DURANTE el siglo XVIII, cuando Texas era todavía parte de México, y Oregón constituía aún una mancha en blanco en el mapa de los Estados Unidos, el país fue recorrido por evangelizadores de todo género: católicos, puritanos, baptistas, luteranos, cuáqueros, calvinistas, anglicanos, etc.
Jamás país alguno vio florecer al mismo tiempo tantas religiones. Algunas estuvieron a punto de constituir un estado dentro del Estado. Los cuáqueros, que se llamaban a sí mismos los «ángeles», poseían su propio gobierno y sus propias leyes. Los mormones, que se autodenominaban los «santos», se hallaban dotados de un fuerte ejército.
Los misioneros de estas numerosas «Iglesias» desplegaron considerables esfuerzos para ganar adeptos a su causa. Semejante proselitismo acabó por crear un clima de devoción tal, que las creencias y las supersticiones llegaron al paroxismo.
Fue entonces cuando aparecieron algunos «inspirados» que se llamaron a sí mismos «predicadores». Aunque no eran ministros oficiales de ninguna Iglesia, aquellos exaltados no dejaban por ello de experimentar una intensa necesidad de difundir la «buena nueva». Unas veces apóstoles sinceros de una fe oscura, otras aventureros charlatanes o sencillamente granujas, aquellos predicadores recorrieron el gran territorio en todas direcciones, atizando el entusiasmo religioso ya reinante. Cada uno se creyó encargado de una misión divina y de ahí surgieron algunos abusos: en Salem se quemaron «brujas» y en todo el país se linchó en nombre de una ideología que no era la misma para todos.
Después entró en escena un extraño personaje. Nadie podría decir si tenía un pacto con Dios o con el mismo diablo. Corrientemente llamado Dusthman o Comerciante de arena, la leyenda nos presenta a este hombre fabuloso, bajo el nombre de Fabricante de Lluvia.
El Fabricante de Lluvia no predicaba, sólo trabajaba para su provecho: curandero, hipnotizador, hechicero, exorcista, propiciador de la mala o de la buena suerte, los dones de este hombre misterioso y temible se ejercían en todos los campos. Aureolado de su fama, utilizaba unos poderes sobrenaturales que para unos procedían del cielo, y para otros de lo más profundo de los infiernos.
Dios y Satanás a la vez…
Ese brujo de la joven América no siempre inspiraba respeto, sino que, con mayor frecuencia, provocaba miedo. A su paso, los malos escupían al suelo y los buenos se santiguaban. Las lenguas maldicientes murmuraban que el Fabricante de Lluvia debía sus conocimientos a los brujos pieles rojas.
Pero cuando se le necesitaba, se aguardaba con ansia la llegada del hombre-milagro. En cuanto aparecía, se atendían sus más pequeños caprichos. Sin embargo, una vez cumplida su misión, todo el mundo se sentía aliviado al verle partir hacia otros horizontes.
¿Es que su saber resultaba demasiado vasto para la gente sencilla de la época? ¿O era inmerecida la fama del Fabricante de Lluvia?