5

Un brujo enmascarado
y un pastor desenmascarado

PARA DIRIGIRNOS al Alto Misuri tuvimos que atravesar el río North Platte, en el estado de Nebraska. Después penetramos en Dakota del Sur. Nos hallábamos en plena comarca cheyenne.

Desde hacía algún tiempo se notaba una gran actividad entre las tribus indias. Toro Sentado[10] había reunido a las grandes familias siux y había aplastado a las tropas del general Custer en la montaña de Little Big Horn, y el ejército sólo tenía una idea: vengar a su general.

Gigante del Viento me explicó que, para evitar un choque de masas, las tribus se habían escindido en pequeñas bandas que nunca permanecían mucho tiempo en el mismo lugar. Sabían que las represalias serían terribles.

Por lo demás, los cheyennes sentían por los blancos un odio feroz desde que la mitad de los suyos habían sido asesinados en el río Wichita; era, pues, mejor no toparse con ellos.

Estuve alerta todo el día. Cada hoja que caía, cada animal que huía, hacía que me sobresaltase. ¿Serían los cheyennes, los «Seres Humanos», como los llamaba el Fabricante de Lluvia?

Nuestro camino nos conducía a un enrevesado macizo: las Montañas Negras. Cuando mi amigo me informó de que los indios denominaban a aquel lugar «Pa-Sa-Da», las Montañas Sagradas, las vi aún más negras de lo que en realidad eran. Estaba muerto de miedo.

El terreno se hacía cada vez más escarpado.

Como una vertiente de aquellos montes era boscosa, subimos la pendiente bajo los árboles. Al llegar a la cima nos encontramos en terreno descubierto. Gigante del Viento detuvo el carro y me dijo:

—Observa, muchacho.

Sus ojos habían sido más rápidos que los míos. ¡Lo que yo tanto temía se encontraba ante nosotros!

A nuestros pies discurría un río: el Cheyenne. A su orilla se alzaban una quincena de tipis, o tiendas indias. Había hogueras, pero no desprendían humo alguno. ¡Sólo los fuegos indios podían arder así!

Murmuré al señor Gaho:

—Huyamos, todavía estamos a tiempo.

Él, muy sereno, me respondió:

—Ten la seguridad, muchacho, de que los vigías de esa banda ya nos han visto. ¿Crees idiotas a los indios? Te apuesto lo que quieras a que en este mismo momento nos observan diez pares de ojos.

Como yo experimentaba la necesidad irresistible de decir algo, le pregunté:

—¿Son cheyennes?

El comienzo de la respuesta me tranquilizó, pero el final me sumió en la desesperación:

—No, éstos son siux-dakotas. Aún más terribles.

—Entonces estamos perdidos —manifesté.

—¡En absoluto, chico!

Y al notar mi estado de nerviosismo, añadió:

—Tranquilízate, Pete, vas a asustar a los vigías indios.

El Fabricante de Lluvia reflexionó uno o dos minutos y resolvió:

—Lo mejor es hacer una pequeña visita a esa tribu.

—Supongo que no lo dirá en serio, señor Gaho. Esos salvajes nos arrancarán la cabellera.

Y recordando los consejos de mi padre, insistí:

—Mi padre me recomendó siempre que evitara a gente como ésa.

Gigante del Viento descendió del carro.

—Tu padre no conocía nada a los pieles rojas. Has de saber que los indios no matan ni arrancan la cabellera a los niños. Aunque te los haya presentado tan terribles, ten la seguridad de que en estos momentos tienen cosas más importantes de que ocuparse que de dos tipejos como nosotros.

No puedo afirmar que aquella reflexión me calmara por completo, pero digamos que me reanimó un poco.

Mi compañero, a quien no le gustaban los remolones, me llamó al orden:

—¡Vamos, baja ya del carro! No se hace una visita a los dakotas sin arreglarse un poco antes.

¡En eso estaba yo pensando precisamente en aquellos momentos! Pero habría tenido que saber que con el Fabricante de Lluvia nunca debía uno extrañarse de nada.

El señor Gaho abrió su gran saco y sacó un considerable número de cosas. ¡Aquel saco sería siempre un enigma para mí…!

Mi amigo se puso de nuevo la indumentaria que le asemejaba a un indio. Incluso sujetó una pluma de águila a un largo mechón de sus cabellos. Después abrió dos tarritos que contenían ungüentos de diferentes colores y empezó a pintar su pecho con dibujos rojos y azules.

Por mi parte, y para no desentonar, me alisé el pelo con los dedos y saqué brillo a mis zapatos, frotándolos contra las perneras del pantalón. Como me había desnudado también el torso para parecerme a un piel roja, el Fabricante de Lluvia señaló:

—Ponte la camisa, Pete Breakfast, tienes la piel demasiado blanca.

Finalmente quedamos presentables. Subimos al carro y Fin de la Borrasca nos condujo directamente al campamento dakota.

Por el camino, Gigante del Viento me informó de que aquellos pieles rojas se denominaban a sí mismos los Verdaderos Hombres. Ésta es, por lo demás, la traducción de la palabra «dakota». Me pareció pretencioso por su parte, pero, al fin y al cabo, bien podía suceder que los Verdaderos Hombres fueran seres excepcionales, ya que los blancos no habían dudado en dar su nombre a dos estados: Dakota del Norte y Dakota del Sur.

