Los cien caballeros

Recorría cada día a paso lento el breve perímetro de su doloroso albergue docenas de veces, como si siguiera un arduo sendero interior, mudo, con los ojos fijos delante de sí. Su mirada iba más allá de las paredes encaladas para perseguir jardines perdidos, citas de amor y de canto, a lo largo de las orillas del lodoso y regio Po.

A veces, en cambio, hablaba en voz baja, dejaba oír bisbiseos, como de confidencias murmuradas in secretis, o de rezos. Cuando se detenía era para tumbarse en la yacija que le servía también de banco o de asiento y se quedaba durante horas con los miembros relajados y como desarticulados, con los ojos brillantes y febriles.

Fuera, por las calles de la ciudad recorridas por diáfanas lenguas de nieve, pasaban comparsas de carnaval, y sus cantos, gritos y chanzas hacían un extraño contraste con la grisura álgida del cielo, con la estancada humedad de la atmósfera. El poeta se detuvo delante del tragaluz que dejaba filtrar entre los barrotes la única luz en el pequeño habitáculo y volvió la mirada hacia el exterior: había un grupo de jóvenes enmascarados que cantaban y tocaban sus instrumentos marcando el compás con un repercutir de danza. El que encabezaba la alegre pandilla iba disfrazado de pájaro y agitaba unas grandes alas y un largo pico de ave rapaz; la última y algo apartada era una elegante y agraciada figura femenina, embutida en una resplandeciente armadura.

El poeta detuvo en ella una mirada fascinada y asombrada; también la mujer se detuvo, como retenida por la fuerza de aquellos ojos lejanos e invisibles: tenía la mano derecha apoyada en la empuñadura de la espada mientras que con la izquierda embrazaba un escudo con la imagen de una gorgona en la parte central. La mujer alzó los ojos en dirección al estrecho orificio y el poeta se echó para atrás como sorprendido y herido y volvió a su yacija:

Egli al lucido scudo il guardo gira[1]

murmuró entre sí. Luego guardó silencio.

—Micer Torquato —dijo de improviso una voz—, tiene una visita.

La puerta de la celda se abrió y una figura fantástica se recortó en el vano: tenía frente a él a la muchacha armada, la esbelta figura constreñida por una ajustada cota de piel, un manto carmesí sobre los hombros, coraza, grebas y brazales adornados con arabescos dorados. El rostro, oculto tras la celada del yelmo, dejaba intuir por momentos el brillo de la mirada.

—Clorinda… —dijo el poeta con una voz llena de maravilla, y se puso en pie.

La puerta se cerró y la muchacha depuso el escudo y se quitó el yelmo soltándose un mechón de negro pelo.

—Soy Laura Contrari —dijo—, he corrompido a los guardianes de este lugar para poder veros, para poder hablaros, micer Torcuato.

—Laura Contrari… —dijo el poeta—, señora…, un grave pesar os oprime…, ¿no es así?

—Así es, micer Torcuato. Un pesar que me ha golpeado cruelmente a mí… y también a vos. He venido para saber la verdad sobre la muerte de Ercole, mi hermano. Vos erais su íntimo amigo.

—También otros lo eran…

—Pero vos erais amigo… de todos: de Ercole, del duque Alfonso, de Bentivoglio…, de la señora Lucrecia… Erais incluso amigo de Francesco Maria Della Rovere, el marido de Lucrecia. Fuisteis su compañero de estudios… No falta quien dice que vuestros poemas los inspiró un gran deseo de aventuras militares. Cuando se combatía en Lepanto contra los turcos, él personificaba a los héroes de vuestra poesía.

—Así son los poetas…, no hay otro camino. Si el poeta no tiene amigos, no puede cantar.

—¿Qué sabéis de la muerte de mi hermano?

El poeta se arrebujó en el manto como si le hubiera recorrido un escalofrío y bajó la cabeza.

—No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz cuando se está en la miseria… ¿Por qué yo?

—No es solo a vos a quien dirijo esta pregunta, micer Torquato, sino también a cada uno de los que quizá conocen una parte de la verdad. Mi madre Leonora debió de creer en las palabras del mensajero del duque Alfonso. ¿Cómo habría podido pensar en otra cosa que en una fatalidad? El señor Baroni le comunicó que había ocurrido una desgracia, que a mi hermano le había dado un síncope y se había desplomado entre los brazos del duque, su amigo de toda la vida…, pero vos sabéis algo más, micer Torquato. ¿Acaso no estáis enterado del amor que unía a Ercole con la hermana del duque…, con Lucrecia? Ella os confiaba muchas cosas… y tal vez vos también la amasteis…

—¿Por qué hacéis mención del amor si pensáis en un crimen?

—Habéis sido vos quien ha hablado de crimen. No yo.

El poeta le dirigió una mirada perdida:

—Crimen. Muchos lo pensaron, pero yo no puedo ayudaros.

—El matrimonio de Lucrecia con Francesco Maria Della Rovere no fue nunca una verdadera unión. Ella era mucho mayor que él.

—Ella era una diosa. Una diosa no es vieja ni joven.

La mujer sonrió irónicamente:

—Las diosas no enferman ni mueren, amigo mío. A Lucrecia la consume un mal repugnante. Dicen que su marido le contagió el mal francés. El duque de Urbino ha preferido siempre frecuentar más los burdeles que el lecho de su esposa.

El poeta pareció no oír. Callaba con los ojos bajos. De la calle llegaba el ruido de un destacamento de jinetes que pasaban al galope por el empedrado.

—Se amaban —dijo de repente.

—¿Lucrecia y mi hermano Ercole?

El poeta asintió:

—Desde siempre. Pero en cuanto se prometió al duque de Urbino, Lucrecia le fue fiel.

—¿Fiel, decís? Pero por su culpa Ercole está muerto y mi familia en la ruina.

El poeta se puso en pie:

—¡No! No por culpa suya. Se amaban, y nada puede vencer al amor.

—¿Es cierto que el duque Alfonso conocía su relación? Decídmelo, os lo ruego.

—Lo sabía, como tantos otros. A los dos amantes les era difícil mantener oculta su pasión.

—Y por tanto podría haber ordenado la muerte de mi hermano para evitar un escándalo. Alfonso había presentado en aquel momento su candidatura al trono de Polonia, quería el apoyo de su cuñado Francesco Della Rovere para sus ambiciones. Era importante que las relaciones entre las dos familias, ya muy difíciles de por sí, no se vieran comprometidas del todo. Alfonso no había tenido hijos ni siquiera de su última mujer: no tenía otro objetivo en la vida que satisfacer su ambición.

