Capítulo nueve

La demencia de todo cayó sobre Kent a una cuadra del banco. Fue entonces que una percepción ardiente de su pérdida le entró en el estómago. Si Borst conseguía esto, lo que a juzgar por la llamada de Wong estaba haciendo de manera espléndida, realmente estaría quitándole todo a Kent. Millones de dólares. Ese imbécil nariz de garfio le estaba obstruyendo con indiferencia la obra de su vida.

Una ola de pánico le inundó el pecho a Kent. ¡Era imposible! Mataría a cualquiera que intentara robarle lo suyo. Metería una pistola en la boca del tipo y le haría saltar el cerebro, quizás. ¡Por Dios! ¿En qué estaba pensando? Ni siquiera podía dispararle a un perrito de las praderas, mucho menos a otro ser humano. Por otra parte, tal vez Borst acababa de renunciar a su derecho a vivir.

¿Y Spencer? Prácticamente estarían arruinados. Toda la jactancia de Euro Disney, yates y casas frente al mar demostraría que él era un tonto. Por la mente le cruzó una imagen de ese mono del aeropuerto de Chicago haciendo sonar sus címbalos. Chin-chan, chin-chan.

Kent agarró su teléfono celular y pulsó siete dígitos.

—Despacho del abogado Warren —respondió una recepcionista después de dos timbrazos.

—Hola. Soy Kent Anthony —informó él; la voz le titubeó, y carraspeó—. ¿Está Dennis?

—Espere un momento. Déjeme ver si lo puede atender.

La línea permaneció en silencio durante un minuto antes de oír la voz de su antiguo compañero de universidad.

—Hola, Kent. ¡Dios mío! Un buen rato sin vernos. ¿Cómo te está yendo, amigo?

—Hola, Dennis. En realidad no me va muy bien. Tengo algunos problemas. Necesito un buen abogado. ¿Tienes un poco de tiempo?

—¿Estás bien, compañero? No se te oye bien.

—Bueno, como dije, tengo algunos problemas. ¿Me puedo topar contigo?

—Claro. Por supuesto que sí. Veamos…

Kent oyó a través del auricular el débil ruido al hojear.

—¿Puede ser el jueves en la mañana?

—No Dennis. Quiero decir ahora. Hoy mismo.

—Muy poca antelación, compañero —contestó Dennis después de un rato—. Tengo el horario muy apretado. ¿No puede esperar el asunto?

Kent no respondió. Una repentina oleada de emociones le había aprisionado la garganta.

—Espera. Déjame ver si puedo reprogramar mi almuerzo.

Se empezó a oír música por el teléfono.

Dos minutos después regresó Dennis.

—Está bien, compañero. Me debes algo por esto. ¿Te parece bien Pelicans a las doce en punto? Ya tengo reservaciones.

—Sí. Gracias, Dennis. Es muy importante.

—¿Te importaría decirme de qué se trata?

—Está relacionado con el trabajo. Me acaban de esquilmar una importante bonificación. Quiero decir importante, como de millones.

Sonó estática.

—¿Millones? —estalló la voz de Dennis—. ¿Qué clase de bonificación vale millones? No sabía que estuvieras en esa clase de negocio, Kent.

—Sí, bueno, no lo estaré si no actuamos rápidamente. Te contaré toda la historia en el almuerzo.

—A las doce en punto entonces. Y asegúrate de llevar tu archivo de empleo. Lo necesitaré.

Kent se volvió a meter al tráfico, sintiendo una pequeña oleada de confianza. Esta no era la primera vez que enfrentaba un obstáculo. Miró el reloj en el tablero de mandos. Nueve de la mañana. Tendría que quemar tres horas. Iría a la casa por una copia de su contrato de trabajo… eso le llevaría una hora si alargaba las cosas.

—Dios, ayúdame —musitó.

Sin embargo, eso era ridículo, porque no creía en Dios. Pero quizás habría un Satanás, y el número de Kent había salido en la enorme rueda giratoria de Satanás: Hora de ir tras Kent. ¡Tras él, muchachos!

Ridículo.

Pelicans grill bullía con una multitud dispuesta a pagar treinta dólares por el privilegio de ver el horizonte de Denver mientras almorzaba. Kent se sentó ante la ventana panorámica, con vista a la Interestatal 25, y miró su plato, pensando que en realidad debería terminar al menos la ternera. Aparte de un bocado de puré de papas y una esquina cortada de la carne, su almuerzo estaba sin tocar. Y eso después de una hora en la mesa.

Dennis se encontraba elegantemente vestido con un traje confeccionado a la medida, cortado con cuidado para encajar perfectamente con su estructura bien desarrollada. El bigote negro azabache y el profundo bronceado calzaban con su herencia griega. Por el Rolex en la muñeca y el gran anillo de esmeralda en el índice derecho, era obvio que al compañero de universidad de Kent le había ido muy bien. Había escuchado totalmente embelesado la historia de Kent, mordiendo agresivamente su bistec y mostrándose desconcertado ante todas las apreciaciones. El hombre acababa de oír por primera vez acerca de la muerte de Gloria, y el anuncio le había hecho caer el tenedor en el plato. Miró a Kent, helado, con la boca ligeramente abierta.

—¿Estás bro… bromeando? —tartamudeó, con los ojos abiertos de par en par.

Por supuesto que había conocido a Gloria. La había visto cuando se casaron, tres años después de la universidad, cuando ambos empezaban sus carreras.

—Oh, Kent. Lo siento muchísimo.

—Sí. Todo sucedió muy rápido, ¿sabes? Apenas la mitad del tiempo puedo creer que esto haya pasado.

