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Una pequeña población
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HABÍAMOS VIAJADO durante varios días a lo largo del río Rojo, que sirve de frontera entre los estados de Oklahoma y Texas. Al sur de esta línea, tras las cascadas de Wichita, se encuentra una inmensa planicie, ligeramente ondulada, en donde el clima es tan ingrato que los colonos difícilmente se instalan allí. En el centro de esa planicie, a igual distancia de las fuentes del Rojo, al sur, y del río Blanco, al norte, hay una pequeña población llamada Lubbock. Para Gigante del Viento y para mí, aquella población no habría ofrecido interés alguno si mi amigo no hubiera sabido que hacía más de dos años que no llovía allí.
En suma, Lubbock era el verdadero paraíso para un Fabricante de Lluvia.
Situados sobre un montículo, observábamos la población. Las casas estaban construidas con tablas mal encuadradas y adobe. En las cuatro esquinas de la población, alzados como centinelas, otros tantos molinos de viento para sacar agua parecían tender hacia el cielo sus ruedas de aletas. Aquellas máquinas accionadas por el viento extraían agua del suelo. Pero en Lubbock no sacaban agua, por la sencilla razón de que en aquel valle nunca soplaba el viento.
Con la esperanza de lucir la filosofía que había heredado de mi padre, el predicador, creí conveniente observar en voz alta:
—Me pregunto qué es lo que puede impulsar a unos norteamericanos a echar raíces en semejante rincón. ¿Por qué no van a instalarse en otra parte?
Mi amigo masculló:
—«Otra parte» es el lugar de donde venimos; y si tú crees que allí la vida es mejor, pequeño atolondrado, ¿qué es lo que haces aquí?
No supe qué responderle.
Al reflexionar sobre los males que traía consigo la sequía, o al recordar al menos lo que había oído decir al respecto, me acometió el deseo frenético de correr en socorro de aquellas pobres gentes.
—Vamos, señor Gaho, estoy dispuesto a lo que sea; este pueblo debe de estar viviendo con la esperanza de ver llegar a un hombre como usted.
En lugar de lanzarse a la carrera, el Fabricante de Lluvia se bajó del caballo:
—¿Crees que basta con llegar a un pueblo para que inmediatamente caiga agua del cielo? Si piensas que no hay más que dirigirse a los elementos de la naturaleza para que te obedezcan inmediatamente, te equivocas por completo, Pete. Al contrario, con ellos hay que obrar con astucia, atraerlos, conocer sus defectos, saber husmear el momento favorable. ¿Sabes, al menos, olfatear el viento? ¿Sabes por qué mis hermanos iroqueses me llamaron «Gigante del Viento»?
Me vi obligado a responder humildemente:
—No, señor Gaho, no lo sé.
Ante mi aire contrito, el hombre de negro se ablandó:
—Claro que no puedes conocer todas esas cosas; eres demasiado joven para eso; pero aprenderás muy pronto si sabes escuchar y ver.
Me encerré en un cortés mutismo. En realidad, me sentía avergonzado de mi escasa edad y del poco saber que había adquirido hasta aquel momento. Me juré que a partir de entonces tendría bien abiertos ojos y oídos.
Respiré hondo mientras esperaba. Nada había de extraño en que hubiera provocado la irritación del Fabricante de Lluvia, porque por mucho que husmeara como un búfalo, no olía absolutamente nada. Decididamente, tenía una auténtica necesidad de reparar mi retraso, aprendiendo a husmear el viento.
El señor Gaho hizo cesar rápidamente mi aprendizaje.
—Deja de resoplar como una foca, Pete, y prepara la acampada para la noche.
Mientras desensillaba los caballos y me entregaba a las diferentes tareas de la acampada, no dejaba de observar a hurtadillas a mi compañero, que se consagraba a extrañas ocupaciones. Había clavado en la tierra una fina varita de madera. Se sacó un hilo del forro de su chaqueta, lo sujetó por un extremo a la punta de la varita y lo dejó colgar. Aparentemente satisfecho, extrajo de su saco una lupa y, tendido todo lo largo que era, comenzó a inspeccionar las grietas del suelo.
Se alzó de repente, tomó una rama seca y la cortó en cuatro trozos aproximadamente iguales; con los pedazos encuadró la pequeña porción de tierra que acababa de examinar.
Tras haber concluido aquella misteriosa tarea, me concedió su atención.
—Ven a ver esto, Pete. Acabo de construir una estación meteorológica. Seguramente que no es tan completa como la que tienen los hombres de ciencia de Boston, pero resulta más práctica para lo que queremos hacer. Aquí se alía el saber de la ciencia con el poder sobrenatural de tu amigo el Fabricante de Lluvia.
Aquellas frases resultaban herméticas para mí y me provocaban escalofríos en la espalda. Decididamente, nunca llegaría a dominarme por completo.
Al llegar la noche, encendimos un pequeño fuego: Gigante del Viento no deseaba que le descubrieran desde el pueblo. Sacó de su enorme saco los frasquitos y selló con cera los tapones sobre sus bocas. Finalmente, volvió a meter todo en el saco de lona. Aquellos manejos me parecían cada vez más sospechosos. Y, además, yo no dejaba de considerar el famoso saco con cierto temor, teniendo en cuenta la enorme cantidad de objetos raros que el Fabricante de Lluvia era capaz de sacar de él. Creo que si de repente hubiera sacado un león agitando sus garras, lo habría encontrado natural.
Pero me vi obligado a desviar mi mirada de aquel saco mágico, porque el señor Gaho estaba hablándome:
—Tendrás que observar atentamente ese hilo, muchacho. En este momento está inmóvil, pero si se moviera, por poco que fuera, deberás advertírmelo inmediatamente. Ahora vamos a dormir, mañana nos aguarda una larga jornada de trabajo. Entonces te mostraré lo que hay dentro del cuadrado que he marcado en el suelo con los palos.
Me tendí de manera que pudiera ver el hilo. Colgaba inmóvil, hechizante: ni el más ligero soplo de aire lo mecía. Estuve así un largo rato, pero a fuerza de concentrar mi mirada sentí que mis párpados se cerraban poco a poco sin que pudiera impedirlo. Antes de sumirme en la inconsciencia, me oí decir:
—¿Cuándo iremos a Lubbock, señor Gaho?
Me llegó una voz lejana, como envuelta en algodón:
—Quizás vayamos mañana, o dentro de una semana, o de un mes… Todo depende del hilo, Pete… Todo depende del hilo…
Aquella frase se grabó tan intensamente en mi espíritu que al día siguiente me preguntaba si no la había soñado.
Al alba, tras haber desayunado una loncha de tocino frito y un tazón de humeante café, Gigante del Viento tomó su lupa y me atrajo hacia el marco de palos. Señalándome una pequeña grieta del suelo, me dijo:
—Observa bien esta grieta debida a la sequedad; en sus bordes han echado raíces plantas minúsculas. Fíjate también en esos pequeños insectos que hormiguean en torno a cada brote. Esa planta está formada de dos partes cóncavas enfrentadas, exactamente como una cáscara de nuez. El insecto querría penetrar en el interior de la planta, pues contiene un zumo que le apasiona, pero no lo consigue. La planta permanece herméticamente cerrada para no perder la poca humedad que posee. A la más pequeña brisa cargada de humedad que detectemos gracias al movimiento del hilo, la planta se abrirá para obtener la humedad del aire, y entonces verás al insecto hincharse de zumo y, satisfecho, desaparecer en el fondo de la grieta en donde encuentra el agua indispensable para su vida.