—¿Y era esto suficiente para dar muerte al amigo?

—En las esferas del poder basta con mucho menos, micer Torquato. Decidme si podéis ayudarme, si visteis u os enterasteis de algo…

—¿Ayudaros? —dijo el poeta con una triste sonrisa—, ¿y quién me ayudará a mí? Yo he de luchar cada día para salvar lo que queda de mi mente…, mi mente que se extravía. Clorinda…

—¿Visteis u os enterasteis de algo? ¿Estabais en palacio aquel día?

La luz se apagaba lentamente en el leve crepúsculo invernal y la blancura de las paredes difundía en las mejillas de Torquato Tasso una palidez mortal: sus ojos se volvieron de improviso fijos y vacíos.

—Yo trataré de ayudaros —dijo la mujer—, pero decidme lo que sepáis.

Se oyó la voz del guardián detrás de la puerta:

—Tenéis que iros, señora, no queda tiempo.

El poeta se sacudió aquella voz, pareció buscar las palabras. Alargó la mano para rozar la gorgona pintada en el escudo de la hermosa guerrera, luego dijo:

Per sostenere il prence son partiti

cento guerrier dell’armi sfolgoranti.

Settantacinque son da feudi aviti

da castelli e da ville, tutti quanti,

venticinque son d’oro rivestiti[2]

—¿Qué pretendéis decir? Os ruego que os expliquéis.

—Tal vez sea esta la razón —murmuró el poeta—. Estos son los pobres versos con que puedo homenajearte… Clorinda. Pero no los olvides porque fueron proferidos en el palacio por una voz que mi mente no puede ya reconocer. Ha pasado mucho tiempo…

Repitió de nuevo, lentamente, subrayando las palabras, la extraña poesilla.

En aquel momento entró el guardián:

—Os lo ruego, señora, tenéis que iros o no respondo de lo que pueda pasar.

La mujer recogió el escudo, se caló el yelmo escondiendo el rostro con la celada e hizo ademán de seguir al guardián, luego se volvió una vez más hacia la celda ya oscura.

—A Lucrecia… —preguntó—, ¿vos la amasteis?

Al no obtener respuesta, la dama desapareció en el largo corredor apenas iluminado por algún candil. El guardián volvió a cerrar la puerta y solo los muros de la estrecha celda oyeron los últimos versos del poeta:

Ma il varco al suon chiuse il dolore

si che tornó la flebile parola

più amara indietro a rimbombar su’l core[3].

El notario Pigna, envuelto en una pesada hopalanda, se apresuraba hacia casa para no ser sorprendido por las tinieblas y por la niebla que, cada vez más espesa, descendía sobre la ciudad. Las máscaras del Carnaval habían desaparecido una tras otra de las calles de Ferrara: se habían refugiado en las tabernas en busca del calor del fuego y del vino, y en los salones espléndidamente iluminados de los palacios para cenar y bailar hasta la madrugada.

Los criados que debían volver a llevarle a casa con la silla de manos se habían embriagado y había tenido que hacer el camino a pie gruñendo y maldiciendo su excesiva indulgencia para con la servidumbre. Mientras doblaba una esquina, le pareció que le seguía una sombra. Apretó de nuevo el paso con los andares de ganso que le daban sus cortas piernas y sus largos pies; rodeó correteando una plazoleta a la que daba su casa.

La ciudad no era segura durante el Carnaval: muchos malintencionados circulaban de noche y no había suficientes alguaciles para mantener el orden público.

Se volvió temiendo que le siguieran aún, pero no vio nada. Se detuvo un instante aguzando el oído, pero no oyó ningún ruido. Debía de haberse equivocado: la niebla podía provocar extrañas impresiones. Retomó el camino y, una vez que hubo llegado ante la puerta de casa, se sacó del bolsillo la llave y la introdujo en la cerradura, pero en aquel instante una gruesa mano callosa se posó sobre la suya haciéndole estremecerse.

—Piedad —dijo—, perdonadme la vida, os daré el dinero que tengo. —Inmediatamente después cambió de talante y de tono de voz—: Ah, ¿eres tú? ¿Qué quieres? Me has dado un susto de espanto…

—Dejadme entrar, señor notario, he de hablar con vos con urgencia. Últimamente suceden cosas extrañas.

—Estás loco. ¿El verdugo Burrino en casa de Giovan Battista Pigna, secretario ducal de los Este? ¿Cómo te atreves? Lárgate antes de que…

El verdugo retiró la mano pero no se movió:

—Señor notario, no se ve a nadie: está oscuro y hay niebla. Dejadme entrar… —Abrió la bocaza medio desdentada en una mueca que quería ser una sonrisa—. Y además… también yo soy caballero…, el Caballero de la Cuerda, me llaman.

—No digas estupideces —gruñó Pigna, pero luego se convenció, se volvió para cerciorarse de que nadie le veía, giró la llave en la cerradura e hizo entrar al voluminoso compañero en el zaguán apenas iluminado por un candil por la avaricia del amo de la casa que no quería que se derrochase demasiado dinero en el alumbrado.

—Entonces, ¿de qué asunto se trata? ¿Qué quieres?

—Señor notario, anoche, mientras volvía a casa, me abordaron un par de gentileshombres a quienes no había visto nunca por aquí. Me ofrecieron una bolsa de dinero si les revelaba cómo murió el señor marqués de Vignola, Ercole Contrari.

—¿Y tú qué hiciste?

—Yo les dije que no debían preguntármelo a mí, que nada tenía que ver con ello; que se lo preguntasen a los médicos y a los barberos que le habían socorrido para sacarle sangre y ponerle lavativas y aplicarle unos fogonazos para reanimarle y que no había contado nada y que el señor marqués de Vignola había expirado porque tenía la gota.

—Idiota —dijo Pigna con enojo—, hablaste demasiado.

—Pero si dije que…

—Debías haberte callado la boca y punto. Te has delatado, pedazo de idiota. ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué aspecto tenían? ¿Dónde se encuentran ahora?

Burrino farfullaba excusas, al no poder dar respuestas precisas. Describió como le fue posible el aspecto de los dos gentileshombres y se declaró dispuesto a reconocerlos, si eran apresados. Luego Pigna salió de nuevo con grandes prisas dirigiéndose hacia un edificio de la zona de la catedral para confiarse con el señor conde de Montecchio, tío del duque Alfonso, y para referirle todo aquello de lo que se había enterado.

Burrino se quedó por un momento atontado en medio de la calle y la niebla, luego se metió las manos en las faltriqueras y se encaminó hacia casa.