Dennis se limpió la boca y tragó.

—Es difícil de creer —concordó, moviendo la cabeza de lado a lado—. Si hay algo que yo pueda hacer, compañero. Lo que sea.

—Solo ayúdame a conseguir mi dinero, Dennis.

—Es increíble cómo estas cosas pueden aparecer en cualquier parte —indicó su amigo moviendo la cabeza de un lado al otro—. ¿Has oído hablar de Lacy, verdad?

¿Lacy? Un timbre repicó en la mente de Kent.

—¿Lacy? —inquirió.

—Lacy Cartwright. Saliste con ella durante dos años en la universidad. ¿La recuerdas?

Por supuesto que recordaba a Lacy. Habían roto la relación tres meses antes de la graduación. Ella estaba lista para casarse, y la idea lo había asustado a él, despojándolo del amor. Lo último que había oído es que la muchacha se había casado con un tipo de la Costa Este el mismo año en que Gloria y él se casaran.

—Desde luego —contestó él.

—Ella perdió por cáncer a su esposo hace un par de años. Por lo que supe, fue rápido. Simplemente así. ¿No te dieron la noticia? Lo último que oí es que ella se había mudado a Boulder.

—No —expresó Kent, negando con la cabeza.

No era sorprendente, en realidad. Después de la manera en que él le había cortado, Lacy no soñaría con volver a iniciar ninguna relación, mucho menos en el funeral de su esposo. Ella siempre fue alguien de principios cuando se frecuentaban.

—Por consiguiente, ¿qué piensas del caso? —preguntó Kent, cambiando la conversación otra vez al asunto legal. Dennis cruzó las piernas y se recostó en la silla.

—Bueno…

Se chupó los dientes y por un momento se pasó la lengua por la boca, pensando.

—En realidad depende del contrato de empleo que firmaste. ¿Lo trajiste?

Kent asintió, sacó el documento del maletín ejecutivo, y se lo pasó.

Dennis hojeó las páginas, revisando rápidamente los párrafos, musitando algo acerca de jerga de textos estandarizados de cláusulas.

—Tengo que leer esto con más cuidado en la oficina, pero… Aquí vamos: Declaración de Propiedad.

Leyó rápidamente, y Kent mordisqueó una arveja fría.

El abogado puso el documento sobre la mesa.

—Un acuerdo bastante normal. Ellos poseen todo, por supuesto. Pero tú tienes un recurso. Dos maneras de ver esto —declaró, mientras sostenía dos dedos en alto—. Una, puedes luchar contra estos tipos a pesar de este contrato. Simplemente llévalos a la corte y afirma que firmaste este documento sin total conocimiento.

—¿Por qué? ¿Es un documento malo? —interrumpió Kent.

—Depende. Para ti, en tu situación, sí. Yo diría eso. Al firmarlo básicamente renunciaste a todos los derechos naturales de propiedad, sin importar cómo se materialicen. También aceptaste concretamente no hacer reclamos por compensaciones no establecidas de forma específica bajo el contrato. Esto significa que, a menos que tengas un contrato que estipule que te deben diez por ciento de los ahorros generados por este… ¿qué es?

—SAPF.

—Por este SAPF… depende de la empresa decidir si tienes derecho al dinero.

El corazón de Kent comenzó a palpitar con fuerza.

—¿Y quién en la compañía decide estos asuntos?

—Eso es lo que iba a preguntarte. Inmediatamente sería tu superior.

—¿Borst?

Dennis asintió.

—Puedes acudir al superior de él, por supuesto. ¿Quién por sobre él sabe del trabajo que le pusiste a este asunto?

—Price Bentley —contestó Kent reclinándose y sintiéndose atiborrado—. Él es el presidente de la sucursal. Me senté en una docena de reuniones con él y con Borst. Él tiene que saber que Borst es tan brillante como el barro. ¿Puedo hacer intervenir a compañeros de trabajo?

—Por supuesto, si quieres demandar. Pero por sus reacciones me parece que ellos podrían estar más del lado de Borst que del tuyo. Parece que el sujeto estuvo haciendo unas pequeñas negociaciones mientras estuviste ausente. Tal vez lo mejor que puedes hacer es ir directo al presidente del banco y apelar tu caso. De cualquier modo vas a necesitar fuerte apoyo de adentro. Si todos ellos están de parte de Borst, vamos a tener que probar una conspiración, y eso, amigo mío, es casi imposible.

Kent dejó que las palabras le calaran poco a poco.

—Así que básicamente o me gano el favor de uno de los superiores de Borst y obro de manera interna, o soy esquilmado. ¿Es más o menos así?

—Bueno, como dije, en realidad debo leer esto detenidamente, pero, salvo que hubieran algunas cláusulas ocultas, yo diría que en resumidas cuentas así es. Bueno, siempre podemos demandar. Pero sin alguien que respalde tu historia muy bien podrías tirar tu dinero al viento.

Kent sonrió con valentía. Pero su mente ya estaba en el rostro de Price Bentley. Se maldijo por no haber gastado más tiempo en hacer amistad con la administración superior. Por otro lado, ellos lo habían contratado como programador, no como bufón de corte. Y el programa que él tenía era la mejor pieza de software que la industria bancaria había visto en diez años.

—De modo que vuelvo allá y empiezo a hacer amigos —comentó, mirando por el ventanal panorámico el tráfico vehicular que fluía abajo.

Por el rabillo del ojo vio asentir a Dennis. Asintió con él. Sin duda el viejo Price era suficientemente vivo para saber quién merecía el crédito por el SAPF. Pero la idea de que otro tipo tuviera el poder de conceder o negar su futuro le caía como plomo en el estómago.