Me quedé boquiabierto. Jamás habría llegado a sospechar la existencia de ese mundo minúsculo que aparecía a mi vista, y todavía no comprendía cómo aquellos seres diminutos podrían ayudarnos a hacer caer la lluvia. El Fabricante de Lluvia, que era mucho más sabio que yo, me explicó que la planta era una especie de liquen, y que el insecto tenía un nombre latino. En cuestión de nombres latinos, hasta entonces yo no había oído hablar más que de un tal Julio César, que al parecer había vivido en la vieja Europa. Ante las lagunas que tenía mi educación, me juré que ingresaría en una escuela de Carolina del Sur en cuanto tuviera tiempo.
Tras las explicaciones del señor Gaho, mi inclinación por el saber se tornó inmensa y quise aprender más. Orgulloso de mis nuevos conocimientos, consideré oportuno resumir la situación.
—Si he entendido bien, lloverá en cuanto se agite el hilo.
El Fabricante de Lluvia se sobresaltó como si hubiera oído una barbaridad.
—No, muchacho, porque las cosas de la naturaleza no son tan simples. Este hilo que aquí ves es, en ciertas ocasiones, el «signo favorable», pero no es obligatoriamente el «signo precursor». Cuando se mueva como es preciso que se mueva, entonces tendremos que ayudar al cielo en su tarea. A nosotros nos corresponderá, en ese momento, desencadenar la borrasca y hacer que llueva aquí en vez de en otra parte.
Aquella responsabilidad me encantaba, a pesar del temible papel que presentaba tan sobrenatural tarea.
A fin de poder vanagloriarme más tarde de haber realizado en mi vida una obra útil, durante tres días no dejé de observar el hilo.
Sólo al cuarto día el corazón saltó en mi pecho. Olvidando todo el respeto que debía al señor Gaho, grité:
—¡Eh, Fabricante de Lluvia, venga a toda prisa! ¡El hilo se mueve de una manera increíble!
Mi amigo acudió sin apresurarse, observó el hilo, se agachó, examinó el suelo con la lupa y, enderezándose, calmó en un instante mi excitación con una indicación breve y precisa:
—El hilo se mueve, efectivamente, pero en el sentido en que no conviene.
Me sentí hastiado, asqueado de aquella ciencia repleta de trampas.
El señor Gaho, compadecido de mi aspecto desilusionado, me explicó con paciencia:
—En estos parajes sólo el viento del sureste trae nubes. Es preciso, por consiguiente, que el hilo se mueva en dirección al noroeste para que se convierta en un signo favorable.
Para mayor seguridad, Gigante del Viento clavó en tierra una ramita, a diez centímetros de la varita a la que estaba sujeto el hilo.
—Ten mucho cuidado, chico; cuando veas al hilo aproximarse a esa ramita, eso querrá decir que el viento sopla en el buen sentido y me avisarás.
Jamás habría creído que un pedazo de hilo pudiera absorberme hasta tal punto. Cada vez que echaba un vistazo al artilugio, mi corazón comenzaba a latir con fuerza y creía sufrir alucinaciones. Me costaba muchísimo no decirle a gritos: «Muévete, perezoso, en vez de estar colgado inmóvil, como un cuatrero ahorcado».
Al quinto día había llegado a detestar el hilo tanto como la enorme sartén que cada noche tenía que limpiar con un puñado de tierra. Sentí el deseo irresistible de sacarle la lengua cuando lo vi «lamer» la ramita. Fue tan breve el instante, que creí haberme engañado; pero al cabo de unos segundos empezó a retorcerse como un gusano. Se me heló la sangre en las venas y, a pesar de mi deseo de estallar, conseguí contenerme, a la espera de lo que iba a suceder.
Tras algunos titubeos, mi hilo empezó a ondear regularmente hacia la ramita. No pudiendo soportarlo, empecé a gritar a pleno pulmón:
—¡Ya está, Gigante del Viento! ¡Nuestro condenado hilo se mueve ya en el buen sentido…!
A mis espaldas, una voz tranquila calmó mi exaltación:
—Es inútil gritar tanto, chico, no soy sordo. No tienes que repetirlo, esta vez Manitú nos envía el viento bueno.
Y tomando su lupa una vez más, me la puso en la mano, empujándome hacia la tierra seca:
—Míralo tú mismo, Pete. La planta está ahora abierta y el insecto aspira todo su zumo. Nuestro liquen ha sentido la humedad del viento, mientras que nosotros somos incapaces de detectar su caricia y su frescura en nuestros brazos desnudos.
¡Qué alegría, Dios mío! En un instante había vuelto a ser un feroz partidario de los procedimientos científicos. No estaba lejos de creerme un sabio.
En unos minutos recogí mi equipaje, y estaba a punto de ensillar mi caballo cuando el señor Gaho me calmó una vez más:
—¿Por qué tanta prisa, chico? Mira, no lloverá hasta que yo le haya hablado a las nubes…
Se calló, pareció titubear un instante, y acabó por murmurar para sí:
—Después de todo, si el Ser Eterno ha querido que en Lubbock no llueva durante dos años, bien pueden sus habitantes aguardar unas horas más.
En mi precipitación había olvidado que el hilo, la planta y el insecto no eran más que unos simples instrumentos de medición, pero que correspondía al Fabricante de Lluvia la realización del milagro.
Mi amigo dedicó el resto del día a hacerme mil recomendaciones. Me dijo que el primer paso en falso por mi parte podía estropearlo todo. Mi papel en este asunto era casi tan importante como el suyo.
Al día siguiente, mediada la mañana, nos dirigimos a la población. Lubbock no se parecía en nada a San Luis. Una calle única y sin nombre la cortaba de un extremo a otro, separando las construcciones en dos partes iguales. Abrumadas por el sol, las casas no resplandecían con colores brillantes; parecían pintadas con el polvo que cubría el suelo. Lubbock era apagada y triste, como una planta privada de agua. A excepción de una gran construcción roja, de ancha fachada, en la que seis letras de un amarillo desvaído anunciaban: SALOON. Debajo podía leerse: Hotel todo confort. Se alquilan habitaciones por día y por mes.
Habíamos entrado en Lubbock al paso de nuestras monturas, y casi llegamos al otro extremo sin haber encontrado un alma.
Sin mostrar extrañeza, el hombre de negro se alzó sobre sus estribos y, con su voz capaz de hacer desplomarse a las montañas, gritó a los cuatro vientos:
—¡Hola! ¿No hay nadie aquí? ¿Es ésta una ciudad fantasma?
Un salivazo brotó de la sombra de un tejadillo embreado y fue a aterrizar entre las patas de mi caballo. Una voz monocorde nos informó:
—La población de Lubbock se eleva a 175 habitantes, forastero. Hace menos de un año éramos 176, pero me apuesto a que antes de poco tiempo quedarán en este condenado villorrio sólo tres o cuatro.
Un nuevo salivazo partió de la sombra, y la voz prosiguió en el mismo tono:
—Y si no ha salido la música a recibirlo, forastero, es porque en Lubbock no hay banda.
