería volverse con los suyos. Clerice se secó los ojos con el borde del delantal porque aquellas palabras le hacían sangrar una fea herida y porque, yéndose, la nuera se llevaba también lo que quedaba de la familia de su hijo. Se limitó a decirle: «Tienes razón. Pero recuerda que esta siempre será tu casa y si a cualquier hora del día o de la noche tienes necesidad de ayuda la puerta siempre estará abierta para ti».

Y era cierto. Clerice, en efecto, tenía tanta experiencia y era tan prudente que todas las mujeres que tenían necesidad de ella la mandaban llamar. Asistía a las parturientas y a las personas mayores y enfermas y sabía también detectar muchos males: los orzuelos y el mal de ojo, pero también las lombrices de los niños, las convulsiones, el herpes zoster y sabía curar los desarreglos intestinales con un vaso y una vela.

Las cosas fueron un poco mejor para la primera de las hembras, que además en edad era la segunda de toda la carnada. Se llamaba Rosina y era hermosa como un sol, con el pecho erguido, y unos costados redondeados y con una cintura de avispa que se le hacía a uno la boca agua. Se casó con un guardia de la policía fiscal del sur de Italia celoso como un turco, que se la llevó a Florencia y la tuvo siempre bajo llave, aunque nunca le faltó de nada.

El estallido de la Gran Guerra fue para los Bruni un mazazo, porque los cinco hijos varones que se habían quedado en la familia, en el espacio de un año, fueron llamados a filas y tuvieron que partir. La enorme hacienda se quedó sin mano de obra porque en la casa habían quedado solo los dos viejos con la única hija todavía soltera, María, que era la más pequeña.

Decidieron tomar un mozo para tirar adelante lo mejor posible, pero el muchacho se enamoró enseguida de María, que era preciosa y florecía en aquellos años como una rosa. Aunque ella no le quería, fingía aceptar su corte porque así conseguía que por amor hacia ella hiciera algo en los campos y en el establo. Los dos ancianos, Giovanni y Clerice, aunque de edad bastante avanzada, habían tenido que volver a los campos para que las cosechas no se perdieran y para conservarle el patrimonio al amo.

El amo era un abogado de la ciudad, y cuando los niños eran todavía pequeños y él venía de visita a su finca, Clerice los escondía en la pocilga para no oírle decir siempre aquellas palabras: «Demasiadas bocas que alimentar y pocos brazos para trabajar».

El viejo era incapaz de resignarse y todas las noches, al acostarse, muerto de cansancio y con la espalda destrozada, suspiraba revolviéndose en la cama y decía: «¿Dónde estarán nuestros niños? Quién sabe qué tierra les cubre».

A veces, si veía pasar por la carretera a soldados curvados bajo el peso del macuto, chorreantes de sudor en sus uniformes de tela, les llamaba para que entrasen, mandaba traer vino fresco de la bodega, cortaba embutido y pan recién salido del horno y decía: «Comed y bebed, muchachos». Le parecía, al hacer esto, que alguien trataría del mismo modo a sus hijos que combatían lejos, en el frente.

Pero cuanto más tiempo pasaba, más se consumía el viejo en su angustia. Seguía diciendo: «¿Dónde estarán nuestros niños…, dónde estarán?», y dormía poco y mal.

Cosa extraña, Clerice daba muestras de ser más fuerte que él, quizá debido a su inquebrantable fe. Rezaba siempre a la Virgen. Sabía que también ella era una mujer y una madre que había perdido a un hijo en el martirio y que haría cualquier cosa por evitarle un dolor tan desgarrador.

El domingo los hombres que no estaban en la guerra iban al patio a jugar a las bochas y a tomarse un vaso de vino, un lujo que el hotel Bruni podía ofrecer sin pedir nada a cambio, pero en el momento de la bendición, cuando la campana tocaba a la oración y el sacerdote levantaba el refulgente ostensorio en el altar para bendecir al pueblo, Clerice mandaba salir a todos, se ponía un delantal recién lavado y sola, de pie en medio del gran patio, se santiguaba.

Las noticias que llegaban al pueblo sobre la guerra eran pocas y contradictorias. Solamente el médico, el farmacéutico y el veterinario leían el periódico, pero un pobre labrador como Giovanni Bruni no se habría atrevido jamás a preguntarles qué había escrito en aquellas hojas y si por casualidad había noticias sobre sus hijos.

Un día de diciembre, hacia la atardecida, cuando faltaba poco para Navidad y las mujeres pasaban arrebujadas por la calle para ir a la novena, el primero y más joven de ellos, que se llamaba Checco, se apeó del tren en la estación del pueblo vecino y se encaminó a pie hacia el pueblo que distaba siete kilómetros. Llevaba aún su bonito uniforme, pero se había quitado las tiras de muletón para las polainas que le torturaban las piernas y las había tirado a la cuneta. El aire era fresco y cortante y el color bermejo de las viñas ya vendimiadas resplandecía a la pálida luz del ocaso.

En los campos se oía la llamada de los boyeros que empujaban los tiros de cuatro o de seis grandes bueyes romañolos que araban los campos. De los enormes terrones invertidos se alzaba una neblina fina que se arrastraba entre los rastrojos y las hileras de olmos y de arces campestres. A su paso los perros se ponían a ladrar y a correr adelante y atrás haciendo resbalar el eslabón de la cadena en la alambrera tendida entre la entrada y el establo.

Cuando se acercaba al pueblo oyó el toque de la campana llamando a la oración y, pensando en lo que su madre le había enseñado tantas veces, se detuvo delante de una capillita con la imagen de la Virgen de la Providencia y se santiguó. Luego retomó el camino y se presentó en el pueblo hacia el anochecer. No había casi nadie por la calle, pero en el torreón ondeaba una gran bandera tricolor, señal de que también en aquel pueblo tan pequeño había llegado la noticia de que Checco y sus hermanos habían ganado la guerra y habían expulsado a los alemanes.

Su mirada cayó en aquel momento sobre la puerta del oratorio de la Compañía del Santísimo que se abría para dejar salir a cuatro porteadores con unas andas. Le precedían unos treinta metros y caminaban con paso apresurado y desacompasado. Les siguió porque hacían su mismo camino y se preguntaba quién podía haber muerto en aquella calle. Pensó que podía ser el viejo Motta que era de edad muy avanzada y sufría de asma desde hacía mucho tiempo, pero los porteadores pasaron sin detenerse delante de su casa. Quizá el viejo se había ido al otro barrio hacía ya un tiempo o seguía viviendo tan campante escupiendo, tosiendo y masticando tabaco.

Pensó que podía ser la vieja Preti que había ya enterrado a tres maridos, pero que al final debía también ceder a los años que le pesaban sobre la joroba. Pero también delante de la casa de la vieja Preti los porteadores siguieron todo recto. En el cruce de la Fossa Vecchia doblaron a la izquierda, y también Checco les siguió porque su casa estaba en esa misma dirección.

Se acercaban a su portal y el joven se dio cuenta en aquel instante de que la muerte podría haber descendido sobre el tejado del hotel Bruni, pero rezó para que no fuera así. Se dijo para su capote: «Sí, ahora seguirán recto igual que han hecho delante de la casa del Motta y de la vieja Preti».

Pero entraron.

Giovanni Bruni no había aguantado. En los últimos tiempos, cuando llegaban las relaciones de las espantosas bajas causadas por la guerra, decía: «Es imposible…, es imposible que se hayan salvado los cinco». Pensaba que podía haber perdido a uno o dos de sus muchachos. O incluso a los cinco…, ¿por qué no? La muerte no respeta a nadie, pero es particularmente cruel con los pobres que no tienen otra cosa en el mundo que los afectos.

Sin embargo la muerte aquella vez había sido buena: había perdonado la vida a sus cinco hijos. Volvieron todos al pueblo, uno tras otro: primero Checco, luego Armando, y Dolfo y Gusto y luego, por último, Floti, que se había ganado una esquirla en un pulmón pero había conseguido salir airoso porque los Bruni eran duros de pelar. Pero Giovanni Bruni se había ido ya, al no poder soportar el dolor del momento en el que los carabinieri vendrían con un mensaje de pésame de un general, y una medalla que colgar en la cocina en un cuadro cerca de la humosa chimenea.

La vida se reanudó poco a poco como en otro tiempo en el hotel Bruni. Los dos hijos que todavía no se habían casado tomaron mujer y así la familia, poco a poco, alcanzó el respetable número de veinticinco personas. Clerice mantenía firmemente la sartén por el mango y a las nueras en su sitio, evitando de este modo que hubiera divisiones y envidias en la familia. Pero no era cosa sencilla ni fácil. Su preferido era Floti, porque era el más inteligente y porque en la guerra se había ganado una esquirla en un pulmón y no podía hacer trabajos pesados en el campo.