Apenas habíamos recorrido la mitad del camino que conducía al campamento, cuando bruscamente nos vimos rodeados por una docena de jinetes de aspecto patibulario. Bueno, en todo caso, a mí me parecieron así. El señor Gaho me recomendó:

—Adopta un aire natural, Pete. Relájate.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Tenía un nudo en la garganta y mis dientes castañeteaban aún con más fuerza que los de Crisóstomo ante Lucifer.

Pregunté a mi amigo:

—¿No hay en este carro una cantimplora con agua?

Me indicó la que colgaba a mi lado. Todo lo que conseguí fue inundarme la pechera de la camisa. Tenía un nudo en la garganta y no logré tragar nada.

Llegamos a las primeras tiendas seguidos por nuestra escolta. Fin de la Borrasca se detuvo. El Fabricante de Lluvia me tomó del brazo y saltó a tierra. De pie entre aquellos jinetes que me dominaban me veía más bajo que un topo. Me habría sentido muy aliviado si, como ese animal, hubiese podido meterme bajo tierra. Gigante del Viento me tomó de la mano; advertí que me la apretaba con fuerza para darme ánimos y le quedé muy agradecido. Me condujo hacia una especie de plaza formada por las tiendas dispuestas en círculo.

Todas las tiendas eran diferentes las unas de las otras. Había una blanca como la nieve: encima de la entrada su propietario había pintado un caballo encabritado. Supe después que pertenecía a Caballo Loco[11], el jefe de guerra de la tribu, quien por el momento se hallaba ausente. Ante la tienda había dos lanzas clavadas en el suelo; de sus extremos colgaban cabelleras pelirrojas, rubias y morenas. Ya veía la mía adornando la tienda de Caballo Loco, y anticipadamente se me puso la carne de gallina.

Con paso inseguro llegué ante una tienda de color azul cielo, toda rebosante de signos cabalísticos negros y amarillos. Era la de Sat-Oj, Larga Pluma, el viejo jefe de paz de los Verdaderos Hombres.

Larga Pluma debía de tener más de ochenta años, y su piel estaba tan arrugada como la de una manzana seca.

En tomo a un fuego había seis personajes sentados sobre pieles de oso y de bisonte, con las piernas cruzadas. Además del jefe de paz estaban Nom-Waa-Pa: Dos Golpes; Ton-to: Ojo de Hierro; O-Vas-Ses: Animal Salvaje; Co-Yem-Si: Cabeza de Chivo, y Muz-Za: Hierro. Este último parecía capaz de cualquier cosa. Tenía la mirada de un hombre que ha visto de todo.

Un poco retirado, un personaje inquietante, enteramente cubierto con pieles de animales, nos observaba a través de los agujeros de una máscara de plumas multicolores. Aquel espantajo era el chamán, o brujo, de los Verdaderos Hombres. Tenía un nombre tan curioso como su indumentaria: A-Ya, que quiere decir Sonajero.

Gigante del Viento soltó mi mano derecha, ordenándome que la levantara, con la palma extendida a fin de mostrar que no tenía arma alguna. Mi amigo hizo otro tanto y dijo:

—¡Ju-ki!

Estas dos sílabas querían decir al mismo tiempo: «¿Cómo está usted?», «Me alegra mucho verlo» y «¿Ha comido usted bien?». Los siux no dan los buenos días como los blancos: se preocupan por el estado del estómago del visitante, y así, la mayor cortesía es anunciarles que se tiene mucha hambre.

Tras aquel breve «Ju-ki» ya nadie pronunció una palabra, lo que me sorprendió, porque había oído decir que no hay nadie tan charlatán como un piel roja.

Indicándonos con el pulgar dos lugares libres en el círculo, Larga Pluma nos invitó a sentarnos. Después llegó una squaw[12] cargada con dos platos de madera. En cuanto apareció, Larga Pluma se cubrió la cabeza con una manta para no verla.

—¿Es que está enfadado con ella? —pregunté al señor Gaho.

—No —me replicó—, lo que pasa es que esta mujer es una de sus suegras, y no puede mirarla a la cara sin atraer la desgracia sobre su tienda.

En los platos nadaban pedazos de carne en medio de una espesa salsa. Era un excelente guisado de perro.

Contrariamente a lo que cabía esperar, Gigante del Viento lamió minuciosamente su plato con la lengua después de acabar y pidió más. Los ojos de Larga Pluma brillaban de satisfacción. Veía que mi compañero tenía modales.

Tras la comida, el señor Gaho sacó tabaco de su saco. Cabeza de Chivo llenó la cazoleta de una larga pipa. Ojo de Hierro encendió el tabaco, mientras que por el otro extremo Animal Salvaje aspiraba grandes bocanadas. Dos Golpes, muy interesado, observó toda la operación. Todo el mundo fumó, pasándose la pipa, pero cuando llegó mi turno cruzó por encima de mi cabeza. No siendo un iniciado, yo no podía fumar con ellos.

Una vez colocada la pipa en su estuche de piel espléndidamente adornado, tuve la sorpresa de oír a Hierro expresarse en un inglés muy bueno:

—Nuestro hermano Ga-Oh es muy amable al venir a visitar a los Verdaderos Hombres. Las pinturas de su pecho dicen que viene como amigo y todos nosotros nos sentimos muy felices, así como también por saber que no pretende nada más que pasar por las Montañas Sagradas.

No habíamos dicho cosa parecida. La cortesía siux exige que no se formule nunca directamente una pregunta, De esa manera Hierro recurría a ese truco para manifestar los sentimientos de los Verdaderos Hombres. El señor Gaho, que parecía muy al corriente de esa práctica, respondió a la pregunta no formulada.