El hombre se hallaba apoyado en una pared de tablas. Su barbilla descansaba en el extremo del mango de una horca. El borde de un viejo sombrero de paja desflecada le ocultaba los ojos, pero dejaba ver la barba que le comía las mejillas. Su camisa de un azul desvaído se abría sobre un torso magro. Su pantalón, sujeto de cualquier manera por un par de tirantes de color lila, cubría unas piernas arqueadas. Los gruesos dedos de los pies asomaban por su calzado. Con seguridad, aquel hombre sufría desde hacía tiempo las consecuencias de la falta de agua. No dejaba de masticar flemáticamente un pedazo de tabaco.
—Dígame, amigo —preguntó el Fabricante de Lluvia—. ¿En dónde puedo encontrar en este pueblo una cuadra para nuestros caballos?
El viejo hundió sus sucios dedos en el espesor de su barba, se rascó y respondió de un tirón:
—En primer lugar, forastero, ha de saber que en Lubbock yo no soy amigo de nadie. Aparte de eso, si busca una cuadra, yo, en su lugar, me iría hasta el barracón de Pat O’Delly, ese condenado irlandés…
Se concedió tiempo para escupir y prosiguió:
—… no puede equivocarse, es en la dirección en la que marcha.
El viejo lanzó un largo suspiro y concluyó:
—Ahora déjeme, forastero; esta condenada conversación me ha derrengado.
Aquel individuo que no tenía amigos descansó su barbilla sobre el mango de su horca y olvidó completamente nuestra existencia.
Un poco más lejos pudimos leer Herrero, pintado en una tabla clavada en la fachada de un almacén. Descendimos de los caballos y penetramos en el interior del edificio.
El herrero, con su delantal de cuero colocado sobre la reja de un arado, dormitaba en una curiosa posición: sentado en un banco de trabajo, apoyada la espalda en el yunque, tenía los pies sobre las cenizas apagadas de su fragua. Como si saliera de un largo sueño, volvió lentamente la cabeza hacia nosotros y, al girar, perdió el equilibrio sobre el banco. Quiso enderezarse agarrándose al enorme fuelle, lo que tuvo por resultado esparcir las cenizas de la fragua, sin que aquello impidiera la caída del herrero. El hombre se puso en pie, limpiándose para adoptar una apariencia más digna. Después examinó nuestros caballos, se fijó en nosotros y pareció tan sorprendido que su boca se abrió de par en par. Con un golpe del pulgar volvió a colocarse contra el paladar superior la dentadura postiza que se le había caído.
Aquel hombre parecía un buitre acechándonos en la planicie. Su cuerpo, de hombros escurridos, se hallaba cubierto con una levita cuyos faldones le colgaban por detrás como dos largas alas. Su cuello descarnado parecía experimentar dificultades para sostener una cabeza completamente calva. Ésta se balanceaba cadenciosamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si fuera un metrónomo. En su rostro, una nariz ganchuda, dos ojos redondos y sin párpados que nos observaban intensamente, y un mentón huidizo. Nos dirigió la palabra con una voz que era casi un graznido:
—Les presento mis excusas, señores, estaba echando un sueñecito. Soy O’Delly, para servirles. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
Mi amigo tomó la palabra:
—Sí, queremos confiarle el cuidado y mantenimiento de nuestros caballos. Vea lo que necesitan y, sobre todo, no les escatime la avena. Además, éste necesita un herrado, empieza a cojear.
El herrero estuvo a punto de echarse a llorar de alegría.
—¿Herrar…, herrar un caballo? ¡Por fin!
Se enjugó la frente con un enorme pañuelo a cuadros y preguntó:
—¿Sabe usted cuánto tiempo hacía que esperaba esto?
Por una sola vez, el Fabricante de Lluvia me pareció sorprendido:
—¿Pero es que es éste el primer caballo que ve desde hace mucho tiempo, amigo?
—¡Oh!, claro que no, pero con esta maldita sequía los caballos del pueblo no van a ningún lado. Un caballo que permanece en la cuadra no precisa herraduras, y un herrero que no pone herraduras a los caballos no es un verdadero herrero.
Volvió a pasarse el pañuelo por la frente y se lamentó:
—Mire, forastero, en Lubbock, los caballos son como los hombres, nada les impulsa a salir. Aquí a nadie se le ocurriría empuñar un apero.
El hombre de negro replicó sonriente:
—Pues nosotros nos hemos topado en la calle con un tipo que llevaba una horca…
—¡Ah!, ése es el viejo Cricket. En cien millas a la redonda no hay un tipo más haragán. Si va con esa horca a todas partes es porque tiene la altura precisa para apoyar la barbilla. Es demasiado holgazán para llevar él solo su cabeza, y demasiado gandul para hacerse un bastón a la medida oportuna.
El herrero nos confió que hacía por lo menos cinco años que veía al viejo Cricket con su horca, y que el pobre se angustiaba ante la mera idea de que un día se le rompiera.
Abreviando aquellos comadreos aldeanos, mi amigo preguntó:
—¿Son confortables los dormitorios del saloon?
El herrero emitió un pequeño silbido.
—Forastero, no es así como debe usted plantear la pregunta, si se tiene en cuenta que en el saloon sólo hay una habitación para alquilar. Pero si quiere dormir en Lubbock, tendrá que ser allí, en casa de Mitzy. Hay dos razones para ello: la primera es que su visita causará un placer al dueño, puesto que no ha tenido un solo cliente desde hace más de un año. La segunda es que en por lo menos doscientas millas a la redonda no hay más hotel que el de Mitzy. En realidad, Mitzy era el nombre de la antigua propietaria del saloon. Murió hace exactamente un año. Según el doctor, los pulmones de Mitzy se habían resecado por culpa del aire, que es demasiado seco en esta comarca.
Con el dorso de la mano, el herrero aplastó una lágrima en su mejilla y declaró:
—Compréndalo, forastero, entre nosotros, y en su recuerdo, seguimos hablando de Mitzy al mencionar el saloon.
El señor Gaho, que parecía animado de muy buenos sentimientos, declaró que lo comprendía muy bien.
Estimando sin duda que ya había dicho bastante, el herrero tomó las bridas de los caballos y rodeó la construcción. Gigante del Viento se echó su gran saco al hombro y me hizo señas de que lo siguiera.
En el exterior nos sofocó el aire cálido. A grandes zancadas, nos dirigimos hacia el saloon de la difunta señora Mitzy.
Para llegar al saloon era preciso subir tres escalones y franquear una puerta de vaivén. El interior consistía en una gran sala, al fondo de la cual una escalera de madera conducía al primer piso. En el centro de la sala, una enorme araña de hierro forjado, que agrupaba, en círculo, seis lámparas de petróleo, colgaba del techo por medio de una gruesa cadena. Aquellas arañas estaban muy de moda desde que el primer pozo escupió petróleo en Titusville.
A la izquierda, una larga barra de caoba nos separaba de una serie de estanterías en donde se alineaban botellas de todas las formas y de todos los colores. Muy visible, en un marco de madera, colgaba encima de la caja el decreto gubernamental sobre la templanza. El documento estaba firmado por el presidente de los Estados Unidos. A nuestra derecha, una docena de mesas y cuatro de sillas esperaban a los clientes. Por aquí y por allá estaban distribuidas cuatro grandes escupideras de cobre, bien lustradas.
Saliendo de no sé qué sitio, vino a plantarse ante nosotros un chiquillo que no tenía más edad que yo. Sus ropas no eran mejores que las mías. Su nariz puntiaguda rebosaba de pecas, y en la mano sostenía una escoba. Destacaban sobre todo sus cabellos, que eran tan rojos que cualquiera hubiera podido pensar que se habían incendiado.