Apenas había recorrido un trecho cuando apareció, bajo el letrero y el farol de una hostería que le resultaba muy familiar, una mujer pelirroja a la que no había visto nunca antes y que con una mano se levantaba las faldas y le mostraba dos muslos blancos como la leche y con la otra se descubría una de las tetas, grande y firme como un melón. Burrino no fue capaz de aguantarse y, tras contar el dinero recién ganado por haberle retorcido el pescuezo a un malandrín en las mazmorras del castillo, se acercó a la mujer.

—¿Cuánto quieres? —preguntó echando mano a la bolsa.

—El dinero no lo es todo, hermoso —respondió la mujer—, si alguien no me gusta, no hay dinero que valga.

—Pero ¿eres puta o no? —preguntó el verdugo, pasmado.

—Quizá sí y quizá no. ¿No has oído hablar de ciertas grandes damas que se aburren estando siempre con su viejo y gordo marido o con los petimetres perfumados y que se disfrazan de noche para divertirse en los burdeles con hombres de verdad?

Burrino puso unos ojos como platos:

—¿Quieres decir que lo das gratis et amore Dei?

—Depende —dijo la mujer rechazando con un cachete la zarpa peluda del verdugo que se acercaba a su pecho descubierto.

A Burrino no le pasaron por alto los dedos largos, delgados y blancos y la uñas bien cuidadas, manos que no habían trabajado nunca. Dijo:

—¿Y de qué depende?

—De cómo sepas usar tu pajarito…

—Ah, si es por esto, os aseguro señora que… —dijo Burrino echándose mano a la entrepierna.

—Y también si sabes mantener una conversación.

Burrino agachó desilusionado la cabeza:

—Señora, los bellos discursos no son cosa de la gente pobre. Si os interesa el pajarito aquí me tenéis, pero para lo demás…

—¿Ves como, en cambio, te va charlar? Sí, a mí me gusta que me den un poco de conversación, no que me monten en un abrir y cerrar de ojos como un macho cabrío.

Le miró con una expresión tal, que Burrino se quedó convencido de que se encontraba delante de una gran dama que, sin embargo, ardía en deseos de divertirse con un hombre de verdad, y que aquel hombre de verdad no era otro que él.

—Pero un regalito sí deberás hacerme —añadió la mujer.

—Ah —dijo Burrino echando mano a la faltriquera.

—No he dicho que quiera dinero. Ya veremos… luego.

Y con una sonrisa que habría enamorado incluso a san Antonio en el desierto compuso de nuevo el gesto y se dirigió hacia el interior de la hostería contoneando las caderas de tal modo que Burrino le habría saltado encima allí mismo, ¡qué demonios conversación! Ya se la daría él, ya, la conversación.

Mientras entraban uno detrás de la otra como si ella le llevase de la trailla como a un perro, dos señores que estaban jugando a las cartas en un rincón con el sombrero echado sobre los ojos alzaron la cabeza y le miraron, luego, cuando desaparecieron en lo alto de la escalera, intercambiaron un signo de inteligencia y se encaminaron detrás de ella con paso tan ágil y ligero que debían de ser por fuerza o unos malandrines o unos caballeros de capa.

La mujer se sentó en uno de los lados de la cama y a su compañero que se acercaba para sentarse a su lado le indicó, en cambio, con un gesto imperioso del dedo índice, pero sin dejar de sonreír graciosamente en ningún momento, una silla. Aquel índice encogido hacia arriba, liso y pulido como el mármol, acabó de convencer al verdugo de que aquella debía de ser precisamente una de esas damas que tienen maridos viejos, flácidos y cargados de dinero y que se ven obligadas a buscarse a alguien que las satisfaga, las pobres. Y quién sabe quizá, si se portaba bien, incluso podría pagarle ella, como oía decir que ocurría a veces.

—Debéis de tener una fuerza descomunal —comenzó diciendo la mujer soltándose lentamente las cintas del corpiño. El hombrachón rio sarcásticamente.

—Ah, señora, con mi oficio…

—¿Ah, sí? —preguntó la mujer dejando de desatarse las cintas—, ¿a qué os dedicáis?

—No quisiera decirlo, pues acaso os causaría cierta impresión.

La mujer rio divertida:

—¿Impresión? Querido mío, son precisamente ciertas cosas las que nos excitan a las mujeres. Decid, decid, quiero saber qué hacéis con esos brazos tan fuertes y musculosos.

Terminó de desatarse el corpiño y se quedó en camisa, una camisa blanca, ceñida y lo bastante transparente para dejar ver que debajo no llevaba nada. Burrino sintió que le subía el resuello.

—Bien, ya que queréis saberlo —dijo—, trabajo de ejecutor de la justicia.

—¡El verdugo! —rio divertida la mujer batiendo palmas—, pero si es extraordinario. ¡Quién sabe a cuántos maleantes les habréis retorcido el pescuezo! Y decid: ¿qué hacen los condenados cuando les queréis poner la cuerda al cuello? ¿Se defienden? ¿Nunca se os ha escapado ninguno?

Burrino estaba cohibido e incómodo, pero la mujer parecía excitarse al hablar de aquellas cosas y él pensó que era una de las muchas rarezas de los señores. Además se sentía halagado por el interés y por las exclamaciones de asombro de la joven que ahora se había desabrochado los primeros botones de la camisa pero que mostraba a las claras que quería aún perder el tiempo charlando.

—Apuesto —dijo— a que sois capaz de estrangular al hombre más fuerte simplemente con las manos.

—Qué va —dijo el verdugo—, con las manos no; para ciertas cosas se utiliza el lazo de seda y el torniquete para calandrar el lazo en torno al cuello.

—Pero apuesto a que un hombre muy, muy fuerte se os podría escapar.

—Imposible —dijo Burrino que no comprendía ya nada viendo a la mujer que ahora tenía la camisa completamente abierta en el pecho. Se levantó para acercarse, pero ella se echó hacia atrás.

—Y yo digo, por el contrario, que a un verdadero caballero, adiestrado en el uso de las armas y de la capa, no podríais vencerle nunca.

—¡Bah!, si es por esto, una vez le ajusté las cuentas a uno que estaba considerado el más fuerte de todos…, figuraos que era capitán de la guardia de…

—¿Ah, sí? —dijo la joven quitándose del todo la camisa y quedando con el torso desnudo apoyado en la cabecera de la cama—, nada menos. No me lo puedo creer. ¿Y cómo se llamaba?

—Esto no puedo decíroslo.

—Ah, ah —dijo la joven—, las mujeres somos curiosas. Tendréis que decírmelo si queréis daros el gusto conmigo. Y os juro que no habéis sentido nunca uno tan grande y que os hará ver la diferencia que existe entre una noble señora y las mujerzuelas a las que estáis acostumbrado.