—Tu espíritu es claro, Muz-Za, y piensas bien. No nos detendremos en Pa-Sa-Da. Vamos más al norte, por donde corre el río Misuri.

Mientras hablaba mi amigo, nuestro piel roja letrado traducía, gesticulando, toda la conversación a Larga Pluma. El viejo jefe desarrugó el ceño y una oleada de melodiosos sonidos brotó de su boca.

—Larga Pluma —explicó Hierro— me encarga decirte que tus cabellos rubios son muy bonitos y que la pluma que los adorna es muy bella. A Larga Pluma le parece además que tienes un soberbio caballo y que le gusta mucho tu carro, al que considera el carro más magnífico que jamás haya visto.

Vi que Gigante del Viento hacía una mueca. Cuando un siux deseaba un objeto no tenía nada más que decir que lo hallaba de su gusto, para que su poseedor se lo ofreciera inmediatamente. Bien estaba el caballo, el carro y la pluma, pero el señor Gaho no deseaba entregar su rubia cabellera a Larga Pluma. Salió con astucia de aquel mal paso:

—Di al jefe de paz de los Verdaderos Hombres que me siento muy honrado con sus cumplidos; tan honrado que, dentro de un instante, le haré regalos.

El anciano pareció encantado tras la traducción.

Aquí debo explicar que Hierro no era un dakota, sino un siux-hunkpapa de la tribu de Toro Sentado. Muy joven, un misionero católico lo condujo con los blancos, entre quienes aprendió a hablar, leer y escribir el inglés. De vuelta a su tribu, su saber era tan amplio que inspiró un gran temor a los hunkpapa. Uno de los suyos llegó incluso a dejarlo por muerto después de traspasarlo con una flecha de hierro. Pe ro la medicina de Hierro era tan potente que consiguió incluso retirar la saeta y recobrarse. Aquella flecha de hierro le valió su nombre.

Hierro sólo se hallaba de paso entre los Verdaderos Hombres; en realidad se dirigía en busca de sus amigos, los cheyennes, que acampaban a unas trescientas millas de allí.

Cabeza de Chivo se levantó y vino a examinarme. Me palpó, me sopesó levantándome en alto, como hizo Dientes Puntiagudos cuando nos lo topamos con su banda de tejas. Me sorprendió mucho el que Cabeza de Chivo me dejase en el suelo sin brusquedad. Después le preguntó a mi amigo:

—Este niño parece fuerte y sano. ¿Quieres cambiarlo?

Al hacer esta proposición, Cabeza de Chivo nos mostraba que estaba dispuesto a comerciar y, a su vez, recordaba a Gigante del Viento que tardaba en ofrecer los presentes acostumbrados. Mi amigo adoptó un aire contrito para responder:

—Me hubiera gustado cambiarte este niño, pero desgraciadamente no es mío.

—Mejor —replicó Cabeza de Chivo—. En ese caso, te costará menos separarte de él.

—No, es imposible. Pero, para que veas que quiero darte gusto, voy a hacerte un regalo.

Y, finalmente, mi amigo añadió:

—Así como a los dos jefes aquí presentes.

Larga Pluma inclinó la cabeza; reconocía así que mi compañero estaba al corriente de las costumbres de los siux.

Retardando cada uno de sus movimientos para despertar la ansiedad, Gigante del Viento abrió su enorme saco y dispuso ante él algunos objetos menudos. Ofreció un cuchillo a Larga Pluma, quien lo admiró largo tiempo. Después le tendió al anciano jefe dedales para coser, precisando:

—Para tus mujeres.

Larga Pluma los hizo tintinear en sus dedos, radiante de alegría.

Las mujeres cosían en sus ropas estos objetos, que tintineaban como campanillas.

El viejo habló. Creí que iba a hacer un cumplido a Gigante del Viento. Pero no, con los siux las cosas no eran nunca tan sencillas. Hierro tradujo:

—El jefe dice que aprecia tus regalos, pero que habría preferido el bello carro. Finalmente acepta tus presentes porque sabe que le son ofrecidos de corazón y te lo agradece mucho.

El hunkpapa confesó a Gigante del Viento:

—Entre nosotros, yo no veo qué podría hacer Larga Pluma con tu carro. Esos artefactos de los blancos rechinan por todas partes y hacen un ruido infernal. Creo que sólo era un capricho de Larga Pluma.

Para salvar su carro, el Fabricante de Lluvia declaró que él era también de su opinión y prosiguió la distribución.

Dio sus dos tarros de pintura a Cabeza de Chivo, que se untó inmediatamente el rostro. A Ojo de Hierro le correspondió un reloj sin agujas.

—Para ti, este aparato de medir el tiempo —declaró el señor Gaho.

Ojo de Hierro escuchó el tic-tac y fue a encerrarse en su tienda.

A Dos Golpes le ofreció una cafetera de hojalata y, volviéndose hacia Sonajero, dijo:

—Acepta este tabaco, que te será útil para tus medicinas. Con su humo, Wa-Kan-Da[13] te hará conocer mejor sus voluntades.

Sonajero emitió algunos gruñidos; pero como su rostro proseguía oculto tras su máscara, no supe si eran de despecho o de satisfacción.