Por eso había decidido que él fuera al mercado y se encargara de las finanzas de toda la familia a pesar de saber que con ello provocaría envidias, más que en los otros hermanos, en sus mujeres, que se sentirían en una situación de inferioridad.

Estaban todos dispuestos a criticarle al menor error. Una vez volvió del mercado con una yegua flaquísima que inspiraba lástima. Todos le saltaron encima diciendo que había tirado el dinero y que aquel penco no se recuperaría jamás. Pero Floti sabía lo que se hacía. Comenzó a darle forraje con vino y huevos batidos y muy pronto la yegua alzó las orejas. No pasó un mes cuando Floti la sacó del establo, recién almohazada, con el bonito pelaje bayo lustroso y liso como la seda, los ollares húmedos y aterciopelados, los ojos vigilantes, las orejas derechas cual hojas de acero y la unció a la tartana para dar una vuelta por el pueblo. Clerice, con las manos cruzadas sobre el delantal, le miraba complacida y decía: «¿Habéis visto a Floti?». Cuando la vendieron, sacaron tanto dinero que pagaron todas las deudas del año.

Se contaba que los Bruni tendrían, por una vez, la gran oportunidad de su larga historia. Un día el cartero trajo una carta de un abogado de Génova que les comunicaba que un tío abuelo de la rama materna había muerto dejando a su madre heredera de su patrimonio. Solo el dinero contante ascendía a la increíble cifra de un millón de liras. Tanto como se había gastado en aquellos años para construir la gigantesca iglesia parroquial de tres naves en estilo neoecléctico.

Los Bruni celebraron un consejo de familia para ver qué responder al abogado que, en su carta, pedía que Clerice se dirigiera a Génova para firmar todos los papeles. Raffaele, llamado Floti, era el más instruido de todos porque era el que iba al mercado, y enseguida defendió la idea de que la madre tenía que partir para Génova, pero todos se opusieron a ello.

—¿Quién sabe dónde está Génova? —decía uno.

—Y cuando uno está allí, ¿dónde se duerme, dónde se come?

—Pues se come en el hotel —decía Floti— y se duerme también, cómodos como un papa.

—Sí, pero vete tú a saber lo que cuesta —decía otro de nuevo.

—¡Pero con el dinero de la herencia bien podemos pagar un hotel! —insistía Floti.

—¿Y si luego resulta que no hay nada, que todo no es más que un embrollo? —dijo otro—. A la gente de ciudad le gusta divertirse tomándole el pelo a los labradores y a la gente de campo que no tiene mundo.

Floti trató de informarse acerca de cuánto costaba un billete de tren y la pensión completa durante algunos días en el hotel y propuso a los hermanos poner un tanto cada uno.

—Es una inversión —insistía.

Pero no hubo nada que hacer. Clerice no se presentó y al final la herencia fue a parar al Estado.

Eso contaban, al menos, aunque la historia tenía algo de increíble. En cualquier caso, aquella no fue la única oportunidad que los Bruni dejaron escapar.

Las facultades de Floti no eran solo evidentes en casa sino también fuera de ella, pero mientras tuvo familia prefirió ocuparse de los quehaceres domésticos. Las cosas cambiaron mucho cuando la epidemia de gripe se llevó al otro mundo a su mujer dejándole dos niños pequeños de los que, a partir de ese momento, se ocuparon su madre y su hermana Maria.

Tras quedarse viudo todavía muy joven, comenzó a frecuentar amigos que se ocupaban de política, por más que Clerice tratara de todas las formas posibles de disuadirle de ello.

—Deja estar la política que no es cosa para los pobres —insistía, pero Floti hacía oídos sordos.

—Las cosas cambian, mamá. No es como en vuestros tiempos que mandaba el Papa. Ahora está el Partido, está la coalición. La gente que trabaja quiere sus derechos.

Era socialista como todos los que vivían bajo un patrón y sabían bien que el pan del aparcero o del obrero cuesta muchos sudores. Llegó a ser incluso alcalde en funciones, pero una vez en la administración Floti cometió no pocos errores y no pocas ingenuidades, como la de requisar cereal y otros víveres a los terratenientes para distribuirlos entre el pueblo. Con sus amigos paraban los carros que iban a la ciudad y preguntaba:

—¿Adónde lleváis esto?

—Al mercado —respondían.

Y él contestaba:

—No. Llevadlo a casa de tal y de cual, que no tienen nada que comer.

La cosa tenía un regusto a revolución y los fascistas que comenzaban a ser numerosos y cada vez más aguerridos no tardaron en acusarle abiertamente y amenazarle. En las paredes del pueblo empezó a aparecer escrito: «Muerte a Bruni».

Un día se presentaron los carabinieri y se lo llevaron. Clerice se abandonaba a la desesperación y seguía diciendo: «No ha hecho nada malo: ¿por qué os lo lleváis?». Y él le decía: «No se preocupe, mamá, ya verá como vuelvo». Sin embargo no volvió durante un largo tiempo. Un adversario suyo del pueblo, que se había herido accidentalmente manejando la pistola que llevaba en el bolsillo, le acusó de intento de homicidio y el juez, al que había sido presentado como reo de actividades subversivas, le hizo encerrar en la cárcel de Reggio.

Cada dos semanas Clerice tomaba consigo a la hija más pequeña, Maria, y al mozo como escolta; iban en el birlocho hasta la estación de tren que distaba siete kilómetros y de allí proseguían hasta Reggio. Le llevaban paquetes con la ropa limpia y blanca, las ropas remendadas y algo de comer. Y Floti repartía siempre lo que le traían con sus compañeros de celda, todos «políticos» como él. Clerice no decía nada, pero para sus adentros pensaba que los jóvenes se equivocan al no querer escuchar a los viejos, porque los viejos saben latín. Los jóvenes quieren cometer sus propios errores, romperse la cabeza solos, e incluso cuando se la han roto siguen convencidos de haber tenido razón en hacer lo que han hecho.

En casa, entretanto, las cosas marchaban mal por muchos motivos. La familia estaba casi bajo asedio, pero no había manera de defenderse de las acusaciones, que llegaban de todas partes, de haber criado en su seno poco de bueno. Al mismo tiempo la ausencia de Floti no hacía sino empeorar la situación. Los otros hermanos discutían entre sí cada vez más a menudo y la tomaban con Floti porque había querido meterse en política y había causado problemas a toda la familia que no tenía nada que ver con aquello. Corrían incluso el peligro de que el amo los despidiera y los pusiera a todos de patitas en la calle después de cien años de trabajar en la hacienda. Pero por suerte el amo estaba enfermo y tenía otras cosas en la cabeza que las desgracias judiciales de Floti.

A Clerice le costaba lo suyo mantener unida a la familia y defender a su hijo ausente.

—Es vuestro hermano y siempre os ha querido —decía—. Siempre se ha cuidado de las finanzas de la familia; cuando volvía del mercado traía regalos para todos, no hacía diferencias entre las cuñadas y la hermana, para no crear resentimientos. Deberíais avergonzaros de hablar mal de él que, por lo demás, está en prisión y ni siquiera puede defenderse. Que le han condenado los señores, pues paciencia, pero que os metáis con él también vosotros que sois pobres lo mismo que él y que lleváis su misma sangre es una verdadera vergüenza.

Los refunfuños cesaban en torno a la mesa a la hora de la cena, pero se reanudaban en los campos donde también María, por más que fuese una niña, tenía que seguir a los hermanos al trabajo. Así crecía más como un marimacho que como una muchacha, pero el domingo, cuando se ponía su vestido de fiesta para ir a misa, más de un jovenzuelo volvía la cabeza, y alguno de los más atrevidos la seguía por la calle y llegaba a preguntarle: «Señorita, ¿le gustaría que le hiciera compañía?». Pero ella era hosca y respondía siempre: «Sigue adelante, que no necesito para nada tu compañía».

En realidad, sí había un jovenzuelo que le gustaba a María, pero ella no se atrevía a decírselo a su madre ni a los hermanos porque era incluso más pobre que ellos y por si fuera poco era más feo que un pecado, oía poco porque había tenido una otitis mal curada de niño y perdía el pelo a mechones como si tuviera algún bicho que se lo comiera. Pero tenía también grandes cualidades: era fuerte como un toro y bueno como el pan, y sabía hablar como nadie en el pueblo. En invierno, cuando nevaba y las noches eran largas, la gente le llamaba mientras charlaban en corro en los establos: «Fonso, si vienes prepararemos pan de castañas». O bien, quien podía: «Estamos asando un gallo estupendo y tomándonos un vaso de vino juntos». Y Fonso nunca decía que no.