—Os he dicho que no puedo decíroslo —masculló el verdugo lleno de sospecha; luego, fuera de sí, se acercó a la muchacha—. Y ahora, ya seas noble señora o puta, te juro que recibirás tu merecido antes de salir de aquí. Ya tengo bastante de charlas —dijo mientras comenzaba a desatarse los cordones de los pantalones.

En aquel momento se abrió silenciosamente la puerta detrás de él, dos hombres se deslizaron a sus espaldas y le golpearon en la cabeza con un garrote envuelto en unos trapos.

—¿Ha hablado? —preguntó uno de ellos.

—Lo suficiente para dejar entender algunas cosas —respondió la joven mientras se volvía a vestir.

Los dos hombres entonces le pusieron sobre la cama y le estrangularon con comodidad, aturdido como estaba, con un lazo de seda satinado en torno al cuello.

—Dirán que ha muerto de gota —dijo uno de los dos mientras le quitaba los pantalones y los calzones— en una pasión amorosa demasiado ardiente para él.

Requiescat in pace —dijo el otro volviendo a enrollar con cuidado el lazo en torno al garrote y escondiéndoselo debajo de la capa.

La mujer fue la primera en salir seguida por los dos hombres, uno tras otro. En aquel momento se detuvo un coche tirado por dos parejas de caballos negros, negro él también como la pez y con un cochero en el pescante disfrazado de moro, con mangas abullonadas y fajín en la cintura, un gran turbante en la cabeza y la cara teñida de negro de humo.

Los tres subieron deprisa, el cochero dio una voz a los caballos que se pusieron al trote; muy pronto desaparecieron en medio de los oscuros vapores que envolvían la ciudad.

El conde de Montecchio, tío del duque Alfonso de Este, y tío también del duque de Urbino Francesco Maria Della Rovere por su matrimonio con su tía Giulia, llegó a la biblioteca en bata porque se había acostado para leer un poco en la cama, como era su costumbre. Desde hacía tiempo las carnavaladas ya no le interesaban y las tareas políticas le fatigaban hasta el punto de que por la noche se acostaba temprano, si podía hacerlo.

Se preguntaba qué podía tener que contarle Pigna que fuera tan importante para molestarle a aquella hora y con aquel tiempo.

Una muchacha se apresuró a reavivar el fuego que languidecía en la chimenea añadiendo una buena brazada de leños y haciendo alzarse una vigorosa llama; tras haber pedido permiso y preguntado al conde si mandaba alguna cosa más se retiró.

Pigna fue introducido poco después por un ayudante.

—Lamento importunar a vuestra excelencia a tan intempestiva hora, pero he tenido conocimiento de un hecho de la mayor gravedad, por lo que he pensado que es necesario deliberar con la máxima urgencia.

El conde se acercó al fuego y removió un poco con el atizador:

—Hablad, os escucho.

—Ha de saber el señor conde que esta misma noche, mientras volvía a casa a pie, porque esos canallas de mis servidores se habían embriagado y no podía volver en la silla de manos… así pues, decía, mientras volvía a casa he sido abordado por Burrino…

—¿El verdugo?

—Exactamente. Así, pues, Burrino me dice que le urgía hablar conmigo de cierto extraño asunto que le había ocurrido la noche anterior, es decir, que dos gentileshombres a los que no había visto nunca antes por aquí se le habían acercado, ofreciéndole dinero para que les dijera de qué había muerto el señor marqués de Vignola, Ercole Contrari.

—¿Y él que ha dicho?

—Él, señor conde, por desgracia ha dicho y no ha dicho… En resumidas cuentas, ha repetido lo que nosotros le dijimos que dijera, pero tan a lo bestia que ha dado a entender que alguien le había aconsejado que guardara silencio y que debajo se escondía una sospecha. No sé si me explico.

—Por supuesto —dijo el conde de Montecchio.

—Yo le he soltado todas las groserías que me han venido a la boca y le he dicho que en lo sucesivo se estuviese callado. Luego le he pedido que me describiera a esa gente y prometiera que les reconocería si conseguíamos echarles el guante. Luego le he dicho que se fuera con Dios.

—Os habéis comportado como convenía, señor secretario. ¿Y habéis tomado disposiciones para dar con esos dos caballeros?

—Todavía no, señor conde, pues primero quería consultarlo con vuestra excelencia. Mucho me temo que en una noche como esta sería como buscar una aguja en un pajar, pero si vuestra excelencia cree que deberíamos tomar alguna decisión… o quizá advertir al señor duque.

—No. Alfonso no debe enterarse de nada de todo esto: bastantes preocupaciones tiene ya. Lo que me pregunto es quién puede estar interesado en remover este asunto.

—Lo mismo he pensado yo, señor conde.

—¿Y a qué conclusión habéis llegado?

—El pobre señor marqués de Vignola no ha dejado herederos… Quizá la señora duquesa de Urbino…

—¿Mi sobrina Lucrecia? ¿Y por qué? Se le dijo que el conde Ercole Contrari se había sentido indispuesto y que luego había expirado a pesar de los cuidados médicos. Era un hombre fogoso, propenso a los ataques de cólera, pero amigo fraternal de toda la vida del duque, que le había conferido el título de marqués hacía tan solo unos pocos meses. Lucrecia no puede haber dudado de la palabra de su hermano. Si le creyó la madre de Contrari, la condesa Leonora Campeggi, ¿por qué no había de creerle Lucrecia que era solo… la amante?

Pigna suspiró:

—La señora duquesa de Urbino es una mujer de mucho carácter que tuvo la desgracia de hacer un matrimonio desafortunado… En el fondo es comprensible que considerara que tenía derecho a un afecto sincero…

El conde de Montecchio le fulminó con la mirada:

—Es inútil volver sobre esa vieja historia: la boda de Lucrecia con Francesco Maria consolidó las relaciones entre nuestras dos familias y nuestra posición con respecto al Papa. Fue una elección acertada. En cuanto al asunto de Contrari, Lucrecia recibió de su hermano todo tipo de garantías. Alfonso siempre la ha tratado con afecto y consideración, ha intentado protegerla de todos los modos posibles. Lucrecia no siente hacia su hermano ninguna animosidad y su comportamiento así lo demuestra. Me parece que eso basta. Y aunque fuera como vos pensáis, ¿a qué podrían conducir sus indagaciones? ¿Qué podría hacer una mujer débil y enferma?