Después le llegó el turno a Hierro. Como ante el Fabricante de Lluvia ya no quedaba nada, éste se volvió hacia mí y empezó deliberadamente a quitarme los tirantes, los mismos que había heredado de mi difunto padre, el predicador. El hunkpapa, que notó mi apuro, sonrió y dijo:

—Gigante del Viento, reconozco en ti a un valiente por cuyas venas corre nuestra sangre. Aceptar algo de tu mano me vejaría. Sólo quiero tu amistad.

Al decir eso fue a colocarse ante mi amigo, tomó sus dos orejas y, atrayendo su rostro, frotó varias veces su nariz contra la suya. Con aquel gesto de amistad definitiva, el hunkpapa hacía saber a los Verdaderos Hombres que Gigante del Viento quedaba ya adoptado.

¡Y yo, conservando mis tirantes, salvaba mi dignidad…! Por lo que se refiere al señor Gaho, a cambio de sus regalos obtuvo una tienda en donde pasar la noche.

Cuando yo ya creía terminada la ceremonia, Dos Golpes vino a sentarse frente a Gigante del Viento. A través de ese rito le hacía saber que quería tener con él una larga conversación. Y fue Dos Golpes quien inició el diálogo:

—Los tambores nos contaron que Gigante del Viento había domado un bronco en Cheyenne, en la aldea de los rostros pálidos. Son muchos los valientes que desearían saber cómo lo hizo.

Me quedé atónito. ¿Cómo era posible que un indio, perdido en aquel valle, hubiera tenido noticia de semejante acontecimiento? ¡No creí en absoluto en su historia del tambor piel roja! Por su parte, el señor Gaho no se sorprendió. Explicó detalladamente todo el asunto y, por una vez, dijo la verdad. ¡Cómo se había divertido a costa de los hombres blancos!

Los Verdaderos Hombres rieron mucho y durante largo tiempo.

El brujo, interesado por aquella medicina científica, preguntó:

—¿Tiene mi hermano algo de ese polvo que calma a los broncos?

—No, ya no me queda ni una mota. Ese caballo era tan salvaje que lo utilicé todo.

—Es lástima…, me habría gustado ver de qué color era —suspiró Sonajero.

Yo comprendí que aquel truhán habría querido aprovecharse también de los «poderes» de aquellos polvos.

Y entonces le tocó a Larga Pluma el turno de lanzar una larga serie de palabras, haciendo grandes gestos. Hierro tradujo:

—Larga Pluma dice que, cuando vuelva Caballo Loco, le entristecerá saber de tu paso. Cree que le habría gustado encontrarte. En estos momentos, Caballo Loco y una banda de guerreros se disponen a cortar el Hilo que Habla[14]. Hace esto para ocupar a sus jóvenes impulsivos y también para hostigar a los rostros pálidos. A Caballo Loco no le gustan los blancos.

El anciano jefe se lanzó después a una larga explicación, de la que se deducía que los Verdaderos Hombres experimentaban un gran horror hacia los blancos. El mismo sentimiento, en suma, que mi difunto padre experimentaba hacia los pieles rojas.

Sonajero hizo saber a Gigante del Viento que le aguardaba en su tienda. Seguí la estela de mi amigo, como diría el viejo lobo de mar de Cheyenne.

La tienda del brujo tenía un desorden indescriptible. En torno a la hoguera central, clavados en las puntas de unos bastoncitos, había lagartos, ranas y toda clase de roedores secos, así como figuritas groseramente modeladas en arcilla, que representaban a algunos genios, buenos y malos, del cielo y de la tierra. Entre las piedras del hogar se alzaba un tenue hilo de humo que se pegaba a la garganta y daba ganas de toser. Más aún que el humo del flash de magnesio en el corral del señor Nobody.

A nuestro alrededor colgaban pieles de zorros, de linces, de lobos, despojos de aves, objetos simbólicos de extrañas formas y adornados con púas de puerco espín y plumas diversas. Es cierto que aquel batiburrillo contribuía a la decoración del local, pero lo asemejaba a una auténtica leonera. Y, por encima de todo, aquella tienda olía muy mal.

Sonajero se había sentado frente a la entrada y se había despojado de su máscara. Era un piel roja en todo el vigor de la edad. Su rostro reflejaba astucia y malicia.

No sé lo que se dirían el brujo y el señor Gaho. Hablaron con las manos y Gigante del Viento no se molestó en traducirme la conversación. Sin embargo, pronto me di cuenta de que tramaban algo. Cambiaron polvos contenidos en bolsas de piel, pequeños recipientes de barro cocido que guardaban líquidos nauseabundos, y cuernos de bisonte cerrados con tapones de cuero. Los dos hombres examinaron, husmearon y degustaron varias composiciones misteriosas. Ante cada producto agitaban las manos, haciéndose muchas indicaciones.

Aquellas conversaciones sin palabras tuvieron la facultad de ponerme los nervios de punta. Sin embargo, me intrigaban al máximo.

Sin decir nada a nadie salí de la tienda de una forma descortés. Hay que decir que todos los cachivaches almacenados bajo aquella tienda despedían un olor verdaderamente insoportable.

El sol estaba ya cerca del horizonte cuando vi que el Fabricante de Lluvia salía de la tienda del brujo. Le dirigí mi mirada más irónica al preguntarle:

—Y qué, señor Gaho, ¿ha hecho usted un buen negocio?

Sorprendido, abrió de par en par sus ojos de color azul pálido, y me anunció radiante:

—Puedes asegurarlo, muchacho. A cambio de una poción inventada por mí, que borra las arrugas de la cara, y de una caja de cerillas, he conseguido de ese indio una maravillosa medicina que le vuelve a uno invisible y le permite pasar a través de los cuerpos sólidos.