A veces empezaba poco después de la puesta de sol a contar una historia y terminaba en plena noche; la gente le escuchaba con la boca abierta sin chistar.

Los altos y los intervalos los establecía él. Cuando nombraba al rey, por ejemplo, era señal de que había que llenarle un vaso de vino. Los amigos más pobres trataban de seguir sus pasos porque así había también un vaso de vino para ellos. Justo en mitad de una historia intensa y cautivadora, pero que iba para largo, le daban con el codo a escondidas y bisbiseaban: «Nombra al rey, que estamos sedientos».

Normalmente contaba fábulas, pero a menudo, también en dialecto, las novelas que había leído prestadas por el amo o que él mismo compraba de vez en cuando con sus ahorros.

Guerra y paz de Tolstoi le llevaba tres noches consecutivas; Los trabajadores del mar de Víctor Hugo, dos; Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo de Dumas se los ventilaba en una sola noche.

En recompensa había quien le daba un embutido, quien un gallito, quien leña para quemar. Le decían: «Fonso, el tronco más grueso que consigas cargar sobre tu hombro y llevarte a casa, tuyo es». Y él sonreía como diciendo: «Ya veréis que mis espaldas no van a ser menos que mi lengua». Y cuando había terminado su narración y se iban todos a la cama, él salía al patio y se cargaba sobre el hombro el tronco más grueso que podía levantar y a pie, en medio de la nieve, se lo llevaba a casa a lo largo de kilómetros.

Una noche de mediados de invierno, precisamente mientras Fonso contaba una de sus fábulas en el establo, entró Floti.

Tenía la barba larga y los ojos brillantes y profundos. El narrador dejó de contar, María se le arrojó al cuello y Clerice se secó los ojos con los picos del delantal. Los otros no supieron qué decir porque estaba claro que salía de la cárcel, pero Fonso fue a su encuentro con la frasca de vino y un vaso y se lo llenó para que bebiera.

—¿Cómo va, Floti? —le preguntó.

Y él respondió:

—Bien, ahora que estoy en casa.

Luego llamó a su hermano Checco, el primero que había vuelto de la guerra, y salió al patio iluminado por la luna. Se hizo contar todo enseguida, aunque el frío les hacía castañetear los dientes: cómo andaban las cosas, quién había hablado bien y quién mal de él en su ausencia y se enteró también de que María hacía el amor con Fonso, el contador de fábulas.

—De esto hablaremos más adelante —dijo, pero estaba bastante claro que la cosa no le gustaba nada y que había pensado en algo mejor para su hermana.

El proceso se había resuelto a su favor porque su acusador no había pensado en hacer desaparecer la chaqueta que llevaba cuando, al decir suyo, Floti le había disparado. Cuando el juez vio el cuerpo del delito no le hizo falta mucho para comprender que el tiro había salido de dentro del bolsillo y no del exterior, y absolvió a Floti.

Al regresar a casa Floti se había hecho ilusiones de que las cosas podían volver a ser como antes, pero se equivocaba. En el espacio de tiempo que había pasado en la cárcel casi todo había cambiado. Trató de retomar las riendas de la casa y se presentó una gran ocasión para ello: el amo había muerto y los herederos no querían saber nada de ocuparse de la tierra, del cáñamo y del trigo, e hicieron saber que estaban dispuestos a vender. Floti se informó y vio que el precio era bueno, es más, en vista de que se trataba de una hacienda de cien fanegas, una de las más grandes de todo el pueblo, podía decirse que la daban por un pedazo de pan.

Reunió a sus hermanos y les dijo:

—Comprémosla: la pagaremos en seis o siete años, no más, y luego nos dará para vivir bien todos.

También Clerice, normalmente muy prudente en cuestiones de este tipo, era de la opinión de Floti. Pensaba en su marido Giovanni que en paz descanse: ¿qué pensaría allí en el cielo viendo que los Bruni, después de cien años como labradores, pasaban a ser terratenientes?, ¡nada menos!

Pero los hermanos reaccionaron a la propuesta con escaso entusiasmo. Pidieron tiempo para pensárselo, porque no era una cosa para decidirla así como así, a bote pronto, porque cien mil liras no eran ninguna broma. Floti insistió, trató de hacerles comprender que a la ocasión la pintan calva y que no volvería a presentárseles algo así nunca más.

—Ya nunca nadie podrá amenazarnos con despedirnos —decía—. Estaremos por fin en nuestra tierra, para siempre. Pensáoslo bien antes de tomar una decisión.

Los hermanos se reunieron por su cuenta y discutieron largo y tendido y también esto disgustó mucho a Clerice porque quería decir que la familia estaba ya rota y sería bastante difícil poder recomponerla.

Una vez que hubieron terminado sus consultas, la respuesta fue negativa: no se hacía nada.

—Pero ¿por qué? —preguntaba Floti—. Pero ¿por qué? Es una locura, es dejar pasar una ocasión inmejorable.

Dolfo, el mayor de todos, había sido encargado de hacer de portavoz y dijo:

—Es demasiado dinero, tendríamos que endeudarnos con el banco por las tres cuartas partes de la suma a pagar y no estamos nada seguros de conseguirlo. Y si cae una granizada y perdemos la cosecha de un año, ¿cómo haremos para pagar el plazo y los intereses? Así ya tiramos adelante. En el fondo un plato de sopa y un vaso de vino no nos han faltado nunca. También el pobre papá decía siempre que no había que estirar la pierna más de lo que alcanza la manta.

En realidad, la verdadera razón por la que los hermanos dijeron que no fue porque todos, más o menos, pensaban que, de comprar la hacienda, Floti sería el verdadero amo: él cuidaría de las finanzas, iría al mercado con la calesa y la yegua, estrenando siempre algún traje, pantalones y chaqueta de terciopelo, con la excusa de que tenía una esquirla en un pulmón y no podía hacer ningún esfuerzo. Los otros tendrían que deslomarse en el campo en plena canícula y hacinar manojos de cáñamo y atar gavillas de trigo y, en invierno, traer los sarmientos con el frío y la escarcha. Y esto era algo que no les gustaba un pelo ni a ellos ni, mucho menos, a sus mujeres, que les azuzaban y echaban más leña al fuego cada vez que podían.

Cuando tuvo conocimiento de ello, Fonso, que era instruido y había leído libros de historia, dijo que la cosa le recordaba el apólogo de Menenio Agripa, pero nadie le hizo caso, pues al tal Menenio Agripa nadie le había oído nombrar nunca.

A decir verdad, no se podía criticar del todo a Dolfo por haber respondido de aquel modo, pues quizá no le faltaba razón: la miseria reinaba por doquier. Pero el hecho es que aquella fue la última oportunidad para los Bruni de hacer fortuna y de entrar a formar parte de la gente que contaba. Desde aquel momento en adelante las cosas fueron para ellos de mal en peor.

A Floti se le había metido en la cabeza que María no tenía que acostarse con Fonso, que no era adecuado para ella, feo como era, con escaso pelo y medio sordo; como María no quería saber nada de ello y estaba a malas por su Fonso con su hermano predilecto, Floti decidió mandarla lejos para que se lo quitara de la cabeza. Como dice el refrán, «la distancia hace el olvido». Los Bruni tenían a Rosina casada en Florencia, por lo que Floti le escribió explicándole que había un joven así y asá, un gran caballero, por el amor de Dios, pero que no era adecuado para María, por lo que había pensado mandarla a su casa a pasar una temporada hasta que se lo quitase de la cabeza. La muchacha era un trozo de pan y resultaría útil ayudando en casa. Aparte de esto podría aprender el italiano, que en Florencia lo hablaba todo el mundo y en la vida siempre puede ser de utilidad.

Rosina respondió que la tomaría con mucho gusto y que la mandaran cuando quisieran.

Cuando María se enteró de que tendría que partir para Florencia, que era como decir el fin del mundo, se echó a llorar desesperada y no había manera de consolarla, pero Floti era inflexible y había fijado ya el día de la partida.

También Fonso fue informado de ello. Se le dijo que no era nada personal, que nadie la tenía tomada con él, es más, que todos le estaban agradecidos por las muchas veces que había ido a echar una mano en el campo para agramar el cáñamo a la hora del mediodía cuando había para morirse de calor y de cansancio o a cargarlo del remojadero cuando pesaba como plomo empapado de agua y estaba resbaladizo por las algas. Pero María era otro asunto; amigos como antes, pero de emparentar de aquel modo ni hablar.

Para Fonso fue un trago amargo, pero no se resignó. No protestó, no hizo ninguna recriminación. Se limitó a decir:

—Nos queremos, cometes un gran error. ¿Quién te dice que estará más contenta con otro? Y si uno no está contento en la vida, todo lo demás no cuenta. Recuerda que podrías arruinarle la vida dándole a uno que está bien para ti pero no para ella, y no sería la primera vez que pasa. En cualquier caso, la responsabilidad es tuya. Yo soy pobre pero honrado. Tengo dos brazos y un trabajo estable. Ya me conoces, sabes quién soy. No es poco en los tiempos que corren.