El chico, sin dejar de observarme, se dirigió al hombre de negro:
—Buenos días, señor forastero. Si precisa alguna información, Fred Johnson está a su servicio para ayudarle.
El señor Gaho dejó su saco en tierra y declaró con aplomo:
—Fred, mi compañero y yo deseamos pasar aquí algún tiempo. Queremos una habitación con baño y, después, una buena comida.
La boca de Fred, como antes la del herrero, se abrió de par en par. Sin dejar de mirarme, masculló en dirección a mi amigo palabras ininteligibles. Al hacerlo arqueaba tanto los ojos, que me di cuenta de pronto de por qué hablaba a uno, mirando al otro: Fred padecía una enorme bizquera.
Al cabo de un momento, que me pareció un año, nuestro interlocutor recobró el dominio de sí mismo. Sin dejar de clavarme sus pupilas azules, se volvió a medias y gritó hacia el fondo de la sala:
—¡Eh, papá, ven enseguida! Aquí hay dos forasteros que quieren convertirse en clientes tuyos. Hay, incluso, uno que habla de tomar un baño.
De detrás de una cortina salió un hombre precedido de un vientre enorme. Sus dos cejas alzadas denotaban una gran sorpresa.
—¿Es cierto lo que dice mi hijo?
El señor Gaho asintió con la cabeza y, al tiempo, las cejas del propietario descendieron. Después, repentinamente suspicaz, añadió:
—¿Es que, por casualidad, les han dicho que ha aparecido oro por estos parajes? Porque, sin querer faltarles al respeto, y simplemente por comportarme honradamente…
—Nadie nos ha dicho nada de eso —le cortó secamente el señor Gaho, a quien empezaba a molestar el comportamiento de los habitantes de aquella población.
Sin embargo se dominó, y manifestó con su más encantadora sonrisa:
—Pasábamos por Lubbock y nos ha seducido el encanto de su población. En consecuencia, nos gustaría estar aquí unos ocho días.
Ante la magnitud de aquella mentira, el señor Johnson fue acometido por una risa nerviosa y su enorme vientre se agitó. Después se enjugó los ojos con el trapo de secar los vasos que llevaba en la mano, y exclamó:
—Voy a darles la única, pero la más bella habitación, de la casa. Ya verán, no es muy grande, pero tiene dos camas. Cualquiera creería que ha sido amueblada expresamente para ustedes.
Tras pasar al otro lado del bar, el propietario del saloon extrajo un grueso libro de debajo de la caja. Sopló por encima y desapareció tras una nube de polvo, que le produjo un inmediato ataque de tos. Tendió el libro abierto al Fabricante de Lluvia:
—Voy a darles la habitación setecientos treinta y ocho. ¿Puedo pedirles que inscriban en el registro sus nombres y profesiones?
El señor Gaho metió la pluma en el tintero, pero salió tan seca como el esqueleto de un buey blanqueado al sol del desierto.
—Mil excusas —dijo el propietario—. ¡En esta parte de América el aire es tan vivificante que los líquidos se solidifican en los tarros!
Y añadió, dirigiéndose a su hijo:
—Fred, tráeme de la cocina el tarro verde que está cerrado con cera. La tinta ha vuelto a evaporarse.
Cuando Fred lo hubo llenado, mi amigo escribió legiblemente: «Señor Gaho, doctor en Fenómenos Naturales, y su ayudante, Pete Breakfast».
Tras la lectura, el señor Johnson se mostró tan respetuoso como le fue posible.
—Sígame, Señoría, y usted también, señor Pete, quiero enseñarles yo mismo su habitación.
Debo confesar que me sentía muy orgulloso ante el respeto que inspiraban nuestras dos personas. Pero no pude evitar pensar que Gigante del Viento era un mentiroso redomado.
En la habitación, Fred logró la proeza de mirarnos a los dos a la vez con admiración, mientras su padre explicaba:
—Y si encuentra chinches en los muebles, no les dé importancia, Señoría. En esta época del año están sólo de paso. Aunque, evidentemente, no soy yo quién para explicar a una persona de su calidad las costumbres de ese bicho.
Después acució a su hijo:
Vamos, chico, aprisa. ¿Has olvidado que estos señores deseaban tomar un baño?
Cuando se cerró la puerta examinamos el lugar. No había transcurrido un cuarto de hora cuando Fred llamaba a la puerta.
—El baño, Señoría.
A guisa de baño, el propietario del saloon enviaba a sus clientes… dos cubos de agua tibia del color del fango.
Cuando al dar las doce y media bajamos a la gran sala, la atmósfera del saloon vibraba con una algarabía ensordecedora. Tuve la impresión de penetrar en una colmena; el saloon estaba repleto.
Más de cincuenta personas gesticulaban y hablaban al mismo tiempo. La barra estaba rebosante de botellas de todo género y las mesas desaparecían bajo los jarros de cerveza. Sólo quedaba libre una mesa. Encima, bien a la vista, había un pedazo de cartón en el que habían escrito torpemente: «Reserbada pa Su Escelenzia».
Ni por un momento dudé de que «Su Excelencia» fuéramos nosotros. Me senté bien erguido ante la mesa, con un brazo a cada lado de mi plato.
De repente me sentí dominado por una extraña sensación. Alcé la cabeza por encima de mi vaso: todo el mundo callaba, inmóvil, con los ojos clavados en nosotros. En el ángulo más alejado de nuestra mesa me parecía oír a una araña tejer su tela.
Apareció el barrigudo señor Johnson. Nos hizo reverencias como si fuera un cocinero chino de San Francisco y murmuró al oído del hombre de negro:
—No se ofenda Su Excelencia, pero ya le dije que era usted el primer visitante distinguido desde hacía más de un año. Como es lógico, nadie se lo ha querido perder.
Pavoneándose, el propietario añadió:
—Mire, yo comparto sus sentimientos, sobre todo teniendo en cuenta que este acontecimiento se halla en trance de provocar la fortuna de mi bar.
Mi amigo aceptó muy bien la cosa y preguntó con absoluta sencillez:
—Pero, dígame, buen hombre, ¿por qué, hasta hace un momento, armaban semejante jaleo?
—¡Bah! Es a causa de las apuestas, Señoría. Ya sabe usted, por aquí a algunos les gusta apostar de firme.
Gigante del Viento mostró una cara tan sorprendida que el otro prosiguió explicando:
—La noticia de su aparición en el pueblo ha corrido como un reguero de pólvora, y para dar una prueba de la alta calidad de usted he tenido que mostrarles mi registro. Es preciso que añada que yo también estaba interesado en hacerles ver la magnificencia de mi clientela.
—¿Y qué? —preguntó el Fabricante de Lluvia, que, como yo mismo, tampoco acertaba a advertir el sentido de tales explicaciones.
—Pues bien, se trata de esto. Algunos opinaban que habría que tratarle como «Señoría» y otros se inclinaban por «Excelencia». Todos se han puesto a apostar antes de que usted pueda confirmar cuál es su tratamiento.
Un movimiento agitó la sala y cincuenta pares de ojos se clavaron en nuestra mesa. Tranquilo y digno, el señor Gaho echó hacia atrás su silla, alisó las mangas de su chaqueta y tosió con distinción para aclararse la voz.