Por cortesía me abstuve de echarme a reír a carcajadas, pero no me creí una palabra de aquella historia. Pensé que el brujo de los dakota había engañado a Gigante del Viento… que le había «desplumado», como decían los jugadores de cartas.

Pasé una mala noche. Los tambores retumbaron hasta el amanecer y tuve terribles pesadillas. En todo aquello tuvo mucho que ver la tienda de Sonajero.

Finalmente me levanté y vi cómo entonces los indios iban a acostarse. ¡Qué verdad es que los blancos no hacen nada igual que los pieles rojas!

El señor Gaho aprovechó el sueño de los indios para hacer tranquilamente el equipaje. Enganché a Fin de la Borrasca y salimos del campamento.

Al alejarme y al respirar el aire puro que nos llegaba de las Montañas Negras, fue cuando advertí con mi nariz un cambio importante. Hace falta haber estado en una aldea india y abandonarla bruscamente para darse cuenta de la peste que allí hay.

Conocía ya aquel olor por haberlo experimentado en Texas, en la persona de Dientes Puntiagudos. Pero aquí, entre los Verdaderos Hombres, era aún más fuerte y penetrante.

Finalmente, hice observar al Fabricante de Lluvia:

—No nos hemos despedido de Larga Pluma. Eso no es nada cortés con un indio tan amable.

—Ese jefe es un hombre cortés, es cierto —admitió mi compañero. Pero añadió entre dientes—: Mas no olvides que no te habría tratado de esa manera si se hubiera encontrado contigo en otras circunstancias.

Dejándome acunar por los baches del sendero, pensé en los Verdaderos Hombres. Aquellos pieles rojas no eran tan malos como pretendían muchos. Claro está que tenían costumbres extrañas y que Sonajero me parecía muy extravagante y, quizás, también un poco embustero. Pero en estas tierras salvajes no escaseaban los granujas ni los excéntricos.

Llegamos a Dakota del Norte. La población de Manning estaba situada junto a la orilla izquierda del río Cuchillo.

Manning era el lugar en donde se reunían y de donde partían los últimos cazadores de bisontes. Estos hombres perseguían a dichos animales por su piel.

En una época todavía cercana, los bisontes pacían a millones por las llanuras. Pero los cazadores, armados con sus enormes fusiles Henry y Sharp, mataron tantos que ahora tenían que recorrer centenares de millas hacia el oeste para conseguir algunos. A pesar de eso, los almacenes de la ciudad estaban abarrotados de pieles aún sin curtir.

En comparación con Manning, el campamento de los Verdaderos Hombres olía a lilas. La peste que salía de la población habría hecho huir a una manada de mofetas.

En la época de las crecidas, las pieles se cargaban sobre barcazas de fondo plano que bajaban por el río Cuchillo hasta Stanton. De allí eran trasladadas por ferrocarril hasta las fábricas del este, que las transformaban en zapatos, en sillas de montar, en carteras, en arneses y en otros mil objetos.

Manning era la guarida de todos los aventureros del Alto Misuri, y el Fabricante de Lluvia consideraba que en semejante lugar sería posible hacer fortuna en poco tiempo.

Había fabricado un producto que conservaba toda la flexibilidad del cuero e impedía su descomposición.

Al parecer, el señor Gaho lo había experimentado con tres socios en Idaho. El único inconveniente de este producto era que contenía arsénico, y sus socios, que lo ignoraban, murieron. Los cazadores de bisontes tenían la molesta costumbre de mojar sus dedos en saliva para humedecer el punto de mira de su fusil, a fin de impedir que brillara al sol. Tras haber manipulado las pieles tratadas con el producto del señor Gaho, y a fuerza de chuparse los dedos, sus socios habían entregado su alma a Dios el primer día de caza. Cada uno de ellos se había tragado una dosis capaz de matar a diez bueyes.

Para mostrar que, gracias a su roce, yo iba adquiriendo conocimientos, hice observar al Fabricante de Lluvia los peligros que presentaba aquel producto. Pero mi compañero me tranquilizó:

—Desde aquella aventura los tiempos han cambiado mucho, Pete. Ya no verás a un cazador que dispare sin guantes. Ahora todos los llevan.

Solamente deseé que los guantes en cuestión no se fabricaran con piel tratada con el producto de Gigante del Viento.

Llegamos a Manning en día de mercado. Las calles de la población rebosaban de carromatos entoldados que transportaban fardos de pieles desde los almacenes al río.

Toda la ciudad hervía de gente.

No encontramos una habitación libre en los seis hoteles de la población. Fue una lástima, porque en uno de tales establecimientos, reservado a los que estaban de paso, anunciaban a la entrada: «Aquí se barren las habitaciones cada ocho días».

A fuerza de buscar acabamos por encontrar alojamiento en una casa particular.

Los Petitpont eran unos emigrados franceses que, cansados de los sustos políticos propios de su país, se habían refugiado en América. La familia entera hablaba un inglés deplorable, y lamentaban que la lengua francesa no hubiese sido adoptada en los Estados Unidos. Pero a mí, en cambio, me parecía muy bien, puesto que no entendía ni una sola palabra de su jerga.

El cabeza de familia de los Petitpont se llamaba Óscar, y era un tipo bigotudo y tan calvo como un lagarto de las rocas. Su mujer, Pelagia, era una mujercita pequeña e insignificante. Amandina, la hija mayor, ya en estado de merecer, era una rubia regordeta. La familia contaba además con cinco hijos, de cinco a diez años; todos varones.