Se fue porque la voz comenzaba a temblarle y no quería que le compadecieran, pero mientras salía del patio para volver a su casa vieron que se secaba los ojos con el revés de la manga.

Aunque María ya no podía verlo, consiguió no obstante hacerle llegar un recado. Había una amiga suya que iba a trabajar en la hacienda donde Fonso era bracero fijo. Le hizo saber que el día de su partida estaba cerca y que no sabía cuándo volvería. Sería una gran suerte si la hacían regresar para Navidad, pero no era seguro, y además no estaban más que en agosto y todo ese tiempo le parecería la eternidad del purgatorio y del infierno juntos. Le mandó decir que fuera una vez que se hiciera de noche al fondo de la hacienda donde había las hileras de acebos, que ella estaría allí recogiendo hojas para los animales.

Y Fonso se fue para allí mientras comenzaba a oscurecer. No esperó a que ella bajara, subió también él trepando por el tronco y por las ramas. Hicieron el amor sobre la planta como una pareja de gorriones y luego lloraron juntos abrazados y juraron que no se dejarían nunca y que nada ni nadie podría separarles jamás.

Ahora había corrido ya la voz de que Floti había vuelto y había quien se la tenía jurada y quería hacérsela pagar a aquel subversivo. El ajuste de cuentas no se hizo esperar y el que había de ser el mayor desastre en la historia de los Bruni sucedió justo pocos días antes de Navidad, tal como había ocurrido también al morir el viejo.

Había terminado ya la novena y Clerice acababa de preparar la pasta para el panettone de Navidad y para los ravioli[5]: harina, miel, uva pasa, fruta escarchada y condimento. Estaban todos acostados porque era muy tarde, pero ella, que no tenía gran necesidad de dormir, por la noche era siempre la última en acostarse, y por la mañana la primera en levantarse para cuidar de las gallinas y de las ocas.

De golpe aguzó el oído porque le parecía oír gritos y a gente que cantaba a coro. No andaba equivocada; oyó cómo el coro sonaba más próximo y más claro. Cantaban: «¡Alarma, somos fascistas!». Desde hacía tiempo estaba habituada a ver grupos de aquella gente dando vueltas y pegando a quien no pensaba como ellos, pero aquella noche el corazón le decía que esa vez les tocaría a los Bruni. Subió deprisa al piso superior con una vela en la mano y despertó a Floti:

—¡Vete enseguida que están aquí los fascistas! —le dijo sacudiéndole.

El joven se levantó para sentarse en la cama:

—Pero ¿qué dices, mamá?

Entretanto el canto se oía cada vez más cerca.

—¿Me crees, ahora? —dijo Clerice.

Floti se puso los pantalones, se echó sobre los hombros un gabán y bajó la escalera. Su madre le enrolló una bufanda al cuello para que no cogiera frío con aquel aire gélido que hacía fuera y le hizo escapar por la puerta trasera. Justo a tiempo. Poco después se oyeron grandes chirridos y acto seguido un vocerío confuso. Habían llegado al patio y bajaban del camión, un viejo Diciotto BL que habían visto ya en otras ocasiones. Eran un grupo de un pueblo próximo a las colinas, los más exaltados y los más violentos.

—¡Entregadnos a Bruni! —gritó uno de ellos. Y Clerice sabía perfectamente que cuando decían «Bruni» se referían a su Floti.

—¡No está! —gritó Clerice saliendo al patio.

Pero ellos le dieron un empujón y la arrojaron al suelo. Mientras tanto se habían despertado también los otros hombres. Las mujeres, en camisón, habían cogido a los niños y se los habían llevado al sótano donde estaban más seguros.

—¿Cómo que no está —dijo una de las mujeres—, si le he visto irse a la cama?

Pero los otros hombres la fulminaron con la mirada:

—Si mamá ha dicho que no está, es que no está.

—¡Entregádnoslo o prenderemos fuego a la casa y lo quemaremos todo! —gritó otro enarbolando una antorcha encendida.

Los otros pasaban por su lado uno tras otro y encendían sus antorchas con la suya. En breve el patio apareció iluminado. Todos vestían camisa negra y botas y llevaban chaquetones de piel o capotes militares.

Las mujeres, refugiadas en el sótano, escuchaban y lloraban de miedo, pero en silencio para no espantar a los niños.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Dolfo—. ¡A quien buscáis es a Floti, pero no está! Esta noche no ha vuelto a casa.

—¡Cojones! —gritó otro de los atacantes—. ¡Sacadle o prenderemos fuego a la casa! Es el último aviso.

—¿Qué hacemos? —preguntó Checco a los hermanos.

—Nada —dijo la madre—. No hay nada que hacer. Solo nos cabe esperar que nos crean.

—¡Si estuviera, os lo diríamos —gritó Checco— para salvar a la familia y la casa!

—¡Entrad a ver, si no nos creéis! —gritó Armando.

El que parecía el jefe le tomó la palabra y entró junto con los otros siete u ocho. Corrieron al piso superior, bajaron al sótano donde las mujeres y los niños se apretujaron temblando en un rincón. No encontraron nada. Estaban furiosos.

—¿Es que vamos a dejar que nos tomen el pelo estos subversivos? —dijo uno.

—¡Démosles una lección! —gritó otro—. ¡Para que escarmienten!

—Sí —gritó otro de nuevo—. Quemémosles la casa, así aprenderán.

Pero también entre ellos había uno de buen juicio. Un muchacho fuerte, bien conocido en el pueblo:

—No podemos dejar en la calle a las mujeres y a los niños. Ellos no tienen ninguna culpa. Dentro de unos días será Navidad, ¿es que queréis que se mueran de frío?

—¡Entonces, quememos el establo! —le replicó su compañero.

—¡Sí, sí, quememos el establo! —respondieron los demás.

Los Bruni no querían creerlo, pero tuvieron que ver impotentes cómo se acercaban los camisas negras al establo y echaban las antorchas en el henil que estaba lleno de balas de paja y de heno amontonado.

El fuego prendió inmediatamente alimentado por todo aquel combustible y las llamas se alzaron crepitando hasta las vigas del techo, de viejo roble curado.

Los fascistas estaban seguros de que nada ni nadie podría apagar aquel incendio y se fueron con su Diciotto BL a crear problemas a otra parte.

Los Bruni se quedaron en medio de la era atontados. El rugido de las llamas se confundía ahora con los mugidos de terror del ganado encadenado en el interior del establo, diecisiete pares de gigantescos bueyes chianinos y romañolos que eran el orgullo de la familia en la temporada de la labranza.

—¡Los bueyes! —gritó Checco—. ¡Hay que liberarlos o se asarán vivos! —Y se adelantó hacia el resplandor cegador.

Clerice gritó:

—¡No, por el amor de Dios! Ya no podemos hacer nada por esas pobres bestias. El establo se os vendrá encima.

Pero fue inútil. Checco había alcanzado el abrevadero, había roto el hielo con el mango de una pala, y después de empapar la chaqueta, se la echó sobre la cabeza y los hombros y se lanzó dentro del establo en llamas.

Viendo a su hermano tomar la iniciativa, también los demás corrieron uno tras de otro detrás de él mientras la madre, desesperada, se dejaba caer de rodillas en medio de la era gimiendo:

—Por el amor de Dios, por el amor de Dios, Virgen María, socórreles, socórreles.

El establo no ardía aún porque el grueso de las llamas estaba devorando el cobertizo y la parte del techo que lo dominaba, pero unas lenguas de fuego penetraban ya por las junturas de las vigas y el interior estaba lleno de humo. Los bueyes, enloquecidos de terror, pateaban y coceaban, mugiendo desesperadamente. Algunos intentaban arrancar la cadena que les ataba al poste, pero resbalaban sobre el suelo húmedo de sus excrementos y caían aparatosamente; se volvían a alzar para caer de nuevo.

Dolfo y Gusto se precipitaron a abrir la puerta del fondo para que la corriente dispersara al menos un poco el humo, luego todos se arrojaron a los postes intentando soltar a los bueyes. Era una empresa casi imposible, porque los animales tiraban con todas sus fuerzas hacia atrás y de aquel modo no se conseguía hacer pasar el cerrojo a través de la anilla de fijación y liberar la cadena. Pero luego, un poco por los gritos, un poco por algún garrotazo, los animales fueron primero empujados hacia los postes, y a continuación, con gesto fulminante, desatados. Los ya liberados se lanzaron al galope fuera del patio ya iluminado como si fuera pleno día por la llamarada del incendio. Pasaron como furias entre las mujeres que miraban fijamente aleladas aquella tragedia y se dispersaron por los campos.