—He pensado también en la condesa Contrari Pepoli, la hermana del pobre marqués de Vignola… Ella también podría tener interés en saber… En el fondo se resistió cuando fueron incautados y vendidos los feudos del pobre señor marqués… De poder contar con alguna prueba, quizá podría impugnar la decisión de su señoría el duque Alfonso de vender…

—Esta es una hipótesis que me parece más verosímil. En cualquier caso, Laura Contrari no está por ahora en condiciones de causar ningún daño y su marido es demasiado prudente para querer ponerse en contra nuestra. Necesito reflexionar, señor secretario. Y por tanto, por ahora, id con Dios.

—Con vuestro permiso, señor conde.

Pigna se volvió para irse, pero el conde de Montecchio le llamó de nuevo:

—Señor secretario, me he acordado de vuestra manía de versificar que os entró cuando todos en esta corte contrajeron la enfermedad de poetizar de ese Torquato Tasso: esa extraña poesilla vuestra que hilvanasteis después de que hubiéramos hecho las cuentas de las deudas ducales que había que cubrir… ¿No la tendríais por casualidad escrita en alguna parte?

—¿Escrita? —dijo Pigna con manifiesto embarazo—. Yo no he hilvanado ninguna poesilla, y menos aún la he escrito. Buenas noches, señor conde. —Hizo ademán de irse, pero volvió enseguida sobre sus pasos—: Si el señor conde me hace la merced de que me acompañe un criado…, es tarde y está oscuro, y a decir verdad…

—Buenas noches, señor secretario general. Sí, que os acompañe Berto que conoce el camino.

Pigna salió a la calle con el criado del conde e hizo ademán de ponerse en camino, pero justo en aquel instante se le acercó un alguacil jadeante que se puso a parlotear con él por los codos. Pigna palideció; luego, se volvió hacia la puerta que apenas acababa de cerrar detrás de sí y comenzó a tirar de la campanilla, gritando:

—¡Señor conde! ¡Señor conde!

El señor de Montecchio reapareció en la puerta:

—Señor secretario, ¿qué puede haber pasado en dos minutos que tenéis necesidad de nuevo de hablar conmigo?

—Han encontrado, señor conde, a Burrino patitieso en un burdel hace apenas un rato.

—Que su alma descanse en paz —dijo el conde—, debe de haber alardeado de sus fuerzas y se habrá ido directo al infierno, en vista de que ha muerto sin recibir la gracia de Dios. Encargaos vos de que hagan desaparecer su cadáver e informaos minuciosamente de cómo ha muerto. Dadle algún cintarazo a la alcahueta y también a la puta que le ha prestado sus servicios, naturalmente. Me gustaría saber cómo han ocurrido las cosas. Haced que el cadáver de Burrino no sea enterrado en sagrado porque, como he dicho, seguramente ha muerto en pecado mortal.

—Así se hará —dijo Pigna.

—Pero enseguida, no mañana.

—Es ya mañana —dijo resignado Pigna, siguiendo con aire afligido al alguacil.

Don Antonio de Montecchio volvió a entrar en su casa un tanto alterado por todas estas novedades que ahora, a los siete años de ocurridos los hechos, se estaban manifestando sin que, aparentemente, hubiera una razón especial para ello.

Además, cosa extraña, habían comenzado a rondarle por la cabeza aquellos tontos versos que Pigna había compuesto la vez aquella que hicieron las cuentas de las arruinadas finanzas del ducado:

Per sostenere el prence son partiti

cento guerrier dall’arme sfolgoranti.

Settantacinque son dafeudi aviti

da castelli e da ville, tutti quanti,

venticinque son d’oro rivestiti.

Pero la carga de las tareas de gobierno, las preocupaciones por ese heredero del duque que no quería saber nada de venir al mundo, ni siquiera por la nueva y joven duquesa que era lozana como una rosa y sana como una manzana, las dificultades de mantener buenas relaciones con el Papa, con los Médicis, con el mal carácter de su sobrino Francesco Della Rovere le producían tal quebradero de cabeza que había olvidado que fue él quien había escrito en alguna parte aquellos versos y no Pigna, quien, precisamente por eso, había puesto cara de sorpresa.

El conde decidió, de todos modos, que convenía consultarlo con la almohada y volver a pensar en ello al día siguiente con la mente fresca y descansada. Entretanto, de noche, los torturadores harían su trabajo de modo que, cuando se levantara, sabría exactamente cómo había muerto Burrino. La coincidencia de la muerte del verdugo con los extraños precedentes de los que había hablado Pigna podían muy bien no ser casuales.

Se acostó y se durmió enseguida, pero su sueño se vio poblado de pesadillas. La antecámara del duque: el marqués de Vignola esperando ser recibido y luego, de golpe, el conde Bentivoglio y Palla Strozzi que se le acercaban con aspecto cordial para, acto seguido, cogerle de improviso por los brazos mientras Burrino, por detrás, le ponía el lazo al cuello y lo apretaba retorciendo el trinquete con sus grandes manos…, los ojos de Ercole Contrari que casi se salían de las órbitas, el rostro que se hinchaba de sangre, las arterias del cuello turgentes hasta casi estallar, los miembros que se endurecían para luego en un instante aflojarse, las piernas que se distendían como las de una marioneta a la que se corta los hilos, el manchón de orina expandiéndose por las calzas de terciopelo rojo…

Le había parecido la mejor idea que proponer al duque: por desgracia la boda entre su hermana Lucrecia de Este y Francesco Maria Della Rovere había sido un completo fracaso, pero si precisamente llegaban a separarse los Della Rovere no podrían negarse a restituir la dote de cincuenta mil francos y diez mil escudos so pretexto de que Lucrecia tenía un amante y, por tanto, despojando de toda razón a los de Este. Y así se evitaría que estallara un escándalo que podía trastornar a la casa de Este, mandar al traste todos los proyectos del duque para subir al trono de Polonia, malquistarle por causa de los Della Rovere también con el rey de España, dar una excusa más al Papa para alargar las manos sobre Ferrara.

Y no podría sospechar nada.

Por su parte, don Alfonso de Montecchio estaba totalmente convencido, por habérselo dicho confidencialmente al médico Brasavola, de que el estéril era el duque y que no podía tener herederos. Y ello podría allanar el camino a su hijo César… con los oportunos ardides. El duque había tenido que convencerse de que, en cualquier caso, su interés prioritario era quitar enseguida de en medio a Contrari, por más que delante del cadáver de su viejo y querido amigo había mostrado algún signo de desconcierto.

Volvía a ver en su agitado sueño a los médicos representando la comedia del intento de reanimar a un cadáver y le parecía en sueños que era él quien ocupaba el lugar de los restos de Contrari, y que todos aquellos cirujanos se apiñaban a su alrededor, le llenaban el cuerpo de sanguijuelas, le metían a la fuerza purgas y lavativas por todos los orificios.