Los Petitpont vivían fuera de Manning, en una granja en donde criaban vacas normandas. Aquellos rumiantes, diez en total, descendían de una pareja que los Petitpont trajeron consigo al Nuevo Mundo.

Óscar Petitpont puso su pajar a nuestra disposición, ya que la casa rebosaba con los preparativos de una boda. A la semana siguiente Amandina se casaría con un cazador de bisontes. Pero esto no nos impedía comer con la familia en la sala común.

Durante una de aquellas comidas conocí los sentimientos de Óscar respecto a su futuro yerno: le reprochaba llevar a todas partes consigo el olor abominable de su profesión. Por el contrario, apreciaba su buena disposición. Al volver de sus expediciones de caza, el prometido corría hacia la casa de los Petitpont y, antes de abrazar a su novia, ayudaba a Óscar a partir leña y a Pelagia a ordeñar las vacas. Aparte de eso, nadie sabía de dónde procedía aquel pretendiente al que llamaban Pat Jacobson.

Pat Jacobson decía haber pasado los últimos diez años en Canadá.

Los padres de Amandina, buenos católicos, decidieron que un pastor protestante casara a los jóvenes. Es preciso decir en su descargo que en Manning no había sacerdote de su confesión. Una noche, Pelagia resolvió el problema, declarando tímidamente:

—Vale más uno «reformado» que casarse sin sacerdote.

Por unanimidad, todos fueron de la misma opinión.

Tras varias cenas con la familia, la confianza que tan bien sabía hacer brotar mi amigo dio sus frutos. Óscar nos anunció en un horrible inglés:

—El domingo están invitados a la fiesta. Quiero que ustedes asistan a la boda de Amandina.

Nuestra aceptación nos valió una mejora en el alojamiento. Óscar decidió que subiríamos a instalarnos en su granero.

Abandonamos la pestilente proximidad de las vacas para encontrarnos vecinos de un nido de cuervos que no hacían más que graznar.

Nuestro confort aumentó, pero perdimos tranquilidad.

Cada día el señor Gaho acudía a ver a los tratantes de pieles para ofrecerles su famoso producto. Yo lo acompañaba a menudo, para aprender el oficio, como él decía. Sin embargo, prefería quedarme en la granja. Allí podía jugar con los Petitpont y dar muestras de mi magnífica erudición.

Al quinto día, Gigante del Viento me anunció:

—He encontrado un comprador para mi producto. Ya sólo nos queda fabricarlo en grandes cantidades.

A partir de entonces ya no me vería obligado a visitar los hediondos almacenes. Empecé con optimismo mis primeros pasos en la industria.

Por fin llegó el domingo. A partir de las seis de la mañana todos los Petitpont entraron en actividad, dispuestos a la faena. A las ocho hizo su aparición el futuro esposo.

Pat Jacobson se hallaba adecuadamente vestido, pero no me agradó. Su nariz chata y sus orejas como dos hojas de col le daban todo el aspecto de un bobo. En su rostro había tantas cicatrices que estuve a punto de recomendarle que cambiara de barbero. Me contuve, puesto que al fin y al cabo no se casaba conmigo, sino con Amandina.

Pelagia llevaba preparando dulces desde la víspera. Bajo un paño blanco que las protegía de las enormes moscas negras procedentes del establo, las tartas de manzana y de arándanos hacían la boca agua a los glotones. Yo era uno de ésos.

Óscar había matado el cerdo, y la morcilla y el tocino frescos esperaban en la cocina, junto a tres enormes pavos que parecían decir «cómeme».

Montaron una larga mesa en el patio de la granja y trajeron en una carretilla varios toneles de vino y de sidra.

¡Ya tenía prisa por ver a Pat Jacobson y Amandina casados!

Por lo que a indumentaria se refiere, Óscar se puso el traje con el que se casó, y que se trajo de Francia junto con sus vacas. Pelagia, que con el tiempo había engordado un poco, prefirió hacerse un vestido nuevo con dos sacos de harina[15]. Amandina se cubría con un velo blanco y el Fabricante de Lluvia había cepillado su traje negro. Era una delicia verlos a todos.

Al dar las nueve, los cinco Petitpont varones recibieron unos buenos pescozones. Habían estado jugando en el montón de estiércol con sus calcetines blancos y sus zuecos nuevos. Pelagia los hizo entrar en la casa.

Una vez reparados los daños, se formó el cortejo. Dos violinistas marcaban el paso y abrían camino al ritmo entrecortado de una square-dance. Seguían los futuros esposos cogidos del brazo, la familia y los invitados. Éramos más de treinta personas.

A nuestro paso, los curiosos gritaban admirados: «¡Viva la novia!». Jamás me había divertido tanto.

¡Era una ceremonia magnífica!

No oí sonar la campana. Uno de los Petitpont me informó de que el templo de Manning todavía no tenía campana.

La sala en la que el pastor iba a casar a los novios no era muy grande. Cuando se llenó, Óscar ordenó que dejaran la puerta abierta para que todos los invitados pudieran ver, ya que sólo la mitad pudo entrar. ¡Había que ver la cantidad de gente que había arrastrado la boda de Amandina!

Un estrado, sobre el que colocaron una mesa, ocupaba el fondo de la sala de los matrimonios. Tras el estrado, una puertecita daba paso a la vivienda del pastor. Por allí entraría el ministro sagrado.