Las vigas del techo, ya completamente quemadas, comenzaban a desprenderse una tras otra levantando torbellinos de pavesas que ascendían hacia el cielo gélido y estrellado. Clerice se acercó a la puerta del establo y comenzó de nuevo a gritar:

—¡Basta, basta! Salid o moriréis todos.

En aquel momento salieron al galope otros animales mientras algunas vigas de la techumbre del cobertizo se venían abajo con estrépito provocando una vorágine de chispas y de humo que se hinchó como una bola de fuego para dispersarse acto seguido en mil lenguas llameantes en la oscuridad de la noche.

—¡El Negro! ¡Falta el Negro! —gritó Checco que había visto y contado todos los animales que salieron al galope.

—¡No, no! —imploró la madre llorando—. Si entras, esta vez no te salvas.

Demasiado tarde: Checco había metido ya la cabeza y el tronco en el agua helada del abrevadero, había empapado en ella un tabardo y se había envuelto en él; luego se había lanzado así dentro del establo.

El Negro era un coloso de más de una tonelada, de pelaje increíblemente oscuro, de una alzada de cruz superior a un hombre y con una energía tal que habían sospechado más de una vez que el castrador no había realizado del todo bien su trabajo.

Cuando en invierno abrían camino en la nieve, él iba siempre solo delante del tiro de seis que arrastraba el enorme barreño y los niños acudían en tropel a su paso gritando: «¡El Negro! ¡El Negro!». Y todos saltaban sobre el barreño que se hundía en la altísima nieve y la dividía en dos grandes olas que se abatían sobre las márgenes del camino.

Ahora el Negro estaba solo en medio de un infierno de llamas, de humo y de pavesas, se plantaba de patas en el sitio y tiraba hacia atrás con grandes tirones haciendo temblar la pared entera del pesebre. La cadena estaba medio arrancada, pero tirando así el animal se estrangulaba en un aire ya de por sí irrespirable. Checco se dio cuenta de que si ponía las manos en aquella cadena para sacar el candado solo conseguiría hacérselas arrancar de cuajo por el animal ya exhausto, pero todavía inmensamente potente y enloquecido de miedo y de dolor. Gritó con todas sus fuerzas:

—¡Quieto! ¡Quieto, Negro! ¡Sé bueno, sé bueno! —Y trató de acercarse.

El techo que tenían encima de ellos dejó oír un crepitar siniestro y Checco escapó por la puerta trasera, pero en aquel instante se recortó en el resplandor de las llamas una figura que empuñaba una palanca de uña de hierro macizo.

—Aparta, es esto lo que hace falta.

—¡Floti! —dijo Checco—. ¡Vámonos, que esto se viene abajo!

Pero Floti estaba ya en el puesto del Negro, metió la palanca de uña en la anilla y con un golpe seco la arrancó de la pared. El Negro la desprendió con un último tirón y se lanzó al galope por el pasillo.

El Negro salió mugiendo con la cadena colgando entre las patas delanteras, y detrás de él Checco; un instante después el edificio entero se derrumbó provocando una última, enorme erupción de llamas, humo y chispas que fue vista de todas partes.

—¡Arden los Bruni! —gritaban en el pueblo los noctámbulos que volvían a casa entrada la noche de la taberna de las tierras bajas del Po. Y la gente saltaba de la cama y se asomaba a la ventana:

—¿Que arde quién?

—¡Los Bruni! ¡Corred, vamos a echar una mano!

Pero pocos asomaron la nariz fuera de la puerta. Hacía frío y era tarde. «Y además —pensaron muchos—, cuando lleguemos el fuego lo habrá consumido todo».

Fonso, aunque vivía bastante lejos, corrió y llegó en bicicleta jadeando con un cubo en la mano, pero ahora ya no había nada que hacer. Los Bruni estaban de pie y en silencio en la era, en medio de los resplandores del incendio moribundo. Las mujeres lloraban con los niños atemorizados apretados contra su pecho. Del campo de alrededor se alzaba el mugido lastimero de los bueyes que andaban errantes en la oscuridad.

Fonso dejó caer el cubo en el suelo y dijo:

—Que no decaigan esos ánimos. Os han dejado la casa y la vida y habéis salvado los bueyes. Para lo demás siempre hay remedio. Volveré mañana, después del trabajo, para echaros una mano. Alegraos de estar todos vivos.

Montó en la bicicleta y se volvió a marchar en medio de la noche. Nadie había acudido a ayudar a los Bruni, ninguno de aquellos que el domingo estaban siempre allí jugando a las bochas y tomando vino, ninguno de aquellos que tantas veces se habían sentado en el establo a comer y a beber el buen vino tinto que espumaba en los vasos.

—Floti me ha echado una mano en el establo —dijo Checco— para desatar al Negro, pero luego se ha largado a escape cuando se venía todo abajo. Debe de estar en el campo, en las rastrojeras de la alfalfa o del maíz.

A partir de aquella noche Floti dormía en la caseta del pozo para que no le sorprendieran en la cama. Comprendió que se la habían jurado y que antes o después volverían a dejarse ver.

Aquella noche Fonso volvió a casa con lágrimas en los ojos: no solo porque María estaba lejos, en Florencia, y quién sabía cuándo volvería, sino también porque había ardido el hotel Bruni, aquel establo grande como una iglesia donde en invierno dormía tanta gente pobre, y había sido realmente un milagro que aquella vez no hubiera nadie durmiendo allí. Aquel establo en el que muchas veces había estado sentado hasta entrada la noche charlando y contando fábulas, donde se había enamorado de María, y ella de él. Presentía que el incendio del hotel Bruni marcaba el fin de una época pobre pero feliz; que el pueblo, la gente y quizá el mundo entero no serían ya los mismos.

Se acostó tarde y estuvo largo rato tratando de conciliar el sueño, también porque María no le escribía desde hacía un tiempo, ni siquiera una postal, y temía que se hubiera olvidado de él. «La distancia hace el olvido», dicen. Y luego, quién sabe, algún jovenzuelo de ciudad con una labia de toscano podía haberle hecho perder la cabeza. Dejó escapar un largo suspiro antes de caer dormido en un sueño pesado y agitado.

No, Maria no se había enamorado de otro, pero le había ocurrido una desgracia mucho mayor.

Al principio de llegar a Florencia no hacía sino llorar porque sentía añoranza de casa, de sus hermanos y sobre todo de su Fonso, y la hermana trataba de consolarla de todas las formas posibles pero sin gran resultado. Una noche le dijo que se pusiera su mejor vestido y se peinara bien peinada que la llevaría nada menos que a la ópera. Rosina quería que la muchacha se acostumbrara a las buenas maneras y adquiriera costumbres de ciudad. Llamaron incluso a un landó para ir al teatro y ella llevaba un bonito vestido ceñido de organdí que hacía frufrú a cada movimiento y un sombrerito con plumas que era una maravilla.

Daban Cavalleria rusticana, pero Maria al cabo de un poco se aburría mortalmente viendo a aquellos cantantes que chillaban sin que se comprendiera nada de lo que decían. En un momento dado se dirigió a Rosina y le dijo:

—¿No sería mejor ir a ver los títeres?

La hermana le lanzó una mirada asesina y se llevó el dedo a los labios como diciendo: «Calla, que si alguien te oye a saber lo que dirá y nos echaran». Maria se estuvo callada, pero al cabo de un poco se durmió en su asiento y, cuando la ópera terminó, hizo falta Dios y ayuda para despertarla y llevarla fuera.

Pasó algún tiempo sin que sucediera gran cosa, pero estaba claro que, aunque se hubiera quedado en Florencia toda su vida, no se habría olvidado nunca de su Fonso, en quien pensaba cada día y no hacía sino escribirle cartas por más que escribir una carta le llevaba bastante tiempo: entre los errores que cometía, y los tachones, y los borradores y las copias en limpio, cuando había terminado una había pasado una semana, si no más. Entre otras cosas, había que escribir a escondidas y solo a ratos perdidos.

Los problemas, sin embargo, empezaron cuando estalló en la ciudad la epidemia de encefalitis letárgica que llamaban la enfermedad del sueño.

María enfermó y durmió durante ocho días y ocho noches. La hermana y el cuñado mandaron dar aviso enseguida a los Bruni en el pueblo y mientras tanto llamaron a uno de los más afamados médicos de la ciudad para que se ocupase de ella, costara lo que costara.

El médico, tras haberla examinado, dijo que no asumía ninguna responsabilidad, pero que la muchacha era joven y de constitución muy fuerte, por lo que pensaba que podría salir de aquella.