Se despertó molido y baldado como si le hubieran estado dando una paliza, durante toda la noche y, por si ello fuera poco, las noticias de la mañana fueron pésimas: Pigna, de un humor pésimo y con ojeras de no haber pegado ojo, le contó que la alcahueta solo sabía que una mujer pelirroja había alquilado una habitación y había subido con Burrino, y que cuando fue encontrado el cadáver aquella había desaparecido hacía ya un rato. Pigna refirió asimismo que era mejor no seguir con aquel tipo de interrogatorio porque se corría el riesgo de que salieran a la luz historias poco edificantes sobre damas y caballeros muy relevantes en la corte de los Este y que solo les faltaría eso con todas las habladurías que ya corrían y con todas las malas lenguas acreditadas en la corte con dignidad de embajadores extranjeros.

El conde de Montecchio le mandó, pues, que fuera con Dios y le dijo que estuviera tranquilo porque no había nada que temer.

La segunda mala noticia le llegó a la hora del almuerzo cuando el trinchante de la casa, Rosetti, hizo acto de presencia mientras él estaba tomando un poco de caldo para decirle que, con su permiso, deseaba darse de baja del servicio.

—Pero ¿qué te falta? —le preguntó el conde con expresión de pasmo.

—Nada, no se trata de eso, señoría.

—Pues, entonces, ¿de qué?

—Es que he recibido una oferta de entrar al servicio de otra casa, y dado que se trata de un persona muy querida para mí y que está muy necesitada de cuidados y de servicio, he pensado que…

—Ah. Es una buena obra, entonces, la tuya; no es que te vayas porque pagan más.

Rosetti se quedó incómodo sin saber qué responder.

—¿Y puede saberse quién es esta persona que se me lleva al trinchante?

—Es la sobrina de vuestra señoría —respondió Rosetti—, la duquesa de Urbino y hermana del señor duque, doña Lucrecia.

El conde de Montecchio no supo qué decir: después de todo, era mejor no contrariar a Lucrecia en algo de importancia secundaria como era aquello, toda vez que había tenido, por razones de Estado, que aceptar un marido quince años más joven que ella que no la había querido nunca y que por si fuera poco le había contagiado el mal francés; además de verse privada posteriormente, aunque fuera para su bien, del único hombre al que quizá había amado en su vida.

Podía pasar sin Rosetti, qué diablos. Dio, así pues, su consentimiento, y dejó que se fuera aunque de todos modos puso cara de gran contrariedad y se lamentó de la ingratitud humana.

Rosetti preparó a toda prisa sus bártulos y se fue con un coche a la residencia de la duquesa. Nadie le reconoció cuando salió por la puerta de servicio vestido de campesino en un birlocho tirado por un viejo jamelgo en dirección a la puerta sur de la ciudad. En cuanto a la duquesa Lucrecia, nadie la veía desde hacía tiempo, a no ser el médico Brasavola que la visitaba para tratarla de su enfermedad.

El sol del siguiente atardecer se ponía en un horizonte nebuloso y fosco cuando el coche se detuvo en una orilla del río en San Martino. Los tres ocupantes —la mujer, no ya pelirroja sino de morenos cabellos, y los dos hombres— bajaron de él, subieron a una barcaza y llegaron a la hostería de la orilla opuesta donde tomaron tres caballos de refresco de las caballerizas y reanudaron el viaje al galope. Cambiaron de nuevo en Bondeno y pernoctaron la noche siguiente en Nonantola: era el Martes de Carnaval que cerraba las fiestas de aquel año de gracia de 1582. Habían recibido instrucciones de al día siguiente, Miércoles de Ceniza, llegarse a la caída de la tarde a una alquería escondida en un bosque de encinas al fondo del valle del Panaro, en Vignola. Y no eran los únicos que habían sido convocados a esa hora en aquel lugar.

Galvano Galvani salió de la iglesia después de haber escuchado las vísperas y se dirigió hacia el camino que llegaba del sur bordeando el valle del río. Volvió la mirada hacia atrás para contemplar los glacis del castillo sobre los que flameaban las banderas de Boncompagni, nuevo señor de Vignola, y en aquel momento todos los recuerdos del pasado volvieron a aflorar a su mente: las partidas de caza con Ercole Contrari; los pabellones levantados a lo largo de las orillas del Panaro; los cuernos de los jefes de batida; las jaurías de perros jadeantes que perseguían la caza en los espesos matorrales de sauces y de encinas; los jinetes lanzados al galope a través de los vados en medio de una nube de salpicaduras irisadas; las damas sentadas en la hierba o reunidas dentro de las tiendas escuchando los versos de Bernardo Tasso y de su inquieto hijo, el gran Torcuato…, Torcuato… ¿qué suerte había corrido aquella excelsa mente prisionera de un avaro, angosto espacio?

Vago pensier tu spieghi ardito il volo[4]

pensaba Galvano alzando los ojos a una bandada de grullas que pasaba por el cielo gris combado como una jofaina de peltre sobre el silencioso valle.

Tomó un sendero que descendía por el barranco hacia el cauce del río atravesando una espesura de zarzales que apenas mostraban el engrosarse de las yemas. Una vez hubo llegado a las cercanías de la vieja alquería, observó un par de caballos que pastaban en libertad y un coche negro dentro del cobertizo. El anfitrión estaba ya a la espera de sus visitantes mientras la jornada llegaba a su término y la oscuridad descendía de los montes dejando solo sobre las aguas del río un tenue resplandor de color ferrugiento.

Llegó hasta el centro del patio y se detuvo allí, inmóvil, mirando fijamente el sendero que serpenteaba en la base del dique y se perdía en la desnuda vegetación hacia el norte. Sintió a sus espaldas aquella mirada y advirtió aquella presencia muda e impaciente, pero no se volvió; siguió escrutando el horizonte, al fondo del sendero, por encima de la margen de levante y de poniente, con ansiedad.

Finalmente apareció la silueta de un jinete que avanzaba rápido espoleando a su corcel y muy pronto el valle resonó con el sordo retumbo de los cascos sobre la tierra batida. El caballo, un ejemplar negruzco de ojos ardientes y cabeza larga y nerviosa, se detuvo a escasa distancia y el jinete con la cabeza cubierta por una capucha saltó a tierra.

—Soy Laura Contrari —dijo liberando con un rápido gesto la melena de color ala de cuervo.

Galvano Galvani se inclinó y le indicó la puerta entreabierta de la alquería: la mujer dejó el caballo, que fue a reunirse con otros dos que había en el pasto, y desapareció en el interior.