Todos los que consiguieron penetrar en aquel lugar solemne, se sentaron en los bancos de madera.

Yo ocupaba un puesto preferente, porque era paje de honor y llevaba la cola de la futura esposa. He de decir, para no vanagloriarme, que no era el único en desempeñar tal función. Los cinco Petitpont, que todavía olían a estiércol, sostenían también un extremo de la cola.

Observaba yo la cruz de pino de Oregón, que estaba colgada en el muro, cuando un «¡Aaaah!» de admiración salió de todas las bocas; el pastor acababa de entrar y tomaba asiento detrás de la mesa.

Inmediatamente aquel hombre me impuso respeto. Todo en su aspecto parecía cuidado. Lucía una barba negra y una levita del mismo color. Un cordón de seda, de un magnífico rojo vivo, colgaba de su cuello almidonado, sobre una recargada chorrera de encaje. Una sola nota discordante: a la altura de los bolsillos de su larga levita tenía dos gruesos bultos. Me preguntaba qué sería lo que el pastor ocultaría allí.

Los ojos del hombre hacían honor al resto de su persona: a diferencia de los del señor Gaho, que parecían dos lagos de agua clara, los suyos brillaban como dos diamantes negros en medio de un rostro que respiraba bondad. Los gestos del ministro eran flexibles y precisos; mi experiencia me decía que era de esos que hacen las cosas rápidamente, sin pérdida de tiempo.

El buen pastor dirigió una sonrisa protectora a los asistentes. Y puntuando cada palabra con un golpe de dedo sobre su Biblia, declaró con voz paternal:

—Hermanos míos, doy gracias a Dios por permitirme casar hoy a estos dos muchachos puros y sin mácula. Los veo con emoción ante mí, impacientes por unir sus destinos, tanto para lo bueno como para lo malo. En consecuencia, y que el Señor me perdone, no prolongaré esta ceremonia con un discurso demasiado largo. Si lo prefieren, antes de unir a estos dos seres para toda su vida, vamos a entonar un solo y único cántico.

Uniendo sus dos blancas manos bajo la barbilla, el hombre de Dios entonó el De profundis.

Como a mí, a la mayoría de los asistentes les sorprendió bastante que, en una boda, el pastor entonara la oración de los muertos. Pero, pensando que sus razones tendría, empecé a cantar en falsete, uniéndome a los demás.

Una vez concluido el canto fúnebre, Pelagia aplastó contra su mejilla una gruesa lágrima y Óscar sorbió por la nariz.

El pastor abrió el cajón de su mesa y sacó un papel. Se desabrochó la levita y, sin pronunciar una palabra, clavó su penetrante mirada en la novia. Su cara asumió una expresión de tristeza y después miró intensamente al novio. En la sala todos contenían la respiración, a la espera de las palabras sagradas.

Por fin llegaron. Alzando el papel a la altura de sus ojos, el pastor anunció con voz firme:

—Pat Jacobson, aquí presente, ¿quieres tomar por esposa a Amandina Petitpont?

Vi cómo la nuez de Pat se agitaba de arriba a abajo. Tragó saliva y, finalmente, consiguió decir:

—Sí, quiero.

Todo se desarrolló en el tiempo que dura un relámpago. El pastor gritó:

—¡Pues bien, toma, sinvergüenza!

Apartó las solapas de su levita, sacó dos gruesos colts que colgaban de sus caderas e introdujo dos balas del calibre 44 en la cabeza del novio.

Al principio, Pat no entendió nada del asunto; permaneció de pie durante algunos segundos, sorprendido, con sus dos agujeros negros en la frente, y después se derrumbó de golpe.

¡Ahora sabía yo lo que eran los bultos de los bolsillos del ministro!

En la sala se armó un zafarrancho. Amandina y su madre se desmayaron al mismo tiempo. Temiendo las balas perdidas, quienes estaban en la sala huyeron hacia la puerta. Los que se hallaban en el exterior querían entrar, para ver de qué se trataba. Del choque resultó que nadie pudo entrar ni salir. Yo me hallaba acurrucado bajo la mesa, con los cinco pequeños Petitpont. Tales acontecimientos sirven para estrechar la amistad.

La voz imperativa del pastor clavó a todo el mundo en su sitio.

—¡Un poco de calma, hermanos, vuestros gritos profanan la casa de Dios!

—¿Y es usted quien lo dice? —replicó Óscar—. Me parece que no somos nosotros quienes hemos armado más jaleo.

Con un «Excúsenme» de pesar, el pastor devolvió los revólveres a sus fundas y se abrochó la levita. Por fin, los asistentes se repusieron.

El pastor tendió hacia Óscar el papel que había sacado de su cajón y declaró con voz cargada de preocupación:

—Ved, hermanos míos, y vosotras también, hermanas mías, éste es un anuncio de búsqueda y captura a nombre de Pat Jacobson, difundido por el marshall de una ciudad de Oregón. El difunto novio era buscado por tres muertes. El aviso precisa que se ofrece una recompensa de doscientos cincuenta dólares a quien lo entregue, «vivo o muerto».

El pastor se recogió un momento y prosiguió:

—Nosotros, los hombres de iglesia, vivimos con muy poco. Ahora, por fin, podremos contar con una campana, y el resto de la recompensa irá a los pobres de Manning[16].