Cuando los Bruni se enteraron de que la vida de su hermana corría peligro se preocuparon mucho, pero también culpaban a Floti por la enfermedad de María.

Entretanto había llegado la primavera y cuando Clerice iba al rosario a la capilla del cruce con las otras mujeres de la vecindad siempre había alguna que le preguntaba dónde paraba Floti, que hacía tanto tiempo que no se le veía. Ella respondía que se había ido y que también ella recibía noticias suyas raramente. En realidad sabía perfectamente que en aquellos días estaba muy buscado y que si le apresaban, como hay Dios, le matarían.

Por aquel entonces no podía ya dormir siquiera en la caseta del pozo porque ciertos amigos, que estaban con los fascistas pero que le apreciaban, le habían hecho saber que una noche u otra le cogerían. La madre, a una determinada hora, le llevaba de comer al campo en medio de un maizal, y luego le hacía tumbarse y le sostenía la cabeza en el regazo hasta que se dormía. Se quedaba así con los ojos abiertos y con los oídos aguzados hasta casi el amanecer, cuando él se despertaba y se alejaba para dar vueltas por la campiña fuera del alcance de las miradas de quien le quería mal.

Pero así no podía seguir, y fue la propia Clerice quien le dijo a Floti que se fuera donde nadie pudiera dar con él.

María se curó y volvió al terminar el verano. Rosina, en efecto, le había escrito a Clerice diciendo que, a su entender, era inútil que se quedara más tiempo, que para la convalecencia era mejor que volviera a casa donde estaría más contenta y le volvería a entrar el apetito, pues ahora no tenía ganas de comer nada y había que forzarla para que ingiriera alguna cosa.

El tren la dejó en la estación de Casalecchio, en la periferia de la ciudad, y ella, como no sabía hacia dónde ir, paró a un señor de paso.

—Señor —le dijo—, ¿sabría decirme por casualidad dónde puedo tomar el coche de línea para ir a mi casa?

—¿Y dónde está tu casa? —le respondió aquel señor dándose cuenta de que tenía delante a una joven campesina inexperta.

Ella se lo explicó y él le dijo dónde podía tomar el coche de línea, pero la cosa era tan complicada que María se dio cuenta de que no lo lograría nunca, es más, que se perdería en la ciudad y quizá nunca conseguiría volver a casa.

Pensó que lo mejor era hacer el viaje a pie. Y así tomó el camino que pasaba entre las colinas y la llanura, segura de que antes o después llegaría al pueblo. Llevaba un bonito vestido de lana y algodón que le había comprado su hermana y los zapatos de piel con tacones altos; ni siquiera se le pasó por la cabeza que aquella no era la indumentaria adecuada para hacer un viaje de aquel tipo a pie. Pero era tanta la alegría por haber vuelto, tan bonita la vista de los campos y de la gente que trabajaba en ellos, que se sentía ya llena de fuerza y de ganas de vivir. De lejos se veía, sobre una colina, la basílica de la Madonna de San Luca, y ella se santiguó y rezó tres avemarías en señal de agradecimiento por haberla devuelto sana y salva.

Al cabo de siete u ocho kilómetros tenía los pies llenos de ampollas, y después de otros tres o cuatro tenía los zapatos ensangrentados y los tobillos que le dolían. Pero había resistido hasta aquel momento porque quería presentarse en casa bien vestida y con tacones altos como una verdadera señorita de ciudad; y también por si estaba Fonso por aquellos parajes, ya que era el tiempo de la siega. Sabía perfectamente que si se quitaba los zapatos no conseguiría volver a ponérselos. Pero el dolor era más fuerte que su voluntad. En un determinado punto de la carretera se detuvo, se los quitó y se los puso en bandolera tras haberlos atado con una cuerdecilla. Sin embargo, desde hacía tiempo había perdido la costumbre de andar descalza sobre los rastrojos y se le había ido el callo de los pies, por lo que la gravilla de la carretera le hacía daño. Echó a andar por el borde donde había un poco de hierba y, de algún modo, se salió con la suya.

Llegó así, exhausta, a siete kilómetros de casa. Sudorosa, con los pies ensangrentados y el pelo pegado a la frente, se sentó en un guardacantón para recuperar el aliento. Fue entonces cuando un carretero que por allí pasaba sentado sobre un montón de sacos de harina la reconoció:

—María, ¿eres tú? Pero ¿qué haces aquí?

—Vuelvo ahora de Florencia —dijo María—. ¿Usted hacia dónde va?

Gracias a Dios el carretero iba precisamente al pueblo. Le hizo señal de que subiera y aquel fue el golpe de gracia para el atuendo de la muchacha: los zapatos deformados por la larga marcha atados con bramante y echados en bandolera, el bonito vestido comprado en Florencia ya todo manchado de sudor se empastó con la harina de la que estaban cubiertos los sacos, pero la muchacha hizo caso omiso de ello. En aquel momento poder sentarse sobre algo bastante cómodo y hacerse transportar más que caminar con los pies heridos y doloridos era una satisfacción tal que lo demás pasó a un segundo plano.

El carretero se detuvo para descargar los sacos en la Compañía, la hacienda de la que aquella mañana temprano había tomado el trigo para llevarlo al molino, y luego prosiguió hasta el patio de los Bruni. María saltó del carro y le dio las gracias; le hubiera gustado también invitarle a entrar a tomar un vaso de vino, pero algo se lo impidió: al cabo de tanto tiempo fuera de casa se sentía casi cohibida, como si fuese una forastera.

Se dio unas palmadas para quitarse lo mejor posible la harina de encima y avanzó por el patio: al fondo, el establo quemado alzaba aún hacia el cielo sus pilares renegridos por el humo y las gavillas de cereal estaban amontonadas a un lado en un almiar porque no existía ya el cobertizo donde meterlos, como en los años anteriores. Le entraron ganas de llorar al ver aquel espectáculo. También para ella el establo era casi más importante que la casa. Era allí donde se reunían en las largas veladas de invierno, hilando el cáñamo con la máquina hiladora y charlando, entre mujeres, de maridos y de enamorados. No había nadie esperándola y entró en casa. Estaba su cuñada, Ersilia, que estaba fregando y secando. Le preguntó:

—El establo está quemado… ¿Qué ha pasado? ¿Y dónde está mamá?

—María, ¿eres tú? Pero ¿cuándo has llegado? Pero ¿qué te ha pasado? Estás toda sucia.

—He llegado hace poco —respondió—. Me ha traído Iófa, el carretero.

—Mamá está mal —respondió Ersilia—. Y el establo nos lo quemaron los fascistas, por culpa de Floti que andaba metido en política. Desde que ocurrió a mamá se le ha podrido la mala sangre del miedo que pasó esa noche y no se ha recuperado.

María subió la escalera y llegó a la habitación de su madre.

Clerice estaba casi sentada en la cama con dos almohadas tras la espalda y respiraba con esfuerzo. La habitación estaba sumida en la penumbra.

—Mamá, ¿cómo está? —preguntó María, y corrió a abrazarla—. He vuelto. También yo he estado enferma, ¿lo sabía?

—Lo sé, lo sé —dijo Clerice con un hilo de voz—. Pero tú eres joven, y te repondrás. Para mí ya es hora de doblar la servilleta.

—No diga estas cosas, mamá. Sea fuerte. Ahora que estamos de nuevo todos juntos se repondrá. Estoy segura.

—Por uno que vuelve, otro que se va… —dijo Clerice.

—Pero qué cosas tiene, mamá…, ¿quién ha de irse?

—Tu hermano Floti. Quieren verle muerto. Es menester que se vaya, que se vaya lejos donde nadie pueda encontrarle… Aquí no puede ya quedarse: se marchará el lunes.

A María se le asomaron las lágrimas a los ojos, porque Floti era el hermano más querido para ella, pese a que no veía con buenos ojos su relación con Fonso.

Aquella noche se sentaron todos a la mesa. También Floti, aunque era un riesgo, porque era la última noche que pasaban juntos. Hablaron poco y de cosas no muy importantes, como el tiempo y el cáñamo. Suerte que estaba María, que contó lo que había visto en Florencia, como que en una gran plaza había estatuas de hombres desnudos altos como una casa a los que se les veía todo, lo que se dice todo, pero que Rosina le había dicho que no había que hacer caso de ello, que aquello era arte y que los artistas hacen lo que les parece.

—Es cierto —dijo Checco— y además, no te creas, estatuas de hombres desnudos también las tenemos aquí en Bolonia, como el Gigante que hay en la plaza en lo alto de la fuente que tiene alrededor mujeres medio hembra y medio pez que echan agua por las tetas.

Pero tampoco aquel tema dio para mucho. Todos seguían comiendo con la cabeza dentro del plato.