Un resplandor incierto le hizo volver la cabeza, del lado del bosque en la margen de levante y pudo muy pronto distinguir tres sombras que avanzaban a pie llevando a los caballos de la brida a la luz oscilante de un candil. Cuando los tuvo delante, vio que eran una mujer y dos hombres.

—Soy Anna Guarini —dijo la mujer— y estos gentileshombres son mi escolta. Espero que hayamos llegado a tiempo.

Galvano Galvani asintió:

—Se os esperaba —dijo, y les señaló el portalón de la alquería del que salía ahora una pálida claridad.

Los caballos habían dejado de pastar, se habían retirado, uno tras otro, a cubierto bajo el cobertizo y arrebataban de cuando en cuando algún manojo de heno de un pesebre lleno hasta los topes. La campana de la parroquia llamó a completas y el toque argentino se perdió en el valle dejando tras de sí solo el murmullo del río y el soplo del viento que descendía ahora, frío, de los Apeninos nevados.

El último mensajero tardaba: quizá había encontrado algún impedimento…, quizá había sido descubierto. Galvano Galvani se volvió y se encaminó hacia la entrada de la alquería, pero en el último momento el chirrido de unas ruedas que provenía de su derecha le hizo pararse: se volvió hacia la orilla de poniente y a duras penas pudo distinguir, recortada sobre el oscuro cielo, la silueta de un carro tirado por un caballo. Un hombre se apeó de él, pareció parlotear con el arriero y luego tomó por el sendero por el que él mismo había bajado no mucho antes.

El cono de luz que se filtraba por la puerta entornada de la alquería le sirvió de guía y el hombre atravesó poco después el patio; le alcanzó en el umbral:

—Vos debéis de ser Giovan Battista Rossetti —dijo Galvano.

—Lo soy, en efecto.

—Seguidme, entonces. Vos sois el último.

Entraron en una galería a la que daban luz algunos candiles, luego subieron la escalera que llevaba a la planta superior. Recorrieron un pasillo desierto y entraron en una gran habitación desnuda y escasamente iluminada donde esperaban sentados los otros cuatro huéspedes: de un lado las dos mujeres en silencio, del otro los dos hombres que hablaban entre sí quedamente. El pobre alumbrado no alcanzaba a iluminar el fondo de la habitación que quedaba inmersa en la sombra, pero no pasó mucho tiempo antes de que Rosetti se diera cuenta con sorpresa de que había un cubo al arrimo de la pared del fondo sobre el que estaba sentada una figura de mujer cubierta con un velo negro.

Galvano Galvani habló en voz baja con todos sus huéspedes: con Laura Contrari, con Anna Guarini, con los dos gentileshombres y, finalmente, con Giovan Battista Rossetti. Escuchaba con gran atención, luego hacía de nuevo preguntas. Finalmente avanzó hacia el centro de la sala y habló vuelto hacia la mujer que estaba sentada.

—Señora —dijo—, creo que ahora vamos a estar en condiciones de conocer la verdad, o al menos de acercarnos a ella en gran medida, pero os pregunto, antes de que tomen la palabra nuestros amigos, si no queréis renunciar a vuestra investigación. Por desgracia es imposible poner remedio al mal que se os ha causado, pero un mal puede sumarse a otro iniciando así una secuencia infinita de pesares y de desgracias. Y quizá el perdón podría traer más alivio a vuestro exacerbado ánimo que la venganza.

—El mal debe ser castigado —dijo la mujer con voz firme y ronca—, hablad, pues.

—Yo creo, entonces, que la señora Anna Guarini debe ser la primera en hablar: tiene noticias más exactas que contar y también más… crueles; Anna ha desempeñado con suma pericia su encargo y nadie ha podido reconocerla en su disfraz, tanto más cuanto que, en su calidad de dama de compañía de la nueva duquesa Margherita Gonzaga, su comportamiento con vuestra enemiga y adversaria son tales que a nadie se le podría pasar nunca por la cabeza que hubiera decidido, en cambio, tomar parte en esta investigación nuestra.

Anna Guarini se adelantó:

—El conde Ercole Contrari fue asesinado en las habitaciones del duque el 2 de agosto de 1575; no se trata solo de rumores que acaso vuestra señoría puede haber recogido. He podido saberlo de boca del verdugo en persona que ejecutó la orden.

—¿La orden de quién? —preguntó la dama del velo. Y la voz le tembló de desdén.

—Esto no lo sé —respondió Anna—. Puedo deciros, sin embargo, que el ejecutor de esa infamia tuvo igual muerte y a estas horas está seguramente en el infierno.

—¿Qué muerte? —preguntó la dama.

Anna Guarini calló, incómoda. La dama repitió con voz más alta la pregunta:

—¿Qué muerte?

—Estrangulado. Con lazo.

—Quien a hierro mata… —dijo Rossetti, pero guardó silencio al punto porque se había creado en la gran habitación desnuda una sensación de grave opresión, como si aquel luto ahora ya lejano se hubiera vuelto, por el contrario, de golpe vivo y reciente, y más acerbo aún.

—Os estoy agradecida —dijo la dama— también a vosotros, señores, por haberme hecho justicia, al menos en esto.

Galvano Galvani se dirigió a Rosetti:

—Habéis estado en la casa del conde de Montecchio durante mucho tiempo. Seguramente habéis oído cosas que pueden ser útiles para reconstruir la verdad.

—El conde de Montecchio sabe ya fehacientemente y desde hace no poco tiempo que el duque Alfonso no podrá tener herederos, ni siquiera de Margherita Gonzaga. Se lo aseguró Brasavola —dijo Rosetti vuelto hacia la dama—. Y por tanto el conde se prepara para garantizar la sucesión a su hijo César.

—Esto no nos ayuda a comprender los motivos del bárbaro asesinato de nuestro amigo —dijo Galvani—, el conde de Montecchio tenía interés en que existan buenas relaciones entre los de Este y la familia Della Rovere, pero nos es difícil creer que ello fuera suficiente para ordenar la muerte del marqués de Vignola.

—El duque conocía la relación entre la duquesa de Urbino y mi hermano. He hablado con Torquato Tasso —dijo Laura Contrari.

A estas palabras la dama se puso en pie, apoyándose con las dos manos enguantadas en los brazos del asiento.

—¿Vos habéis hablado con él? —preguntó con la voz rota por la emoción.

—He hablado con él —respondió Laura Contrari—. Me introduje en la cárcel sobornando a sus guardianes.

—¿Cómo está? —preguntó la dama volviendo a sentarse. Había un temblor de pesar en su voz.