Ya nadie parecía sorprendido por el comportamiento explosivo del pastor. Había tenido una buena razón para hacer lo que hizo. A excepción del señor Gaho y de mí, todos conocían el pasado de aquel hombre de Dios. Me contaron que era un antiguo cazador de recompensas. Partiendo del principio según el cual todo ciudadano norteamericano tiene el deber de ayudar en la captura de un bandido, a la edad de veinte años aquel hombre decidió poner al servicio de la justicia sus dos colts de seis tiros, que había heredado de su padre como yo heredé una Biblia. Tomó el nombre de «El Asesino» para imponerse a los rufianes que se disponía a perseguir.

Los marshalls de los condados y los sheriffs de las ciudades difundían avisos de búsqueda y ofrecían recompensas por las capturas. Para un tipo sin miedo en el cuerpo, era un oficio como cualquier otro. Únicamente hay que tener en cuenta que un cazador de recompensas necesitaba poseer ciertas cualidades si quería vivir más de un año.

A fuerza de entrenamiento, y tras haber acribillado a balazos centenares de latas de conservas vacías, «El Asesino» llegó a no tener rival disparando. Ningún matón desenfundaba más rápido que él ni daba en el blanco con tanta precisión.

Un anciano que lo conoció en Arkansas afirmaba que lo había visto reventar, a una distancia de veinte pasos, una gruesa verruga que un ganadero tenía en la punta de la nariz. Lejos de molestarse, el «operado» le regaló un caballo.

Así pues, y durante veinte años, «El Asesino» mató tantos bandidos que acabó por hastiarse del oficio. Consideró que había llegado el momento de hacer algo por toda aquella buena gente que se había desviado del camino recto. Y se hizo pastor a fin de consagrar más tiempo a rezar por las almas malvadas que había enviado prematuramente al Señor.

Pero no se pierde un hábito de veinte años tan sólo por cambiar de vida. De vez en cuando, el pastor seguía aplicando su justicia eficaz y rápida.

Es inútil aclarar que la vuelta a la granja fue menos alegre que la ida. En el transcurso del zafarrancho se habían roto los instrumentos de los violinistas. El júbilo se había esfumado.

Amandina, apenas llegó a casa, repitió una y mil veces que se quería morir. Pelagia lloraba a lágrima viva. Es preciso señalar que su religión prohíbe matar a otro. Óscar no lloraba, sino que se preguntaba quién le ayudaría a partir leña de ahora en adelante. Cada uno se dejaba llevar por sus preocupaciones.

El señor Gaho no tardó mucho tiempo en reaccionar. Metió nuestro equipaje en el carro y partió sin despedirse de nadie. Por lo demás, en aquel momento toda la familia Petitpont se hallaba en la sala común, procurando consolar a Amandina.

Al trotecillo, Fin de la Borrasca nos llevaba hacia el gran Misuri.

Los baches del camino agitaban mi estómago vacío. Se lo hice saber a Gigante del Viento:

—Debimos esperar a recobrar nuestras fuerzas, en vez de largarnos. ¡Cuando pienso en aquella magnífica mesa preparada para nosotros, no comprendo qué hacemos a esta hora por este camino lleno de baches!

Arreando a Fin de la Borrasca para que avivara el trote, el Fabricante de Lluvia indicó:

—De todas maneras, los acontecimientos que acaban de ocurrir no habrían facilitado nuestra digestión. Además, ¿qué quieres que te diga, muchacho?, no podía hacerme a la idea de quedarme una hora más en una población en donde el pastor mata a un hombre a quemarropa en nombre de la justicia.

—Me parece, señor Gaho, que usted se ha precipitado un poco. En lo que a nosotros concierne, no corríamos riesgo alguno. En cambio, al marcharnos, perdemos la ocasión de fabricar y vender a buen precio su famoso producto.

—¡Justamente! ¡Ese polvo es un argumento de peso! —dijo obstinado mi amigo—. ¿Imaginas qué pasaría si una de mis invenciones fuera contraria a la ley y que yo lo ignorase? Pues ¡pam, pam, pam! Heme allí, lleno de plomo por el reverendo, por culpa de mi falta de información. ¡No, eso no es para mí!

Las razones de mi compañero estarían claras para él, pero, en mi opinión, perdía una magnífica ocasión de introducir en la industria su producto para ablandar y conservar la piel de bisonte.

El Fabricante de Lluvia, que sabía leer en mis pensamientos, empezó a amonestarme:

—No olvides nunca, muchacho, que un asesino siempre es un asesino. Has tenido la prueba esta mañana. El aviso de búsqueda decía «vivo o muerto», y este pastor decidió entregarlo muerto. Jacobson no llevaba encima arma alguna. ¿No crees que el santo pastor habría podido darle una oportunidad? No, chico, te lo digo en serio, ese hombre ha disparado por reflejo.

El señor Gaho debía de tener razón. Pero, bien pensado, yo no experimentaba ninguna simpatía por el prometido de Amandina. Había tenido lo que se merecía. Sin embargo, tenía mis dudas respecto al futuro del alma del pastor. Veía al reverendo llegar ante el Señor y decirle: «Señor Dios, me cargué a un tipo en Manning por culpa de un reflejo, ¿sabes?».

Mi padre me decía siempre que «allá arriba» eran bastante puntillosos en cuestión de detalles.

De repente, mis cabellos se erizaron en mi cabeza. Acababa de pensar que si el reverendo, alias «El Asesino», hubiera coincidido en Lubbock con nosotros, quizá en este momento yo no podría sentir hambre como entonces.

Para engañarla me chupé el pulgar, tratando de olvidar las tartas de manzana y de arándanos con que deberían de estar deleitándose ya los Petitpont.