—Amigos míos, mi compañero, aquí presente, y yo les agradecemos el interés que muestran por nosotros. En lo que concierne a mis títulos honoríficos no vamos a andar con cumplidos entre nosotros. Llámenme doctor, simplemente, y eso bastará.
Las conversaciones se reanudaron con animación. Sería más justo decir que estallaron como un barril de pólvora echado al fuego. El hombre de negro no se dignó sacar de dudas a los apostantes.
Me impresionó la amable sencillez de que había dado muestras el Fabricante de Lluvia. Para hacerme una idea más clara de los acontecimientos, metí mi cuchara en un gran plato de habas que Fred acababa de deslizar bajo mi nariz.
A pesar del griterío y del estruendo que reinaban ahora en la gran sala, el viejo Cricket, con la espalda pegada al muro, dormitaba, apoyado el mentón en el mango de su horca. Desde el lugar que yo ocupaba, daba la impresión de estar colgado por el cuello en el perchero.
Tras la comida, el Fabricante de Lluvia se puso su enorme sombrero negro y dijo que iba a dar una vuelta…, a fin de admirar los magníficos campos de los alrededores, según precisó.
Para respetar las instrucciones recibidas, yo salí y fui a sentarme en el tercer escalón ante la entrada del saloon.
No llevaba allí un minuto cuando Fred vino a instalarse a mi lado.
—¿Puedo hablar con usted un instante, señor Pete?
—Pues desde luego, me gusta mucho que me den conversación.
Para mostrarme amable, me volví a fin de mirarle a la cara. Su pecosa nariz apuntaba hacia mí mientras que sus dos ojos se clavaban en mis dos orejas.
A falta de la lluvia, hablamos del buen tiempo. Y Fred me contó su vida.
Antes de venir a instalarse en Lubbock, el padre de Fred poseía en el estado de Kansas una granja en la que criaban vacas de largos cuernos y algunos caballos. Todo fue bien hasta que un día, en su ausencia, vino a pasar por allí una banda de cheyennes. Iban en busca de un traficante de armas que les había robado. Presa del pánico, la madre de Fred cogió un enorme trabuco que siempre estaba colgado encima de la chimenea y mató al jefe de los pieles rojas. Los demás, a quienes la muerte de su jefe volvió locos de furia, mataron a la señora Johnson, quemaron el rancho y se llevaron el ganado. Fred escapó a la matanza metiéndose hasta la nariz en la charca de los patos.
Hablamos además de mil cosas, pero desde el comienzo de la conversación yo advertía claramente que Fred deseaba referirse a otro asunto. Intenté llevarle hasta el tema que quería.
—Pues —dijo turbado— querría hacerle una pregunta…
Le animé a que prosiguiera.
—Pues bien, señor Pete, ¿puede usted explicarme qué es exactamente un doctor en fenómenos naturales?
Me vi en dificultades. Recurrí a mis conocimientos y me las arreglé para simplificar mi exposición:
—Un doctor así es, ante todo, un sabio que conoce recursos muy misteriosos y complicados. Por ejemplo, puede curar a la gente de enfermedades que no tiene. Puede también construir, con lo que tiene a mano, una estación meteorológica.
Para no poner una cara tan obtusa como la mía, Fred agachó la cabeza varias veces.
—Sí, ya veo —murmuró.
Pero como yo estaba seguro de que no veía nada en absoluto, le proporcioné algunos detalles.
—Consideremos que el doctor Gaho es en realidad un gran especialista de los fenómenos naturales. Este hombre puede conversar con las nubes e, incluso, con la tierra. No hace aún mucho tiempo le vi, como te veo a ti, pegar su oído al suelo y encontrar en un minuto cincuenta caballos que andaba buscando desde hacía ocho días.
Para acabar de convencerlo, añadí:
—Créeme, es la pura verdad. La prueba es que, después del doctor, yo mismo pegué mi oreja a la tierra y oí correr los caballos.
Ante el efecto que provocaron mis palabras, me embalé:
—Oye, voy a confiarte un secreto: un doctor en fenómenos naturales es nada menos que un Fabricante de Lluvia. ¡El señor Gaho es un famoso Fabricante de Lluvia!
Fred pareció sofocado. No supo más que repetir tres veces:
—¡Ah, caray!
Todavía muy alterado por mis revelaciones, Fred pretextó una tarea urgente que le esperaba en la cocina y se levantó como si se hubiera sentado sobre un erizo.
Me sentía bastante satisfecho de mí mismo. Conforme a las instrucciones recibidas, había soltado las «palabras claves». Sin embargo, había algo que me preocupaba: en varias ocasiones me había vuelto hacia un lado, para poner uno de los ojos de Fred enfrente de los míos, pero en ningún momento había tenido la impresión de haber captado enteramente su atención.
Después, y para matar el tiempo, resolví pasear por la única calle de Lubbock. Estaba, como por la mañana, totalmente desierta. Pasé ante una especie de bazar que lucía una inscripción sobre su puerta: «Señor Racoon. Almacén de avituallamiento». Considerándome demasiado nuevo en la región, no me atreví a entrar.
Fue Fred quien me dijo más tarde que, en realidad, el propietario del bazar se llamaba Searcy. Pero teniendo en cuenta que siempre lavaba los huevos que los granjeros le confiaban para vender en la población, todo el mundo le llamaba Racoon[5]. Una noche, un bromista de mal gusto llegó, incluso, a escribirlo en su puerta.
Más lejos, a la sombra de un gran porche, se balanceaba una mecedora, en la que hasta hacía poco había estado sentado alguien. Tras los vidrios de la ventana, que se habían vuelto opacos por las deyecciones de las moscas, vi moverse los visillos desgastados. Deduje que el aficionado a la mecedora prefería observarme «de incógnito».
Más allá, una fachada, a la que habían dado una mano de nafta[6] para evitar que fuese devorada por las termitas, estaba cuajada de orugas procesionarias. Era la oficina del sheriff. El sheriff estaba tan orgulloso de sus funciones que todos le llamaban señor Peacock[7]. Nadie se acordaba ya de su verdadero nombre.
Poco a poco, en el curso de mi paseo, reparé en que el pueblo se animaba de manera insólita. Al comienzo, sombras furtivas corrían de una casa a otra. Después, varias personas atravesaron la calle. Como si cobraran valor, algunas se llamaron en voz alta, y en los quicios de las puertas se iniciaron conversaciones.
La agitación iba creciendo. Las puertas resonaron; cada uno salía de su casa para dirigirse a la del vecino.
Temiendo una revolución, preparaba prudentemente un repliegue hacia el saloon cuando tropecé con el hombre de negro. Tomándome por el brazo, y levantándome en vilo sin más dificultad que si yo hubiera sido una almohada de plumas, me gritó:
—Ven, muchacho, hoy es un gran día. ¡Te invito a una limonada!
Sentado ante la mesa reservada a Su Excelencia, el señor Gaho llamó al propietario con un vozarrón que hizo temblar los cristales. Con el aire de un gato que acaba de zamparse el pez rojo de la pecera, el dueño farfulló:
—Mil excusas, Su Excelentísima Señoría. Me hallaba ocupado en un asunto muy importante.
Medio tapado por la cortina que ocultaba la entrada de la cocina, Fred parecía sufrir convulsiones: saltaba sobre un pie y luego sobre el otro. Cualquiera hubiese creído que habían crecido cardos en el suelo.