—¿Qué pensáis hacer? —preguntó en un determinado momento Floti. Y quería decir: «¿Qué haréis después de que yo me haya ido y haya muerto mamá?».

—Ayúdate tú, y Dios te ayudará —respondió Gusto.

—Sí, es lo único que cabe hacer —le hizo de eco Dolfo.

—¿Tú quieres todavía a Fonso? —preguntó luego a María.

—Claro que le quiero aún. Pero no sé si él me quiere aún a mí.

—Te quiere, te quiere —dijo Armando. Que era como decir: «¿Y dónde va a encontrar a otra como tú, ese contador de fábulas?».

—Bien —dijo Floti—, mejor que sea así. Cuando María se case… cada uno se irá por su lado y adiós muy buenas.

Miró a Armando, que era el más pequeño y esmirriado: ¿quién le iba a coger para trabajar al jornal con aquel físico?

Y se decía para sus adentros: «Ya te acordarás de aquel buen jamón que tenías que comer casi todos los días en casa de los Bruni».

La atmósfera era opresiva. En un determinado momento dijo:

—Bien, entonces me voy antes de que sea demasiado tarde: no quisiera dejar que me echen el guante justo esta noche que es la última. Entonces, adiós a todos. Buena suerte.

—Buena suerte también para ti —dijo Checco—, la necesitarás.

Dolfo y Gusto se pusieron en pie y en aquel momento todos se dieron cuenta de que también el alma del hotel Bruni se desvanecía con la dispersión de la familia. Le hicieron un gesto con la cabeza como diciendo «Ten cuidado», pero no tuvieron ánimos para pronunciar una sola palabra porque se les había hecho un nudo en la garganta también a ellos y sabían que, si hablaban, la voz les temblaría.

María, en cambio, se levantó y le echó los brazos al cuello diciendo:

—Escríbeme apenas llegues. Yo vendré a verte, aunque sea al fin del mundo y a pie. Siempre te querré.

—También yo te querré siempre —dijo Floti. Le secó las lágrimas y le hizo una caricia—. ¿Me perdonas?

—No tengo nada que perdonarte. Lo hiciste porque me querías mucho.

—Así es —dijo Floti—. Cásate con tu Fonso. Es un buen muchacho… y sabe contar bonitas historias… Escuchar una bonita historia es como soñar, pero luego hay que despertarse y la vida…, bueno, la vida es otra cosa. No olvides esto.

—Lo recordaré…

—Mis niños… —Y los ojos se le llenaron de lágrimas por más que su voz fuera firme—. Mis niños, te los confío, Maria. No tienen ya a nadie.

Salió por la puerta trasera y desapareció en los campos.

Al día siguiente un amigo le llevó en un birlocho que iba a cargar grava y le trasladó hasta la estación de Casalecchio. De allí se llegó a Garfagnana y se estableció en un pueblecito semidestruido por un terremoto. Aprendió el oficio de albañil, aunque en toda su vida había cogido una llana, porque era un hombre inteligente y le bastaba con ver una cosa una vez para aprenderla. Clerice fue tirando hasta Navidad; y fue algo hermoso porque la familia siguió todavía unida a pesar de todo. María hizo los ravioli y el panettone y para Nochebuena preparó fideos con atún y caballa y compró también stortina[6] porque presentía que quizá aquella sería la última Navidad que pasarían juntos. A los pocos días, entre San Esteban y Año Nuevo, el estado de Clerice se agravó y mandaron a buscar al cura. Y mientras le administraban la extremaunción ella estaba aún muy lúcida y le decía a María:

—Mala señal cuando te ungen los pies, hija mía, mala señal. —Y lo decía con lágrimas en los ojos—. Uno nunca está preparado para dejar la vida, no creas… Hay muchas cosas que nos retienen en este mundo…, nuestros afectos…, nuestras cosas…, los sacrificios hechos para llevar una vida decente… Tantas cosas…

No llegó a la mañana. Murió llorando porque tenía que irse al otro mundo sin poder ver a su hijo más querido.

En el funeral los hijos no pudieron llevarla a hombros por más que fueran cuatro, porque Armando era demasiado bajo y la caja no hubiera ido a la par. Habían decidido mandarle a Floti un telegrama solo después de haberla enterrado, para que no se le metiera en la cabeza dejar su refugio y asistir al funeral.

Fonso hubiera querido casarse recién terminado el período prescrito para el luto, pero María no podía porque tenía la responsabilidad de los pequeños sobrinos. Pasó casi un año y finalmente Floti dio señales de vida: le mandó decir que había encontrado una colocación y una mujer. Una buena chica que se llamaba también María y que estaba dispuesta a cuidar de los niños. Le pidió, pues, que los llevara a la estación de Bolonia porque él no podía ir al pueblo.

En una neblinosa mañana de noviembre María los atavió con los trajecitos más bonitos que tenían, les peinó, puso a la niña una bonita cinta en el pelo, luego hizo aparejar el caballo del mozo y partieron. Sentía como suyos a aquellos niños y lloró durante todo el viaje pensando que tenía que separarse de ellos. Y el muchacho, que se llamaba Corrado y era el más mayorcito, decía, de vez en cuando:

—¿Qué te pasa, tía?

Cuando llegaron a la estación, Floti les abrazó a los tres muy estrechamente y les llevó a un café a tomar un poco de caldo. Estuvieron juntos un par de horas, antes de que se hiciera la hora de volver, y María miraba continuamente el gran reloj de encima de la estación y las manecillas que señalaban, minuto a minuto, la proximidad de la separación más dolorosa, más triste quizá que la misma muerte de su madre. Cuando llegó el momento, María estalló en un llanto inconsolable, y estuvo mirándoles mientras subían al tren y se alejaban. La niebla se los tragó enseguida y ella volvió a donde estaba el birlocho apretándose el mantón en torno a los hombros. No pronunció una palabra durante todo el viaje de vuelta y el mozo, que había estado siempre enamorado de ella, decía de vez en cuando: «Ánimo, María». Pero también él tenía un nudo en la garganta. Sentía que ahora no había ya obstáculos para la boda de la muchacha.

Para San Martín los Bruni se despidieron y cada uno se fue por su lado, porque lo que les separaba era ahora más que lo que les unía. Se dice que fueron sobre todo las mujeres las que deseaban dividir a la familia. Nunca les había gustado hacer de campesinas y les parecía que estar de alquiler era ya subir un peldaño de la escala social, pero los hombres partieron con la pena en el corazón porque se querían todavía y recordaban lo felices que habían sido viviendo juntos durante todos aquellos años. Algunos de ellos tenían lágrimas en los ojos mientras dejaban el hotel Bruni y cerraban la puerta después de ciento veinte años desde que la familia entrara en él por primera vez.

Checco fue el último en abandonar el patio: parecía que no quisiera volver la mirada atrás. Observó el esqueleto ennegrecido del establo y pensó en las largas noches de invierno cuando la nieve caía a grandes copos y los bueyes rumiaban tranquilos el heno aromático, pensó en la gran bodega, espaciosa como una plaza de armas, donde el buen vino tinto fermentaba en las enormes tinas, pensó en el rito alegre y sanguinario de la matanza del cerdo, en los bonitos días fríos de enero, cuando se adobaba la carne para hacer embutidos y salchichas.

Maria se había ido hacía ya dos meses y le había pedido a su prometido que se diera prisa para la boda porque no quería ver a sus hermanos dejar la casa de sus mayores. Ni ella ni Fonso tenían un real y compraron de fiado los somieres de la cama y los colchones. Tenían, sin embargo, una casa de estreno: un pisito en las nuevas casas de protección oficial que a ellos les parecía un palacio real. Aunque los primeros días estuvieron demasiado fresquitos porque el carpintero no había puesto todavía los postigos. Con aquella excusa pasaron todo el tiempo que pudieron en la cama, y Maria se consoló un poco de sus no pequeños y no pocos disgustos.

Se amaron durante toda la vida y tuvieron dos hijas que se casaron y tuvieron a su vez niños a los que el abuelo seguía contando sus fábulas maravillosas empezando siempre con la misma frase: «Habéis de saber que había una vez…».

Aparte de Floti, que tenía un buen trabajo en Garfagnana, los otros Bruni iban empeorando, quien más, quien menos, de situación. Dolfo consiguió encontrar un trabajo de labrador en una hacienda de un pueblo vecino y en cierto modo se las fue apañando, pero llevó durante años una vida de estrecheces en una tierra ingrata.