—Su mente se ha desintegrado entre aquellas paredes. Parece estar en su sano juicio cuando habla una con él, pero luego, de repente, se pone a decir cosas sin sentido.

—¿Qué habéis podido saber de nuevo? —preguntó Galvano Galvani.

—Por desgracia poca cosa, aparte de lo que os he dicho, a pesar de que le supliqué.

—Habéis corrido el mayor riesgo por el mínimo resultado —dijo Galvani—. Sois valiente, doña Laura.

—Fui su hermana —dijo la mujer con aire triste—. Nada es demasiado arriesgado para mí. Con solo que pudiera contar con las pruebas de la culpabilidad del duque y de cualquiera que haya sido su cómplice…

—Lamentablemente solo hemos conseguido golpear el último eslabón de la cadena y el más débil además.

—Hay una cosa —dijo Laura Contrari—, una cosa extraña que se me ha quedado grabada: Tasso, antes de irme, me recitó varias veces unos versos sin sentido… diciendo que quizá estaba en ellos la clave de ese crimen.

—¿Qué versos? —preguntó Galvano Galvani.

La dama del velo estaba de nuevo inmóvil como una estatua. Escuchaba, como un juez escucha a los testigos de un delito.

Laura Contrari comenzó a declamar, con dificultad, como volviendo a traer a la memoria palabra por palabra:

Per sostenere il prence son partiti

cento guerrier dell’armi sfolgoranti.

Settantacinque son da feudi aviti

da castelli e da ville, tutti quanti,

veinticinque son d’oro rivestiti…

—Son realmente extraños —dijo Galvani—. Parecen un enigma.

En aquel momento Giovan Battista Rossetti tuvo un sobresalto y se acercó a Laura Contrari.

—¿Cómo habéis dicho? —preguntó—, repetid esos versos, por favor. Os lo ruego, repetidlos…, yo creo saber…

Laura Contrari los repitió, con más soltura.

—¿Y qué os dijo Tasso? —preguntó de nuevo Rossetti.

—Que quizá estaba explicado en ellos el motivo del crimen.

—¿Os traen algo a la memoria? —preguntó Galvani.

—Oh, sí —dijo Rossetti—, por fin, sí. Se me pidió que recabara todo tipo de información posible en casa del conde de Montecchio, y es lo que he hecho. Pues bien, esos versos están escritos en el encabezamiento de una relación que una noche vi al entrar en el gabinete del conde después de que se hubiera entretenido un largo rato con su secretario Pigna. Había una lista de gastos cuya naturaleza no se especificaba, deudas quizá, y luego seguía una especie de estimación de los bienes del marqués de Vignola: los feudos, las tierras, las villas, los castillos estaban valorados en setenta y cinco mil escudos, el dinero contante en cerca de veinticinco mil. Durante mucho tiempo no comprendí qué relación podía existir entre estos versos y la estimación de los bienes de Ercole Contrari. Ahora creo que está claro.

—Oh, sí —dijo Laura Contrari—. Está claro que esos gastos eran las deudas del duque de Este, contraídas para cubrir los costes de los fastuosos festejos para sus continuas bodas, para las cortes de sus tres mujeres, para ganarse a los electores al trono de Polonia.

—Y he aquí cien caballeros que acudieron en ayuda del príncipe, o sea, el duque mismo; se trata de miles de escudos; setenta y cinco mil de la venta de los feudos de la familia Contrari a Boncompagni, veinticinco mil en dinero contante… veinticinco van de oro revestidos…

—Dios mío —dijo Anna Guarini.

La dama del velo se puso en pie y dio algunos pasos hacia sus huéspedes:

—¿Y esto —dijo—, basta esto, según vos, para dar muerte a un amigo?

Laura Contrari se quedó impresionada por aquella pregunta que había ya oído entre las paredes del manicomio de Santa Ana:

—No quiero decir que esta sea la causa por la que el duque se vio impulsado a eliminar a Ercole, pero seguro que era lo que más contaba para el señor de Montecchio —dijo— si es cierto que tiene la mira puesta en la sucesión de César, es más que comprensible que quisiera prepararle una consistente herencia y no meterle en una vorágine de deudas.

—Os estoy muy agradecida, amigos míos, por lo que habéis hecho. Y de nuevo os pido que vuestro comportamiento para el futuro sea tal que evitéis que la mínima sospecha recaiga sobre vosotros —dijo la dama—. Vos, doña Laura —prosiguió acto seguido—, ahora sabéis la gran afrenta que se ha causado a vuestros sentimientos y a vuestro derecho. Actuad como juzguéis oportuno. Por mi parte, he tomado ya mi decisión. Que Dios os guarde.

Desapareció detrás de la portezuela que se cerró a sus espaldas con un leve chirrido. Poco después, cuando los cinco se estaban despidiendo de Galvano Galvani que había desempeñado hasta entonces en el máximo secreto la tarea de coordinador se oyeron unos relinchos, un resonar de cascos y el ruido de un coche que se alejaba rápidamente.

El marqués Boncompagni fue despertado entrada la noche en su castillo de Vignola por un ayuda de cámara perplejo e incómodo:

—Disculpe vuestra señoría, pero la persona que espera en la sala de armas ha insistido en ser recibida de inmediato, por un asunto de la máxima importancia. Parece que se trata de una cuestión de vida o muerte.

—Pero ¿quién puede tener tamaña osadía de importunar a un caballero a estas horas? —dijo el marqués saliendo sin embargo de la cama y volviéndose a vestir a la luz de un candil que un criado soñoliento sostenía en la mano.

El ayuda de cámara se le acercó murmurándole un nombre al oído.

—¿Ella? —dijo estupefacto Boncompagni—, no es posible.

Poco después, ya vestido y con los cabellos aún desgreñados recogidos en una gorra de terciopelo verde, el marqués estaba en la sala de armas en presencia de una dama tocada con un velo y vestida de negro.

—Bienvenida a esta casa, alteza —dijo con cierta incomodidad—, ¿puedo preguntar el motivo por el que la duquesa de Urbino me hace el honor tan inesperado de una visita?

—Necesito un contacto directo y secreto con el Sumo Pontífice —dijo la dama—, vengo… —Pareció por un instante dudar—. Vengo para ofrecerle la ciudad de Ferrara y… lo que queda de la casa de Este.

Boncompagni se quedó durante unos largos instantes sin habla, tratando sin embargo de escrutar detrás del velo aquel rostro que los versos de Torquato Tasso habían celebrado como divino. No pudo más que adivinar a duras penas la mirada abstraída y doliente bajo la frente altiva y, a la luz del color sangre de las antorchas, el brillo incierto de una lágrima.