Junto a la pared opuesta, el viejo Cricket no se había movido lo más mínimo; su barbilla estaba tan fuertemente apoyada a la horca que temí que el mango fuera a atravesar su sombrero.
En la calle reinaba un ambiente de fiesta; pero como parecía que Gigante del Viento no se daba cuenta de nada, adopté una expresión distraída y seguí saboreando mi limonada.
No me había bebido la mitad de mi vaso cuando pegué un bote en mi silla: la puerta del saloon había sido abierta brutalmente.
Una multitud invadió el establecimiento y rodeó nuestra mesa. El señor Gaho, muy tranquilo, como si lo esperara, se pasó un dedo por el cuello y murmuró:
—Buenas tardes, señoras y señores. Como pueden comprobar, aprecio la limonada de la región.
Un individuo muy peludo y de piel rosácea propinó a su vecino un violento codazo en el estómago.
—Explícaselo tú, que hablas bien.
Pero el interpelado no quiso saber nada. Un hombrecillo, vestido de gris de los pies a la cabeza, dio un paso hacia adelante, achuchado por los que lo empujaban por la espalda. Se quitó su sombrero hongo y empezó a hacerlo girar entre los dedos para recobrar la compostura.
—Pues bien… Se trata…
En aquel preciso momento la puerta del saloon se abrió violentamente por segunda vez y entró el sheriff.
—¿Dónde están los forasteros que han dejado dos caballos del Ejército en casa del condenado irlandés O’Delly? —graznó con su enorme vozarrón.
Se abrió paso entre la multitud y fue a plantarse ante nuestra mesa. Llevaba un enorme sombrero del que se escapaba un mechón de cabellos gris amarillento. Calzaba negras botas de cowboy en las que había metido los bajos de sus pantalones. De sus caderas pendían dos fundas de cuero; la de la derecha contenía una pistola que se cargaba por la boca; la de la izquierda, un viejo pistolón mejicano de cinco tiros. Apenas pude ver más, porque del labio superior del cowboy caía un enorme bigote que le llegaba casi hasta la cintura. Era tan voluminoso como la cola de una yegua dispuesta para una feria de ganado.
El señor Johnson intervino:
—Escuche, sheriff, no es éste el momento de interrumpirnos. Nos disponemos a tratar un asunto de Estado. Por favor…
—¡Narices! —gritó el sheriff—. Mi oficina está llena de impresos que ofrecen recompensas para quien capture algún cuatrero, y quiero saber a quién pertenecen caballos tan sospechosos.
Un mocetón que se había dejado una pierna en Gettysburg, cuando la guerra de Secesión, se encaró con el sheriff:
—Te lo hemos pedido por favor, Peacock, déjanos tranquilos. Puedes aguardar un poco para ejercer la ley. Que sepamos, no hay una hora exacta fijada para eso…
El sheriff bramó:
—¡Peacock, Peacock, ya estoy harto de que me llamen Peacock! Hace mucho tiempo que os digo que me llaméis…
—¡Pero mira que eres testarudo! —lo interrumpió el cojo—. Todo el mundo es testigo de que hace mil años que te llamamos Peacock. Si no te has acostumbrado es que tienes mala voluntad.
El sheriff no quería oír nada, y negó con tal fuerza con su cabeza que su largo bigote voló a un lado. En el espacio de un relámpago pude ver su magnífica estrella de plata, prendida en su pecho. Temí complicaciones, pero los otros hicieron salir a la fuerza al hombre de la ley.
El hombrecillo de gris volvió a hacer girar su sombrero y se encaró decidido con el señor Gaho:
—Como iba a decirle ahora mismo, hace ya mucho tiempo que no cae una gota de agua sobre Lubbock. Esta sequía es una gran calamidad para todos los habitantes de la población…
Y volviéndose hacia el auditorio, que expresaba su asentimiento moviendo la barbilla, halló valor para continuar:
—En cuanto supimos que Dios nos enviaba a un Fabricante de Lluvia, constituimos una pequeña comisión.
Recobró el aliento y, muy orgulloso, anunció:
—La hemos llamado «Liga contra esta Porquería de Sequía que Mata nuestro Ganado y transforma la Tierra en Polvo».
—¡Muy bien! Quizá un poco largo, pero está muy bien —apreció el señor Gaho.
La sala se vino abajo con los aplausos.
Entonces el hombrecillo, que había adquirido en unos instantes una auténtica importancia, añadió:
—En nombre de esta Liga, señor doctor en fenómenos naturales, le pido que se ocupe del asunto.
Sudaba a chorros cuando estrechaba las manos de los que lo felicitaban.
El Fabricante de Lluvia reclamó silencio frente al entusiasmo de los habitantes de Lubbock:
—¡Amigos míos! No querría dar la impresión de negarme, pero creo inútil que recurráis a mis talentos. Esta tarde, mientras paseaba, he podido comprobar que unos grandes nubarrones corrían por el cielo. Lloverá, amigos míos, lloverá pronto.
Una voz de mujer gritó desde el fondo de sala:
—En Lubbock no faltan las nubes, doctor, pero como no hay nadie para retorcerlas por encima de nuestros campos, van a derramar su agua más lejos.
—Os comprendo muy bien —afirmó mi amigo—, pero conseguir la lluvia del cielo exige una preparación larga y difícil, sobre todo por medios científicos y sobrenaturales.
Ante la palabra «sobrenatural», varias mujeres se santiguaron; pero la que había hablado en primer lugar no se dio por vencida.
—No nos importan los medios, doctor. Lo que queremos es una buena lluvia, muy copiosa.
El Fabricante de Lluvia alzó los brazos para calmar a la concurrencia.
—Entiendo su impaciencia, pero no es menos cierto que semejante empresa ofrece aspectos imprevisibles. Una vez conseguí la lluvia en dos horas. Pero en otra ocasión, a pesar de toda mi ciencia, tuvimos que esperar un mes.
Y se volvió hacia mí:
—¿No es cierto, Pete?
Como toda la concurrencia tenía sus ojos puestos en mí, a pesar de mi estupor, conseguí exclamar:
—¡Pues claro!
—Ya lo ven —aseguró el Fabricante de Lluvia. Y prosiguió:
—Amigos míos, sólo pensábamos pasar unos cuantos días en Lubbock, ya que tareas importantes nos reclaman en la vasta América. Una estancia demasiado prolongada nos haría perder el poco dinero que necesitamos para llevar a cabo nuestras experiencias científicas.
Ante aquella alusión se formaron pequeños grupos. De cada uno de ellos se alzó un confuso rumor de conversación. Aprovechando aquella pausa, el señor Johnson vino a murmurar al oído del hombre de negro:
—Si usted se va es mi ruina. Si usted se queda, le dejo el veinte por ciento de los ingresos de mi bar.
Mi amigo replicó entre dientes:
—Treinta por ciento y asunto zanjado.
Los dos pillos estaban a punto de estrecharse las manos cuando el hombrecillo de gris se plantó de nuevo ante nosotros:
—Doctor, la Liga contra esta Porquería de Sequía… y lo que sigue… me encarga decirle que le otorga un crédito. Así usted no perderá nada.
—¡Bravo! —gritaron los partidarios de tan feliz iniciativa.
El señor Gaho reflexionó un momento y luego acabó por ceder:
—Está bien, amigos míos, me quedo.