Los otros tres trabajaban de obreros a jornal y vivían de alquiler en unas casuchas del centro del pueblo. Armando, el más pequeño y alfeñique, era al que más le costaba encontrar trabajo, pero era tan cómico e ingenioso contando historias divertidas que la gente le tomaba a jornal para reírse y estar alegre. Contraía deudas durante todo el invierno esperando pagarlas en verano, pero no siempre le era posible. Había acabado viviendo en una buhardilla donde llovía casi más dentro que fuera y donde dormían todos en la misma cama, él, la mujer y los cuatro niños que vinieron al mundo uno tras otro, porque ya se sabe que a ese trabajo no se renuncia nunca, aunque se sea más pobre que una rata y no se tenga ni para un plato caliente.

Pero él no se desesperaba, es más, se lo tomaba por el lado cómico. Decía: «Hay tanta miseria en mi casa que los ratones andan por ella con lágrimas en los ojos». Y la gente se echaba a reír.

Cuando llegaba el tiempo de la siega, Fonso, que era jefe de cuadrilla en una gran hacienda, trataba de incluirlo entre los trabajadores que iban en la máquina, es decir, detrás de la trilladora.

A Armando le gustaba, y también Checco iba a veces. Aunque era un trabajo infernal, durante días y días en medio del polvo, del cascabillo y del tamo, les recordaba cuando estaban aún en familia y aquellos eran días de fiesta, con los niños que retozaban en la paja y miraban con la boca abierta la bonita y gran máquina roja llena de correas y de poleas que se tragaba por arriba gavillas y gavillas, expulsaba por la boca la paja y echaba por detrás un excelente trigo rubio y reluciente. Y luego estaba «el asno» que iba de un lado a otro con la cabeza dentada y se zampaba la paja mientras la máquina de fuego, negra, bufaba y soplaba por la chimenea y se tragaba grandes paladas de carbón en el horno incandescente.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial los niños que habían nacido todos al mismo tiempo en el hotel Bruni y que luego habían crecido por separado, cada uno en su pequeña y pobre casa, eran ya adultos y útiles para servir al rey.

Dos de ellos perdieron la vida: Corrado, hijo de Floti, y Vasco, hijo de Checco. Eran pequeños y de piel aceitunada, de pelo y ojos negrísimos, guapos y fuertes los dos. Gustaban a las chicas porque, lo mismo que sus padres, eran siempre ocurrentes y tenían salidas ingeniosas que hacían reír a todo el mundo.

Acabaron en Rusia, uno y otro. Corrado desapareció y el resto de sus días su madre (que en realidad no lo era, pero como si lo fuese) siguió haciéndole decir misas por él al párroco. «Como si estuviera vivo, no muerto», especificaba cada vez, para hacer comprender que ella seguía esperando a aquel hijo querido al que había amado como si lo hubiera parido ella, y que un día u otro le vería aparecer, sonriente, con aquel mechón de pelo rebelde sobre la frente.

Floti, en cambio, no se rindió, como no se había rendido su padre en tiempos de la Gran Guerra. Consumido por la antigua herida y por las fatigas que había tenido que soportar en un trabajo para el que no era apto, recibió, con la pérdida del hijo, el golpe de gracia y murió por ello, al cabo de poco.

Vasco, el hijo de Checco, pareció en un primer momento más afortunado: volvió con los dedos de un pie congelados y fue ingresado en un hospital militar. Sus padres soltaron un suspiro de alivio pensando que, en el peor de los casos, el chico conservaría un pie. Se equivocaban: los médicos dejaron que la gangrena lo devorara cada vez más y, cuando no supieron qué hacer, le sellaron dentro de un busto de escayola y le dejaron morir lentamente. Los últimos días el olor a podredumbre en su habitación era insoportable y si la madre se atrevía a decir al jefe de sección: «Pero, doctor, ese pobre chico se pudre dentro de esa escayola que le ha hecho hacer…», este apenas la miraba altivamente diciendo: «¿Quién es el médico aquí, usted o yo?». Y desaparecía en las crujías con su acompañamiento de asistentes.

Tras la pérdida del hijo, Checco, que había sido siempre alegre de carácter y persona de buen humor, se entristeció y se curvó hasta volverse jiboso como si la maligna fortuna le hubiera asestado un gran porrazo en la espalda. Murió en edad avanzada en casa de su otro hijo, Orfeo, con quien fue a pasar sus últimos días, pero cada vez que nombraba al hijo perdido, incluso después de tantos años, los ojos se le inundaban de lágrimas.

Dolfo y Gusto fueron más afortunados y vieron volver a sus hijos y reanudar la vida, poco a poco.

Armando tuvo solo hembras, pero su peripecia vital no fue menos dura que la de sus hermanos. Implicado en un delito perpetrado en el período de sangrientas venganzas políticas que siguió al final de la guerra, fue condenado y encarcelado, pero la historia siguió siempre envuelta en el misterio.

El muerto era el médico del pueblo, un hombre rudo pero siempre muy bien dispuesto y de grandes conocimientos que nadie, por ningún motivo, habría tenido interés en matar. Se pensó que debía de haber visto algo que no debía ver y que por esto se habría decidido su fin. Alguien le disparó en pleno día un domingo por la mañana mientras se dirigía, como todos los domingos, a echar el ojo a las bonitas muchachas que salían de misa. Hubo quien dijo haber visto a dos desconocidos escapar en bicicleta a toda velocidad poco después de que se hubieran oído los disparos. Hubo quien dijo que un chaval que había trepado a un cerezo vio de cara a los asesinos, pero que luego alguien le había metido el miedo en el cuerpo y amenazado para que no hablase. Nadie, en cualquier caso, consideró a Armando Bruni capaz de matar a sangre fría. Según algunos, alguien que era muy astuto le incriminó, según otros fue un simple chivo expiatorio sacrificado para encubrir a los culpables. La auténtica verdad nunca salió a la luz.

Al final las amnistías abolieron las penas pero no el sordo, implacable rencor de las muchas viudas a las que el sangriento enfrentamiento había privado de sus maridos y a veces también de la dignidad personal, y los odios se arrastraron aún durante muchos años en el país, aun cuando la paz parecía haber vuelto a reinar.

En las familias se compadecieron sobre todo de los chicos que la guerra se había llevado, mientras que había menos comprensión para quien de algún modo se había dejado mezclar en política. Ya había provocado muchos problemas en el pasado. Y Fonso, que era persona instruida, solía decir que esta es la diferencia entre la guerra y la paz: que en la paz los hijos entierran a los padres, mientras que en la guerra los padres entierran a los hijos. La frase no era suya por supuesto: quizá era un antiguo proverbio o quizá era de algún gran sabio de antiguos tiempos.

Aquellas fueron las últimas peripecias de los Bruni dignas de ser contadas: a continuación la gente comenzó a ganarse mejor la vida y a no tener que preocuparse de la casa y de la comida y así se aplacaron las pasiones y los fuertes choques que son los que suelen desencadenar hechos dramáticos y en cualquier caso dignos de ser transmitidos a la memoria. Hasta el tiempo cambió. Ya no hubo largos inviernos cargados de nieve y brillantes primaveras; las estaciones se amalgamaron también en una nebulosa grisura.

La casa de los Bruni, aquella en la que habían vivido durante ciento veinte años, permaneció cerrada largo tiempo porque su dueño no quería meter en ella a otros labradores; quería vender toda la propiedad.

Dicen que una noche de invierno, poco después de que los Bruni se hubieran ido cada uno por su lado y poco antes de Navidad, cayó una gran nevada. Un caminante, sorprendido por la tormenta, se apresuró por el camino que tantas veces había recorrido en el pasado, convencido de encontrar un refugio y un plato de sopa caliente.

No era un hombre, era una anciana agotada que se arrastraba con esfuerzo con los zapatos rotos por la nieve, con los hombros arrebujados en un raído mantón. Era Desolina, desaparecida durante tanto tiempo sin dejar rastro.

Entró en el patio de la casa de los Bruni extrañamente sumido en el silencio y miró a su alrededor extraviada, como si le costara reconocer el lugar. Miró el enredo de vigas carbonizadas y de muros derruidos que en otro tiempo habían constituido el enorme establo, el Gran hotel Bruni. Y luego la casa. No cabía duda, era aquella. Llamó respetuosamente con su voz de falsete:

—Soy Desolina, pobre de mí, abrid a Desolina…

Pero nadie podía responderle desde la oscura y vacía casa. La vieja miró a su alrededor, miró el nogal secular que alzaba los brazos desnudos en el turbión de copos blancos y luego la puerta cerrada. Se acurrucó en el umbral y esperó, sin querer creer que el hotel Bruni no podía acogerla, creyendo que antes o después aparecería Clerice con su delantal blanco y cucharón en mano.

Iófa, el carretero, la encontró así al día siguiente, totalmente cubierta de nieve, con la cabeza apoyada contra la puerta, las lágrimas heladas en el rostro de color terroso y con una expresión de doloroso asombro en los ojos fijos y abiertos de par en par.