Una tempestad de aplausos acogió su decisión.
Al volver la calma, oí a Cricket gruñir en el fondo de la sala:
—Aquí no hay manera de echarse una siestecita. Prefiero ir a dormir a otra parte.
Empuñó su horca y salió.
Decididamente, aquel curioso personaje no compartía los problemas de sus conciudadanos.
Al día siguiente, la población entera estaba en pie de guerra. Todos acechaban el menor gesto del Fabricante de Lluvia.
En la gran sala del saloon tomamos un copioso desayuno por cuenta del establecimiento.
Repleto y satisfecho, el doctor empujó la puerta, husmeó el aire con una sonrisa de oreja a oreja y declaró:
—Esto no es todo, Pete. Necesitamos hallar el mejor lugar.
Como si hubiera entendido el sentido de aquella decisión, le respondí con aplomo:
—¡Pues claro! Necesitamos hallar el mejor lugar.
Aquellas palabras desencadenaron un verdadero zafarrancho, como la moneda que pone en marcha la pianola. El Fabricante de Lluvia partió a grandes zancadas, seguido por la multitud.
Sin dirigir la palabra a nadie, mi amigo unas veces se detenía en seco y olfateaba el aire, mientras sus narices palpitaban como las de un toro encolerizado, y otras golpeaba el suelo con el talón, mascullando:
—No, aquí no, este lugar no conviene.
Con mis cortas piernas me costaba mucho trabajo seguir su paso. Estaba tan sofocado que no podía pronunciar ni una palabra para preguntar lo que buscaba exactamente. Los otros no chistaban; con los rostros sudorosos caminaban pegados a sus talones para no perderse nada del gran espectáculo que se preparaba.
El Fabricante de Lluvia se detuvo por fin al dar la segunda vuelta a la población. Nos hallábamos en un barbecho que no presentaba nada de particular. Yo tenía la lengua fuera.
El señor Gaho sacó la lupa de su bolsillo, observó minuciosamente el suelo y me la tendió, exclamando estentóreamente con su magnífica voz:
—He aquí el lugar. Examina tú mismo esta tierra, Pete. En mi opinión no podríamos encontrar mejor emplazamiento.
¿Me hallaba demasiado emocionado para poder ver algo? ¿Había en el suelo algún solo indicio visible a mis ojos de profano? El caso es que no advertía nada. Después de todo, quizá habría sido preciso que yo supiera de qué estaba hablando el Fabricante de Lluvia.
Nuestra elección creó expectación. Toby Tufler, el propietario del campo, gritó excitado:
—¡Pardiez, ya sabía yo que ésta era una buena tierra!
Otro gritó desde lejos:
—¿Cuánto quiere usted por ella?
Aquel intercambio de palabras fue la señal para que comenzara una gran agitación. Gigante del Viento tuvo que reclamar silencio. Ordenó:
—Que me traigan rápidamente cuatro toneles vacíos, cuatro peroles metálicos para crear tiros de aire y uno más pequeño para recibir «la gota».
Se concentró un segundo y después añadió:
—Necesito también de diez a quince libras de cloruro sódico.
Racoon, el propietario del bazar, comentó:
—Doctor, si necesita un producto químico complicado, me temo que en Lubbock no lo tendremos.
—Es una lástima, pero nos arreglaremos sin eso —respondió mi amigo—. Tráigame, entonces, sal gruesa.
¡Poco más tarde supe que bajo aquellos dos nombres se ocultaba el mismo producto!
Racoon ya se alejaba y el Fabricante de Lluvia tuvo que gritarle:
—Ya que hace el viaje, aprovéchelo para traerme cuarenta o cincuenta litros de su mejor petróleo.
Mi amigo no perdió el tiempo mientras esperaba lo que había encargado. Ante la pasmada asamblea, comunicó a la tierra su propio fluido magnético. También conjuró la mala suerte con imágenes piadosas y amuletos que extrajo de su enorme saco de lona.
Los toneles, los peroles y los ingredientes llegaron en un carro de cuatro ruedas del que tiraba un caballo asmático. El señor Gaho hizo colocar los toneles de tal manera que formaran un cuadro de cincuenta pasos de lado. Gigante del Viento dispuso los peroles sobre los toneles, e hizo que los llenaran con petróleo. Por lo que se refiere al más pequeño, lo colocó exactamente en el centro del cuadrado. Satisfecho, el Fabricante de Lluvia me dijo:
—No toquemos la sal por ahora, muchacho. Guardémosla para el momento oportuno.
Esta misteriosa actividad me hacía sentirme en un mundo irreal. Mi cabeza se hallaba tan vacía como un viejo tronco roído por las hormigas.
Bajé de las nubes al oír al señor Gaho:
—Amigos míos, a partir de ahora ninguno de vosotros debe penetrar en el interior de los límites aquí trazados. De otra manera habría que empezar de nuevo. Por lo que se refiere a mi ayudante y a mí, no podemos salir por las mismas razones.
Como yo era curioso, me habría gustado mucho conocer las razones de aquello. Pero todavía hoy forman parte del misterio con que mi amigo gustaba de rodear cada uno de sus actos. Dicho esto, hay que añadir que no olvidaba nunca las necesidades temporales. Lo demostró declarando a la multitud:
—En estas condiciones, les rogamos que se encarguen de alimentarnos caritativamente.
El señor Johnson lo tranquilizó:
—No se preocupe, doctor, que con nosotros no le faltará nada.
Una vez asegurado nuestro porvenir, el señor Gaho hizo que le entregaran una antorcha resinosa y prendió fuego al petróleo. Nos rodearon cuatro columnas de llamas rojas y amarillas.
El Fabricante de Lluvia se quitó su chaqueta, se arremangó la camisa y, tenso como el poste de un tótem indio, empezó a hablar al cielo. Era muy bonito, comenzaba así:
—Ya ves los esfuerzos que estamos haciendo, oh Cielo de bondad. Queremos ayudarte a empujar hacia nosotros tus nubes cargadas de lluvia…
El señor Gaho habló al viento, a las nubes, a los ángeles, a Dios, y hasta llegó a insultar al diablo, lanzando puñados de sal contra el suelo. El Fabricante de Lluvia estaba espléndido.
Todo fue muy bien hasta el momento en que uno de los cuatro peroles empezó a derramar su petróleo. El enorme calor había fundido la base. Se prendió el tonel, haciendo crepitar millares de chispas. Tuvimos un conato de incendio.
Cada uno, con su sombrero o con su chaqueta, apagó las llamas como pudo.
Racoon corrió a su almacén y volvió cargado con otro perol, otro tonel y quince litros más de petróleo.
La reparación de los daños nos ocupó hasta la hora del almuerzo, y el Fabricante de Lluvia pidió que se encargaran de traernos dos comidas.
Fred había sido designado para este servicio especial. Por su parte, su padre, que no dejaba escapar ocasión alguna, trajo una cocina de leña y una enorme sartén. Empezó a freír salchichas y a hacer huevos revueltos. Así, los mirones, sin perderse nada del espectáculo, podían regalarse el cuerpo a dos dólares la ración.
Se abrieron toneles de cerveza y el lugar perdió mucho de su misterio cuando se transformó en una feria.
El señor Gaho, que se había pasado un poco con la cerveza, sólo pudo reanudar sus ensalmos ya avanzada la tarde. Por mi parte vi llegar con alivio el fresco del atardecer. Después de permanecer toda una jornada bajo un sol de plomo, rodeado de cuatro hogueras que vomitaban todos los fuegos del infierno, uno no podía evitar sentirse tan seco como un árbol calcinado.
Al llegar la noche me dormí en el mismo suelo, envuelto en una manta. Por la mañana supe que mi compañero no había pegado ojo en toda la noche, ocupado en alimentar de petróleo los cuatro peroles infernales.
Miré al cielo. ¿Acaso las nubes se habían teñido con el hollín desprendido por el petróleo? En todo caso, estaban mucho más grises que la víspera.
En torno a nosotros nadie se había movido de su sitio. Las mujeres, cansadas, y los hombres, con los ojos enrojecidos y sin afeitar, masticaban sin convicción las salchichas del señor Johnson.
¡Para éste el negocio iba muy bien!
Al amanecer del segundo día la multitud era menos densa. Muchos habían vuelto a la comodidad de sus casas, a sus camas confortables. ¿Cabía censurar a aquella buena gente el que les apeteciese un alimento más sustancial que el menú desmoralizante del señor Johnson?
Las salchichas estaban en baja, pero la cerveza fluía todavía generosamente.
Para volver a reunir a la multitud y conseguir que se reavivara el interés, el doctor hizo saber que iba a poner en venta una serie de medicamentos de maravillosos poderes curativos.
A las dos de la tarde, el señor Gaho hizo colocar un tonel en el límite del cuadrado. Haría las veces de puesto ambulante. Encima colocó los veinte frasquitos que había llenado de agua en el desierto.
Con el más puro estilo de los charlatanes de feria, mi compañero gritó:
—Acérquense, señoras y señores, aquí sólo se paga al salir. No tengan miedo, buenas gentes, yo no soy el hombre ese que se muerde su propia cabeza y se come a sí mismo.
Y tras aquel chiste, destinado a relajar la atmósfera, dijo:
—Tengo aquí una medicina que ha sido elaborada en el mejor laboratorio de Filadelfia. Amigos míos, esta poción cura la gripe, la tortícolis, las erupciones, el dolor de muelas, las malas digestiones y el insomnio, cuando se toma en el momento peor de las crisis. Aplicada localmente, hace desaparecer en menos de una semana los callos de los pies, previene el acné y suprime, de forma natural, las manchas rojizas. Y digo «natural» por lo suave y eficaz que es su efecto. ¡Buenas gentes, este medicamento está aquí, a su disposición, al precio módico y excepcional de un dólar y medio el frasquito!
El peón de una granja, que caminaba con las piernas separadas, preguntó:
—¿Es buena su poción, doctor, para un forúnculo que tengo en cierta parte que la santa moral me prohíbe nombrar en público?
Todo el mundo se echó a reír.
—Tenga confianza en esta mixtura milagrosa —le tranquilizó el Fabricante de Lluvia—, y tómese una cucharadita cada mañana, hasta la completa desaparición del forúnculo en cuestión.
—¿No sería preferible hacer aplicaciones externas? —preguntó el enfermo. Así, el mal y el medicamento entrarían más rápidamente en contacto.
Las carcajadas se repitieron. El señor Gaho replicó:
—Aplíqueselo o bébaselo; lo que prefiera, amigo mío. En los dos casos cuesta igual: un dólar y medio.
Tras aquella primera venta se precipitaron las demás. Cada uno sufría un mal diferente y quería desembarazarse de él.
No quedaba más que un frasquito cuando se presentó el viejo Cricket:
—¿Sería posible, señor doctor en fenómenos naturales, que su brebaje me curase de este entorpecimiento que me provoca la somnolencia?
El señor Gaho aseguró sin perder la calma:
—Tan cierto como que la medicina es una ciencia, este remedio es el único capaz de hacerle salir de ese letargo que padece.
—Entonces —decidió el viejo Cricket— me quedo con un frasco. Pero como pago tendrá que aceptar esta magnífica y sólida horca que ve aquí, porque lo que es dólares, jamás tuve ninguno en el bolsillo.
Para entretener a la asistencia, mi amigo preguntó:
—Pero, amigo mío, ¿cómo va a trabajar usted sin esa herramienta?
—¡Bah! —replicó el buen hombre—. Si desaparece mi galbana, ya encontraré un trabajo en el que se utilice un martillo.
El trato concluyó alegremente. Por vez primera pude distinguir, bajo el borde de su sombrero de paja, los ojos del tío Cricket: chispeaban de malicia.
La venta cesó por falta de mercancía. En media hora, Gigante del Viento había obtenido veintiocho dólares y medio y una horca.
Aquella noche, cuando ya nos hallábamos lejos de oídos indiscretos, no pude evitar comentar con mi compañero:
—Diga lo que diga, lo que ha vendido a esa gente es agua. Llenó los frasquitos delante de mí.
Mi amigo me replicó irritado:
—¿Pero no sabes, ignorante, que ciertas aguas extraídas del suelo tienen propiedades fantásticas, y que mejoran al envejecer?
Proseguí obstinadamente:
—Dudo que la misma agua pueda, a la vez, curar el insomnio y despertar al tío Cricket.
El rostro del Fabricante de Lluvia se relajó y me explicó amablemente:
—Pareces haber olvidado, muchacho, que un día te dije que podía curar a la gente de las enfermedades que no tiene. Esto quiere decir que las tres cuartas partes de la humanidad sufre males imaginarios: la avaricia, por ejemplo, es a menudo causa de sueño agitado. Si tú curas la avaricia, Pete, el enfermo recobrará su paz. Tomemos otro ejemplo: imagínate un borracho que decidiera no beber más que nuestra agua; dejaría entonces de ser un alcohólico y podríamos afirmar que nuestra agua es milagrosa.
Preferí atenerme a ejemplos más realistas.
—Pero, por lo que se refiere a la gente de Lubbock, ¿está usted seguro de que se curarán con el contenido de sus frasquitos?
—¡No, pardiez! Antes de afirmarlo necesito comprobar los resultados.
—¿No habría sido más honrado, en ese caso, hacer pagar a sus clientes después de su curación?
—¡Diablos! ¿Estás loco, chico? —exclamó el señor Gaho—. Después de la desaparición de sus males la gente se olvida rápidamente de que estuvo enferma, y más rápidamente aún de quien la curó. Tu manera de obrar es la más adecuada para hacerse uno pobre…
Como siempre me sucedía tras haber tratado de distinguir entre el bien y el mal, me quedé callado. Experimentaba una gran admiración por el hombre de negro, pero algo que no podía explicar me chocaba en algunos de sus razonamientos.
No tuve tiempo para reflexionar sobre el fundamento de la teoría de mi compañero, porque me ordenó extender sal por el suelo, alrededor del recipiente del centro.
Cada mañana, Gigante del Viento encargaba petróleo para el día. Después entablaba conversaciones de faquir con el cielo. A este respecto he de reconocer que el Fabricante de Lluvia decía cosas mucho más bonitas que las de mi difunto padre. Sabía acompañar cada palabra con el gesto apropiado. Sus discursos poseían siempre un tono grandioso.
Por lo demás, jamás había llevado yo una vida tan agradable. Mi trabajo consistía en comer, en beber, en dormir y en extender la sal. Por primera vez en mi existencia tenía la impresión de hacer algo útil: poco a poco la tierra iba desapareciendo bajo el cloruro sódico que le echaba encima.